YA DECLINABA SEPTIEMBRE, y pensábamos en el regreso, cuando se recibió con retraso un telegrama de Villavieja en el que me avisaban que mi padre se encontraba muy enfermo. Ni Sotero ni Benito quisieron quedarse solos en el pazo miñoto, quizá por no encontrarse frente a frente: me acompañaron en el viaje, y, desde Vigo, uno se fue a Compostela y el otro a Madrid. Cuando llegué a Villavieja, mi padre había muerto, y su entierro se había retrasado, esperándome. Lo encontré metido en una caja lujosa, vestido de tiros largos, y con la peluca puesta: quizá por la mano caritativa de la criada. Me hallé, por primera vez en mi vida, dueño de una situación que no había provocado y sin saber cómo resolverla. Lo de menos fue el entierro, muy suntuoso y solemne: carroza de caballos empenachados de luto y mucha gente en la compañía. Yo solo recibí las condolencias, con abundancia de abrazos y recuerdos de las virtudes de mi padre. Le echaron encima varias coronas de gran tamaño, dedicadas por el casino «A su ex presidente» y por la caja de ahorros «A su ex director», y otras de entidades locales y de personas desconocidas, no sé si amigos o favorecidos. Vino también gente de las aldeas, de aquellos lugares en que yo era propietario de fincas desconocidas, los viejos pazos heredados de mi madre y reunidos por mi abuelo Taboada no sé por qué razones, o leyes, o quién sabe si trampas. Y cuando me quedé solo en la enorme casa silenciosa, más que dolor, experimenté muy vivamente la sensación de pequeñez, de insignificancia. Tuve la conciencia oscura de que, hasta entonces, había estado protegido, y que ahora me encontraba desvalido, sin saber por dónde desenredar una madeja complicada. Fue al día siguiente cuando investigué en el despacho de mi padre: encontré un montón de papeles perfectamente ordenados, dispuestos para que yo los conociera. En el testamento mi padre me declaraba mayor de edad y su heredero universal. En otros papeles se enumeraban y describían mis propiedades, con anotaciones al margen, escritas de su mano, de este jaez: «Esta finca debes vendérsela a Fulano por tanto dinero, ni un duro menos». «Esta finca ofrécesela a Zutano y a Perengano. Los dos la quieren. Tienen que pagarla, quien sea, por encima de tanto». Y, así, a cada una acompañaba su consejo. Para mis intereses en Portugal me remitía a un señor de Lisboa, o, más bien, a una firma, a la que mi abuela había confiado la administración de ciertos dineros depositados en Londres, la parte más sustanciosa (decía mi padre) de todo mi patrimonio. De sus propiedades personales recibiría un depósito de dinero, puesto ya a mi nombre en un banco de Villavieja. Y así todo, minuciosamente, sin olvidar cómo debería organizar la casa de mi madre en Villavieja, aquella en que vivíamos, para que no quedase abandonada ni fuese despojada. ¿Cuántas noches de trabajo habría consumido mi padre en redactar todos aquellos informes e instrucciones? «Dirígete en seguida a don Fulano, entrégale estos papeles, y confíale las ventas. Es persona honrada y fue mi amigo». Me conmovió el contenido de un sobre cerrado, que descubrí al final: guardaba una breve nota manuscrita: «No he sabido cómo hacerme querer de ti, ni tampoco he sabido cómo quererte. Pienso en el daño que te habré hecho, y olvido el que me hiciste. Perdóname». ¡Lo que habría sufrido en sus últimos días, aquellos en que yo me divertía en Portugal y ensayaba mi entrada en el gran mundo! Esperaba la muerte, la daba por segura e inmediata, mi imaginación no pasaba de ahí, se detenía en tal certeza. Sentí, por primera vez, remordimiento, aunque no supiera con precisión de qué, porque, en realidad, jamás nos habíamos enfrentado con violencia, acaso porque él, más consciente, lo hubiera evitado. Pensé entonces con agradecimiento: ¿qué hubiera sucedido, cuando lo de Belinha, de