VIII

VISITAR A FLORA UNA VEZ A LA SEMANA se convirtió en costumbre, y ni don Justo protestó ni don Romualdo volvió a sacar la conversación. Habíamos dejado de vernos en el Ateneo, por la incomodidad de la policía, y nos reuníamos todas las tardes en el café de enfrente. Benito acudía con frecuencia, y la conversación, generalmente sobre poesía, la consumían entre ellos, yo de mero espectador. Me importaba mucho lo que decían y lo que discutían, pero no sabía lo suficiente para intervenir. Una de aquellas tardes apareció el tema del superrealismo, que así dieron en traducir lo del surrealisme francés. Don Romualdo había leído los diversos escritos de los fundadores, manifiesto va y manifiesto viene, y una vez nos los trajo. Yo los leí tranquilamente, procurando entenderlos; Benito cayó sobre ellos con verdadera voracidad: fue para él más sorpresa que para mí, pero, así como yo quedé en mero curioso, él se apasionó inmediatamente, y cierta tarde, con muchas cautelas, nos enseñó un poema surrealista que había escrito y nos lo leyó. Don Romualdo juzgó que era irreprochablemente superrealista, pero, de poesía, nada. Benito quedó anonadado. Otro día trajo un poema de uno de los poetas cuya fama empezaba con la mejor estrella. Se lo dio a leer y le preguntó que si aquello era también superrealismo. «En cierto modo, y, desde luego, no a la manera francesa. Es un superrealismo bastante original, y el poema es muy bueno, a mi juicio». Con el superrealismo anduvimos a vueltas cosa de una semana, y ya en los periódicos se hablaba del tema, aunque burlonamente, como solían hablar del cubismo y de todas las vanguardias. Don Romualdo nos dijo en una ocasión: «Ustedes no deben compartir mis puntos de vista. Ustedes son jóvenes, yo no lo soy, pero lo fui, y entonces era más o menos como ustedes, y me hubiera irritado que nadie defendiese la poesía de Campoamor frente a la que a mí me gustaba. Pero del mismo modo que yo he superado aquella etapa y he alcanzado puntos de vista personales, a ustedes les sucederá lo mismo, salvo si la inteligencia y el gusto se les encasquillan y se quedan estancados. Todo llega, todo brilla y todo pasa. Esto que a ustedes los entusiasma pasará también, pero ustedes deben, ahora, apasionarse. Tienen que ser leales a su tiempo, pero, entiéndanme bien, lealtad no significa esclavitud. Estos poetas de ahora son entre diez y veinte años mayores que ustedes. Es mucha diferencia. Cuando ustedes maduren, lo que entonces escriban no se parecerá, ni a lo que ahora escriben ellos, ni a lo que ustedes escribirán entonces. ¡Y malo para ustedes si no es así! La vida jamás se empantana: la vida sigue adelante. El arte es un acto vital, y tampoco debe empantanarse. Los que vengan detrás de ustedes lo harán también distinto, bien o mal hecho. No se les ocurra pensar que lo que venga entonces sea disparatado, como piensan de lo de ahora esos burros de los periódicos. Para uno cualquiera de los de hace treinta años, lo que escriben los de ahora es también disparate. ¿No han llegado hasta ustedes ciertos juicios peyorativos que ya se han hecho públicos? Es natural que así sea, pero eso no implica que tengan razón. No la tienen. Pero, créanme, me sería muy difícil convencerlos. La mayor parte de ellos ya se han encastillado porque no dan más de sí, y se repiten, se repiten. Esto hay que tenerlo en cuenta y juzgarlo comprensiblemente». Benito le preguntó entonces qué era lo que más lo distanciaba de los de ahora, de los jóvenes. «No sólo de los jóvenes, sino de algunos que no lo son. Lo que me aparta de ellos es ese concepto de juego y de deporte que se empeñan en imponer a la vida y al arte. Yo soy un hombre serio, y el juego, para los niños. La vida no es un juego (no lo sabía entonces) y el arte tampoco. La vida y el arte son tanto más valiosos cuanto más se aproximan a la tragedia». «¿Y la ironía? —le preguntó Benito—. Ya ha leído usted a Ortega». «Yo le diría a Ortega que la ironía de Sócrates destruyó la tragedia de Sófocles. Nunca les dije que no soy cristiano; se lo digo ahora, y la razón por la que no lo soy: el cristianismo es incompatible con la tragedia, porque la tragedia es tener razón contra los dioses, y el Dios de los cristianos tiene razón siempre. En otro aspecto de las cosas, les confesaré también que estoy con don Quijote y no con Cervantes. Cervantes tenía que haber puesto fuego al mundo, y se contentó con sonreír en vez de condenar. Ésta es la razón principal de nuestro desacuerdo». «¿Hay algún escritor con el que esté conforme?». «Por lo pronto, con Dante. En su obra no hay sonrisa. Después, con Quevedo. Quevedo, por muchas razones, es mi favorito, y no digo que mi maestro porque carezco de talento para seguirlo. Pero fíjense ustedes en que Quevedo separa acertadamente lo serio de lo risible. No sonríe jamás, porque en la sonrisa, que es la ambigüedad, está el pecado. Las cosas son como son, negras o blancas, sin medias tintas. Hay que ser maniqueo e implacable». «Pero usted acaba de decir que a los viejos anquilosados en su arte hay que comprenderlos». «Es cierto que lo he dicho, y lo es también que me cogerá usted en parecidos renuncios en muchas ocasiones, porque todavía mi corazón no está de acuerdo con mi pensamiento. Tengo razones para ser malo, y no lo soy, pero también tengo razones para no serlo, aunque me traicione a mí mismo».

