UNA MAÑANA HALLÉ UN NÚMERO DEL Times desplegado encima de mi pupitre. Leí claramente, antes de sentarme, los titulares subrayados con la noticia de que en España se había proclamado la República. Mister Pitt y mister Smithson se habían vuelto hacia mí, y me miraban como en espera de un comentario, quizá de una exclamación de dolor o de alegría. Como yo no dijera nada, y me limitase a plegar el periódico y dejarlo a un lado, mister Pitt me preguntó qué pensaba. Le respondí que no podía juzgar, que no estaba al tanto de la política y que, además, mi alejamiento de España me impedía entender cabalmente la noticia. Se quedó mister Pitt con ganas de continuar el interrogatorio, pero fue seguramente fiel a cualquiera de los principios de la educación inglesa que aconsejan no meterse en la vida de los demás y que vetan como verdaderos tabúes ciertos temas de conversación; de modo que me puse a mi trabajo y no sucedió nada más. De todas maneras, cuando salimos a tomar el lunch me llevé conmigo el periódico y leí con cuidado la información completa. Se narraba con bastante detalle la marcha del rey y de la familia real; la toma del poder, pacífica, por los republicanos, y el júbilo popular. En un artículo de fondo, el editorialista se mostraba cauto, y, por debajo de aquellos párrafos perfectos, se podía adivinar el desdén de un pueblo estable por otro donde ser republicano iba más allá de un mero modo de pensar político y consistía ante todo en la destrucción de un sistema. En el programa de los republicanos ingleses no figuraba el derrocamiento de la monarquía, sino todo lo más su derrocamiento imaginario. Inglaterra y España eran dos países realistas, pero cada uno a su modo. Por mi parte, yo debería haber experimentado algún tipo de sentimiento, a favor o en contra, pero ni había sido educado en la devoción por el rey, ni en la esperanza redentora de la república. Me fue imposible adoptar una actitud interior de aceptación o de repulsa, y, más aún, sentirme afectado en mi vida personal por lo que acontecía en España. Quizá en algún rincón de mi conciencia algo me dijese que semejante actitud era impropia, y quién sabe si inmoral; pero necesito confesar que mi conciencia de ciudadanía era entonces muy vaga, y que el ejercicio de mi derecho a pensar por mi cuenta en política nunca me había preocupado, quizá porque nunca hubiera entrado en conflicto con la actitud de nadie y porque no me hubiera sentido molesto o satisfecho por los deberes que el Estado me exigía. Supuse que alguien pagaría por mí los impuestos de mis propiedades, ya que nadie me los había reclamado nunca, y ahí se acababa la cuestión. De todos modos, en los días que siguieron, hasta la quema de conventos, fui leyendo las noticias y las opiniones que llegaban a mí, y como todo el mundo parecía estar de acuerdo con que España no tenía otra salida, yo lo acepté como bueno, y acabé desentendiéndome de aquellas preocupaciones. La quema de conventos no la entendí, porque ni sabía la Historia de mi país ni conocía a mi pueblo. A los ingleses, por tratarse de frailes, no les pareció del todo mal. Vagamente llegué a saber que habían cambiado al embajador, pero nuestra embajada era un lugar no sé si inaccesible por remoto, o remoto por inaccesible, en el que no teníamos entrada los ciudadanos de a pie.
Más importancia personal llegó a tener el anuncio de las carreras de caballos, y no porque yo fuese un apasionado, que jamás me habían preocupado y lo ignoraba todo al respecto, sino porque mister Pitt, una de aquellas mañanas, cuando salíamos a tomar el lunch, se emparejó conmigo, me rogó que esperásemos la llegada de mister Smithson y que, si no tenía inconveniente, almorzásemos juntos. Me sorprendió, pero no puse inconveniente. Se trataba de informarme de la importancia de las carreras en la vida social inglesa y de la conveniencia de que yo asistiese a ellas, al menos una vez, para lo que se ponían a mi disposición. No sé por qué pensé que aquella cortesía no partía de ellos, sino que alguien más alto les había sugerido que lo hicieran… No puse inconveniente. Quedaron en que me proporcionarían la entrada, que valía tantas libras (se las entregué), y me advirtieron de la obligación moral de concurrir al hipódromo lo más elegante posible, pero sin más precisiones. El día de la carrera me puse mi mejor traje, uno gris no demasiado claro, y, como lloviznaba, el impermeable. El momento de ascender al coche en que ellos me esperaban fue importante y, sobre todo, significativo: venían vestidos de chaqué y sombrero de copa grises, los paraguas plegados, encima del regazo. Con dos miradas entre curiosas y despectivas me mostraron, tanto mister Pitt como mister Smithson, la parte que les tocaba en el ejercicio de la superioridad personal, generalmente admitida, de los ciudadanos británicos sobre el resto del mundo, simbolizada por aquel atuendo. ¿En qué categoría humana me situaría, irreparablemente, el mío? Por fortuna, me di cuenta a tiempo, y creo haber llevado mi situación con naturalidad e indiferencia. Mantuve además la presencia de ánimo suficiente para advertir, primero, que tanto el chaqué de mister Pitt como el de mister Smithson debían de ser alquilados, por lo mal que le ajustaban, a uno, los hombros y, al otro, las caderas; segundo, que mister Pitt guardaba para mister Smithson un tipo de consideraciones apenas perceptibles por lo sutiles: matices y pequeños detalles, de los que mister Smithson no parecía percatarse, o, peor aún, hacía como si le molestasen, también con mohines y gestos apenas esbozados. Recordé no sé por qué (inesperadamente, como un relámpago inútil) la ocasión en la que, en el pazo miñoto, había presenciado la seducción, por un pavo real, de la pava. Esta permanecía de espaldas, con la cabeza apenas vuelta y la cola cerrada, y el pavo, con la rueda en abanico, un poco curvada hacia delante, enviaba sobre la pava una especie de efluvios casi audibles, como descargas eléctricas que fuesen, al mismo tiempo, música; a lo que la pava parecía mostrarse insensible. Me retiré antes de que la pava diese el sí al emperifollado macho, deslumbrante con sus plumas desplegadas. Era niño cuando esto vi. Tiempo