XV

HABÍA BASTANTE DIFERENCIA entre mi situación sentimental cuando vivía con Belinha, y lo de ahora. No sé si sería porque Belinha estaba allí, segura, y no tenía por qué cuestionarla, ni tampoco me hallaba en edad de hacerlo; estaba mientras estuvo, yo podía vivir sin pensar constantemente en ella, como quien tiene una madre y no necesita repetirse todo el día que la tiene. Lo de Ursula tampoco podía compararse con lo de Flora, porque en Flora no solía pensar hasta que un pinchazo en un recoveco oscuro me la hacía necesaria: después de estar con ella, recobraba la independencia y mi mente quedaba libre para pensar en otras cosas, o para no pensar en nada. A Ursula la sentía a la vez dentro y fuera; como el aire y como una de esas sensaciones sin nombre que salen de las entrañas. Ni uno solo de mis actos, ni un solo pensamiento, dejaban de referirse a ella, la tuviera delante o no. Cuando no me dominaba el sentimiento, a veces la sensación, más que de su presencia, de su existencia, me preguntaba por las razones de aquel anhelo incesante: me lo preguntaba, quizá por hábito, quizá por necesidad, pero no como pregunta angustiosa, o al menos preocupada, sino al modo como el que es feliz se pregunta el porqué. La respuesta más fácil, la que me satisfacía, era la de que, aunque nunca me había enamorado, enamorarse tenía que ser algo así. Hubo sin embargo momentos de sequedad transitoria al final de un insomnio consagrado a ella, en que logré sobreponerme y llevar más allá mis interrogaciones, por otra parte inútiles. ¿Por qué? Inevitablemente recordaba, a modo de parangón, mis sufrimientos en el pazo miñoto. Cuando esperaba todas las noches la llegada de Belinha, era una espera física, la necesidad de abrazarla, de sentir juntos los cuerpos, como tantas veces atrás, aunque ahora de otro modo. No sé si lo de Ursula era más o menos agudo, pero el apetito de su cuerpo se mezclaba, como un ingrediente más, al de su persona entera; ¿qué había en ella que así había creado aquella necesidad? Toda congoja, todo temor a la soledad, recuerdos de aquel tiempo en que ella no estaba, también el miedo a perderla, desaparecían cuando nos encontrábamos y paseábamos en compañía. Estar con ella colmaba mis apetencias; a veces, yendo juntos, en cualquier circunstancia, por la calle, en el restaurante, o en cualquiera de los lugares a donde íbamos. La necesidad de su cuerpo pasaba como una ráfaga escasamente duradera, más que ráfaga, la manifestación súbita de algo que estaba dentro, escondido, y que sólo me urgía durante unos segundos. Había llegado a ciertas conclusiones respecto a Ursula: todas ellas incluían la sospecha de mi inferioridad y el temor de que ella la descubriese. Si le buscaba explicación, me bastaba con aceptar el hecho de que hubiese recibido una educación superior a la mía, de que su experiencia fuese mayor, en una palabra, de que ella era ya una mujer y yo todavía no era un hombre. Había creído serlo después de la aventura de Flora, y lo creí hasta el encuentro con Ursula; Flora estuvo siempre por debajo de mí, aunque tuviese más años. Mi mundo era más ancho que el suyo, mucho más rico, y, en nuestras relaciones, yo había mantenido una especie de superioridad que ella me daba hecha. Lo que me había enseñado se reducía a cosas de alcoba, que habían hecho reír a la puta napolitana: lo había aprendido pronto y, además, al enamorarse de mí, se había situado voluntariamente en una posición semejante a la de una servidora con acceso a la cama del señor. Ahora me doy cuenta; entonces lo vivía sin darle importancia. ¡Aquellos proyectos suyos de vivir juntos! Ni siquiera había mentado la posibilidad de casarnos, ni a mí se me había ocurrido. Bueno. El resumen es que mi pasado no me bastaba para entender lo de Ursula, pero en el fondo tampoco me apremiaba. Me sentía contento, ligero, un modo de sentirme completamente nuevo.