Yo no sé si aquella tarde don Romualdo había bebido, o si le había sucedido algo que necesitaba echar de sí, o simplemente si en aquellos momentos la vida le pesaba más que en otros; pero es el caso que nunca se mostró más comunicativo. Se justificó diciendo: «Esta manera de ser no se explica con raciocinios, sino con historias. La historia de un hombre lo explica más que cualquier teoría. Uno de esos imbéciles que barafustan ahí enfrente, diría de mí, si me conociera, que padezco un complejo de inferioridad. También está de moda hablar del resentimiento del fracasado. Bueno, pues todo eso son definiciones para salir del paso. Que soy un fracasado no lo niego, porque no hay más que verlo. Siendo, como soy, uno de los españoles que mejor hablan el francés y que mejor conocen la literatura francesa, no he pasado de auxiliar en una institución docente de segunda clase. Pero no he fracasado en el arte, ni en el pensamiento, sino en la vida. Es la vida lo que me duele, lo que tira de mí hacia abajo, lo que no me permite liberarme. Y mi fracaso se debe al error de un matrimonio prematuro con una mujer que se me antojó adorable, una joven actriz que entonces prometía. Usted la ha visto el otro día, Freijomil, recuérdela: la que hacía de marquesa: una mediocridad. Nuestro matrimonio fracasó por falta de madurez. No sabíamos qué hacer con nosotros mismos. Ni ella ni yo supimos plantarle cara a la realidad, ante todo a la nuestra propia, a nuestras relaciones personales. Tuvimos hijos y tampoco supimos educarlos. Un varón, el primero, es un perfecto botarate, que vive del sablazo y que chulea a las mujeres. La primera de las hijas anda de vicetiple de revista. La otra, usted también la vio, Freijomil: todavía es pequeña, todavía es ingenua y espera de la vida maravillas. Es lo mejor que queda de mi amor, y no me atrevo a desengañarla, aunque ya sé que un día cualquiera se dará el primer tropezón contra esa pared inmisericorde que es la vida. ¿Que cómo? ¡Yo qué sé! Un amor que no resulta, la comprensión súbita de que alguien en quien todavía cree, por ejemplo su madre, no merece su respeto ni su aprecio. ¡Qué sé yo! Cualquier día de la vida de una adolescente es bueno para que pierda la fe y la esperanza, para que todo se le derrumbe. Por lo pronto, un día oí decir a su hermana: “¡A ver cuándo le crecen las tetas a esa niña y sirve para algo!” La pobreza, no saben ustedes cómo destruye. En mi casa entra todos los meses bastante dinero, pero como entra sale. Nunca tenemos un duro. No sólo trabaja mi mujer, sino que hubo que meter en el teatro a la pequeña, que debería estar estudiando, a ver si con cualquier profesión se libraba de su destino. Pues, no. Ya está encadenada y condenada, y dudo mucho de que un príncipe azul acuda a rescatarla (no sé por qué, me miró al decirlo). Y aquí me tienen ustedes, incapaz de poner remedio, espectador de un drama sórdido, que no llega a tragedia porque el remedio existe, aunque no esté a mi alcance, por mera cobardía».

