EN LA NECROLOGÍA DEL MAYOR THOMPSON, leída en varios periódicos, destacada en todos, constaba la dirección de su hermano, el lord a quien se había referido de pasada en nuestra conversación del parque. Después de darle muchas vueltas al propósito, me decidí a escribirle, y lo hice: una carta breve, más o menos así: «He recibido del difunto mayor Thompson, en circunstancias extraordinarias, o al menos no frecuentes, un legado de cuya legitimidad dudo, o, por lo menos, no creo en ella en la medida necesaria para sentirme tranquilo. Me gustaría saber a qué atenerme y nadie mejor que usted para aclarármelo. Le agradecería alguna noticia al respecto». Firmaba con mi nombre muy claro, y envié el mensaje a un club del que pude saber que era de los más exclusivos y empingorotados del país. La respuesta me llegó unos días más tarde: tantos ya, que había llegado a creer que mi carta no merecía respuesta. Había dado la dirección del banco, y en el banco la recibí. El hermano del mayor Thompson me pedía perdón por el retraso y me daba en su club una cita que incluía almuerzo. Pedí permiso para dejar el trabajo antes de la hora, y cuando respondí a mister Moore a dónde y con quién iba a almorzar, no pareció sorprenderse. Me dio permiso y allá fui. El portero del club se hallaba sin duda advertido: ni siquiera se molestó en examinarme, de lo cual deduje que mi aspecto, cuidado para aquel caso, no llamaba la atención. Me llevaron junto a un caballero anciano, visiblemente más viejo que el mayor, aunque bastante parecido a él: sin su expresión bonachona y en ciertos rasgos, rabelesiana, sino seca y melancólica, con mucho de altivez y de distancia: como la de un hombre que ya estuviera en el otro mundo y le molestasen con bagatelas de este. Sin embargo, no puedo quejarme de su acogida: intentó sonreírme y ser amable, y lo fue, a lo que creo, en la medida de sus posibilidades. Me mandó sentar. «Pronto almorzaremos, pero convendría que hablásemos antes», y lo hicimos; mejor dicho, lo hice yo: me limité a relatarle mi encuentro con su hermano, la cena y la llegada a mi casa, al día siguiente, del chófer, con la carta y el reloj. «¿Lleva consigo el papel?». Le respondí entregándoselo. «Evidentemente, la letra no es de mi hermano, menos aún la ortografía, pero sí el estilo. La doy por válida». Entonces saqué del bolsillo el reloj y lo dejé encima de la mesa que nos separaba. Él no lo recogió, ni apenas lo miró. «Sí, el reloj de Disraeli, lo recuerdo perfectamente». Esperaba de él que añadiese un «Quédeselo usted» o «Gracias por haberlo devuelto». No lo hizo. Empezó a hablar del mayor, aunque sin referirse a su carrera militar, sino a un matrimonio desgraciado por muerte prematura de la esposa, y por muerte accidental, a los veinte años de edad, del único descendiente. «Estos acontecimientos le afectaron mucho. Tenga usted en cuenta que a los ingleses no se nos permite desahogar el dolor con gritos o con llantos, ni siquiera con voces, como a ustedes los latinos, con grandes voces trágicas. Sí, es cierto que en el teatro de Shakespeare se grita y se vocifera, pero aquel mundo hace siglos que no existe más que en el teatro. Mi hermano no pudo llorar a su mujer ni, años después, a su hijo. Como consecuencia, empezó a portarse de una manera rara. No demasiado, entiéndame, no tanto que llamase la atención, siempre sin salirse de los límites permitidos a un gentleman, lo cual le hemos agradecido sus parientes y amigos, aunque, en nuestra intimidad, llegásemos a lamentarlo». Me permití interrumpirle para preguntarle si había entendido en su integridad el contenido de la carta escrita y traída por el chófer. «En conjunto, sí, aunque haya un par de frases…». Entonces le referí la operación de atrasar el reloj, y las consecuencias que el mayor sacaba de ella. El lord casi sonrió: «¡Pobre Archibald! Las matemáticas no eran su fuerte. Seguramente se equivocó al contar las vueltas…». Y dio la cuestión por zanjada. Creí que habíamos terminado y que pasaríamos al comedor, pero aquel caballero me hizo algunas preguntas indirectas acerca de mí mismo, a las que respondí con franqueza, pero de una manera limitada, lo discreto a mi juicio. «Es usted muy modesto, señor. Estoy perfectamente informado de su posición no sólo en el banco en que trabaja, sino en la sociedad, así como de otros muchos detalles. No se me oculta, por ejemplo, que es usted un Lancaster». Yo creo que enrojecí. «Viejas leyendas, señor, ni más ni menos. ¿Quién puede hacerles ahora caso? ¡Quedan tan lejos los reyes de la Rosa Roja!». «Mucho más lejos me queda cualquier clase de reyes, y aquí estoy. Si usted no fuera un Lancaster, no le había citado en este club, sino en un restaurante más o menos distinguido. Si usted no fuera un Lancaster, recogería este reloj que ha venido a devolverme y que le restituyo porque lo considero su propietario legal. Y no le sorprenda lo que digo. En el tiempo que lleva en Inglaterra, se habrá dado cuenta de algo que a los continentales les cuesta trabajo admitir: que en Inglaterra las clases sociales son una realidad viva e injusta, que este es un país de injusticias, y que en eso radica la fuerza que nos queda. Gracias a Dios, nuestros políticos, incluidos los radicales, han conseguido que el pueblo inglés acepte como naturales, incluso como lógicas, estas diferencias que van de la opulencia a la miseria. Sólo algunos intelectuales las rechazan, pero es por razones estéticas. Es cierto que de vez en cuando hacemos lord a un minero, pero eso forma parte del engaño». Se puso en pie y requirió un bastón. «Recoja el reloj y vayamos a almorzar. Supongo que le gustará el vino francés, ¿verdad?».