Su investigación en el banco terminó. No por eso dejamos de vernos y la iniciativa fue suya. ¡Yo no me hubiera atrevido! No almorzábamos juntos porque su lugar de trabajo quedaba lejos del mío, pero nos encontrábamos al caer de la tarde, generalmente me esperaba en su coche en un lugar cercano a la City, íbamos a cenar, y, después, me llevaba a sitios para mí desconocidos: salas de conciertos o lugares de clientela con poco aire inglés, al menos al modo acostumbrado, gente bohemia, artistas, personas indefinidas o singulares, con las que era fácil hablar y divertirse. Conocí estudios de pintores y pisos de muchachas independientes, fiestas a escote y amaneceres fatigados. También me llevó a un local donde tocaban música de jazz, que para mí fue un descubrimiento grato, una revelación, y a otro donde se reunían hispanoamericanos a escuchar tangos. Ahora pienso que aquellas visitas, al parecer casuales, formaban parte de una prevista pedagogía amable, donde yo iba perdiendo el pelo de la dehesa que aún me quedaba en el alma. Ursula tenía una idea muy clara de lo que yo debía conocer, me lo ponía delante y hablábamos después; pero sin que yo me diese cuenta de que sus palabras formaban parte de una lección. Con lo cual, mi sumisión interior hacia ella crecía: llegué a emular la soltura con que se movía en aquel mundo; yo llevaba años viviendo en el mío sin enterarme cómo era. La realidad era más, mucho más, que las finanzas universales. Había la vida, de la que yo sabía poco.

También hablábamos de libros. Alguna de aquellas tardes le descubrí mi dudosa vocación de poeta, mis ejercicios nocturnos de versificación. Ella me escuchó y dijo: «Tenía que ser así. ¿Cómo no me había dado cuenta?». Y, por primera vez, me acarició, sentí en mi cara la suavidad, un poco temblorosa, de su mano. Me dio pie a que le relatase mis dificultades. Sabía escribir versos, creía escribirlos de manera impecable, pero no tenía de qué escribir, qué confiar a las palabras. Entonces me preguntó si nunca había estado enamorado. Le conté con bastante detalle la historia de Belinha; la escuchó y me hizo algunas preguntas. Al final me dijo: «¿Sabes que tu amor por esa muchacha fue como una metáfora de incesto?». Debí de poner cara de estupor. Continuó hablando. Conforme la escuchaba, recordé aquellas palabras de don Romualdo dichas después del mismo relato: «Esa historia haría feliz a uno de estos freudianos». Pues Ursula me estaba dando la explicación freudiana de mi amor por Belinha. «No has tenido madre, y la buscas en cada mujer», resumió. Me atreví a decirle: «¿También la busco en ti?». Respondió sordamente, con un cambio súbito de expresión, como si de repente hubiera emergido de su interior una contenida tristeza. «Yo no puedo ser madre». Intenté reír y resolver la situación con un par de frases fáciles, pero creo que ni siquiera las escuchó. Una persona que oculta una llaga en algún lugar recóndito, y se la tocan, no se porta de otra manera, pero esto lo digo ahora; entonces no podía adivinarlo, y lo único que se me ocurrió fue que la había ofendido, al darle a entender con mi pregunta algo de mis sentimientos hacia ella. Pero no fue así. No se levantó de donde estábamos, un cafetín del Soho en el que habíamos comido, ni se fue sin decir «Hasta mañana», como siempre. Permaneció silenciosa, sin mirarme y creo que sin mirar. Y cuando pasó algún tiempo, apretó mi mano, que reposaba en el mantel, la apretó largamente, y dijo: «Perdóname. A veces me vienen estos silencios». Pidió un café, lo tomó sin volver a hablarme, y, cosa inusitada en ella, me pidió un cigarrillo. No era diestra fumando: empezó a toser y lo dejó en el cenicero. Entonces se me quedó mirando, me cogió del brazo suavemente y me preguntó: «¿Quieres venir conmigo? Quiero decir a mi casa».