Cayó en un silencio un poco triste que nosotros respetamos porque no sabíamos hacer otra cosa sino mirarnos furtivamente. No era, la de don Romualdo, una situación incomprensible, aunque no fuese habitual, aunque para nosotros fuese nueva y un poco escandalosa. «Necesitaba enterarlos de esto —dijo después de un rato—, no sé si por desahogarme o por mi propia exigencia de que nadie me tome por lo que no soy. ¿Y no será por ambas cosas? Si tuviese talento de novelista, podría contarlo de otra manera, redimir por el arte la sordidez que me rodea, que me aturde y que también me engulle. Yo sé que el arte purifica lo más sucio, pero acabo de reconocer mi incapacidad. Hace años esperaba de mí otra cosa, ya saben, la juventud carece de sentido de la realidad y, sobre todo, de la propia medida; pero si un átomo de talento tuve, y acaso lo tuviera, no quiero despreciarme tanto, lo destruyó la vida. Lo corroe primero, lo desintegra, lo aniquila. En algunas ocasiones, para algunos afortunados, sólo se esconde, se sumerge en algún rincón del olvido, ¡vayan ustedes a saber! No me gusta usar ese terminacho de subconsciencia, que está tan de moda. El alma no se divide en compartimentos estancos. Todo está ahí, y no se sabe cómo, pero supongo que en forma de acertijo: que sólo la disciplina ordena. El talento debe de ser una disposición especial de las células cerebrales que requiere de ciertas condiciones para funcionar. Es muy posible que, en mi caso, hayan faltado, no sé, lo digo para consolarme. Y que conste que hablo de talento, no de genio. Un genio transmutaría mi experiencia en poesía, haría de mi historia un símbolo universal. Pero yo, aunque recobrase lo perdido, no podría llegar a tanto. Veo lo que me rodea y hasta sé cómo contarlo, pero soy incapaz de ponerme a hacerlo. Lo difícil, ¿saben?, es la decisión, el salto. Acaso alguno de ustedes, cuando hayan madurado, al recordar mi historia le haga a mi recuerdo el honor de escribirla. Con lo contado basta. Lo demás lo suple la imaginación, propiedad de que carezco». Echó mano al bolsillo, removió en él, sacó unas monedas y las contó. «No me alcanza lo que tengo para convidarles. ¿Pueden ustedes pagar también lo mío? Así podré comprar tabaco».

Se fue un poco bruscamente. Ni Benito ni yo dijimos nada, como si algo nos afectase, algo que no era nuestro, pero que de algún modo nos pertenecía. Pagó Benito, aunque yo quisiera hacerlo. Me quedé solo y triste, fui lentamente hacia el hotel. De repente, la historia de don Romualdo se desvaneció en el olvido, se me fue la tristeza, todo lo sustituyó la esperanza de que Flora me hubiese dejado algún recado. Pero en el mostrador del hotel se limitaron a preguntarme si quería la llave ahora o si pensaba cenar primero. «Cenaré», dije por decir algo. Me sentí, sin embargo, desganado y un poco decepcionado. Sin razón, porque no la había para que Flora me hubiese llamado.