después comprendí que toda la magnificencia del pavo no era más que un ardid de la naturaleza para perpetuar la especie, pero semejante conclusión no era aplicable al caso de mister Smithson y mister Pitt, allí presentes. No dejó de lloviznar durante la carrera, pero mis compañeros mantuvieron los paraguas cerrados. Había gente vestida como yo, tipos más bien insignificantes, y otra más numerosa, uniformada como ellos, mis compañeros, si bien de mejor sastre, o, al menos, de mejor almacén. Mister Pitt y mister Smithson procuraban, evidentemente, confundirse con los más elegantes, ser tomados por congéneres, altos cargos, suponía, o gente de esa, ¡yo qué sé!, que sale en las noticias de sociedad, y cuando lograban aproximarse a un corrillo distinguido lo necesario para parecer mezclados a él, se sentían enormemente satisfechos, a juzgar por sus sonrisas. No hablaban lo mismo que los otros, aunque sonriesen igual. De todas maneras, cierta clase de público nos quedaba lejos, separados por vallas reales, no había manera de llegar hasta allí, de ser allí uno más. Por lo general, cada caballero acompañaba a su dama, y ésta vestía con trajes y sombreros despampanantes, trajes largos, sombreros anchos, el bolso y los zapatos a juego con el traje y el sombrero, sinfonías en rosa, en salmón, en azulina. Cuando alguna de estas parejas pasó por mi lado, o yo por el de ellos, oí hablar un inglés enteramente nuevo, que parecía al mismo tiempo susurrado y masticado. Probablemente era ese inglés que hablaban lo que los separaba de nosotros, no sólo la elegancia de las sinfonías; también una especie de aire de superioridad como frenada, como pidiendo perdón por ella. Aquella gente, comparada a mis amigos, estaba visiblemente por encima, y lo que se les notaba era que lo querían disimular, pero que aceptaban irónicamente la evidencia de la superioridad. En fin, algo muy complicado que mi inexperiencia percibía torpemente, que no podía aún formular en palabras, aunque con mucha más claridad me diese cuenta de que mis compañeros, al intentar imitar a los de arriba, quedaban a la mitad del camino, en la mera y enternecedora caricatura. Me aconsejaron que apostase. Lo hice. Perdí unas cuantas libras. Ellos, también. ¡Ah, si hubieran ganado!… Comimos en una taberna muy agradable, en los alrededores del hipódromo. Mister Pitt bebía cerveza; mister Smithson, agua mineral, y, después del almuerzo, un licor. Me invitaron. ¡Caray! Quedé comprometido para hacerlo a mi vez, en la primera ocasión. No pudo ser, sin embargo, y no por mi culpa.
Una mañana, poco después de la carrera, ni mister Pitt, ni mister Smithson comparecieron en la oficina. Me causó una impresión extraña, ver sus perchas vacías, y yo solo ante mi pupitre, sin oír sus respiraciones, ni el rasgueo de sus plumas, ni aquellos grititos misteriosos que daba uno y al que el otro respondía, grititos como aullidos moderados, ignoro si palabras abreviadas o mera nostalgia de la jungla, quién sabe, de algún safari que hubieran hecho: mensajes, ahora en clave, de recuerdos comunes. Hacia las diez de la mañana oí cierto revuelo, y pude advertir el paso y repaso de policías de uniforme por los pasillos del banco. Había interrogatorios, y a mí me llegó la hora de declarar. Me preguntaron si había advertido algo extraño en las relaciones entre mister Pitt y mister Smithson, y respondí que no, que su conducta había sido siempre invariable. Me rogaron que recordase, y mi recuerdo no aportó novedades útiles, al parecer, porque lo único que pude referir fue mi viaje al hipódromo, única vez que había estado con ellos fuera de la oficina. Sí, era cierto que almorzábamos en el mismo restaurante, pero en distintas mesas. Se me ocurrió describir aquellas atenciones, aquellas delicadezas de mister Pitt para mister Smithson, y el que me interrogaba sonrió. Bueno. Poco después supe que mister Pitt había asesinado a mister Smithson y se había suicidado quizá inmediatamente. Se suponía que el drama había acontecido la medianoche del día anterior: los cuerpos muertos, desnudos en la misma cama, los había descubierto la señora que venía a hacer la limpieza. ¡Ah! ¿Es que vivían en la misma casa? El compañero a quien hice la pregunta también sonrió. «¿No sabía usted que eran marido y mujer? En el banco lo sabíamos todos». Me avergoncé de mi escasa perspicacia.
A la mañana siguiente, mis difuntos compañeros de oficina venían fotografiados en varios periódicos. En algunos, únicamente sus retratos. En otros, los cuerpos muertos tal y como los habían encontrado. Las informaciones no añadían gran cosa. Un crimen pasional, a juzgar por los detalles. Ninguno de los narradores mostraba la menor simpatía hacia la pareja: más bien desprecio, como si en lugar de un crimen hubieran cometido una incorrección.
Yo anduve perplejo y casi obsesionado durante un tiempo, y no por el crimen en sí, que no llegó a alterarme más allá de lo normal, sino por lo que había en él de inesperado y súbito, al menos para mí. Se me vino a las mientes el recuerdo de mi sorpresa cuando, poco tiempo atrás, me había enterado una mañana de que a España ya no la representaba Alfonso XIII, sino Alcalá-Zamora. Los hechos no se parecían en nada, mas coincidían en lo sorprendente, y en que los conocía como hechos aislados, sin unas causas, sin unas previsiones, como algo que cae del cielo. Y, sin embargo, el uno era la consecuencia de una historia privada; el otro, de una historia pública. Yo ignoraba ambas historias, y eso me impedía comprender el fondo de los hechos. A la mayor parte de lo que sabía del mundo le sucedía lo mismo: hechos aislados, súbitos, incomprensibles e indiferentes. Ni siquiera lo que iba sabiendo de las finanzas me permitía interpretar en su verdadera realidad tal suceso de Shangai, de Buenos Aires o de Hamburgo. La verdad es que todo lo que nos rodea es incomprensible; son infinitas cimas de iceberg, quién sabe si de un iceberg único e infinito. Andamos entre esas cimas, que a veces hieren, sin cuidarnos lo que hay debajo porque no nos interesa. Pero un día mister Pitt asesina a mister Smithson, un verdadero episodio en la vida de Londres del que a uno le gustaría saber más.