Por ciertas palabras que se le escaparon, por ciertos datos que recogí en el banco y por ciertas conjeturas, acabé convencido de que aquel caballero, antes de recibirme, había investigado a fondo mi situación personal; más a fondo de lo que parecía a primera vista no sólo con preguntas al banco, sino quién sabe si con telegramas a Portugal. De lo contrario, ¿de dónde había sacado la información del Alemcastre, ausente de mis papeles? No sé si me pareció entonces natural y satisfactorio, porque mis relaciones con aquel caballero, cuyo nombre o título he olvidado, empezaron y terminaron el mismo día con un buen almuerzo por medio y una conversación sobre Shakespeare en que todo lo que él dijo ya lo sabía yo, y en la que él sabía, por supuesto, todo lo que yo dije. Una conversación inútil, aunque acompañada de vinos excelentes, y en un lugar que no dejé de observar: menos ostentoso que el club del mayor Thompson, seguramente más antiguo; elegante, sólido en su elegancia, el club del primogénito frente al club del segundón.
Aquella noche tuve entre mis manos largo rato el reloj de Disraeli, no sé si para habituarme a su posesión o para sentirme su propietario. Era una pieza indudablemente hermosa, además de curiosa, y su valor histórico le añadiría atractivos para quien se sintiese de algún modo o en alguna medida, interesado por el famoso político. Su posesión hubiera hecho feliz a más de un conocido mío, de aquellos a quienes la lectura de la vida de Disraeli por Maurois había servido para descubrir y encaminar una vocación o para imaginarla. Algunos de ellos, que después fueron políticos o pretendieron serlo, partieron de aquel deslumbramiento casi adolescente: es un libro que también yo había leído y, aunque me hubiera gustado, que creo recordar que sí, ni me abrió caminos ni me los iluminó. Falto de esta aureola, o insensible yo a semejantes recuerdos, el reloj estaba allí como un objeto hermoso, aunque sin particular significación. Ni aun como si lo hubiera comprado, porque quien compra lo hace en virtud de alguna clase de interés o de deseo. Tampoco mis relaciones con el mayor habían sido tan prolongadas, o tan íntimas y cordiales, que pudiera considerar el reloj como testimonio de amistad. Me pregunto si, en el caso de que me hubiera importado, habría escrito al lord, con el riesgo (o la decisión) de perderlo. Quizá haya sido una pregunta sin respuesta, como otras tantas. Recuerdo que guardé el reloj y me puse a leer un libro.