Al día siguiente, don Romualdo no apareció a la hora de clase ni más tarde, en el café. Benito venía cargado de noticias poéticas: lo que había escrito Tal y lo que Cual estaba, al parecer, escribiendo. Benito tenía la facultad de hablar con elocuencia de lo que desconocía: aseguraba con verdadero aplomo que lo de Tal tenía que ser así, en tanto que lo de Cual sería de esta otra manera, y que siempre lo de Tal sería un grado superior a lo de Cual. Se quejó, sin embargo, de que tanto aquellos poetas, Tal y Cual, como muchos otros de los que también se hablaba en los círculos de enterados, resultaban inaccesibles para muchachos como nosotros: eran como dioses remotos. Para mí, sólo nombres de dioses. Benito me llevaba la ventaja de haberlos visto de lejos, y oído en cualquier recital. Como había pasado bastante tiempo, y don Romualdo no compareciera, decidimos salir y darnos una vuelta por el café en que Tal y Cual se reunían con su círculo de admiradores, un círculo muy exclusivo. Era un lugar muy agradable, que me sorprendió por su elegancia, de gusto popular: como que durante unos minutos me interesó más la arquitectura del café que las figuras de Tal y de Cual que por allí andarían, o, mejor dicho, estarían. Para mí podían serlo cualesquiera de los que iba viendo, pues todos tenían cara de genios, aunque de distintas especies. Imaginé el contraste de mi cara inexpresiva con aquellas, tan reveladoras, y me sentí insignificante. Benito tiró de mí y quedamos a la entrada de un patio deslumbrante en que el café terminaba; lleno de gente (pocas mujeres) alrededor de las mesas, en grupos próximos los unos a los otros, casi confundidos, pero perfectamente delimitados por una línea invisible e insalvable. En cada uno se hablaba como si fuera el cogollo del mundo, a juzgar por los gestos y por las actitudes: sobre todo, por la contundencia de los manoteos, pero, por mucho que atendí, no logré entender lo que decían; vagamente oí alguna frase suelta: «¿Leyó usted el libro de Fulano?». «¡Lamentable!». En unos se hablaba de políticos y en otros de literatos. Benito me fue informando: «Ése es Zutano, aquél es Perengano…», nombres nuevos para mí. Pero ni Tal ni Cual habían venido aún aquella tarde. «Mira, se sientan en aquel rincón, donde están esos cuatro. ¿No ves dos sillas vacías? Son las que ellos ocupan». Me sacudió una especie de escalofrío inexplicable al contemplar a aquellos cuatro tipos metidos en el silencio como esperando a un dios que no comparecía; a pesar de lo cual eran los más importantes del cotarro, porque sólo ellos esperaban a los dioses. No había sitio vacío en todo el café, pero, aunque lo hubiera habido, no nos habríamos atrevido a sentarnos, allí donde nadie nos había llamado: allí, donde sólo se entraba por derecho, donde nuestra indecisión bastaba para que nos identificasen como intrusos. Salí, sin embargo, deslumbrado, como quien mira al cielo por un agujero sin poder abrir la puerta. Benito inició un discurso para justificar, al menos ante mí, la ausencia de aquellos de los que se hallaba tan lejos como yo, pero de los que se sentía más próximo, quizá sólo por haber hecho algunos versos. «Comprenderás que no pueden atender a toda la gente que quisiera hablarles o, por lo menos, escucharlos. ¡La de muchachos como nosotros que aspiran a leerles sus poemas! Pero es difícil. Son círculos cerrados, los suyos. Hay que ser presentados por alguien, y aun así… Yo creo que hasta tener algo hecho…». «Algo hecho» debería querer decir «Algo publicado», y no era de esperar que nadie tomase en serio los poemas de novatos de dieciocho años. «Aunque ya sabrás la historia de Rimbaud». Yo no sabía la historia de Rimbaud ni oyera jamás su nombre, ni siquiera a don Romualdo, que me había hablado de tanta gente. Al menos no lo recordaba. Benito me contó a grandes rasgos que era un poeta adolescente, amigo de Verlaine: que había escrito poemas geniales entre los dieciséis y los veinte años, y que después dejara de escribir y se dedicara a la vida aventurera. «El que más y el que menos, de todos nosotros, se cree un Rimbaud, pero sólo en los momentos de exaltación. Por lo menos, es lo que a mí me sucede; pero me deprimo, al leer lo que escribo, o cuando alguien me dice que no es bueno, como el otro día don Romualdo, recordarás. A veces le dan a uno ganas de mandarlo todo a paseo y tomar en serio una de esas carreras que los poetas despreciamos. Menos mal que el enfado te pasa cuando duermes, y al día siguiente vuelves a creer en ti». «Y ahora, ¿cómo te encuentras?», le pregunté; y no me contestó.