El alboroto promovido en el banco, y si digo alboroto es por no hallar palabra mejor para designar lo que en realidad no pasó de suave oleaje, se olvidó pronto. Mi vida continuó regular y correcta, quiero decir, monótona: teatro, libros, alguna visita a la puta napolitana, siempre preocupada por mi vida religiosa. «Te vas a condenar, se te va a meter el demonio en el cuerpo», sin otra novedad que el encargo que se me hizo de la correspondencia en francés, mientras no aparecían sustitutos idóneos de los amantes muertos. Llegó primero mister Carr, un caballero gris que tomó a su cargo las cartas de Escandinavia, y, poco después, monsieur Paquin, un muchacho francés que estaba más o menos en mi misma situación y que, aunque permaneciese en silencio durante el trabajo, charlaba a la hora del lunch y a cualquier otra hora; desde el primer día, se invitó a acompañarme en la mesa, donde se despachaba a su gusto. Venía de Marsella, hablaba un francés meridional, muy fácil de entender y muy correcto, que me sirvió para desentumecer el mío, oxidado ya. Parecía perito en asuntos de comercio y de finanzas, y totalmente indiferente a la literatura. En cambio, se mostraba interesado por las cuestiones sociales, y estaba perfectamente informado de todas las revoluciones del mundo, las en marcha, las previstas, las fracasadas. Incluida la española en la segunda categoría; según él, en mi país no tardaría mucho en implantarse un régimen socialista radical, próximo al comunismo. Pero él no comulgaba con ninguna clase de radicalismo: era uno de esos tipos sin problemas, conservador por temperamento y por convicción, aunque curioso. Fue él quien me llevó al antro (y si le llamo así es porque se trataba de un sótano bastante oscuro, pero en modo alguno siniestro) en el que se reunían gentes de muy distinto pelaje a escuchar las lecciones de un maestro eslavo, propagandista del anarquismo más extremo: un hombre de muy buena facha, noble de cabeza y de ademanes, sosegado en el hablar, todo lo contrario de lo que generalmente se espera de una persona que predica la destrucción de la sociedad por sus cimientos, operación indispensable para la creación de un mundo nuevo, sacado probablemente de la nada. Tenía una voz viril y acariciante, una verdadera voz de barítono, lo más fascinante de sus muchos atractivos; pero no lo era mucho menos la claridad con que exponía sus ideas y su contundente trabazón lógica. Monsieur Paquin, acorazado en sus convicciones, tomaba notas. Yo, sin convicciones en que atrincherarme, me dejaba seducir, no tanto por las ideas, como por el arte con que las exponía. Admitía en mi corazón aquel mundo de justicia, de paz y de belleza que el maestro describía con palabras tan precisas como si lo hubiera conocido: yo no sabía entonces que inventar es un modo de conocer. Lo admitía todo a condición de que mi pazo miñoto lo dejasen para mí; a lo demás no me importaba renunciar. Lo escuchaba con el mismo éxtasis que a los actores que representaban a Shakespeare, y llegó a parecerme un gran actor que tuviera a su cargo un gran papel. Jamás dudé, sin embargo, de su sinceridad. Por lo que supe, su conducta concordaba con sus ideas. Vivía pobremente de los donativos que dejaban sus oyentes, nunca más de un chelín, y aunque en su auditorio abundasen mujeres bonitas de las que sin duda hubiera podido aprovecharse, tenía reputación de casto. Monsieur Paquin no asistió mucho tiempo a aquellas conferencias; yo fui más fiel al maestro; las alterné con el teatro.
Y así llegó el verano. Me correspondía una quincena de vacaciones. La aproveché para viajar a España, un viaje rápido con estaciones en Madrid, Lisboa, Villavieja del Oro y el pazo miñoto, en el que sólo pude permanecer dos días. En Lisboa, el señor Pereira se mostró muy contento de mis avances en el conocimiento de las finanzas universales. En el pazo no pude evitar el recuerdo de Belinha y unas horas de melancolía. De Belinha se tenían noticias; vivía contenta, le había nacido un hijo y, de vez en cuando, le acometían soidades. La sorpresa mayor fue en Madrid. Busqué a Benito y no me fue difícil encontrarlo. Lo encontré muy bien trajeado, y algo más grueso. Ya no fumaba. Tenía novia formal, estudiaba derecho con ahínco con vistas a unas oposiciones, y parecía olvidado de la poesía. Fuimos a comer los tres, un almuerzo seguido de una larga sobremesa. Al principio, era yo quien hablaba, pero pronto me hizo preguntas, cada vez más concretas, como si una curiosidad enterrada hallase ahora ocasión de aflorar. ¿Cómo era el teatro en Inglaterra? ¿Cómo era Shakespeare? Y de poesía ¿cómo andaba? Mis respuestas desasosegaban a Beatriz, la novia; la desasosegaban como si encerrasen un peligro. «Y de poesía, ¿qué?». «Escribo versos todas las noches, versos perfectos. Puedo decir en verso lo que quiera, pero no tengo nada que decir». Aunque esta confesión bastara para rebajarme, Benito se empequeñecía; le hablaba de gente que no había oído nombrar, o cuya reputación le había llegado, aunque sin los textos. «¡Mucho adelantaste en un solo año!», dijo una vez, con un remoto resentimiento, con un resentimiento del que probablemente no se diese cuenta, algo así como lo que debe de sentir el que abandonó un campeonato ante el que lo ha ganado, y que Beatriz, más espabilada que él, procuraba diluir con caricias furtivas, con miradas de amor, con discretas advertencias dichas con voz prometedora. Saqué la conclusión de que Benito había hallado la felicidad correcta y permitida a costa de su libertad, y quién sabe si a la renuncia de su destino; una felicidad y una libertad relativas, por supuesto, que yo no llegué a envidiarle, porque Beatriz, aunque bonita y llena probablemente de excelentes cualidades, no acababa de gustarme. ¿Se daría cuenta Benito de que ella le gobernaba, le dominaba, le trazaba el camino que a ella le apetecía, una carrera honorable, un puesto en la sociedad seguramente más con esperanzas que con realidades? Me sentía entristecido. Me hubiera gustado encontrar a Benito hecho todo un poeta, con versos publicados y una reputación incipiente, aunque sólidamente establecida, amigo de éste y de aquél, en fin, lo que él había esperado y deseado de sí mismo nada más que dos años antes. No se me ocurrió pensar que había hallado unos cimientos para construir su vida sobre ellos, unos cimientos, por supuesto, que no eran de mi agrado y que yo habría rechazado, de ofrecérseme. Pero yo, aunque no lo pareciera, andaba a la deriva, sin nada firme en que echar anclas, yo creo que sin deseos de echarlas. Pero estas ideas se me iban pronto de la cabeza, sin llegarme al corazón. Pensar sobre mí mismo me daba cierta pereza.