no ausentarse él, o de haber provocado mis recriminaciones? Por cierto que toda la historia de Belinha atravesó por mi recuerdo, como cosa pasada que era, como cosa muerta. No me costó gran esfuerzo perdonar a mi padre, e incluso llegué a temer que aquel perdón fuese una insolencia. ¿Tenía yo en realidad derecho a perdonar como él me pedía? ¿No sería ese ruego póstumo un ardid para tranquilizarme? No pude responder a semejantes preguntas; de lo que sí me di cuenta fue de que en mi conciencia algo nuevo había aparecido, quizá un agujero en el que no me atrevía a penetrar, o en el que realmente no podía hacerlo. No me pude marchar inmediatamente de Villavieja, tuve que retrasar mi vuelta a la universidad. Escribí a Benito, le envié dinero para que me matriculase, y le expliqué las razones que tenía para quedarme en Villavieja. Pasé en ella casi todo el mes de octubre, bien aconsejado y ayudado por aquel señor a quien mi padre me había encomendado: que ya me esperaba y que sabía más de mis problemas que yo. Supuse que mi padre le había informado previamente. Todo lo tenía pensado y casi resuelto. Conocí a parientes lejanos, los Fulanos y Zutanos de las instrucciones, que querían comprarme por cuatro cuartos aquellas fincas que, en justicia, les pertenecían (según ellos; todos usaban el mismo argumento). Se quedaron con ellas, pero pagándolas en su valor. Cuando lo de Villavieja quedó liquidado, y mi casa en manos de gente de confianza, me fui a Lisboa. Podría decir que oscurecí a Filomeno e iluminé a Ademar, porque otra vez volví a ser ese nombre, aunque, jurídicamente, en Portugal fuese también Filomeno Freijomil. Para el administrador de mis bienes londinenses era, sin embargo, Ademar de Alemcastre, y nada más. Se llamaba Pedro Pereira (don Pedro, le decía yo, y él protestaba halagado, diciéndome que el «don» sólo se aplicaba a los reyes); era un viejecito pulcro, de mirada viva e inteligente, un poco irónico, aunque, desde el primer momento, cariñoso. La primera media hora de nuestra entrevista la dedicó al recuerdo de mi abuela Margarida, por la que aún sentía entusiasmo y respeto. Después me habló de mi situación. Escuchó con la mayor atención mis dudas acerca de mis estudios y la imposibilidad en que me hallaba de hacer un proyecto serio al que acomodar mi vida. «No le vendría mal, querido Ademar, pasar un tiempo en el extranjero e ir entrenándose en el mundo de los negocios. Tenga en cuenta que, siendo como es mayor de edad (por cierto que legalizar esa situación en Portugal nos llevará mucho tiempo), tendrá usted que aprender a administrar sus bienes. No me sería difícil conseguirle un trabajo en Londres, en un banco, por ejemplo: en el banco que custodia esos intereses que yo le administro, pero que más tarde o más temprano tendrá usted que gobernar. No quiero decirle que mañana mismo pueda enviarle a Londres, pero sí, pasado algún tiempo, no demasiado, a mi juicio. Mientras tanto, siga usted en Madrid y estudie o haga que estudia. Pero no deje de aprender idiomas. Si ya se arregla con el inglés que sabe, perfeccione el francés. Hablar bien dos idiomas, además del castellano y el portugués, le servirá mucho más que ese escaso derecho que se aprende en las universidades. Claro que tendría usted un título, pero los títulos no son indispensables. Yo carezco de ellos, y ya ve. Vivir en Londres una temporada larga y enterarse de cómo van las finanzas del mundo le será útil, sobre todo si pensamos que, a juzgar por ciertos síntomas, este período de estabilidad en que vivimos amenaza con acabar, no sé cómo ni con qué consecuencias, pero todo es posible». Me invitó a comer, el señor Pereira, y me llevó a su casa, un edificio en A Baixa, muy bien amueblado. Su mujer y sus hijas, unas solteronas maduras, me agasajaron y volvieron a recordar a mi abuela Margarida.