Curiosamente, aquella noche, al llegar al hotel, me dieron recado de Flora. Acudí a la cita, un poco sorprendido porque, en realidad, no hacía una semana que habíamos estado juntos, y el trato tácito era de que la visitase una vez por semana. «Pero, me dijo, hoy estoy libre, mi hermana se ha ido de viaje, y he pensado en ti». Le respondí que, a lo mejor, a don Justo, que también se había acostumbrado a que mis visitas a Flora fuesen semanales, le parecería mucho. «Tampoco él tiene por qué enterarse». «Es que yo no tengo dinero». «Es que yo no voy a cobrarte nada por esta noche. Como no está Manuela, no tendré que darle cuentas. Todo consistirá en que, en vez de quedarte hasta mañana, te vayas de madrugada, por si acaso». Todo esto lo había dicho en un tono cariñoso, y la verdad es que durante aquellas horas se mostró mucho más tierna que sensual, y hasta llegó a lamentarse de que las circunstancias no nos permitieran, al menos de momento, vivir juntos. «Lo pasaríamos como en un sueño, ¿verdad? Yo sería como tu mujer, te haría la comida, me cuidaría de tu ropa, y te obligaría a estudiar, ya lo creo, para que llegues a ser lo que quieres». Nunca le había dicho a Flora lo que quería ser, aunque alguna vez me lo hubiera preguntado. Era una de esas preguntas que me dejaban perplejo porque ni a mí mismo sabría responderla. Ella imaginaba que, una vez titulado, aspiraría a cualquiera de las «salidas», como ella las llamaba, de la carrera de abogado, por las que sentía veneración manifiesta. «¡Ah, si llegaras a abogado del Estado!», y ponía los ojos en blanco. Por lo que me iba contando, comprendí que aquellas admiraciones las había recibido en herencia de su familia, tan ilustre. Me habló de un joven de provincias. Muy educado y respetuoso, número uno en notarías, que había estudiado seriamente, sin permitirse otros solaces que visitarla a ella cada quince días, y para eso sin quedarse: todo muy comedidamente (no sé por qué, se me ocurrió que sin quitarse el cuello duro). Había quedado el pobre tan escuchimizado del esfuerzo, que tuviera que irse a reponer a un pueblo de la sierra, donde permanecía, aunque ya casi recobrado. «A veces, ya ves si es bien educado, me manda una postal». Para Florita, aquel triunfador de oposiciones podía ser mi modelo: ¡rara coincidencia con mi padre!

Las dos semanas siguientes halló también un hueco extraordinario y clandestino. Fue al tercero de ellos cuando me citó para la tarde, y no para la noche. Primero merendamos juntos, después me llevó a su casa, del bracete, como siempre, y muy acaramelada: me pidió, lo recuerdo bien, que cuando estuviésemos en la cama le hablase en portugués, que le gustaba mucho. Pero, al entrar en casa, nos encontramos con la sorpresa de un hombre dentro, un tipo exageradamente vestido, con muchas sortijas; moreno, de pelo ensortijado y actitud arrogante. Sonrió al vernos, complacido. Flora se quedó aterrada, y apenas pudo decir: «¡Eduardo! ¿Qué haces aquí?». Y Eduardo le respondió tranquilamente: «No hay nada de particular en que venga alguna vez a la casa de mis padres». Flora casi gimió: «¡Nunca vienes a nada bueno!». Y el otro le respondió: «Pon en mi mano veinte duros, y asunto concluido». «¡No los tengo!», dijo Flora, muy compungida. «¡Bien sabes que el dinero lo guarda Manuela, y nunca en casa!». Entonces, el Eduardo se me acercó parsimoniosamente, me cogió por la barbilla y me miró a los ojos. «Espero que el caballerete pueda proporcionártelos. Al menos, ése es tu precio». «¡A ese que tú llamas caballerete no lo metas en esto, ni tiene veinte duros que darte!». Eduardo, desvergonzadamente, me palpó los bolsillos y sacó todo el dinero que me quedaba. «¡Treinta y cinco pesetas! ¿Es lo que cobras ahora por acostarte con un muchacho? ¿A tan bajo has llegado?»; pero no me soltaba. Yo sabía que tenía que hacer algo, al menos que decir algo. Me atreví, esforzándome. «¿Por qué no deja en paz a su hermana?», apenas balbucí. «¡Tú, cállate, imbécil!», y al decir esto me dio un bofetón que me lanzó contra la pared. «¡No te metas con el muchacho!», gritó ella, y acudió a mi lado, y me ayudó a levantarme. «¡Pobrecito mío! ¿Te ha hecho daño, ese animal?». «Es tu capricho, ¿eh? —respondió él, y se volvió a mí—: No sé quién eres ni lo que tienes, ni tampoco me importa; pero está claro, por la pinta, que te es más fácil a ti que a mí encontrar veinte duros. Te doy una hora para que vayas y me los traigas. Si dentro de una hora no estás aquí, le daré una paliza a mi hermana que tendrás que llevarla al hospital». Intenté coger mi abrigo, pero él lo retuvo. «El abrigo queda en prenda. No vale veinte duros, pero ocho o diez me darán por él, y algo es algo». Flora, desde un rincón, me suplicaba, pero no sabía qué: que no volviera, o que volviera pronto. Salí