LE ESCRIBÍ UNA CARTA A MI MAESTRO anunciándole que no me esperase para las Navidades, que las pasaría en Villavieja con mi padre. No me referí, para nada, a Belinha ni a mi hermana. Antes de marchar de vacaciones, invité a Benito a cenar al hotel, tuvimos una conversación larga sobre literatura y un recuerdo para don Romualdo. Benito me contó que le habían prometido, no sé quién, presentarle a uno de los poetas que admiraba, no sé si Tal o Cual; los de aquella tarde frustrada, y que ya me contaría a mi regreso. Al día siguiente tomé el tren. Cuando llegué a la estación de Villavieja, no me esperaba nadie, y al llegar a mi casa, me hallé con que mi padre se había marchado el día anterior. Me dejaba, eso sí, una carta, en la que me explicaba las causas de su ausencia y me decía dónde podía hallar las llaves de la mesa del despacho, por si necesitaba dinero, que lo encontraría en tal sitio, y varias cosas así. Aunque no lo sintiera, no dejé de quedar perplejo. La criada de casa, una mujer madura, daba vueltas a mi alrededor, muy sonriente, como quien tiene algo que decir y no se atreve. Sospeché que le pesaba el secreto de algún nuevo lío de mi padre, y que necesitaba descargarse del peso. Se atrevió, pasados varios días, precisamente el de Navidad, después de haberme servido a mí solo. «Lo que le pasa a su señor padre es que no quiere que lo vea. Quedó completamente calvo, sin un pelo en todo el cuerpo, y se puso una peluca postiza. Las cejas se las pinta, ¿sabe? Por ahí dicen que cogió una enfermedad de mujeres». Éste era el secreto. En otras condiciones me hubiera sorprendido, pero si mi padre había sido capaz de obligar a Belinha a servirle de manceba, no tenía nada de extraño que, sin ella, acudiese a otros remedios. La enfermedad, caso de ser como lo decía la criada, era un gaje del oficio. Había oído hablar de aquellos riesgos lo suficiente como para que la noticia no me cogiera demasiado de sorpresa. Y en cuanto a la vergüenza de mi padre, lo estimaba como un acto de respeto, y llegué a agradecérselo. Y eso fue lo único importante de mi viaje a Villavieja. Lo demás se limitó al encuentro con algunos amigos, a algunas cenas fuera de casa y a ciertas charlas superficiales sobre literatura. Había entre aquellos amigos algunos que venían de Santiago, donde oyeran hablar de los mismos nombres y de los mismos libros que yo, con la misma superficialidad, y se referían a ellos según lo oído y lo leído. Me hacían recordar a Sotero, que habría penetrado hasta el fondo de lo mismo que nosotros conocíamos frívolamente, pero le llevaba a Sotero la ventaja de ser más simpáticos y más comunicativos, aunque seguramente a causa de su propia ligereza. Me cansaron pronto, pero seguí en su compañía hasta que las vacaciones terminaron y cada cual tomó su tren o su autobús. Por fortuna, sólo solían ser compañías vespertinas. Una noche se me ocurrió salir y pasear por los alrededores de mi casa. Hacía frío y lloviznaba. Fui aquella noche redescubriendo la ciudad vieja, en torno a la catedral y a la plaza: sus sombras, sus agujeros de niebla. Me perdí placenteramente, y repetí los paseos las noches que siguieron hasta mi marcha. Fue una experiencia feliz, con la que, sin embargo, no sabía qué hacer, más que vivirla. «Esto que siento podría ponerlo en verso»; pero no me acudían las palabras, ni en portugués ni en castellano. Sentí cierta melancolía al regresar a Madrid: Villavieja era algo mío, llegué a comprenderlo; marchaba a una ciudad que nunca lo sería, ni sus calles, ni sus luces, ni sus sombras. ¿Por qué volvía? ¿A quién obedecía al hacerlo? Todo esto entretuvo mi mente durante las horas largas del viaje. Volví al hotel. Don Justo me preguntó, muy interesado, por mi padre