Y ahora tengo que hablar de Ursula. No digo que recordarla, porque su nombre y su persona han estado desde entonces presentes en mi memoria, como los de Belinha, ¡y cuidado que han transcurrido años! Fue una de aquellas mañanas, entre la muerte del mayor y mi almuerzo con su hermano. Me llamaron del despacho de mister Moore; estaba él con otro alto empleado del banco no muy visto por mí, y una señorita rubia. El alto empleado me fue presentado como mister Brenan, y la señorita, como Ursula Braun. Aparentemente, los dos ingleses, por su porte y actitud, parecían iguales en categoría, pero, fijándose bien, y yo me fijé, determinados matices de la conducta de mister Moore revelaban una posición inferior, aunque quizá no demasiado. Por ejemplo, cuando mister Moore hablaba, su mirada buscaba en la de mister Brenan aprobación o conformidad. Me informaron de que Ursula Braun pertenecía a una importante firma hamburguesa, muy bien relacionada con mi banco, y estaba allí, en Londres, para hacer un estudio, algo así como una tesis doctoral, sobre la organización bancaria inglesa, y de cómo había evolucionado desde sus lejanos orígenes, allá por los años en que la reina Isabel todavía no era reina. O quizá un poco antes. Ya había investigado en otros bancos: ahora le tocaba al nuestro. Mi misión consistía en acompañar a la señorita Braun cuando lo requiriese, para facilitarle las entrevistas necesarias, los accesos al archivo, y todo lo que considerase indispensable y estuviese en mi mano. Era obvio que mientras la presencia de la señorita Braun lo exigiese, quedaba exento de mi trabajo diario, etc. Hasta aquí, todo bien. Se despidieron de ella y nos dejaron solos. La primera pregunta de Ursula Braun fue si podíamos empezar a trabajar. Le respondí que estaba a sus órdenes. «A mis órdenes, no. Yo no ordeno. Ni puedo ni me gusta hacerlo. Confío en que nuestras relaciones, más que de colaboración, sean de amistad». Le di las gracias. El trabajo empezó allí mismo, ella provista de un cuaderno y una estilográfica que sacó del bolso, yo sentado frente a ella. Me explicó que si yo era el objeto de su primer interrogatorio, se debía a que de mí podía recibir la «impresión» (la palabra que usó sólo puede traducirse así) de cómo estaba organizado el banco desde el punto de vista de un empleado de no elevado rango. Me eché a temblar, porque jamás me había preocupado de cómo se ordenaban allí las cosas, las daba por bien hechas; pero ella fue tan hábil, que mis conocimientos y mi experiencia resultaron mayores de lo que yo esperaba y no tan despreciables como temía. Mi situación frente a ella (un poco más bajo yo, sentado en una butaca; ella en una silla) me permitió observarla sin impertinencia, aprovechando los movimientos y cambios de postura facilitados por mi obligación de responder. Su estatura debía de ser como la mía, centímetro más o menos. Era rubia, de un rubio casi blanco: llevaba un peinado muy simple y muy pegado a la cabeza, con moño, de modo que le quedaban al descubierto las orejas. Tenía los pómulos anchos, más que la frente; el esquema de su rostro se aproximaba a un pentágono, cuyas líneas fuesen ligeramente curvas. Los ojos, muy azules, y tan ingenuos (en apariencia al menos) que desbarataban el aire felino que su rostro causaba a la primera mirada. Si gata, lo sería de las de uñas pulidas. Lo demás de su cuerpo era satisfactorio, al menos para mí, no demasiado ducho ni demasiado exigente. Como a todos los hombres de mi generación, mi ideal femenino me había llegado a través de actrices de cine: Greta Garbo principalmente, también Marlene Dietrich y algunas posteriores, que habían ido conformando en nosotros una figura a la que yo, sin embargo, no había sido del todo fiel, sino más bien lo contrario. No coincidía con Belinha, por supuesto, ¡se hallaba en el otro extremo!, ni tampoco con Florita, tan castiza en sus hechuras, pero el ideal permanecía, aunque sólo fuera en el ensueño. No puedo decir que Ursula se pareciese a ninguno de los dos arquetipos; le faltaba eso que ya entonces definía a la «mujer fatal», pero estaba más cerca de ellos que otras mujeres que me habían deslumbrado o simplemente gustado. Tenía, eso sí, atractivo, aunque pareciera no darse cuenta: no era de las que mueven las caderas o hacen ondular el cuerpo como una sierpe o una sílfide. Pero no carecían de gracia sus movimientos, una gracia menos insinuante. No obstante lo cual me sedujo progresivamente, conforme la iba descubriendo, conforme calibraba sus evidentes encantos. Entre los cuales sobresalía su voz, muy suave, armoniosa, una voz de contralto hábilmente modulada. Hablaba un inglés mejor que el mío, gramaticalmente, pero esto era lo de menos, pues, la verdad, no me dediqué a comprobar especialmente, o al menos únicamente, el buen uso que hacía de las preposiciones.