corriendo. Sentí el frío de la calle, y miedo, miedo por Flora y por mí. Eduardo no me había devuelto las pesetas, de modo que ni un taxi podía coger. Llegué al hotel echando el bofe, y al pedir al cajero veinte duros, me respondió que tenía que consultarlo. «¡No, no! ¡Entonces, no!». «Espere, siéntese. Ya me doy cuenta de que está en un apuro, pero aun así…». Fue al teléfono y habló. Al poco rato se presentó don Justo. «¿Qué le sucede, vamos a ver? ¿Para qué quiere veinte duros con esa urgencia?». Comprendió que no me atrevía a contar nada delante del cajero, y me llevó a un rincón del comedor, todavía oscuro. «Vamos a ver, cuente». Pensé que lo mejor sería decirle la verdad, y lo hice. Quedó callado, sin expresión. «Espéreme». Salió, y volvió al cabo de un momento, vestido de calle. «¡Vamos!». No me atreví a preguntarle a qué venía él. Llamó un taxi, y en un periquete nos hallamos frente a la casa de Flora. Don Justo subió el primero, y llamó a la puerta como lo hubiera hecho yo. Al abrir, Eduardo se le quedó mirando, entre furioso y sorprendido; se miraron los dos un rato largo, durante el que temblé, pero Eduardo fue el primero en bajar la vista. Se recobró, sin embargo, inmediatamente, y preguntó a Flora, que había venido detrás y que, como yo, temblaba: «¿Quién es el caballero?». Don Justo le respondió: «El que viene a devolverle la bofetada que le prestó usted a este muchacho». Y sin darle tiempo a Eduardo a que subiera la guardia, le arreó un enorme puñetazo en la barbilla y lo derribó. Al caer tropezó con algo que tintineó: cosa de cristal parecía. Flora chilló. «¡Ay, Jesús, no se maten!», pero no acudió a socorrer a su hermano, que se levantaba pesadamente, pero con una navaja abierta y cuyo brillo me recorrió la espalda. «¡Ahora verá este tío…!», pero le detuvo la pistola que don Justo había sacado. «Quietecito, y guárdese el cortaplumas. Y le advierto que si le perforo la barriga no sería el primer hombre que envío al otro barrio, y que lo haré sin que me pase nada, ¿comprende? Sin que me pase nada —silabeó—. Guarde el charrasco, y eche por delante a la salita, que tenemos que hablar». Eduardo obedeció, pero yo vi cómo se guardaba la navaja en la manga. Entramos todos. Don Justo mandó a Eduardo que se sentase, y, de paso, que dejase la navaja encima de la mesa. «¡Parece que le tiene cariño!». Don Justo quedó de pie, sin soltar la pistola. Flora, un poco apartada, lloraba sin hipar. «Le voy a dar esos veinte duros que necesita por el trabajo que se ha tomado en buscarlos, y a cuenta de lo que vale esa navaja con la que voy a quedarme. —Y sacó del bolsillo un billete y lo echó encima de la mesa—. Pero tenga bien entendido que sé quién es usted, quiénes son sus amigos, y dónde vive cuando no está en la cárcel. Y entérese bien de lo que voy a decirle: le conviene no olvidarlo. Como a este muchacho o a su hermana les suceda algo, le liquidaré sin contemplaciones, y a lo mejor ni siquiera me rebajo a hacerlo por mi mano, porque tengo quien lo haga en mi lugar. De modo que ya lo sabe: Flora y este muchacho, como sagrados. Coja el billete y devuelva al muchacho el dinero que le quitó». Eduardo iba a coger el billete, pero don Justo puso la mano encima. «Primero, la vuelta». Eduardo sacó mi dinero, lo contó, lo dejó encima de la mesa: siete duros de plata dentro de un monedero de malla. «El monedero no es mío», me atreví a decir. Eduardo lo vació y lo guardó en el bolsillo. Levantó la mirada hacia don Justo. Éste dijo: «Coja los veinte duros y lárguese. Yo le acompañaré a la puerta». Salieron, y en ese momento Flora corrió hacia mí y me abrazó. No dijo nada, y me soltó en seguida porque se oían los pasos de don Justo por el pasillo, después del ruido de la puerta al cerrarse. «Asunto concluido… Es decir, no. Florita, comprenderás que lo tuyo con este muchacho ha concluido para siempre». «¡Es que lo quiero!», gimió ella. «Mal hecho, Florita. Una mujer como tú no debe tener corazón, y si no puede evitarlo, debe emplearlo más razonablemente. Tienes que comprender que por este camino no vas a ninguna parte». Florita lloraba. Entre hipidos, suplicó: «¡No le diga nada a Manuela!». «No le diré nada si tú te portas bien. Ya me entiendes». Flora no respondió. Don Justo me empujó suavemente. «Vamos. Póngase el abrigo y díganse adiós. Yo espero en el pasillo». Salió. Flora me ayudó a poner el abrigo y después me abrazó en silencio. «¡Adiós!», murmuró. La besé. Don Justo gritó desde el pasillo: «¡Ya está bien!». Salí y le seguí. Nos metimos en un taxi, permaneció silencioso. Al llegar al hotel, se dirigió al portero: «Recoja el abrigo del señor Freijomil, que él va a cenar». Me dejó solo delante de un menú de sopa, lubina al horno, rosbif a la inglesa y helado de chocolate o de vainilla, a elegir.