Nunca me había llevado a ella. Ni siquiera sabía su dirección. Me cogió desprevenido aquella manera inesperada de invitarme, no entraba en los supuestos inmediatos; pero me puse en pie y le dije: «Vamos». Vivía en un barrio lejano, tardamos bastante tiempo en llegar, y, durante el trayecto, no hablamos, o, más bien, yo respeté su silencio. Era una casa de pisos, el barrio parecía agradable, aunque moderno, de edificios uniformes, cinco o seis pisos, ladrillo rojo oscurecido. Ella vivía en una planta baja, un departamento cerca del portal, con dos ventanas a la calle. Lo que yo vi, de entrada, fue un pasillito casi desnudo y un pequeño salón bien amueblado, donde había libros y grabados ingleses por las paredes. Ursula encendió un par de lámparas situadas en rincones opuestos, encima de unas mesillas con algunos cachivaches y retratos. Me invitó a sentarme. «Traeré unas copas». Durante su ausencia, curioseé lo que pude: los retratos me quedaban cerca, parecían de familia, hombres, mujeres, algunos niños; de buena apariencia. A lo que podía colegir, alta burguesía, o, por lo menos, burguesía bien instalada, de esa que ya domina las formas. Los grabados me eran familiares, escenas de caza y diligencias. Algunos, los más lejanos, me parecían de barcos: estaban en las sombras y no los veía bien. Uno, muy grande y bien enmarcado, encima del sofá, representaba una escena pagana en un escenario barroco. Los libros me quedaban lejos también. El conjunto era muy agradable. Pero no creo que expresase la personalidad de Ursula. El sillón donde me había sentado pertenecía al modelo de los pensados para la más perfecta poltronería; al sentarme, el cuerpo quedó como una Z, y las rodillas, a la altura de la barbilla. Cuando ella dejó encima de la mesa una bandeja con vasos y una botella de whisky, y se sentó, sus espléndidas piernas me quedaron enfrente, y las rodillas casi me ocultaron su cara. Había dejado los vasos servidos. Yo me sentía bastante embarazado, y, por hacer algo, alargué la mano para coger el mío. Ella hizo lo mismo, pero, antes de llevárselo a los labios, brindó: «Por nosotros».

Mi habitual confusión había llegado a su colmo, y mi inexperiencia no podía sacarme del apuro. ¿Qué tenía que hacer? Lo más probable sería que no coincidieran nuestros pensamientos, menos aún nuestros proyectos (los míos eran vagas esperanzas reprimidas). Opté por quedarme quieto, con el vaso en la mano, mirándola. Y ella me miró también, no sé qué quería decir aquella mirada. Por fin dejó el vaso en la mesa, se levantó, pasó por detrás de mí y, del conjunto de fotografías que yo había visto, cogió una y me la mostró. «Es mi madre». Y después me enseñó otra, de un muchacho: «Éste es mi hermano Klaus». Bien, ¿y qué? Volvió a sentarse, las piernas siempre juntas, pero enteras a mi vista, desde las rodillas, unas piernas largas, acaso el pie un poco grande. «Mi hermano Klaus está encerrado en un manicomio. Tengo otro hermano, ese que ves vestido de marino, Richard. Hasta el momento parece un hombre normal, aunque su empeño en ser marino mercante y no seguir con los negocios de la familia se haya interpretado, al menos, como una rareza. Ni mi hermana Ethel ni yo somos locas. Tampoco lo es mi madre, ni ninguna mujer de las conocidas o recordadas. La locura la contraen los hombres y la transmitimos las mujeres. De eso, al menos, nos han convencido o intentado convencernos, sobre todo algunos médicos. Yo no lo he creído nunca. Las razones no podría explicártelas». Fue entonces cuando se levantó y se acercó a la ventana. De espaldas a mí, continuó hablando: «Mi madre quedó fuera de sí cuando se comprobó la insania de Klaus, que era el más pequeño, el que ella más quería. Pareció volverse loca, pero no era más que el dolor lo que la hacía desvariar. Yo era una niña, ocho o nueve años, y ni Ethel ni yo entendíamos lo que pasaba a nuestro alrededor, el porqué de aquella extraña conducta de mi madre, la tristeza invencible de mi padre, la casa siempre sombría. Vivíamos Ethel y yo como aplastadas. Nos prohibían ser alegres, nos obligaban al silencio y a la pena. Algún tiempo después ya fue necesario internar a Klaus sin esperanza: sería un loco más de los de la familia, la marca negra de la voluntad de Dios. Mi madre dejó de llorar, pero se endureció. No volvimos a verla sonreír, no volvió a besarnos, parecía