XII

LLEGUÉ A LONDRES POR TREN, desde Southampton. Mi primera impresión fue de aturdimiento. Quedé en la acera de la estación Victoria, las maletas a un lado y una lluvia fina en el aire. Me sentía más perdido que otras veces, y más me perdí cuando, al llamar a un cochero de los que esperaban en la fila, no logré hacerme entender de él, ni tampoco entenderlo. Como si hablásemos dos idiomas distintos de los que coincidía el pronombre I. Acabé por escribir en un papel la dirección de mi alojamiento, y así logré salir del primer atolladero. La casa tenía buen aspecto, aunque no lujosa, y la señora que me recibió parecía amable y, en cierto modo, protectora: me entendí con ella mejor que con el auriga, aunque no perfectamente. La habitación que me había destinado fue de mi agrado (tuve que pagarla en aquel mismo momento). Como fuera llovía, como no tenía nada que hacer, ni ganas de hacer nada, me tumbé en la cama y me entretuve viendo las llamas azuladas del carbón que se quemaba en la chimenea. Quedé dormido, y dormí hasta que la patrona vino a golpear la puerta de mi cuarto y a advertirme de que, si no me apresuraba, quedaría sin cenar, porque los restaurantes cerraban a tal hora. Me eché el impermeable y busqué en una calle próxima el lugar que ella me había recomendado. Había mucha gente, nadie hablaba con nadie. Cené, igual que los demás, solo y en silencio. No podía adivinar, en aquel momento, que el silencio y la soledad me acompañarían inexorablemente durante casi todo el tiempo de mi permanencia en Londres. Ni siquiera la patrona, a pesar de su amabilidad y de la ayuda que indudablemente me prestó en ciertas cuestiones prácticas, pasó de ahí. Al entrar en casa veía de refilón un cuarto de estar de apariencia confortable, con una chimenea de leña, no de carbón como la mía. En alguna ocasión había gente sentada, nunca más de dos. Mistress Radcliffe, que así se llamaba ella, jamás me invitó a hacer vida de familia; respetaba mi libertad, pero momentos hubo en que yo hubiera agradecido que no la respetase tanto.

Don Pedro Pereira, entre sus muchas recomendaciones, había incluido un informe completo acerca de las costumbres inglesas, entre ellas los modos de vestir, y sus consejos los había resumido en una frase: «Vista bien, pero sin llamar la atención». Escogí, por tanto, un traje discreto, y gasté bastante tiempo en la elección de corbata, que fue severa y en armonía con el traje. De lo exterior no tenía que preocuparme, porque llovía y resolví cualquier duda posible con un impermeable y un paraguas. Había tenido la precaución de abrigarme por dentro, e hice bien, porque en la calle hacía frío. Tomé un taxi, a pesar de que mistress Radcliffe me había aconsejado un itinerario que incluía metro y dos autobuses, pero no me consideré capaz de seguirlo. Llevaba conmigo una carta para mister Ramsay, que debía de ser alguien importante en el banco. Cuando me hallé a las puertas, de una solemnidad que ahora puedo calificar de victoriana, dudé unos instantes, los que tardé en darme cuenta de que cualquier duda era una estupidez, y de que mi destino me esperaba más allá de la puerta. Así que entré. Me pasaron a una antesala. Mister Ramsay me recibió, por fin: nada más que saludarle, me di cuenta de que también hablaba otra lengua, ni la del auriga, ni la de mistress Radcliffe, ni la del restaurante donde había cenado. Era un caballero alto y delgado, de cara caballuna, vestido de un príncipe de gales gris: me pareció elegante y displicente. Me retuvo a su lado poco más de tres minutos, porque alguien vino y me llevó a la presencia de mister Moore, que sería mi jefe. Mister Moore, que tampoco hablaba como mister Ramsay, tuvo a bien