y por su salud, y hube de mentirle. Al reanudar al día siguiente las clases, asistí a ellas tan distraído, tan aburrido, que acabé confesándome mi falta de interés, e incluso el deseo secreto de marcharme, pero no sabía adónde, ni se me ocurría. Aquella mañana no vi a Benito, sí al día siguiente. Me recibió con alborozo que consideré sincero. Me invitó a comer a una taberna (le duraba aún el dinero de los últimos regalos) y me habló de los libros que había comprado, de las comedias que había visto. Cuando le pregunté si, por fin, le habían presentado al poeta admirado y lejano, no recordaba si Tal o Cual, bajó los ojos. «El tío aquel me engañó. No volví a verlo». Pero no pareció sentirlo mucho. Había escrito un par de poemas, y me los leyó en un café a donde fuimos después del almuerzo. No me fue difícil entenderlos, pero no pude decirle si los hallaba o no poéticos. «Mira, Benito: la verdad es que la poesía sigue siendo un misterio para mí. Hay cosas que me gustan y cosas que no, pero ignoro el porqué. Durante las vacaciones, volví a mi Antero de Quental, pero no creo que fuese por razones literarias». «¿Por qué razón, entonces?». «Pues porque tiene algo que ver conmigo». «¿Son versos de amor?». «De amor y muerte, ya te lo dije otra vez». «¿Es que quieres morirte, o tienes miedo?». «No, no. No es eso. No sé bien lo que es. Ando un poco perdido, ¿sabes? Pero eso no es nuevo. Siempre anduve perdido». No me respondió y quedamos en silencio, él mirando a otra parte para no seguir preguntando. Y entonces, impulsivamente, sin meditarlo, le dije: «Una vez me preguntaste qué me pasaba. Te dije que nada, o no te dije nada. Pues bien, ahora voy a contártelo, si estás dispuesto a oírme». «¡Pues claro que lo estoy!». Me escuchó como quien oye leer una novela, sin pestañear, sin interrumpirme. La verdad es que lo hice con pasión, con detalle, con todos los detalles que recordaba, desde los más antiguos, desde aquellos tiempos ya remotos para mí en que jugaba con las tetas de Belinha. Y cuando terminé el relato, le pregunté: «¿Qué te parece?». Lo vi un poco perdido. Primero movió la cabeza; después dijo en voz baja. «Eres un tío raro. Nadie lo sospecharía al verte. Siempre te tuve por buen muchacho, pero de vida bastante vulgar, más o menos como la mía. Nada de lo que me has contado le pasa a todo el mundo…», y otras reflexiones de este tipo, tras las que escondía su sorpresa y su incomprensión. «¿De modo que has tenido una querida? ¡A los dieciocho años! ¡Pues sí que te das prisa!». Le dije: «No fue una querida, sino una amante». Y él me replicó: «A las amantes no se les paga. Ésa es la diferencia». Benito también era un buen muchacho, pero en seguida me di cuenta de que mi historia le venía ancha. Don Justo se hubiera reído y me habría palmoteado en el hombro: «¡Vaya, hombre, vaya! ¿Quiere tomarse unas copas conmigo? Si le parece, esta noche podemos ir al teatro. Hay una revista nueva. Debe saber que, en Madrid, es costumbre cambiar los carteles por Navidad. Lo que han estrenado, según he oído, es más frívolo que lo de antes». Etcétera.
No. Lo más probable, pensé, es que estas cosas no se deben contar a nadie: están mejor dentro de uno. Si uno no las entiende, ¿cómo vas a esperar que las entiendan los demás? Los sentimientos son míos y las palabras no comunican los sentimientos… Quiero decir las palabras corrientes, las que yo podría usar. Las de Quental sí los comunican, pero yo no soy Antero, sino Ademar, ni siquiera Ademar, sino Filomeno, aquel nombre por el que nadie me llama, o, todo lo más, el señor Freijomil. A la misma Florita le había chocado: «¿Cómo voy a llamarte? ¿Filo? ¡Filo es un nombre de mujer!». Mi nombre ni siquiera daba para un diminutivo cariñoso.