Nos cogió a la mitad del trabajo el aviso de la hora del lunch. Le expliqué la razón de aquellos timbrazos, miró la hora, y yo aproveché el momento para invitarla, con el pretexto de la proximidad del restaurante y si no tenía otro proyecto. Lo dudó apenas. «Bueno», me respondió; se puso un impermeable por encima del traje y esperó a que yo fuera en busca del mío, colgado en la percha de mi oficina entre un hongo y un sombrero flexible. Salimos, pues, juntos, y, de entrada, se agarró de mi brazo con toda naturalidad. Me dijo: «Tenemos tres cuartos de hora para hablar de otras cosas, ¿no le parece? No hay por qué prolongar el trabajo fuera de horas». Me pareció de perlas, aunque no vislumbrase qué tema de conversación podría tener con aquella desconocida que ya me tenía subyugado. Le ofrecí un buen vino, y lo aceptó. La verdad es que en el restaurante, entre empleados de bancos y de otros negocios de la City, se distinguía, no por nada especial, sino por el solo hecho de ser distinta. Yo le buscaba explicación, y no me fue fácil hallarla, porque Ursula, ni por su apellido ni por su aire, parecía una aristócrata, al menos según lo que yo entendía por tal; quizá fuera su modo de vestir, tan sencillo y, sin embargo, tan elegante y tan moderno. Llevaba la falda corta (que había renacido después de la falda larga que siguió, como una consecuencia más, al crack de 1929), y dejaba al descubierto unas lindas piernas que, sin embargo los clientes del restaurante no podían ver, porque se las tapaba el mantel. Habíamos elegido una mesa de dos plazas, cosa extraña en aquel lugar tan frecuentado, y no teníamos testigos próximos. Me hizo algunas preguntas triviales: «¡Ah! ¿Es usted español? Me dijeron que era portugués». Tuve que aclarar la razón del equívoco. «Pero usted conoce Portugal, ¿verdad? Hábleme de él». Lo hice con ese entusiasmo que la nostalgia favorece. Me escuchó con atención, no me preguntó por España.
Este primer día marcó la pauta de los que lo siguieron, al menos de los inmediatos: la ayudaba en lo que había menester, almorzábamos juntos, regresábamos al banco y, al terminar, cada cual marchaba por su camino, a su vida. La mía empezó a llenarla Ursula, de momento sólo como persona en quien pensar, más bien imaginar. O bien, tenerla presente en el recuerdo de las menudencias de cada día, o un mero estar en mi conciencia como figura inmóvil, una especie de icono allí instalado, que yo veía con sólo cerrar los ojos. Fuimos, poco a poco, aproximándonos. El segundo día de trabajo en común propuso que volviésemos al mismo restaurante, pero que cada cual pagaría el gasto alternativamente. Al cuarto o quinto me propuso que nos llamásemos por el nombre de pila y fue entonces cuando se enteró del mío, después de haber gastado unos minutos en enseñarle a pronunciar mi apellido. «Filomelo. ¡Qué bonito! En griego quiere decir amigo de la música». Le advertí que no era Filomelo, sino Filomeno. «¿Qué más da? Es igualmente bonito». ¡Dios mío! Era la primera vez que alguien decía semejante cosa de mi nombre, aquella losa que tanto me pesaba; como que desde entonces me reconcilié con él y decidí enterrar el de Ademar con el pasado. Bueno, no lo olvidaría del todo, porque, en mis recuerdos de Belinha, seguía siendo Ademar. «¡Meu meninho, meu pequeno Ademar!». Aquella frase que me pertenecía como mis huesos, que estaría allí para siempre, como las piedras en los cimientos… Pero, igual que los cimientos, podía permanecer oculta. Ursula pronunciaba muy bien lo de Filomeno, lo pronunció desde el primer momento. No le buscó diminutivo ni nada de eso. Filomeno, nada más. Y eso me permitió sentirme más seguro, como el que regresa de un apoyo vacilante a tierra firme. ¡Filomeno, por fin, para alguien que lo decía sin guasa, como un nombre cualquiera! Porque, en el banco, aunque no lo hiciesen notar, yo era el heredero de Margarida Tavora de Alemcastre, una dama portuguesa de reconocida alcurnia, y estaba allí por ser su nieto y por tener en el banco los intereses que había heredado de ella. Con Ursula me sentía desligado de aquel cúmulo de menudencias que tanto me habían hecho sufrir: burlas de Sotero, admiraciones de Benito. No me había referido a este pasado, o lo traté someramente, cuando conté a Ursula