tenernos odio. Richard se había evadido ya de aquel hogar sin palabras amables, sin dulzura; hacia sus estudios, navegaba. Nos enviaba tarjetas, a mi hermana y a mí, desde todos los puertos y en todos nos deseaba la felicidad. Pero cada vez que llegaba una de ellas, la mirada de mi madre se endurecía más, se llenaba de más odio, un odio que lo mismo la llevaba a romper furiosamente un vaso, que a desahogarse en una de nosotras, a quien daba sin motivo un bofetón, o echaba de su presencia. Ethel y yo anhelábamos el momento de salir para el gimnasio; allí, a pesar de la disciplina, nos sentíamos libres, y temíamos el momento de regresar. Mi padre se escondía, nos evitaba, evitaba a mi madre, hacía largos viajes con el pretexto de los negocios. En uno de ellos, permaneció algún tiempo en América del Sur, casi dos meses. Fue un tiempo en que mi madre mantuvo largas conversaciones con el médico de la familia, un hombre joven, extraño, que tampoco sonreía; a nosotras no nos llamaba la atención, porque aquel médico era como de la casa, era como propiedad de mi madre, con la que estaba de acuerdo, a la que casi obedecía. Era uno de esos médicos con escasa clientela, por demasiado moderno, tenía fama de peligrosamente avanzado. Puede decirse que vivía de nosotros, y que mi madre era una de las pocas personas, sino la única, que compartía sus teorías: yo creo que las compartía con fe apasionada, furiosa; es posible que viera en él a un redentor de la Humanidad; por redentor, incomprendido. Una mañana, en vez de ir al gimnasio, nos llevaron, a Ethel y a mí, a una clínica privada. Las explicaciones que nos dieron no las recuerdo, ni creo que fuesen explicaciones, sino órdenes. Tampoco lo que nos hicieron allí: como que ni nos dimos cuenta de que nos habían anestesiado. Despertamos en nuestras camas una junto a la otra; había una enfermera que nos cuidaba día y noche, y el médico, que venía a vernos. Teníamos que estar quietas, pero podíamos hablar y leer. En alguna parte había unos vendajes: pensábamos que nos habían sacado el apéndice. Nuestra vida, después de aquel incidente, siguió lo mismo. Y el hecho de que nuestras compañeras empezasen a menstruar, y nosotras no, no tardó tiempo en sorprendernos; pero ese momento tenía que llegar. Acordamos preguntarle a mi madre el porqué de aquel retraso: no éramos tan ignorantes que no supiésemos que podía obedecer a alguna deformidad, a algún defecto, común a ambas por ser gemelas. Mi madre no nos dio una respuesta, sino largas, y explicaciones vagas. “Ya os llegará, como a todas las mujeres, ya os llegará”. Pero no nos llegó, y no había llegado cuando entramos en la universidad. Por lo demás éramos dos muchachas sanas y vitales. Alguna vez hablábamos de aquella singularidad, que ya nos lo parecía, porque teníamos la información necesaria, y nos causaba inquietud. ¡Diecisiete años! Los chicos ya nos rondaban. Éramos bonitas… Ethel se preocupaba más que yo. Un día me dijo que iba a que la examinara un ginecólogo. “¿Sin saberlo mamá?” Tampoco había por qué contar con ella: estaba en Hamburgo, y nosotras en Heidelberg. No aconsejé a Ethel, pero tampoco la disuadí. Lo hizo. El médico le reveló que estaba vacía, que le habían extirpado los ovarios, la matriz… Cuando me lo dijo, me llevé las manos al vientre. “Pero ¡Dios mío!, ¿cuándo? ¿Y por qué?” ¡No puedes imaginar qué espantosa fue aquella tarde, las dos encerradas en nuestra habitación, pensando en suicidarnos! Y no teníamos a nadie en quien confiar, a quien acudir en busca de una explicación que, por otra parte, nadie podía darnos, más que mi madre. Decidimos ir a Hamburgo, hacerle frente, exigirle una respuesta. Lo hicimos. Le sacamos una sola frase: “He evitado que, como yo, seáis madres de locos”. Nos había esterilizado para eso. Hablamos con nuestro padre. No sabía nada, se sorprendió como nosotras, sintió nuestro dolor a su manera, pero tampoco podía darnos el remedio, porque no lo había. Fue Ethel la que le dijo que no volveríamos a casa. Él lo comprendió y nos aseguró la vida. Venía a vernos a veces». Ursula había hablado sin interrupción, con voz monótona, sin inflexiones, sin dramatismo, como quien recita una historia sabida. Y después de sus últimas palabras cogió el vaso de whisky, echó un trago largo y me pidió, segunda vez en el día, un cigarrillo. Me levanté para dárselo, y, al