Regresé a la rutina londinense. Quedaban unos restos de verano que me permitieron pasear por los parques públicos y compartir con toda clase de gente aquel sol casi sin fuerza que, sin embargo, sacaba al césped hermosos brillos y embellecía los árboles al atardecer, cuando perdían el color y la forma, cuando los diluían las sombras. Creo que en aquellos días que tardó en aparecer el otoño reviví mi vieja relación con los árboles y gocé del limitado espejo de los estanques, tan limpios y tan cuidados, en los que echaba de menos los grandes nenúfares del pazo miñoto. Es curioso cómo se descubre a veces, en el recuerdo, la belleza de las cosas que no están, y por las que uno pasó con supuesta indiferencia. Yo había contemplado muchas veces las albercas del pazo, sus flores y sus peces, y nunca me había parado a pensar que eran bellos, pero seguramente los vivía como tales, pues como tales los recordaba.
En uno de aquellos parques, una de las tardes últimas, trabé relación con un sujeto curioso: era un hombre más que maduro, muy erguido, muy bien vestido, con aire de militar retirado o cosa así. Tenía una faz abierta, colorada y mostachuda, muy expresiva, y no vacilaba en sonreír al mirarme. Solíamos coincidir en bancos próximos. Yo leía algún libro; él, o un periódico, o una revista que se me antojaba el Punch. Se le notaba el deseo de charlar conmigo, acaso de saber quién era yo, o de que yo me interesase por él, y aunque toda la tradición británica lo estorbase, halló el modo de entrar en conversación conmigo mediante un ardid ingenuo. Una de aquellas tardes trajo consigo una pelota de las que sirven a los ingleses para sus juegos, no sé si de tenis: una pelota blanca y dura, que sin darme cuenta hallé a mis pies, detenida por uno de mis zapatos. El caballero se había detenido frente a mí, sonriente, y me pidió permiso para recogerla. Me apresuré a dársela. Sin más pretexto, me dijo más o menos: «Yo no comparto, caballero, ese prejuicio tan inglés que impide hablar a dos personas sin haber sido presentadas. Yo soy el mayor Thompson, V. C, ex miembro del Parlamento. Usted es extranjero, ¿verdad? Latino, evidentemente». «Soy español y me llamo Filomeno Freijomil». «¿Cómo dice?». «Freijomil». Intentó pronunciar mi apellido, pero no acertaba; lo repitió dos o tres veces, cada una peor que la otra. Se lo mostré escrito en la guarda del libro que yo llevaba, y aún lo pronunció peor. Eso le hizo reír. «Los ingleses somos bastante torpes para los idiomas extranjeros, aunque haya de todo. Pero ese nombre suyo es endemoniado». «Puede usted llamarme Filomeno». «¡Oh, no, no, todavía no! Llamarle por su nombre de pila es algo a que no me atrevería de ningún modo. Hay normas que un caballero puede transgredir, y yo acabo de hacerlo con una de ellas, pero eso de llamarle por su nombre de pila es imposible, al menos de momento. ¿Me permite que me siente a su lado?». Se sintió autorizado por mi sonrisa, y consiguió sentarse tras una operación muy complicada a que le obligaban su corpulencia y la incipiente torpeza de sus movimientos. Hablaba un inglés refinado, según yo ya podía comprender, y lo hizo sobre sí mismo, sin orden, saltando de la India a las trincheras belgas de la guerra del catorce, de las cargas de caballería a los carros de combate, de las mujeres indias a las chicas de un París en guerra. Hasta aquí todo de acuerdo con lo previsto. El libro que reposaba encima de mi regazo le sirvió para saltar a otro tema de conversación: el socialismo de Bernard Shaw y, sobre todo, su figura. «Los ingleses tenemos necesidad de alguien de quien reírnos, o, al menos, de quien nos haga reír. Es nuestra debilidad, y mister Shaw, por el momento, ocupa el puesto envidiable de nuestro mejor payaso, uno de los mejores, sin duda, que hubo jamás en las Islas. Lo hace con verdadero ingenio, y, además, tiene a su favor el haber escrito alguna comedia bonita. ¿Ha visto usted Pigmalion? ¿La ha leído al menos? ¡No deje usted de hacerlo! Es el ataque más elegante que se ha hecho nunca a ese conjunto de treinta y tantos idiomas irreductibles a que llamamos inglés. Por cierto, ¿me entiende usted?». «Creo que sí, señor. Bastante bien». «Le felicito, porque mi modo de hablar no es lo que se dice un ejemplo para los extranjeros, aunque en Inglaterra está bastante bien visto, quizá por lo que tiene de anticuado. En mi club me respetan sobre todo por mi modo de hablar. La Cruz Victoria sólo la estiman en segundo término, pero yo no estoy de acuerdo con ellos. Entre mi modo de hablar y la Cruz Victoria se interpone mi colección de insectos disecados. ¡Una colección verdaderamente singular, hecha de ejemplares únicos! En momentos de optimismo, la considero el más importante de mis escasos méritos, un mérito, por lo demás, que carece de reconocimiento público. Sin embargo, no hace demasiados años, se refirieron a él en el tercer editorial del Times. Un gran honor para mí». Le dije que no lo dudaba, y añadí que carecía de valores personales que oponer a los suyos, pues todavía me hallaba en una edad en que es difícil tenerlos de alguna clase, si bien no perdía la esperanza de encontrar algún día algo raro y sutil que coleccionar. «Es una respuesta muy acertada, caballero. Me gustaría que todos los alumnos de Oxford compartieran ese punto de vista, aunque aplicado a ellos mismos. Realmente los méritos son muy difíciles de sobrellevar si no se nace con ellos, y aun así. Con frecuencia echan a perder a las personas. Lo importante no es lo que se hace, sino quién lo hace. El Señor Jesucristo no era Dios por hacer milagros, sino que hacía milagros porque era Dios. El capitán Ford, del Quinto de Caballería, fue realmente valeroso, aunque no a caballo, pero tan inaguantable como valiente precisamente por serlo. Una lástima de muchacho. No hizo carrera en las armas, sino en la política. Hoy es diputado laborista, título que