mi vida, y lo hice no porque ella me lo preguntase, sino porque me había contado la suya, al menos lo que se puede contar a un amigo reciente: «Soy hija de un comerciante de Hamburgo, estudié arte antes que economía, tengo veintiocho años, estoy soltera». No sé por qué, quizá porque viniese rodado, o porque nuestro desconocimiento recíproco careciese de otro terreno común, nuestras primeras conversaciones largas trataron de finanzas. Pronto advertí que ella sabía más que yo, sobre todo cuando me dijo: «Todo lo que conoces está al alcance de cualquiera, de un profesional o de un curioso. Pero la economía del mundo es mucho más compleja. Existe esa zona inferior, la de las huelgas y de los obreros parados, a la que cualquier profesional da una explicación generalmente falsa; porque no es cierto, como se dice, que de la situación actual tenga la culpa sólo la torpeza yanqui. Eso es un factor, pero la causa está en el sistema mismo. Eso lo saben perfectamente los de arriba, los que están en esa zona oscura, impenetrable, salvo para ellos, los que la habitan, los que la poseen, los que la gobiernan, y sólo desde ella puede verse la verdadera realidad, que debe ser fascinante y terrible, porque es más que el juego de las riquezas y abarca el porvenir del mundo. Lo que ahí se trama no podemos adivinarlo. No es sólo que manden, como tú piensas, sino el modo como mandan, y lo que proyectan, o lo que se les viene encima, porque, a veces, la realidad se les escapa de las manos. Si continúas en esto, verás cómo renacen las industrias de guerra, única solución del paro, y las industrias de guerra conducen a la guerra». «¿Entre quiénes?», le pregunté ingenuamente. «¿Quién lo sabe? Pero es casi seguro que mi país sea uno de los contendientes. En mi país, con el pretexto de ciertos errores, crece y se impone un movimiento que me da miedo; más que miedo, espanto. ¿Qué será de nosotros si triunfa? Lo peor que puede suceder es que el demonio tenga parte de razón, y ellos tienen esa pequeña parte». Yo no había concedido nunca importancia a los movimientos políticos a que Ursula se refería, no pasaban para mí de un folklore más o menos militar, y la terribilidad que ella les atribuía no me cabía en la cabeza. «Pero ¿por qué los temes?». Por primera vez en nuestras relaciones me cogió la mano, mi izquierda con su derecha, y advertí que temblaba. «¿Te dice algo el apellido Stein?». «No. Bueno, creo recordar que alguien de ese nombre tuvo que ver con Goethe, o cosa así». «Stein es un apellido judío, y mi abuela materna se llama Stein, ¿entiendes ahora?». Comprendió, por mi mirada, que no lo entendía. «En el mundo que ésos proyectan fundar, el que llaman el Gran Reich, no tienen cabida los judíos». «Pero tú sólo lo eres en parte. ¿Qué sería de nosotros, los españoles? Lejos o cerca, todos tenemos una abuela judía. El apellido Acevedo, que lo es, figura entre los míos, no recuerdo ahora en qué lugar». Ursula me soltó la mano. «Nadie sabe, nadie puede sospechar, porque nadie lo cree, lo que pasa en mi país. Mi abuela ha emigrado a Dinamarca, mi madre quizá lo haga también. No son judías de religión, sino sólo de raza, pero eso basta. Y en la empresa para la que trabajo hay dinero judío… ¿Entiendes ahora?».
Aquella conversación, a mi pesar, introdujo en nuestras relaciones un no sé qué de patético que ambos procurábamos disimular, pero que estaba entre nosotros, vivo. Las previsiones de guerra de Ursula no carecían de fundamento, aunque no pudiera preverse una conflagración inmediata: estaba mejor informada que yo, lo que yo sabía de las finanzas universales (así me lo dijo ella) podía leerse en las revistas del ramo; y cuando le conté que todas las semanas redactaba un informe para unos financieros de Lisboa, se echó a reír. «¿Por qué no me enseñas uno de esos informes?». Lo hice, lo leyó de cabo a rabo, me lo devolvió. «Esto, querido Filomeno, es un ejercicio escolar. No tiene más finalidad que la de familiarizarte con el mundo del dinero. Si esos señores de Lisboa sólo supieran lo que tú les comunicas, estaban listos. Puedes considerar esas páginas como tu examen semanal, por el que muestras lo que vas conociendo, que no es demasiado. Si sigues en esta profesión, verás cómo, conforme pasa el tiempo, se te