sonreírme, y decirme después algo que interpreté como un «Venga conmigo», o «Sígame», puesto que se había levantado y se dirigía a la puerta. Bajamos hasta unos despachos instalados en el sótano, y me empujó suavemente hacia el interior de uno de ellos; un cuarto pequeño, con tres pupitres y tres asientos altos. Había también una percha de la que colgaban dos hongos, dos paraguas y dos impermeables, y una estufa encendida. Dos sujetos trabajaban allí, cada uno delante de su pupitre, dándose las espaldas, y no se movieron hasta que mister Moore los llamó: «Caballeros…». Me los presentó como mister Pitt, encargado de la correspondencia de los países escandinavos, y mister Smithson, que llevaba la de Francia e Italia. Me enteró mister Moore de que a mí me correspondían las cartas en español y portugués, me deseó la bienvenida y se fue. Mis compañeros habían vuelto a su trabajo, silenciosos, casi mecánicos. No se parecían en casi nada, salvo en el tamaño de las cabezas, una rubia, la otra casi morena, y en la figura espigada. Los dos vestían de azul marino, chaquetas cruzadas, y corbatas de tonos rojizos. Aquella mañana no pude descubrir qué inglés hablaban, si inteligible o no. A las once trajeron unas tazas de té con una gota de leche, que tomamos en silencio. Encima de mi pupitre no había ningún trabajo, sino un ejemplar del Times, que intenté leer, que leí con cierto éxito. ¡Menos mal! Por lo menos el inglés escrito no parecía tan misterioso como el hablado. Como los otros fumaban, fumé también. En alguna parte remota sonó un timbre insistente, y mister Smithson se dignó advertirme de que era la hora del lunch, y de que disponía de cuarenta y cinco minutos. Mister Pitt, algo más amable, me aconsejó un restaurante a la vuelta de la esquina, pero no me dijo: «Venga conmigo» o «con nosotros». Salieron juntos, aunque sin hablar, y después los vi comiendo silenciosos en el restaurante que me habían recomendado. Cuando regresé al despacho, hallé sobre mi mesa un montón de cartas, cada una con una indicación al margen, que tenía que despachar. Lo hice con bastante rapidez. Alguien vino a recogerlas. Poco después entró mister Moore, se acercó a mí, y me felicitó secamente por mi eficacia. Esto me tranquilizó bastante, de modo que regresé a casa más que animado, animoso. Se me debía de notar, porque mistress Radcliffe me preguntó si venía contento. Le respondí que sí. Fui a cenar al mismo sitio que el día anterior, y mientras cenaba, pensé en la cuestión del taxi. Probablemente no sería bien visto que un empleado de banco llegase en taxi todos los días a la City. Si yo lo hacía, además de gastar mucho dinero, tarde o temprano recibiría una advertencia o una discreta reprimenda, algo así como «No haga usted patente su superioridad sobre sus compañeros». Decidí ensayar aquella tarde el itinerario aconsejado por mi patrona, y de acuerdo con sus instrucciones (me había diseñado un plano), llegué a la boca del metro, descendí infinitas escaleras, embarqué en un tren, salí a la superficie lluviosa de Londres, tomé dos autobuses y me hallé ante la portada gris (marmórea) de mi banco. Me sentí tan contento, que para regresar tomé un cab (sabía lo que era un cab por las novelas policiacas) que me dejó frente a mi casa. Durante el trayecto fui observando imágenes fugaces de una ciudad que, de momento, parecía impenetrable. Era temprano. Me entretuve en ordenar mis menesteres, en colocar los libros en un anaquel que mistress Radcliffe había previsto, y me acosté temprano. Y así empezó una rutina de la que no salí hasta un par de semanas después, cuando a fuerza de leer diarios pude enterarme de que todos los días se representaban comedias, de que había