yo no podría soportar sin morirme un par de veces al día». Y al decir esto, me miró de cierta manera indescriptible. «Por cierto, y sin que esto suponga meterme en su intimidad, ¡Dios me libre de semejante ofensa!, pero ¿se ha muerto usted alguna vez?». Le dije que no lo recordaba, pero que no estaba seguro. «He ahí otra respuesta atinada. Nunca se está seguro de nada, ni siquiera de la propia inseguridad; pero permítame que cambie de conversación. Todavía no le conozco lo bastante como para tratar de temas que la sociedad rechaza por indecentes. No obstante no lo olvide del todo, y no se sorprenda si alguna vez volvemos a hablar de ello. Porque volveremos a hablar, ¿verdad? ¿No tendrá usted inconveniente? Me da la impresión de que está solo, y la situación de soledad en Londres no es nada llevadera. ¿Y qué me dice de andar solo por la vida? La soledad de un club es otra cosa, y, bien administrada, puede ser hermosa. Además, siempre se tiene a mano al camarero. Hay camareros de conversación ilustrativa, verdaderos historiadores al margen de la Historia oficial, aunque peligrosamente próximos al periodismo amarillo. Yo les debo buena parte de lo que sé de Londres. Ahora, dígame algo de usted, algo que se le pueda preguntar a un caballero sin tener que suicidarse inmediatamente. Por ejemplo, ¿conoce usted al rey de España?». Le respondí que no, que no había tenido ocasión, pero que mi padre sí lo había conocido. «¿Por alguna razón especial?». «No, señor. Por razones diríamos profesionales. Mi padre fue senador del reino». El mayor hizo un aspaviento. «¿Senador? ¡Eso es como ser lord en Inglaterra!». «No es el caso de mi padre, señor. Mi padre lo fue por elección». Pareció desilusionado, aunque no del todo. «Aquí, por fortuna, los lores sólo son hereditarios, como ciertas clases de locura o la propensión a las verrugas. Sería muy triste para cualquier ciudadano inglés el riesgo de ser elegido lord por sufragio universal. No creo que nadie pudiera sobrellevarlo, sobre todo los demócratas. Ya nos basta con el peligro en que yo caí una vez, si bien a causa de mi inexperiencia juvenil, de ser todos elegibles por la Cámara Baja. ¡Hasta las mujeres pueden entrar en ella! Los lores son como mi colección de coleópteros: apariencias seductoras o, al menos, raras, pero rellenas de paja. Se lo digo con conocimiento de causa: mi hermano mayor se sienta por derecho propio en la Cámara Alta, como se sentó mi padre y se sentaron todos mis abuelos desde la Restauración. Aquellos Thompson del siglo diecisiete eran partidarios de los Estuardos, y su fidelidad les fue recompensada. Eso le permitirá comprender que no somos puritanos, sino conservadores de la High Church. Aunque quizá le esté hablando de acontecimientos y situaciones que ignora. Si los ingleses suelen desconocer su historia, ¿cómo van a conocerla los continentales? Aunque, claro que puede haber excepciones». «Yo soy una de ellas —le respondí lo más modestamente posible—. Podría hablarle de los Estuardos media hora seguida y algo más si se me interrogase sobre sus vidas privadas». «Pues no deja de ser raro. Pero dejemos esto aparte, y permítame que volvamos al tema de la soledad. Yo le aconsejaría que se hiciese socio de un club, aunque, de momento, no se me ocurre de cuál. Los clubes suelen ser extravagantes en su legislación: sirven, entre otras cosas, para que algunos grupos de ingleses se pongan de acuerdo para fastidiar a los demás en nombre de unos puntos de vista propios generalmente inadmisibles. Hay clubes en que no se admite la gente con bigote, y otros en que sólo pueden entrar los bigotudos. Yo lo encuentro razonable, aunque no lo comparta. Me prestaría a presentarle en mi club como candidato a la primera vacante (es un club de plazas limitadas), pero ignoro si cumple usted las condiciones previstas. Son muy estrictos acerca de la prosapia». Afecté la seriedad que el caso requería, aunque no pensase afiliarme a ningún club, ni siquiera al del mayor Thompson; pero empezaba a sospechar que aquel señor tan distinguido V. C, ex M. P., se estaba divirtiendo conmigo. Me levanté y me planté delante de él. «Caballero, voy a decirle algo que acostumbro a callar, sobre todo en Inglaterra. Aunque soy español, mi madre pertenecía a una familia portuguesa, y se llamaba, por la suya, Alemcastre, que es el nombre que llevan en Portugal los descendientes de una rama de Lancaster que se estableció allí durante la Edad Media». El mayor Thompson pareció, más que sorprendido, estupefacto. Se levantó y me hizo una reverencia quitándose el sombrero. «Permítame que le salude como enemigo, aunque no creo necesario que vayamos a matarnos aquí mismo. Mi familia fue siempre partidaria de la Rosa Blanca». Se echó a reír y me tendió la mano. «En estas condiciones —añadió—, me parece lo más natural invitarle a cenar, y precisamente en mi club. No es un lugar para gente joven, pero a los jóvenes no les viene mal una experiencia prematura del infierno, y perdone mi nueva transgresión. En cualquier caso mi club es bastante más agradable que la Cámara de los Comunes, aunque menos pintoresco, y se come mucho mejor. ¿Acepta?». Y sin esperar mi respuesta, me cogió del brazo y me llevó hasta un lugar, fuera del parque, donde esperaba un automóvil. Un chófer uniformado se quitó la gorra y nos abrió la puerta. «Al club —dijo el mayor—. Hay un pequeño detalle del que no le he informado. En el club está prohibido fumar. Si siente necesidad de hacerlo, fume ahora. Así podré beneficiarme del humo. ¿Usa pipa? ¿O es que fuma cigarrillos? En ese caso no se preocupe; yo no distingo más humo que el de la pólvora». Sin embargo no fumé. Y él siguió hablando, mientras el coche corría. Empezó a lloviznar, y mister Thompson comentó que se había acabado el verano, pero que quizá volviesen algunos días buenos. «El otoño es hermoso, o suele serlo. Claro que usted es muy joven