cogerlo, cogió también mi mano, sólo cogerla y apretarla, sin retenerla. Fue entonces cuando se puso en pie y me empujó suavemente hacia mi butaca. «Siéntate. Los espectadores de un drama suelen estar sentados». Ella lo hizo también, no ya en el sillón, sino en el brazo, con la pierna montada, el cigarrillo en la mano y la cabeza baja. Un cabello caído hubiera completado la imagen del dolor, pero lo llevaba, como siempre, tirante y apretado en un moño. «Tal vez un hombre castrado pudiera comprenderme, pero no me gustaría encontrar esa clase de comprensión. Hay cosas, sin embargo, difíciles de explicar. Ya no se trata sólo de la imposibilidad de tener hijos; esto es lo más fácil, lo más evidente. Lo mismo Ethel que yo hubiéramos podido quedar ahí, en la maternidad frustrada, o darle la vuelta y alegrarnos por la imposibilidad de una maternidad involuntaria. Hasta creo recordar que alguien nos dio esa salida. No la aceptamos por alguna razón que no creo recordar, quizá porque no haya existido. Aquella amiga nos dijo: “¿Qué más queréis?” Hubiéramos podido responderle y tal vez le respondimos que queríamos más, aunque no supiéramos qué, pero llegamos a saberlo, hablando Ethel y yo, rasgándonos el alma. Esas entrañas de las que me despojaron hubieran, desde su oscuridad, encaminado nuestras vidas de otra manera. Nos fuimos dando cuenta al vernos distintas de las demás, distintas de una manera profunda. No es ya que nuestros proyectos fueran diferentes, sino que lo era nuestra manera de estar en el mundo, tampoco como un hombre. Ocupábamos un lugar intermedio entre ellos y ellas, y mis sentimientos sólo se parecían a los de mi hermana. Compartíamos una rabia sorda contra todo que a veces se manifestaba en deseos de ser malas, de hacer daño, y, otras, en una exigencia de justicia más allá de lo posible, en la necesidad de cambiar el mundo, sin darnos cuenta de que en un mundo distinto habríamos sido igualmente incompatibles con él. Mi hermana encontró entonces un muchacho del que se enamoró, y que le dio una solución, la de luchar por ese mundo justo. Ésta fue la causa de que entrase en el partido comunista y de que se entregase a él en cuerpo y alma. Yo no fui más allá de la tentación, quizá porque en la universidad nuestros estudios diferentes hubieran roto, o al menos quebrantado, aquella semejanza de siempre, aquella coincidencia que nos hacía muchas veces sentirnos una sola como si tuviéramos el mismo corazón. El caso fue que Ethel estudió matemáticas y yo arte. Las matemáticas hicieron a Ethel dogmática; a mí, el arte me hizo escéptica. No ya su estudio sino su realidad, fue en un principio una especie de consuelo, o una especie de engaño. Lo fue hasta que llegué a comprender que el arte también tiene sexo, y que una mujer castrada no podía sentirlo ni vivirlo hasta el tuétano, como yo deseaba. Si dejé el arte y estudié economía fue porque el dinero carece de humanidad, no tiene sexo, ni alma, se rige por unas leyes sin sangre: al menos en esa zona intermedia en que nosotros nos movemos. Más abajo está la miseria; lo que hay más arriba lo ignoro, aunque lo sospeche, pero sé que nunca llegaré a ser iniciada en sus misterios».

Otra vez quedó en silencio. El cigarrillo se le había quemado entre los dedos, y la ceniza le caía en la falda. La sacudió y volvió a levantarse. Quedó un momento como si vacilase. Y entonces yo hice algo que no había pensado, que no tenía nada que ver con las palabras dichas, que no sé cómo lo hice ni por qué. Me levanté, me acerqué a ella y le dije: «¿Quieres soltarte el cabello?». Y ella, quizá asombrada, con esa mirada del que se halla ante lo incomprensible y lo absurdo, se llevó las manos al moño y lo soltó. Le cayó sobre los hombros una cabellera larga y fina. Y yo se la acaricié. No sé si, entonces, ella lo mismo que yo, comprendimos que había alguna razón para lo que yo había hecho, aunque no estuviese muy clara (todavía no lo está hoy para mí). Pero mis manos acariciándola parecían la justificación, o quizá una respuesta de quien no comprende claramente, pero necesita mostrar una adhesión. Un beso hubiera significado lo mismo, pero era más ambiguo. Sí. Hice bien en no besarla. Terminé la caricia dejando que mis manos quedasen sobre sus hombros. «Lo que siento es tan nuevo que no sé cómo decirlo». Ella me sonrió con dulzura. Volví a sentarme.