museos y conciertos, y hasta de ciertos lugares de diversión. Empecé por los teatros, y descubrí con placer que aquel inglés de la escena lo entendía, como después el del cine, que ya era hablado, pero en el cine no se veían más que comedias musicales americanas, bastante sosas, en tanto que el teatro me ofrecía espectáculos fascinantes. Sólo al fin de la tercera semana aproveché la mañana del sábado para visitar el Museo Británico, al que volví al día siguiente. En el museo me hallé ante multitud de mundos muertos de los que ignoraba todo. Compré libros, leí. Y en eso, en el teatro, en los museos, en la lectura, y en algún concierto se consumía el tiempo de un ciudadano solitario que se esforzaba en escuchar la lengua que se hablaba a su alrededor para no sentirse absolutamente solo. Pero la soledad, que en un principio aguanté con bastante paciencia, empezó a dolerme. Salía a la calle con verdaderos deseos de hablar con alguien, sobre todo con alguna muchacha, aunque sólo fuera del tiempo y de las noticias de prensa. Las costumbres inglesas hacían inútil cualquier esperanza: todo el mundo, no sólo mistress Radcliffe, respetaba mi aislamiento. Y por mucho que la lectura me ayudase a llenar las horas, llegaban momentos de desesperación. Pensé en las prostitutas: éstas, al menos, por unos dineros, me responderían, pero carecía de información acerca de ese mundo, hasta que descubrí el barrio donde se agrupaban los latinos, restaurantes italianos donde la gente hablaba en voz alta y no se requería presentación para relacionarse con la gente. Pero yo ignoraba el italiano. Una noche, después de cenar, me encontré sin pensarlo en Picadilly Circus, rodeado de pornografía impresa a todo color y de mujeres más o menos accesibles. Mi primera intención fue la de abordar a alguna de ellas, a la que me gustase más, pero pensé que, en mi situación, bastaría con que cualquiera de ellas me tratase con amabilidad para sentirme devoto, acaso enamorado. Además me detenían otra clase de temores. De todas maneras hallé una italiana agradable, con la que traté varias veces durante el tiempo de mi estancia en Londres. Era una mujer de buena presencia, charlatana, vacía de cascos, muy interesada. Estas cualidades estorbaron cualquier clase de relación sentimental. Afortunadamente. Se llamaba Bettina, cobraba su trabajo antes de hacerlo, y la segunda o tercera vez que estuvimos juntos, me preguntó si iba a misa, y por qué no iba. Era muy religiosa. De Bettina aprendí un nutrido repertorio de procacidades en lengua napolitana. Me matriculé en unos cursos de inglés en la Universidad de Londres, a los que asistía toda clase de alumnos, varones y hembras, pero ninguno de ellos, ni de ellas, me atrajo lo suficiente como para intentar una comunicación que fuese más allá de lo indispensable entre condiscípulos. Sin embargo, algún tiempo después de haber empezado aquel curso, tuve ocasión de charlar con un estudiante rumano, algo mayor que yo, de nombre Cirilo. Nos entendíamos en francés mejor que en inglés. Aquel sujeto estaba al tanto de la literatura contemporánea, aunque sus estudios fuesen de antropología. No llegamos a intimar, pero sí cenamos juntos algunas veces. En su compañía conocí lugares nuevos, entre ellos las librerías de viejo, de las que me hice cliente. Navegaba desorientado entre tanto libro, compré algunos clásicos de los que tenía noticia, y bastantes novelas y poemas de autores que Cirilo me había elogiado. Cirilo fue el responsable de mi descubrimiento del humor inglés, por el que me entusiasmé, hasta el punto de escribir imitando a unos y a otros. Los resultados fueron deplorables, en Madrid hubiera dicho lamentables, pero no me desanimé.