Pasé una temporada yéndome al cine, solo, por las tardes. Por las mañanas, al salir de clase, me juntaba a Benito, y nos íbamos a tomar unas cervezas a cualquier lugar. Un día pagaba él; al otro, yo. No había vuelto a referirse a mis historias, y observé que no quería ni rozarlas. Hablaba monótonamente de poesía, noticias y noticias, si éste decía de aquél tal cosa, o si se habían peleado, o si Cual iba a sacar un libro que rivalizase con el último de Tal. Nada lograba interesarme. Andaba además preocupado por mi abandono involuntario del francés. Se lo dije un día a don Justo, y él me prometió tomarlo por su cuenta. Cumplió la promesa: una tarde vino al hotel una señorita francesa, de no mal aspecto, pero superior y distante: quiero decir que, desde el primer momento, se colocó por encima de mí, en el sentido vertical, y muy lejos, en el horizontal. Puso como condición, antes de aceptar el encargo, charlar conmigo un rato, a ver adónde llegaban mis conocimientos. Me examinó a conciencia, y, al final, me dijo: «Está usted en condiciones de asistir a una representación de Racine, pero no de entrar en un restaurante y pedir una comida. El francés que usted conoce es pura arqueología, la lengua viva es otra cosa. ¿Cómo va usted a dirigirse a una muchacha y sostener con ella una conversación? La lengua viva es lo que puedo enseñarle». Me disculpé de mi ignorancia diciéndole que a mi anterior profesor le había pedido que me enseñara el francés de los libros, y que por eso… «Ni siquiera el de los libros modernos puede usted entender. Si quiere, hacemos una prueba». Sacó del bolso un librito y me lo entregó. Lo abrí, intenté leerlo. Le traduje bastante, pero no todo. «Está bien. Acepto el encargo, pero con la condición de que usted trabaje». Se lo prometí, volvió al día siguiente, y empecé a aprender, el francés vivo, de una estatua lejana. En el tiempo de nuestra convivencia, quiero decir hasta el final del curso, no se cruzó entre nosotros una sola palabra que no fuese estrictamente necesaria para la buena marcha de la clase. Sólo una vez, en que en el texto en que leíamos venía una cita en inglés. La leí correctamente. Me miró: «¿Sabe usted inglés?». «Algo, un poco», le respondí tímidamente. Entonces me habló en inglés, cruzamos unas cuantas frases. «Tiene usted un buen acento», y concluyó el inciso. Le pagaba por las clases más que a don Romualdo, y las cobraba por día. Insisto en que su aspecto era grato. Vestía, a mi juicio, muy bien, aunque sencillamente, y tenía una bonita voz; pero pronto me convencí de que mi primera impresión no había sido errónea: era inexpugnable hasta para la amistad más superficial. Una vez que la invité a almorzar, lo rechazó cortésmente. Pero aprendí con ella a hablar francés, no sólo a leer libros. Era una excelente maestra. Se llamaba Anne. Fue lo único que supe de ella.
Una noche, al entrar en el comedor, advertí la presencia de un huésped nuevo. Se había sentado a una mesa próxima a la mía, y, aun sentado, parecía corpulento, más de lo normal, y muy bien presentado. Pasé la cena observando la manera que tenía de comer, tan simple como atractiva, enormemente natural, y lo eran todos sus movimientos. Cuando se puso en pie, calculé que mediría un metro y noventa centímetros, por lo menos. Atravesó el comedor con naturalidad segura, los otros huéspedes le contemplaron hasta que desapareció. Lo juzgué como uno de esos tipos que andan por el mundo como si fuera suyo, con la diferencia de que, a otros que he visto, se les notaba, y a éste no. ¿Sería por humildad o por indiferencia? ¿O por una superioridad real a la que estaba acostumbrado? Admití que me gustaría conocerle y acaso también escucharle. Le pregunté a don Justo quién era. «Hasta hace pocos días, diplomático en Lisboa. Lo han traído aquí castigado». «¿Castigado? ¿Por qué?». «¡Váyalo usted a saber! Las cosas de la diplomacia no están a nuestro alcance, ni tampoco los secretos de Estado». De la sonrisa de don Justo colegí que sabía más de lo dicho. Imagino que le contó algo de mí al diplomático, por lo menos mi interés por su persona, porque una noche, cuando yo entraba a cenar, y él se hallaba ya en su mesa, al verme se levantó, se acercó a mí y me dijo: «¿Quiere usted hacerme el honor de acompañarme a cenar? Me llamo (aquí un nombre que callo: diremos don Federico). Me han dicho que usted tiene algo que ver con Portugal. Yo he vivido allí varios años, y podemos hablar, o, al menos, yo podré contarle lo que sé, por si le es útil algún día». Acepté la invitación, y consideré necesario explicarle algo de quién era y de lo que hacía. «Y sus relaciones con Portugal, ¿cuáles son?». «Una de mis abuelas, la materna, era portuguesa. Se llamaba Margarida de Tavora y Alemcastre». Se echó a reír: «¡Casi nada, amigo. En Portugal, sería