«Mi hermana me sirvió de espejo para entenderme a mí misma en la medida en que eso era posible. Dejamos de vivir juntas, pero durante mucho tiempo nos veíamos, hablábamos de nosotras, siempre de nosotras. Yo era lo único que conservaba Ethel de su pasado, lo único que amaba, porque mi padre había roto con ella cuando se juntó con un hombre sin casarse. Venía a verme, me contaba sus cosas, jamás las de que fuese o no feliz con su amigo, sino sus aventuras, riesgos, hazañas. No era evidentemente la única muchacha revolucionaria que conocía: en aquel tiempo abundaban en la universidad y fuera de ella, y eso fue lo que me permitió compararlas con mi hermana. A ellas, el afán de lucha, el ansia de justicia o, simplemente, el deseo de vengar al camarada muerto, les salían de las entrañas; a mi hermana, en cambio, le salían de la cabeza. Y cuando mataron a su amigo, su dolor y su furor eran mentales. Entonces, no antes, comprendí que había un modo femenino de vivir, un modo que lo abarcaba todo, no sólo el amor y las otras pasiones, y de eso era de lo que nos habían privado. Después, mi propia experiencia me permitió completar aquellas convicciones. Tuve amores, pero nunca supe entregarme con esa totalidad con que se entregan otras, ese modo que compromete a toda la persona; y los hombres con quienes fui sincera se apartaron de mí. Uno de ellos me dijo algo que no olvidaré jamás: “Para ser una mujer completa te falta el instinto maternal. Hay un momento en todo amor en que la mujer tiene que ser un poco madre”. Yo ya lo había leído en Freud, pero no es lo mismo lo que lees que lo que te dice un hombre que ya no volverá a tu lado».

Alguna vez, no sé si muchas o pocas, las grandes decisiones, aquellas en que uno se juega a sí mismo a un solo albur, no son meditadas, sino que emergen, como un chorro de fuego que no se espera, de algún lugar (¿lugar?) de los oscuros, de los que escapan a nuestra voluntad deliberada. Aparecen súbitos, y sólo nos damos cuenta de su alcance. Entonces uno se asusta, o se alegra de no haberlo pensado antes, de no haberlo razonado. Algo así debió de ocurrirme a mí en aquel momento, cuando me levanté, me acerqué a Ursula y le dije sencillamente: «¿Por qué no te casas conmigo?». Me miró, no me respondió, pero cogió mi mano. Pude seguir hablando, aunque la mirada de ella continuase fija en la mía, una mirada en que a la sorpresa había sucedido la simpatía, o acaso la ternura: lo que me llegaba por la presión de su mano. «Soy un hombre libre y estoy solo en el mundo. Soy, pues, dueño de mí. Lo que te ofrezco es más que una respuesta sentimental o la manifestación de un deseo que tú ignoras. Te ofrezco un matrimonio serio, lo que se entiende por serio en este mundo en el que todavía vivimos, lo mismo tú que yo. Soy medianamente rico, tengo una casa en España y otra en Portugal, ambas hermosas, aunque muy diferentes. Estoy seguro de que te gustarían y de que te hallarías bien en ellas. ¡Lo que podrías hacer allí!… Podremos vivir en España o en Portugal, como tú quieras, en Villavieja, en las orillas del Miño, en Madrid o en Lisboa. Ya te dije antes que carezco de palabras para responderte, pero esto es un ofrecimiento que vale más que las palabras. Espero que serías feliz». «¿Y tú?», dijo ella. «Yo, ¿quién lo duda? ¿Qué más puedo desear?».