Fui a Madrid desde Lisboa. Don Justo, que me había puesto un telegrama de condolencia a Villavieja, se alegró de verme y me agradeció el que, siendo como era ya un hombre libre, volviera al hotel que mi padre había elegido para mí. No creo en aquellos cuatro meses haber cambiado mucho, pero él me trataba con otra clase de respeto. No dejó de decirme: «Ahora que es usted dueño de su fortuna, no necesitará pedir anticipos en la caja, pero ya sabe que en un momento de apuro, una tarde de sábado con los bancos cerrados o cosa semejante, me tiene a su disposición». Yo había dejado en el hotel, al marcharme en junio, parte de mis pertenencias y casi todos mis libros; mandó que los llevasen a mi antigua habitación, de modo que todo parecía como si se reanudase la misma vida, con un pequeño paréntesis sin importancia.
Lo que sí hallé cambiada fue mi situación en la universidad, entre mis compañeros. Sobre todo, entre las chicas. Descubrí en seguida que Benito había contado su veraneo y que había dado una versión exagerada de la vida en el pazo, del pazo mismo, al que llamaba castillo, y de mi «verdadera» personalidad. Se corrió la voz de que yo era muy rico, y me vi rodeado de muchachos y muchachas que antes no me habían hecho caso. Los informes de Benito habían sido tan completos, que alguna de aquellas compañeras llegó a preguntarme cómo me llamaban en Portugal, y si era cierto que yo descendía de reyes. Todo lo cual me granjeó la antipatía, más bien la hostilidad, de los grupos extremistas, los que se llamaban comunistas y los que se llamaban republicanos. Como que cierto día en que se armó una algarada y salimos a la calle pegando gritos, alguien se me acercó y me rogó que me alejase de aquella manifestación, porque aquel no era mi sitio. De modo que si el curso anterior me había sentido incómodo por unas razones, ahora seguía estándolo por otras. Llegué a sentir que el propio Benito se mantenía distante, o, al menos, no tan amistoso, como si entre nosotros existiera alguna diferencia secreta e insalvable. No volvió más a salir conmigo por las tardes, y en eso sobre todo consistió la diferencia. Remediaba mi soledad en el cine, por el que me sentía atraído y sobre el que leía todo cuanto encontraba: creo que llegué a entender de cine más que de literatura, o al menos eso creí. El azar de un encuentro me relacionó de nuevo con uno de aquellos muchachos superficiales que había conocido el curso anterior, de la mano de don Federico, y con él asistí a un baile en un hotel de lujo. Esas fiestas se celebraban los jueves, y acudían a ellas madres de la alta burguesía con sus hijas casaderas, y muchachos como yo. Las madres se fijaron en mí, pero las hijas no me hicieron caso. De todas maneras, hice amistad con una de ellas, con la que salí unas cuantas tardes. Era una muchacha bonita y vestida a la moda, pero no tenía de qué hablar con ella: nuestros mundos no coincidían. Como la llevase a su casa en taxi, una de estas veces me preguntó por qué no tenía automóvil. Recordé el de mi padre, dejado en Villavieja, y por el que no había sentido ningún interés. Aquella chica, que se hacía llamar Marilú, me dijo que si quería seguir saliendo con ella tenía que aprender a conducir y traer el automóvil. No le dije que no, pero no volví a buscarla, ni a ningún lugar donde pudiéramos encontrarnos. De Marilú sólo recuerdo el nombre y los trajes ceñidos por debajo de las tetas.