para disfrutar de los colores del otoño. Lo digo en todos los sentidos». De repente se dio una palmada en la frente. «Había olvidado decirle, querido amigo, que en mi club hay que vestirse para cenar. ¿Tiene usted algún inconveniente?». «No creo, señor». «En ese caso, el coche me dejará en el club y le llevará a usted a su domicilio. Vístase sin prisa, pero también sin pausa. El coche le esperará». Y así fue. Mister Thompson quedó a la puerta de un enorme edificio gris, de la conocida solemnidad victoriana, en una calle tranquila, de edificios similares, como la gran decoración de una gran comedia antigua, y su coche me llevó hasta mi casa, y esperó hasta que me hube puesto el esmoquin. Mister Thompson aguardaba en el vestíbulo del club, ya vestido, hablando con otro caballero, al que me presentó con cierto engolamiento divertido. «¡Un verdadero Lancaster, amigo mío, lo que ya no hay en Inglaterra! ¡Pensar que nuestra verdadera historia, la que entusiasmó a Shakespeare, haya que ir a buscarla al continente! ¿Cuántos York, cuántos Estuardos andarán por ahí perdidos? Además, fíjese qué inglés más tolerable habla este muchacho. Para ser extranjero, excelente». El otro caballero respondía con sonrisas ambiguas, y daba la impresión de estar cansado de la charla del mayor.
El comedor del club era tan imponente como el resto del edificio: serio y silencioso como un panteón, razonablemente anticuado y absolutamente formalista. Me explico que los ingleses necesitasen del sentido del humor para librarse de aquella pesadumbre. Los criados, aun los jóvenes, parecían pertenecer a la época en que se había construido el edificio, aunque su automatismo nos remitiera a fantasías más recientes, y en cuanto al silencio, jamás estuve en ningún lugar cerrado, en que, como en aquél, se oyera volar una mosca, al menos una de las moscas gordas; pero no creo que las hubiera, que las hubiera habido ni que fuera a haberlas. Lo digo con elogio y con cierto sentimiento, porque en el pazo miñoto hay moscas. El propio mister Thompson, desde el momento en que cruzó su umbral, rebajó el volumen de su voz, y hasta que, al finalizar la velada, me dejó instalado en su coche, mantuvo aquel modo de hablar que semejaba a un susurro que siempre teme ser demasiado alto, aunque alguna vez pareciese que le costaba un buen esfuerzo no lanzar al estupor de sus colegas, a su implacable juicio, alguna interjección estridente de las que se profieren en el campo de batalla, porque, sin estridencia, las interjecciones, aun las inglesas, pierden dignidad, y, en el conjunto de la frase, resultan fuera de contexto. Concretamente, las de mister Thompson se parecían a lo que queda de un globo cuando se le desinfla. Lo más notable fue el menú que para sí encargó mister Thompson: empezaba con ostras con champán y terminó con profiteroles al chocolate. En el medio, salmón y buey en cantidades inusuales. Comía con verdadero placer, pero con movimientos de liturgia acreditada por los siglos y usados por un maestro de ceremonias: sin prisa, degustando a conciencia todo lo que el tenedor dejaba entre sus dientes, después de haber recorrido elegantemente el trayecto desde el plato a la boca. Pero no por eso dejó de hablar, y lo que dijo no tuvo desperdicio. Se refirió principalmente a la calidad y cantidad de sus manjares. «Usted pensará que lo que estoy comiendo es excesivo para un hombre de mi edad y que, además, no tiene el corazón muy seguro. A primera vista, tiene razón, y la tendría cualquiera que pensase lo mismo. Sin embargo, ni el camarero ni el cocinero se habrán sorprendido de mi encargo, porque esta clase de menús los disfruto al menos un par de veces por semana. Siempre de noche, y lo hago en la seguridad de que no va a dañarme. Pero, naturalmente, usted no puede creerme. Usted está asustado de mi voracidad. Usted, con ser tan joven, ha sido mucho más comedido, y ha hecho bien. Todo el que no está en el secreto debe cenar frugalmente, sobre todo si es tarde, como hoy. Y llevo algún tiempo pensando si puedo o no revelarle el secreto. Hay razones en pro y razones en contra. ¿Qué pasará con la razón, que siempre se divide en el sí contra el no, un sí que puede ser no, y un no que puede ser sí? A mí me agrada que así sea, quizá por mi natural belicoso, que ama la contienda, aunque sea la de razones contrapuestas, pero admito que alguna gente desee hallar la paz al menos en la razón. ¿Es usted de ésos? Por un lado me parece que no, pero por otro… En fin, quizá sea imprudente cualquier revelación, ¿por qué no escandalosa? Pero ¿cómo voy a permitir que pierda usted el sueño intentando explicarse cómo un hombre de mi edad, con el corazón bastante estropeado, se atreve a cenar así en la seguridad de estar mañana vivo? Para elegir uno de esos dos caminos, el de la revelación o el del silencio, necesito convencerme de antemano no sólo de que no se va a sorprender, sino de que me guardará el secreto. Puede hacer uso de mi revelación; eso sí, sobre todo si le apetece: no soy egoísta. Pero no se lo diga a nadie, al menos si quiere que lo respeten. La razón de que mantenga en secreto mi secreto es la de que, si todos esos caballeros que nos rodean lo conocieran, en la primera junta general de la directiva del club habrían presentado un bill firmado por la mitad más uno de sus socios, pidiendo mi expulsión. Y eso, amigo mío, es más de lo que mi dignidad está dispuesta a soportar. ¿Qué haría yo sin mi club? Al menos en los meses inmediatos. Tengo la costumbre de pasar en Londres el otoño. Después, una temporada en Italia, o en el sur de Francia, según el tiempo que haga. No regreso hasta la primavera, y entonces es cuando me voy al campo, y, así, hasta septiembre, en que vuelvo al club. Falta casi un año, y, en ese tiempo, ¿qué sabe uno lo que puede suceder? El naufragio de un barco, un choque de trenes… ¡La vida moderna es muy insegura!».