No me soltó, y no dijo más palabras, pero acercó su mejilla y la tuvo pegada a mi mano no sé cuánto tiempo. ¿Quién sería capaz, en esas condiciones, de medirlo? ¿Es que acaso un tiempo así tiene medida? Pasó el que pasó, el que fuera. Entonces me pidió que me sentase. Lo hice. Ella dejó su sillón, se acercó al mío, no por el frente, por un costado, y allí quedó, no sé si arrodillada o sentada sobre las piernas. Le veía la cara y los hombros. Sus manos se movían, conforme me hablaba, casi a la altura de mis ojos, un poco alejadas de ellos.

«Yo sé que nunca me reprocharías mi esterilidad, por mucho que deseases un hijo, y sé también que estos pocos años que nos separan tardarían en ser un inconveniente: de eso me encargaría yo. Si las dificultades sólo fueran ésas, te diría que sí, te lo diría con entusiasmo, con esperanza. Pero ¿qué es lo que puede salir de mí? Alguna vez te hablé de mis terrores. De alguno de ellos me libraría en tu compañía. ¡Muchas cosas tendrían que pasar en el mundo para que fueran a perseguirme por judía en España o en Portugal! No. Es a mí misma a quien temo, porque no sé lo que puedo llegar a ser, lo que puedo querer, lo que puedo hacer. De ese mi cuerpo vacío puede salir lo más terrible porque, donde estaban mis entrañas, hay un demonio que escapa a mi voluntad y que a veces se manifiesta. Por mucho que te quiera hay cosas que no puedo prometerte sin engañarnos a los dos. ¿No sería peor construir una vida en común, confiar en ella, y ver cómo un día, inesperadamente, sin una razón válida, yo misma la destruía? No sé cómo explicarte… Piensa que estoy rota, que entre los pedazos que me constituyen hay abismos cuyo fondo desconozco, pero que me dan miedo. Si un día emerge su maldad y me domina, ¿de qué seré capaz? El día en que eso suceda, no quiero que nadie de mi amor esté a mi lado y lo padezca. Y tú eres mi pequeño amor». Tal vez se escondió entonces para que no le viera una lágrima o para ocultar un sollozo. Dejé de ver su cara y sus manos, pero sentía su cabello en una de las mías, que colgaba fuera de la butaca. «Hace dos años —continuó— tuve una de esas crisis, aunque no terrible. Sencillamente hallé que el mundo carecía de sentido, y yo con él. Entiéndeme bien: no fue una de esas experiencias que suceden a una lectura que te dice eso mismo, y tú después lo sientes, sino algo espontáneo, sin razón aparente; algo que supongo que le habrá sucedido a mucha gente: una tarde cualquiera, un anochecer, bajo unos árboles, por un paseo, o en medio de una fiesta, salta esa pregunta desde el fondo de uno mismo. “¿Por qué y para qué?” Por lo general son momentos transitorios: se olvidan, son sensaciones que se van lo mismo que vinieron, y uno sigue viviendo. Pero por esa causa que me mueve sin que yo lo quiera, por ese vacío, insistí en las preguntas, porque insistía en no sentirme necesaria, ni siquiera justificada, y no te sorprenda esta palabra que para nosotros los protestantes es más grave que para los católicos, es una clave de vida, aunque ya no creamos en Dios. ¡Hay que justificarse! ¿Cómo? ¿Por qué? Un ser sin sentido carece de justificación, y es estúpido buscarla. Sólo con mi hermana podía hablar, y hablamos. Mi hermana tiene la misma solución para todo: “Únete a nosotros, lucha con nosotros”. Entre la gente con la que se mueve mi hermana hay algunos, quizá muchos, que saben por qué y para qué luchan, tienen muy claros unos propósitos y unos fines, pero no creo que mi hermana sea como ellos. Ethel lucha por la lucha misma, en la lucha se resume el porqué y el para qué. Y eso no basta pensarlo, ni siquiera hay que pensarlo, basta sentirlo. Yo no lo sentía y por eso no me uní a ella. Oí una vez hablar de ciertas excelencias de un monasterio católico, un monasterio de monjas y fui a él. Tampoco sé por qué, acaso una esperanza. Yo soy presbiteriana calvinista. No se lo oculté a las monjas, pero aun así me admitieron en su compañía como una más, aunque sin compromiso. Desaparecí enteramente del mundo, entré en aquel de mujeres solas, hice lo que hacían: al parecer una rutina muy bien reglamentada que incluía ciertas satisfacciones estéticas, pero no lo era, y ése fue mi primer descubrimiento, no lo era porque, para ellas, los ritos, los rezos, el trabajo, el descanso, tenían un sentido que lo abarcaba todo y lo excedía, que iba más allá de lo presente y lo visible, no sabía, en un principio, hacia dónde. Bueno, llegué a saberlo: hacia Dios. Casi todas las semanas venía un monje a hablar con nosotras, y digo a hablar, porque no eran sermones, sino conversaciones. No me cuesta trabajo reconocer que era un hombre extraordinario, era él quien las había sacado de la vulgaridad, de la trivialidad, y creado el alma de aquella comunidad. Entiende lo que te digo: no actuaba como varón entre hembras, sino como poseedor de una palabra que comunicaba y engendraba santidad. Lo que hacía con su palabra era construir y sostener una especie de escala entre el corazón de cada una de aquellas mujeres, o del corazón unánime de todas, y Dios. Pero, en mi caso, en esa escala faltaban algunos peldaños, y mi corazón quedaba fuera. Para mí, la santidad no quería decir nada, o era, al menos, un estado inaccesible. Entiéndeme bien: nada me llamaba desde fuera, ni siquiera las urgencias del sexo. Hubiera sido capaz de mantenerme casta por un tiempo indefinido, de renunciar al mundo, a condición de sentir lo que ellas sentían, el amor, una clase de amor cuya naturaleza vivían, entendiéndolo o no, pero que a mí me faltaba. Cuando decidí marcharme, pedí a aquel monje una entrevista privada. Hablamos mucho tiempo, lo supo todo de mí, creo que me entendió y me compadeció. El único remedio que se le alcanzaba era lo que yo había visto y vivido, y que desgraciadamente, infundirme el amor que me faltaba no estaba en sus manos. Terminó prometiéndome rezar por mí. Y lo curioso fue que cuando se lo referí a mi hermana, me respondió: “Todo eso es pura imaginación, pura irrealidad. Si tuvieras que mantener un hogar y carecieras de lo necesario, te darías cuenta de lo que es importante y de lo que es frívolo”. Mi hermana no se da cuenta de que su entrega a la redención del proletariado, por lo que quizá dé la vida, tiene la misma raíz que mis congojas. Ella es también una burguesita descontenta, más o menos intelectual, que no puede parir».

Aproveché una pausa que hizo para preguntarle si era religiosa. «No lo sé. Probablemente no; pero ¿quién sabe lo que hay en el fondo de cada cual? Yo fui educada en el calvinismo, ya te lo dije, y me enseñaron que Dios es terrible, y que su dedo inexorable nos señala desde el nacimiento para el bien o para el mal. Supe que había otros dioses: el de los luteranos, no menos terrible que el mío, o el de los católicos, un poco más benévolo. Cuando llegué a la edad en que se puede elegir, no lo hice porque, en mi corazón, hacía a Dios responsable de mi desgracia. Y preferí olvidarlo, aunque…».

Se levantó de donde estaba sentada o arrodillada y pareció vacilar una vez más. Yo hice intención de levantarme también, pero me detuvo con un ademán. Miró alrededor. ¿Buscaba un asiento, o una postura? ¿O simplemente resolvía en movimientos sin sentido su vacilación interior? No sé si me lo preguntaba o si me limitaba a mirarla, sin cuidarme de que se moviera con un propósito o un fin; preludio de nuevas confesiones, o punto final. En el hecho de mirarla encontraba algo así como la conclusión de que no había preguntas ni respuestas, sino sólo una mujer que, de pie ante mí, parecía dudar, pero que, entretanto, contemplarla me daba todas las soluciones, y un apaciguamiento íntimo, como una oscuridad. De repente se detuvo: «O sabrás esto sólo de mí, o algunas otras cosas. Depende de que quieras que te lleve a tu casa o de que prefieras quedarte. Te prevengo que no soy una amante cómoda». Yo tardé en responderle: «Soy un amante inexperto». «Y eso ¿qué importa?». Yo permanecía en el sillón. Se dejó caer en mi regazo, me abrazó, escondió la cara en mi hombro y estuvo así, quieta, bastante tiempo. Al final, me besó. Yo me había limitado a acariciarla.