van abriendo otros horizontes. Aquí se asciende por grados, como en la masonería, y a cada grado corresponde un crecimiento en el saber». «Y tú ¿estás muy arriba?». Se echó a reír. «No tanto como tú piensas, aunque un poco más que tú». Una de aquellas tardes, la del viernes, ella había quedado en el archivo, y yo despachaba en mi oficina unas cartas urgentes. Apareció a la hora de salir, un poco apresurada. «Temí que te hubieras marchado. ¿Quieres que salgamos?». Era la primera vez que entraba en mi cubil, y tanto monsieur Paquin como el traductor de las cartas escandinavas la miraron largamente: podían hacerlo sin impertinencia, porque se habían levantado y se ponían los impermeables. Ya en la calle, me dijo: «Quería proponerte que pasásemos juntos el fin de semana. Tenía proyectado recorrer unos cuantos lugares de los alrededores de Londres, donde hay cosas que ver, y pensé que quizá te interesase». Le respondí que sí. Le dije que sí sin una mínima pausa, sin un mínimo silencio entre la proposición y la respuesta. «Pues te iré a buscar mañana a tal hora. Ve preparado para pernoctar fuera de casa». Fue puntual. Venía en un cochecito biplaza, de los que entonces se usaban, con un maletero grande, saliente, detrás. No sabía si el coche era suyo, ni se lo pregunté; pero, a juzgar por cómo lo conocía, deduje que al menos llevaba usándolo bastante tiempo. Manejaba con destreza y con cordura por carreteras secundarias, bajo árboles antiguos, dejando a un lado, o entrando en ellas, aldeítas como ilustraciones de un cuento de hadas. Aquí había una iglesia normanda, más allá las ruinas de una abadía gótica, en tal pueblo la calle principal valía la pena verla. Lo llevaba todo estudiado, y, alguna vez, consultó un cuadernito. Pero no hizo en mi presencia ostentación de saber, ni dijo nada que resultase pedante. Más bien se encerraba en su silencio, dejándome a mí con el mío. La observé especialmente callada, aunque no metida en sí, sino alerta, dentro de las iglesias normandas; más o menos desde el centro, miraba hacia los lados, como si de cada uno de ellos le llegara una voz que sólo ella escuchase, porque yo no iba más allá de un placer elemental: eran bonitas y me gustaban.
Pero en las ruinas góticas estuvo más charlatana, casi elocuente. Se mantenían en pie el ábside y las paredes de la iglesia abacial, y algún arco desnudo. El suelo y los alrededores eran de césped cuidado. Caía una lluvia fina, y nos movíamos metidos en los impermeables, con las capuchas echadas. El humo de mi cigarrillo se mezclaba con la lluvia, se fundía con ella. «¿Serías capaz —me preguntó— de imaginar esta iglesia cuando estaba viva?». Le respondí que no. Entonces empezó a reconstruirla con la palabra, completando muros, restaurando bóvedas, cubriendo de vidrieras los ventanales rotos, hasta que tuvo el interior completo, aunque vacío de ritos y de músicas. Era tan plástico lo que decía, salían de su boca tan claras y precisas las imágenes, que llegó un momento en que me creí en el centro de la iglesia, encerrado mágicamente en ella, y que la luz gris que nos envolvía se teñía de colores al atravesar los ventanales. Y Ursula se movía entonces como si aquel espacio imaginario fuese real, como si sus palabras lo hubieran creado y estuviéramos en él, más que metidos, sumergidos. Un espacio que le causó entusiasmo, que le arrancó ayes de gozo, o así al menos me lo pareció; que me arrastró también a mí, partícipe de sus mismas sensaciones. Y duró hasta que dijo: «Vámonos», y toda la magia levantada con sus palabras se desvaneció en la lluvia. Yo estaba anonadado. Me preguntaba cómo era posible que aquella mujer, perita en finanzas, encerrase detrás de su frente (o quién sabe si dentro de su corazón) aquella capacidad poética. En el coche, mientras nos dirigíamos a un figón para almorzar, habló de lo mismo, pero ya en otro tono. Se refirió a alguno de sus maestros de la universidad, que le había enseñado que lo esencial de la arquitectura era la creación de espacios interiores, que en ellos residía su poder de comunicación: hacer hablar a Dios desde el aire encerrado entre unas piedras. Entonces me expliqué su silencio y su entusiasmo. Pero no me sentía capaz de compartirlos. Si allí estaba la voz de Dios, yo no la oía.