Se hallaba atareado con una hermosa tajada de buey, casi sangrante, ornamentada de hortalizas y de un puré. La trabajó en silencio. Iba por la mitad cuando se interrumpió. Sacó del bolsillo un reloj de buen tamaño, una hermosa pieza de oro, muy labrada, con esmaltes, que me mostró con las tapas abiertas. «¿Ve usted la hora que es?». «Sí, naturalmente. En fin, eso creo…». «Hace usted bien en dudar, sobre todo de lo evidente. ¿Es razonable fiarse de mecanismos como éste, aunque sean exquisitamente historiados? Mírelo bien. Fue regalo de Disraeli a una de sus amantes, la cual, casado el conde, lo fue de uno de mis antepasados. Prenda de amor en un caso, prenda de amor en el otro. Por esta razón pertenece a mi familia, y en ella seguirá aunque esto nunca sea seguro». Me pasó el reloj con las tapas abiertas, y yo lo cogí con las mismas precauciones que si me entregara un ser vivo y diminuto. Lo examiné con curiosidad y cierta emoción. En el interior de una de las tapas había el retrato en miniatura de una mujer bellísima, aunque fría. Interrogué a mister Thompson con una mirada. «Sí —dijo él—. Fue una mujer terrible, por quien se suicidó más de uno, aunque se trataba de gente que también se hubiera suicidado por otra causa cualquiera. Hay personas que sólo tienen esa salida y lo que buscan es un pretexto…». Recogió el reloj y lo mantuvo en la mano. «Pues bien: si hago funcionar este resorte y usted ve que lo estoy haciendo las agujas retroceden mientras yo no las detenga. Pero yo espero a que hayan dado veinticuatro vueltas hacia atrás y nos hagan retroceder en el tiempo. Ahora, hace veinticuatro horas era ayer, pero, al atrasar el reloj, hoy vuelve a ser ayer y desde ayer a estas horas, hasta hoy, yo no he muerto. Instalado, pues, en este pasado obtenido con imaginación y medios mecánicos, estoy seguro de no morirme por desmesurada que sea mi cena. Ahora bien: yo adoro las cenas desmesuradas. No los almuerzos, como ustedes dicen, los continentales, si no precisamente las cenas, y precisamente por sus riesgos. Yo soy un militar sin guerra, acostumbrado al peligro, necesitado de él. Ya no hay trincheras que asaltar, pero sí cenas pantagruélicas que ingerir. Usted dirá que si estoy seguro de no morirme en las próximas veinticuatro horas, el riesgo ya no existe, al menos matemáticamente, pero nunca se puede estar seguro del Destino, sobre todo cuando depende de un mecanismo tan anticuado como mi reloj y tan cargado de emoción sentimental. En este leve margen de inseguridad reside la emoción». Mantenía el reloj en sus manos, lo contemplaba. «Disraeli se lo regaló a su amante; pero ¿quién se lo habría regalado a Disraeli? Existe la leyenda de que este reloj perteneció a una casa ducal, que se niega a reconocerlo porque, en el caso contrario, implicaría admitir como históricas las relaciones de un hebreo, conservador, si bien inteligente y hermoso, con una dama de pura sangre normanda: como que el apellido de la Casa todavía es francés. Y eso, amigo mío, es más de lo que puede tolerarse en Londres, o por lo menos más de lo que puede aceptarse que suceda, aunque haya sido verdad. Por eso la historia se cuenta como leyenda. Pero aquí está el testimonio mudo del reloj».