Una mañana me llamó mister Moore a su despacho, y me dijo que, a partir de aquella semana, tendría que redactar para don Pedro Pereira, de Lisboa, informes sobre ciertas cuestiones de finanzas, para lo cual ponía a mi disposición un sector de los papeles del banco, y me recomendaba la lectura de tales diarios y revistas. En un principio, aquello fue como penetrar en un mundo todavía más ininteligible que el habitual, que intenté explorar y en el que me perdí; como que acabé confesando a mister Moore que no me sentía capaz de acometer aquel nuevo trabajo; pero él me remitió a otro empleado, un economista joven, procedente de Cambridge (según me dijo a los pocos minutos de conocerlo), que en unas cuantas mañanas inició mi orientación. «Ahora podrá usted gobernarse solo, pero, en cualquier caso, estoy aquí». Tengo que reconocer que toda aquella gente, por muy fría y distante que fuera, sabía trabajar y lo hacía a conciencia, aunque sin darle importancia; al menos en apariencia. Fue ésta una lección de la que tomé buena nota. Me dijo el economista, después de considerar suficiente mi información, que leyera tales y tales libros. Lo hice, y el salto de la literatura a la economía teórica fue íntimamente espectacular; ¡y eso que no eran más que libros de divulgación! Pronto empecé a navegar en un mar de nombres o siglas, de cifras, de informes escuetos, de previsiones. No sólo era una nueva lengua, sino una nueva sintaxis, donde se usaban las palabras con significados muy precisos, sin ambigüedades, de las que el sentido del humor parecía ausente. No tardé mucho tiempo en concluir que nada había más aburridamente serio que la economía, nada más racional y riguroso. Unas veces se me presentaba como cadena interminable de cifras, y otra con la forma casi geométrica de una red que abarcase el mundo entero, quizá que lo oprimiese, aunque no en todos los lugares con la misma fuerza. En aquel mundo, la única realidad era el dinero, que se movía, crecía o menguaba según sus propias leyes, sin que nada humano interviniera en este ir y venir, crecer y descrecer. Una vez que le dije a mi economista que el paro era un factor humano, él me respondió que, en aquel mundo, el paro no existía sino bajo forma de subsidio, es decir, no hambre y dolor, sino más cifras en el cálculo general. La realidad, según aquel hombre me la describía, era como si el mundo, por debajo de su multiplicidad infinita de acontecimientos, se moviese de acuerdo con un solo y único argumento. También me dio a entender que, por debajo de los gobiernos, o por encima, pero siempre con independencia, el mundo estaba conducido por unas pocas personas, en la City o en Wall Street. «¿Y el crack?», le pregunté. Me respondió que a los norteamericanos les faltaba experiencia, que el mundo les venía grande, y que esta vez se les había escapado el timón. Me aconsejó leer los diarios norteamericanos, si quería conocer con detalle las causas y las consecuencias de aquel acontecimiento que, en su día, me había pasado inadvertido, y que ahora empezaba a considerar como acontecimiento capital en la historia del mundo, un suceso que lo cambia todo. «¿También la poesía?», me preguntó una vez, y hube de reconocer que también la época en que la poesía era puro juego había terminado. Lo que ahora iba leyendo, en inglés como en francés, era hosco y dramático. Y advertía el contraste entre la frialdad lógica, inexorable, de los hechos económicos, con la carga cada vez más emocional de la poesía. Lo que no me impedía hacer todas las noches ejercicios poéticos, hasta dormirme. No digo que todas estas ideas apareciesen claras, y que me permitiesen mucho más que la redacción de unos informes provisionales; pero aunque fuese oscuramente, empecé a entender el mundo más allá de mis narices. Lo curioso, sin embargo, fue que todos estos conocimientos no influían demasiado en mi vida. Más bien nada. Pocas veces pensaba en ello fuera del banco, y no se me ocurría aplicarlo a todo lo que veía en torno a mí, salvo cuando en la calle me encontraba con una manifestación de huelguistas o de parados; me hacían pensar, pero no me despertaban sentimientos de comprensión o de solidaridad. Me daba cuenta de esta insensibilidad (¿contagiada, quizá?), y llegué a tenerme por un bicho raro, con un repertorio sentimental limitado, y, por aquellos días, sin nada a mano en que ejercitarlo, quiero decir, sin una amiga o una amante. Una vez recibí una carta de don Pedro Pereira agradeciéndome la claridad y pulcritud de mis informes. Lo de la claridad y pulcritud me quedó muy grabado: eran definiciones que me hubiera gustado ver aplicadas a otra clase de escritos.