Me llevó aquella tarde a Windsor. Pasamos antes por Eton, estaba abierto el colegio, echamos un vistazo a su entrada y a los patios. Lo que me dijo entonces ya no tenía que ver con el arte, aunque partiera de la sensación opresiva de aquellos claustros, que, en un principio, y sin rectificación posterior, me parecieron siniestros. Me estremeció el recuerdo de que, bastantes años antes, mi abuela Margarida había proyectado llevarme allí. Se lo dije a Ursula, y se echó a reír. «Perdiste la ocasión de entrar por el camino de los que mandan en el mundo; ya ves, no estarías en el banco en la posición en que estás, sino a la puerta misma de los grandes secretos, que se te abrirían en el momento oportuno. Los hombres fuertes de este país se forjaron aquí, como los del mío en las escuelas militares». Hizo un silencio que yo no interrumpí. «No deja de ser curioso que no se parezcan en nada, éstos y los prusianos, más que en la dureza y en que tanto de aquí como de allí salen bastantes maricones». Siguió hablando de unos y de otros, pero yo le presté menos atención, porque por primera vez se había pronunciado entre nosotros una palabra que no se refería a la vida correcta, o, si se quiere, convencional. Ella, además, no había usado ningún subterfugio culto, homosexuales o cosa así, sino la voz inglesa que sólo se puede traducir por maricón. Y también fue curioso que no se detuviera en el tema, sino que la continuación de su charla tratara sólo de las semejanzas y de las diferencias entre los gentlemen ingleses y los junkers alemanes. Habíamos pasado ya el río y llegado a Windsor. Dejamos el coche frente a la entrada, junto a un pub muy visible, y entramos en el castillo con un grupo de visitantes, con paraguas y con impermeables como nosotros, pero pronto nos apartamos de ellos. Conforme avanzábamos, las imágenes que veía suscitaban de mi olvido otras semejantes, si no las mismas. Probablemente Windsor había sido uno de los lugares visitados con mi abuela, hacía trece o catorce años, en busca de reyes de la casa de Lancaster. Yo no puedo recordar si alguno de ellos está enterrado en la capilla de San Jorge, aunque creo que no. Me cuidé muy bien de no contar nada de esto a Ursula. El interior de la iglesia, tan luminosa, tan cuidada, no le despertó el entusiasmo de la que ella había imaginado. La recorrimos con gusto visible, pero una frase de ella, sólo una frase, me reveló no sólo lo que pensaba, sino algo de lo que sentía. «Aquí no puede alcanzarse la emoción religiosa. Esto no es más que la apoteosis de una monarquía». Al salir nos metimos en el pub, a tomar café. No sé de qué empezamos a hablar, ni si continuamos la conversación iniciada en la capilla de San Jorge, pero la charla (más bien el monólogo de Ursula, que yo escuchaba como un concierto de cámara) volvió al tema de los ingleses y de los alemanes; primero de una manera estética, lo característico de lo prusiano era la rigidez; de lo británico, la flexibilidad. «En Alemania —dijo— no sabemos resistir el toque de una trompeta, en seguida nos ordenamos de ocho en fondo y desfilamos. Hasta los comunistas aprendieron la disciplina prusiana». Y después de uno de aquellos silencios en que parecía que su mirada se perdía: «¿Te hablé alguna vez de mi hermana Ethel? Somos gemelas, hemos recibido la misma educación, pero ella es comunista, no más o menos platónica, sino de acción. Le mataron a su amigo, y ella tiene una bala incrustada en la cadera. Morirá en la calle». Y después: «A mí, el comunismo me fue simpático: me sentí atraída por él cuando tenía veinte años, y hubiera seguido el camino de mi hermana; pero nos separó el estalinismo, o al menos a mí me sirvió de pretexto. Ella encuentra razones para justificarlo, yo no». Además, el comunismo en Alemania sería aplastado, y en eso estaban de acuerdo, con los nazis, muchos otros alemanes. «Incluso en la rama judía de mi familia los hay fieramente anticomunistas». El tema quedó olvidado cuando dejamos el pub y subimos al coche. Llovía cada vez más, y era difícil recorrer el camino previsto, de pueblo en pueblo y de iglesia en iglesia. Íbamos en silencio, yo contemplando cómo la lluvia se estrellaba en el parabrisas, cuando me preguntó, de repente: «¿Tú eres religioso? Quiero decir si tienes una creencia católica, por ejemplo. En tu país todos son católicos». Le respondí que mi educación religiosa había sido muy descuidada y que no podía decir que tuviera unas creencias concretas, sino unas vagas ideas que también podían ser recuerdos vagos. «¿No rezas?». Me eché a reír, me preguntó por qué, y le repetí aquella oración que nos hacía recitar mi abuela, todas las noches, antes de acostarnos: «Que Dios Todopoderoso mantenga en los infiernos al marqués del Pombal por los siglos de los siglos, amén». No se rió, sino que me miró seriamente. «¿Quién fue ese marqués?». Le conté la vieja historia de la conspiración de Aveiro y las terribles represalias del marqués, la gente torturada, despellejada en vida. «La esposa de Aveiro era una Tavora, y no sólo la mató a ella, sino a todos los Tavora que pudo encontrar, sin dejar vivos ni a los criados. Mi abuela descendía de unos Tavoras que se habían salvado por milagro, creo que porque estaban en España». Tampoco entonces se rió, pero sí sonrió ligeramente. «Es una curiosa manera de entender la oración», dijo, y no hablamos más.