usted un aristócrata!». Le respondí tímidamente que ya lo sabía, pero que Portugal no era España, etc. Y no sé cómo salió a relucir el nombre de mi bisabuelo. Don Federico rió más todavía. «¡Don Ademar de Alemcastre! Aún quedan en Lisboa viejas señoras que lo recuerdan como un héroe de su juventud. Lo bastante famoso, aun en la vejez, como para perturbar la fantasía de las muchachitas». Vi que sabía más que yo de mi bisabuelo, y lo incité a contarme. «Por lo que he oído, fue lo que se llama un hombre de lujo. No hizo nada en su vida más que ser quien era y pasear por Lisboa. Bueno, se casó también; con una Tavora cuyo dinero le apuntaló la fortuna. Fue un hombre de los inconcebibles en nuestro tiempo. Nuestro tiempo nos exige ser útiles, aunque también acepta la mera apariencia. A su bisabuelo hoy no le hubieran permitido vivir como vivió: se le consideraría como un ejemplo de inmoralidad, un tipo execrable. Sin embargo, si alguien le hubiera preguntado lo que había hecho por los hombres, habría podido responder tanto que les habría mostrado lo que no debían ser como lo que, finalmente, debería ser la aspiración de la Humanidad. Y tendría razón en ambos casos». La paradoja no me quedó muy clara, al menos en aquel momento, pero preferí no confesarlo. Don Federico me invitó a cenar en su mesa todas las noches, quizá por haber descubierto que yo le escuchaba con gusto. Muchas veces recayó la conversación en el tema de mi bisabuelo y en el de la sociedad lisboeta de aquel tiempo, que don Federico había conocido por referencia y por lecturas. Pero también me hablaba de política y de literatura. Cuando yo le revelé que alguna vez había escrito versos, y que tenía a Quental por mi poeta preferido, lo que me dijo mostraba un conocimiento muy superior al de Benito. No se limitaba a los poetas españoles, que no ignoraba, sino que me habló de nombres que después me fueron familiares, como Claudel y Saint-John Perse, a los que él conocía personalmente, a los que había tratado. Fue la segunda persona que se refirió a Les cahiers de Malte. «¿Ha leído usted ese libro?», me preguntó. «Me habló de él hace tiempo un amigo, un hombre ya mayor». «No sé hasta qué punto será un libro adecuado a su edad y a sus conocimientos. Es un libro que puede hundir o levantar a un hombre para siempre. Hay muchas cosas que le conviene conocer antes. Yo le diría más: que le conviene estudiar. La poesía puede ser un arrebato, pero también es una ciencia. Yo desconfío, por principio, de los arrebatados, salvo de aquellos que saben someter el juego a disciplina. Disciplinarse es, ante todo, distanciarse. Sólo se puede transmitir aquella emoción que ya no se siente, que se ha transformado en vivencia, en vivencia incorporada. Como quien dice, carne de uno mismo. Sin el arte de expresarse, esa vivencia, por pura y elevada que sea, sólo balbucea. El arte es indispensable, y tiene la ventaja de que puede aprenderse, y usted debe acometerlo en serio. Pero, sin embargo, no olvide que sin la poesía el saber no produce más que frialdades más o menos solemnes. Y la poesía, que no sabemos lo que es, se parece a un inquilino veleidoso, que va y viene, y que a veces huye para siempre. Hay poetas que lo han sido durante un tiempo, y que siguen viviendo de las rentas, es decir, del arte adquirido y dominado. Los hubo que supieron morir a tiempo, pero los más perdieron esa oportunidad, y le aseguro que no hay nada más penoso que la cáscara ambulante de un poeta. ¡Cuántos se habrían salvado con una carga suficiente de ironía! Y no le digo esto a tontas y a locas, porque lo haya leído, sino porque he conocido a algunos grandes poetas y a otros no tan grandes, y he conversado con ellos acerca de su poesía y de la poesía en general. Creo haber llegado a buen catador, aunque esta condición me haya hecho exigente y acaso un poco duro de juicio. Podré, a veces, exagerar, pero no creo equivocarme. Me gustan los poetas cuya mirada penetra hasta el meollo de la realidad, me dejan indiferente los que son sólo buenos, aunque los crea necesarios para formar el mantillo del que surgen los grandes. Pero ahora pienso que no le conviene a usted hacerme demasiado caso. Mis palabras podrían desanimarle. Sin embargo, si le parece bien, alguna vez podemos leer algo juntos y comparar nuestras impresiones». Aquel tema de la poesía reaparecería siempre en nuestros coloquios, a veces largos, en el salón del hotel. Leímos, en efecto, poemas juntos, y lo que a mí se me ocurría resultaba pueril al lado de lo que me descubría él. También me preguntó si había ido a los museos, y me recomendó que lo hiciese. Un domingo, por la mañana, iba solo por el Prado; decidí entrar: de repente, me sentí perdido, mareado. Pasé varias horas yendo de un cuarto a otro. Todos me parecían bien y no advertía