Había bebido, además del champán de las ostras, un blanco con el salmón, un tinto con el buey, y no sé qué vino dulce con los profiteroles. Según mi cuenta, había catado los mismos vinos que yo, aunque tres veces más. Al levantarnos se mantenía erguido y sin que su locuacidad se viese estorbada por cualquier previsible tartamudeo. Empecé a sentir por él una moderada admiración. «¿Quiere que nos encontremos mañana en el parque? Tenemos mucho de que hablar. Le he descubierto un secreto, pero eso no es más que una pequeña parte de lo que puedo revelarle. Mañana nos encontraremos. Si llueve, venga a buscarme aquí. Y no se sienta obligado a invitarme a cenar. La gente de su edad está eximida de ciertas correspondencias». Me dejó en su coche. Mientras me conducía a casa, fumé dos o tres cigarrillos. Conforme adelantaba, hendiendo la niebla, se me imponía la convicción de que mister Thompson estaba un poco chiflado: no era un razonamiento estrictamente personal, salido de mi corazón o de mi mente, sino algo que me venía de fuera, como si me lo hubieran dicho al oído: un loco a medias, un loco parcial, que andaba por el mundo provisto de una cordura divertida y que practicaba su locura a solas o en compañía idónea. ¿Le habría revelado a alguien más que a mí su secreto, o no pasaría de ocurrencia momentánea, elemento de un conjunto artístico, algo así como un modo poético de conducirse ante la vida y, sobre todo, ante la gente? Hoy puedo decir que hay una clase de personas lamentablemente reducida que camina por el filo de la navaja, con la cual nunca se sabe a qué atenerse, si son locos o meros guasones: desde la altura de mi edad y la experiencia de los años, me atrevo a considerarlos como la realización perfecta de un ideal de vida, precisamente de quienes han perdido toda fe en los ideales y no consideran indispensable suicidarse. Pero aquella noche londinense, en el fondo del automóvil, con un cigarrillo en la mano y la mente enteramente colgada del recuerdo inmediato, casi aún de la presencia de mister Thompson, también de la esperanza en la entrevista de la tarde siguiente, tales reflexiones no se me podían ocurrir. Lo de chiflado, sí, pero con dudas y sin matizaciones. Me dormí pensando en mister Thompson y soñé con él. Me distrajeron los quehaceres del banco, sobre todo la presencia de una muchacha alemana que andaba haciendo ciertos estudios y de cuya compañía me encargaron. Se llamaba Ursula, y hablaré de ella, ¡ya lo creo que hablaré! Cuando regresé a casa, me encontré con que el chófer de mister Thompson me estaba esperando. Muy serio, casi solemne, sin decirme palabra, me tendió un sobre y esperó. Leí la carta. Decía textualmente (la conservo): «Querido amigo: ha debido de haber un error en mis cálculos, quizá no haya contado bien las veinticuatro horas del reloj, sino sólo veintiuna. ¿Quién lo recuerda? El caso es que por ese vacío se me coló la muerte, que está conmigo, a mi lado, y que no tardará en llevarme. Esta carta se la dicto a mi chófer, porque ya no puedo escribir. Le pido perdón, pero esta tarde no asistiré a nuestra cita. Si bien le recomiendo que, en caso de necesidad, retrase usted su reloj veinticuatro horas, le encarezco que lo haga con cuidado, no vaya a sucederle lo que a mí. Reciba mi saludo póstumo, y ese pequeño recuerdo que le entregará Simón. En el umbral del misterio, aunque por mero descuido. Archibald Thompson, V. C». Le pregunté a Simón: «¿Ha muerto, pues?». «Sin la menor duda, señor. Completamente muerto». «Aquí dice que tiene usted que entregarme algo». Simón se hallaba de pie ante mí, con la gorra en la mano. Nunca me había fijado en él, y no por desprecio, bien lo sabe Dios, sino por falta de ocasión. Sin embargo me había parecido, el día anterior, de refilón, un criado inglés como todos, incluidos los de comedia, que son su quintaesencia; sin otra diferencia con los camareros del club que el uniforme. Pero ahora había perdido la seriedad. No es que se riese, pero sí que miraba con ojos bailones, y aquella manera de mirar me recordaba a la de un pícaro. «De eso tenemos que hablar», me respondió. «¿Es secreto lo que tiene que decirme? ¿Le parece oportuno que salgamos a la calle y entremos en un pub? Cabalmente hay uno aquí muy cerca». Él sonrió. «No, señor, no es necesario. Lo que tengo que decirle no requiere de un lugar especial. Es muy sencillo, y usted lo entenderá fácilmente. Yo fui, hasta hoy, el chófer de mister Thompson. Mister Thompson era un gentleman irreprochable, y yo no podía desmerecer a su lado. Fui también irreprochable durante más de veinte años, pero eso acabó esta madrugada, al expirar en mis brazos el mejor caballero del mundo. Si para él la muerte fue la libertad (he oído decir, o he leído en algún periódico, que lo es para todo el mundo, aunque tenga mis dudas), su muerte, precisamente la suya, me deja libre. Ya no tengo por qué ser irreprochable, y ésta es la razón…». Me miró de soslayo, y dio vueltas a la gorra en las manos. «Perdone si me expreso con embarazo: carezco de educación, y, lo que sé, lo aprendí al lado del difunto. Comprenderá mis dificultades para ser franco, pero si no lo soy, habremos perdido el tiempo, tanto usted como yo». Metió la mano en el bolsillo y sacó un envoltorio. «Esto es lo que me dio mi señor para que le entregase con la carta. Vale mucho dinero, ¿comprende? Mucho dinero». Lo desenvolvió lentamente: era el reloj de mister Thompson, el reloj de oro con esmaltes… Lo cogió con los dedos y lo alzó, hasta dejarlo entre su mirada y la mía. «Mucho dinero, pero si se me ocurriese venderlo, despertaría sospechas, y no podría justificar su posesión. Es un reloj muy conocido. Me meterían en la cárcel». «Y qué quiere, ¿que me metan a mí?». «No, caballero. Usted puede en cualquier momento acreditar su derecho. En primer lugar, esta carta, cuyo contenido conozco, porque yo la escribí. En segundo lugar, mi testimonio. Yo pude quedarme con el reloj y destruir la carta: le confieso que estuve tentado de hacerlo, pero pesó más el razonamiento que la tentación. La prueba la tiene en que estoy aquí y en que le hago entrega del reloj, bien a mi pesar. Espero, sin embargo, de usted un donativo de veinte libras. Poco dinero. ¿Quién no daría veinte libras por una joya que vale mil? Reconozca que soy modesto en mis aspiraciones, y que, aunque usted no me considere enteramente honrado, no le quepa duda de que lo soy, al menos parcialmente». Adelantó la mano en oferta del reloj. «Veinte libras, señor. Y un compromiso de caballeros». Le rogué que esperase. «Sería mejor que me las diese ahora mismo, sin ausentarse. Yo no puedo evitar, en este trance, la desconfianza. Lo comprende, ¿verdad?». Yo tenía en el bolsillo siete libras y unos pocos peniques. Se los ofrecí como garantía. «Le doy mi palabra de honor de que volveré en seguida con el resto». «En ese caso, caballero… ¿Puedo sentarme mientras usted regresa?».
Éstos fueron los trámites por los que, unos minutos después, tuve en mis manos el reloj que al señor Disraeli, conde de Beaconsfield y primer ministro de la emperatriz Victoria, le había regalado una de sus amantes, una mujer hermosa y fría, de la mejor sangre normanda, cuyo nombre, sin embargo, ignoro.
Al día siguiente, en las reseñas necrológicas, busqué y hallé el nombre de mister Thompson. Le dedicaban elogios personales y profesionales. Resulta que en su juventud había cometido varias heroicidades. ¿Estaría arrepentido de ellas? ¿Las habría olvidado?