Se detuvo en un pueblo del camino, ante un hotel o posada que se llamaba «Las armas del condado», según pude leer en la muestra colgada encima de la puerta, en aquel momento batida por el viento. Había caído la tarde, y no nos quedaba nada que hacer por las carreteras. Metió el coche en un cobertizo, donde había un carruaje viejo, de caballos, aunque sin tiro; yo saqué el exiguo equipaje, un maletín de cada uno. Ursula, al entrar, fue derecha al mostrador, donde había una mujer de mediana edad. Se saludaron como conocidas con bastante alborozo por ambas partes. «Hace tiempo que no viene por aquí, señorita», y cosas de esas, y no sé si besuqueos. Yo esperaba detrás cargado con los maletines. Oí cómo Ursula pedía dos habitaciones: me dio la llave que me correspondía, y yo a ella su maletín. La señora de mediana edad nos precedió y nos llevó a la primera planta. «Usted aquí, usted aquí». Quedamos citados para cenar veinte minutos más tarde, y cenamos en un comedor chiquito, seis u ocho mesas nada más, con aire antiguo: mucha madera, vidrios emplomados en ventanitas tudor, una gran chimenea encendida, lo tópico, pero grato de ver y de estar allí. La camarera también saludó a Ursula con alegría y nos recomendó un menú. No dijimos, durante la cena, nada importante. En un momento me sorprendí distraído, pensando en Ursula sin mirarla; yo creo que ni siquiera pensando, sino sintiéndola. Por debajo de todo lo que habíamos hablado y hecho, fluía de ella una especie de hechizo cauteloso, como una aura envolvente que me había penetrado y a la que yo había respondido sólo con cortesías menudas, las pocas que al viaje diera lugar, como ahora, durante la cena, cuidarme de su vino y preguntarle si le gustaba aquel rosbif. Llevábamos bastantes horas juntos, habíamos compartido el mismo asiento en el coche, o, al menos, dos asientos cercanos, pero nuestros cuerpos apenas si se habían rozado, aunque el mío tendiera hacia el de ella movido por un ciego impulso. Lo pensé, temí cometer en algún momento alguna inconveniencia, pero me tranquilizó la conciencia de mi timidez. Cuando terminó la cena, me llevó al vestíbulo, donde, me dijo, solía reunirse alguna gente de la aldea, a la que conocía de otras veces. Y así fue. Nos sentamos en un lugar no demasiado visible, pedimos un vino dulce. Conforme llegaban los clientes a tomarse sus cervezas, la mayor parte de ellos, sobre todo parejas, se acercaron a saludar a Ursula, y, de rechazo, a mí, pero ninguno se quedó con nosotros, como si respetasen nuestro aislamiento. Hasta pasado ya un buen rato de conversaciones bajas y alguna risa, después de unas idas y venidas de algunos de ellos al mostrador, se nos acercó la gobernanta, o encargada, que eso debía ser aquella señora de mediana edad, y, dirigiéndose a mí, me dijo que la señorita, otras veces que había estado allí, solía tocar el acordeón, y que aquellos amigos la habían encargado de pedirme que se lo permitiese esta vez. Me quedé un poco confuso. Ursula se rió y respondió por mí, que sí, que tocaría. Fue a buscar el acordeón, que estaba en el maletero del coche, lo trajo, y empezó a tocar. Los clientes hicieron corro, alguna vez corearon, y cuando Ursula tocó un vals, dos parejas se pusieron a bailar. La novedad de la velada, según Ursula me dijo después, fue que uno de aquellos caballeros pidió a Ursula que le dejase el acordeón para que nosotros pudiéramos también bailar. Así se hizo. Tuve el cuerpo de Ursula más próximo que nunca, tuve su cintura cogida con mi mano, sus pechos junto al mío, y el roce alternado de sus muslos. Hubo un momento en que me sentí embriagado, y ella seguramente se dio cuenta, porque cuidó de que no nos aproximásemos demasiado. Nos hicieron bailar tres valses distintos, y, al final, nos aplaudieron. Después, la reunión se hizo general; yo tuve que explicar quién era, muy por encima, claro, y decir algo de lo que pudiesen colegir que no era el amante de Ursula, ni siquiera su novio. Es muy probable que los decepcionase.