diferencias ni discernía calidades. Pero de todo cuanto vi, me sentí especialmente atraído por los retratos, por aquellos cuadros en que el rostro humano estaba tratado como retrato, quiero decir, no buscando la belleza de un rostro, sino su realidad. Cuando le hablé a Benito de esta visita, no llegó a reírse de mí, pero casi. «Estás listo —me dijo—, para contemplar la pintura moderna. No encontrarás en ella nada de eso que has descubierto por tu cuenta. Esa clase de arte ha muerto para siempre». Don Federico, sin embargo, no fue tan tajante, aunque haya dicho que mi manera de ver la pintura era muy limitada, y que, en realidad, yo no buscaba el arte, sino sólo el reflejo de una clase muy restringida de realidades. «Tenga en cuenta que, para un pintor, la cara de una persona tiene la misma importancia que un frutero lleno de manzanas». Lo acepté, pero sin explicármelo. De las caras vistas en el museo, algunas me habían impresionado. Volví a verlas varias veces, hasta el punto de llegar a trazarme un itinerario de este cuadro a aquel otro, sin importarme los demás. Me gustaba imaginar las vidas de aquellos personajes que me atraían, como cierta princesa enlutada con trenzas rubias y algo amargo en la boca. «No sale usted de la literatura, no sabe salir de ella».
Otro de los temas preferidos de don Federico era la política, más la universal que la nacional. «Lo de aquí tiene los días contados. Ya verá usted como no dura ni dos años. Si yo perdí el puesto en Lisboa, fue por haber hecho llegar al rey un informe en este sentido: un informe que pasó por varias manos previstas, una de las cuales me traicionó. La verdad es que estoy aquí castigado, y todavía no sé en qué parará mi castigo: si perderé la carrera o se limitarán a enviarme lejos, a uno de esos destierros en que se coge la malaria. Hace muchos años que sé que no puede decirse la verdad, pero hay ocasiones en que, si no se dice, se pierde el respeto hacia uno mismo. Lo que yo sé, lo que dije, lo saben muchos otros, pero lo callan. No se lo reprocho, porque cada uno tiene su moral». Otra vez me dijo que la situación del mundo era grave y que años más, años menos, sobrevendría una catástrofe que lo transformaría, nadie podía prever en qué sentido. «Todo puede suceder, pero, suceda lo que suceda, lo que venga después será transitorio, porque ninguno de los países capaces de arrastrar a un conflicto a los demás pueblos nada tiene positivo que ofrecer a la Humanidad. El comunismo llegó a ser una esperanza, y todos los hombres sensatos de este mundo hemos seguido con pasión, con angustia, la evolución histórica de Rusia. Pero después del fracaso de Trotski y del triunfo de Stalin, ¿qué sucederá en ese inmenso pueblo? Yo lo conozco, aunque no demasiado bien. Estuve de agregado en la corte de los zares, antes de la guerra del catorce. Más que interesarme, me fascinó, y creo que se puede esperar todo de Rusia, lo mejor lo mismo que lo peor. Pero la existencia del comunismo ofrece al mundo la novedad de una ideología que es como si mezcláramos una teoría política a una religión. El comunismo tiene respuestas para todo, y los hombres están necesitados de respuestas. Pero, frente a la solución comunista, de la que lo menos importante es su teoría económica, tan válida como cualquier otra, pueden surgir otras ideologías que también tengan respuestas para todo. El fascismo está ahí, pero es un sistema de fe inventado por un hombre que no cree en nada de lo que dice, y dirigido a un pueblo inteligente y escéptico. ¿A qué llegará el fascismo en manos de un grupo de fanáticos?». Otra vez me habló de sus hijos, no recuerdo si dos o tres, bien situados en diversos lugares del mundo donde podían aprender. Le pregunté ingenuamente qué era lo que aprendían: «A vivir, ante todo; después, a precaverse. Estos años venideros van a ser como un toro cuando sale a la plaza, y conviene aprender el arte de la lidia, que es un arte, ante todo, de esquivar el golpe, de escurrirse. Mal lo van a pasar, en el futuro, los hombres de fe, los apasionados, los sinceros, que es lo mismo que decir los insensatos. A éstos los cogerá el toro. Yo no puedo evitarlo, pero al menos que mis hijos sepan a qué atenerse. Son jóvenes como usted, aunque no tanto como usted. Como jóvenes, tienden a creer y a comprometerse. Yo no los he desengañado, tampoco los he aconsejado, porque jamás los jóvenes toman en serio los discursos y los consejos de los experimentados. Me limité, y lo hice porque pude, a situarlos de modo que aprendan por su cuenta, a costa de sus choques personales contra la realidad y elijan lo que les parezca mejor. A los jóvenes los atraen las ideas redentoras y las mujeres, y creen en las mujeres con la misma pasión que en las ideas. Si no aprenden, allá ellos. Yo habré cumplido con mi obligación».