Otro azar pudo ser más importante, pero tampoco lo fue: una tarde me tropecé, hasta casi lastimarla, con una muchacha que iba muy de prisa. Me disculpé como pude, y, al mirarla, reconocí en ella a la hija de don Romualdo, a la actriz. No sabía su nombre, pero encontré palabras para decirle, o, más bien, preguntarle, si era ella la chica que se había caído en el teatro, algunos meses antes, casi un año. Se rió y me dijo que sí. «Entonces, es usted la hija de don Romualdo». Me respondió que no, con bastante sorpresa. «No, no. Nada de don Romualdo». Yo insistí, y como ella tuviera prisa, le pedí permiso para acompañarla hasta donde fuera y explicarle la razón de mi pregunta. Escuchó mi relato, incluso con atención interesada, y al final me dijo: «Todo lo que usted ha contado es cierto. Mi madre es aquella actriz, tengo una hermana corista en el teatro Pavón, y un hermano que no hace nada. Pero no sé quién es ese don Romualdo». Fui yo el que quedó asombrado, y tan torpe, que la despedí sin haberle preguntado su nombre. Creo que me lo hubiera dicho, porque su trato había sido simpático, y me miraba con unos grandes ojos llenos de franqueza. Al día siguiente la esperé a la puerta del teatro, y lo mismo al otro día, y dos o tres más, hasta que me cansé. Lo que hice fue buscar a Benito y referirle el suceso. Benito me escuchó y definió la situación: «Hay gente que no está contenta de sí misma, que necesita ser otra. Entonces se inventan un personaje y lo viven o lo representan. El de don Romualdo no daba más de sí, por eso desapareció al terminar su representación». Adujo, en favor de su teoría, varios personajes de teatro y de novela cuyos nombres no recuerdo. Quizá tuviera razón.
Por aquel tiempo se hablaba del crack de la Bolsa de Nueva York: yo no me había enterado a tiempo porque ese día de octubre me encontraba en Villavieja atareado con el orden de mis asuntos, pero al llegar a Madrid y leer los periódicos, iba conociendo las consecuencias, cada vez más amplias e incalculables, de aquella sorpresa. Temí que afectase a mis intereses en Londres, y escribí a don Pedro Pereira, de Lisboa. Me respondió con una carta larga y minuciosa en que me daba cuenta de mi situación actual: las acciones de que era propietario no habían sufrido menoscabo ni parecía que fueran a sufrirlo inmediatamente. De todas maneras, no descartaba la posibilidad de venderlas en un momento favorable y traer el dinero a Portugal, donde todavía quedaba lugar seguro para el dinero. Esto aparte, sus gestiones para enviarme a Londres adelantaban, y, efectivamente, poco tiempo después me escribió diciéndome que se me esperaba en el banco londinense, y que debería incorporarme pasadas las vacaciones de Navidad: tendría a mi cargo la correspondencia con Portugal y otras tareas menos importantes, por unas pocas libras, suficientes, sin embargo, para vivir; pero podía disponer en Londres del mismo dinero que me enviaba ahora, es decir, lo bastante para llevar una vida holgada y permitirme algunos lujos. Que no me preocupase del alojamiento, que llevase cierta clase de ropa, y otras recomendaciones oportunas. Preparé, pues, mi marcha de Madrid, un almuerzo con Benito y una cena en un restaurante de lujo con don Justo. Marché a Villavieja; allí pasé la Navidad, solitario como el año anterior, pero mucho más melancólico, en el comedor enorme, puesto de lujo para un solo comensal silencioso. Había escrito a Sotero una carta invitándole unos días, y me respondió disculpándose con su mucho trabajo, que ya empezaba a abrumarle, pero al que tenía que hacer frente necesariamente. Pues con este ánimo me fui a Lisboa, donde debería embarcarme en un paquebote de la Mala Real. Don Pedro Pereira me acompañó hasta el barco, me dio toda clase de consejos e instrucciones, se enteró con detalle de la ropa que llevaba, del dinero de bolsillo… Me proveyó de las cartas pertinentes. En fin, que nadie salió del puerto de Lisboa más y mejor pertrechado que yo. Sin embargo, cuando el barco se alejaba, me sentí alicaído, no sé si por lo que dejaba atrás, que nada me retenía, o por lo que me esperaba, que no podía adivinar y que me daba cierto miedo.