Nunca me atreví a proponerle conversar sobre mujeres, ni él sacó el tema jamás. Me dijo, eso sí, en cierta ocasión, que por qué no hacía vida social. «Le conviene tener un esmoquin. Yo podría presentarle a gentes cuyo trato le servirá de algo, pero debo advertirle que lo mismo se aprende a conocer a los hombres en las altas esferas que en las populares, con la diferencia de que en las altas tendrá usted que hacer frente a la hipocresía, y, en las bajas, a la sinceridad. Una y otra son peligrosas, pero, como experiencia, necesarias. Un hombre como su bisabuelo podía andar por el mundo sin pensar más que en sí mismo, e incluso sin pensar podía hacer frente a la vida con sus trajes, sus modales y su valor personal. Ya le dije otra vez que esos tiempos han pasado ya. Lo que le permitió a su bisabuelo mantenerse durante más de medio siglo sigue teniendo valor, pero relativo. Vestir bien y moverse con naturalidad es, desde luego, indispensable; pero la ingenuidad, más diría, el candor, con que su bisabuelo anduvo por Lisboa, hoy resulta peligroso».
Me hice, por supuesto, un esmoquin, a cuyo coste don Justo no opuso resistencia. «Pues ya lo creo que le conviene, sobre todo si es para acompañar a don Federico». Asistí a algunas fiestas, aprendí a no manifestar mi deslumbramiento, a no beber demasiado y a decir idioteces en compañía de gente joven como yo, chicos y chicas completamente superficiales, sin el menor interés por nada de este mundo que no fueran caballos y automóviles. Cuando no había muchachas, ellos hablaban de mujeres, por lo general groseramente. ¡Dios mío, cuántos don Juanes de pantalones anchos y sombreros blandos andaban sueltos por Madrid! De hacerles caso, hubiera llegado a creer que nada hay más fácil que una mujer cuando el que la aborda va bien vestido y tiene un coche deportivo. También escuché chismes de alta sociedad. Mi último descubrimiento fue el de un grupo de jóvenes ricos que se decían comunistas y que hablaban de revolución y la aplazaban para cuando cayese la dictadura del general, que ya estaba a punto. Y, en efecto, cayó, pero no sin llevarse por delante a don Federico. Una noche no apareció a la hora de la cena. Le pregunté por él a don Justo, y me reveló, muy en secreto, que se lo había llevado la policía. Pero lo más sorprendente fue que, al otro día, la policía vino por mí. Me metieron en un coche, muy discretamente, y me sometieron a un largo interrogatorio acerca de don Federico y de no sé qué conspiración en que el diplomático, según ellos, se había metido. Creo que comprendieron la sinceridad de todas mis respuestas, y me dejaron libre. Algún tiempo después supe que a don Federico lo habían desterrado, pero no a un lugar remoto de esos donde hay peligro de malaria, como él esperaba, sino a un pueblo de Castilla, próximo a Santander y a las Vascongadas: un pueblo frío y probablemente incómodo. Pero esto sucedió bastante tiempo después de aquel curso en que le conocí y en que aprendí el francés vivo de boca de mademoiselle Anne.