Cambió mi actitud hacia don Justo, pero, al cambiar, se complicó. Por una parte, le agradecía su intervención, sin la cual no sé cómo hubiera acabado el lío con Eduardo, pero no el que nos hubiera prohibido, a Flora y a mí, volver a vernos. Por otra, admiraba su valentía, al hacer frente, y vencer, a un hombre mucho más joven que él y de apariencia más fuerte, pero esto mismo me hacía sospechar que no era el hombre que parecía, tan cortés y tan almibarado, un director de hotel quizá perfecto. ¡Hasta había sido diferente su voz al increpar a Eduardo, al dirigirse a Florita! Una voz cínica y dura, como la de otro hombre. Hoy pienso que quizá llevase algún tipo de doble vida, pero entonces no entendía de esas cosas y me quedé con la perplejidad y un oscuro terror. Pero también más resentido que contento, porque me había aficionado a Florita y ya la echaba de menos. Me hubiera gustado comentar el acontecimiento con don Romualdo, pero al profesor de francés no habíamos vuelto a verle. Un día me enteré de que estuviera en el hotel, a cobrar el dinero de las últimas clases. Es muy posible (lo pensé entonces) que, en otras condiciones, hubiera renunciado a aquel puñado de duros, quince o veinte, pero, como se acercaban las Navidades, andaría más escaso que nunca, quizá urgentemente necesitado. ¡El esfuerzo que le habría costado a don Romualdo acercarse a la caja del hotel, con una sonrisa en el rostro, él, que odiaba la sonrisa! Benito y yo le recordábamos con frecuencia y deplorábamos su desaparición, aunque no nos la explicásemos muy bien. Comprendíamos, sí, que todo obedecía a cierta inexplicable vergüenza por el cuento de su vida que nos había hecho: pero, si era ésta la causa, ¿por qué nos la había contado? ¿Había razones que se nos escapaban? Creíamos ignorar aún ciertas delicadezas del espíritu sólo explicables por una experiencia moral de la que no teníamos idea, porque de esas cosas, lo pienso ahora, no se tiene idea cuando se carece de la experiencia pertinente. Benito, sin embargo, más dado que yo a las explicaciones estéticas, insistía en juzgar a don Romualdo como a un personaje literario, y aquella confesión lo completaba, lo perfeccionaba. Pero yo me sentía incapaz de ascender a aquellas alturas del juicio. Me quedaba en la moral, y aun por lo que está por debajo de lo moral. ¿Qué sabíamos de lo moral, entonces? Un conjunto de normas elementales, más precauciones que principios, que nos habían enseñado para poder andar por el mundo sin tropiezos. No robes a nadie, no desprecies ostensiblemente a tu prójimo, sé cortés con todo el mundo, desconfía de los desconocidos.

Una de aquellas mañanas, cercanas ya las vacaciones, me esperaba en el hotel una carta de Portugal. Me la escribía desde el pazo mi antiguo maestro, y traía una posdata de la miss. Mi maestro me decía que todo marchaba bien, que el vino y la madera se habían vendido a buen precio, que si tuvieran que retejar una parte de la cubierta, y cosas así. Terminaba comunicándome que Belinha se había casado con un portugués de Angola y que se había marchado con él a África, llevándose, naturalmente, a mi hermana. En la posdata en inglés, la miss escribía más o menos: «Comprenderás, Ademar, que lo de Belinha no tenía otra salida, y que ésta ha sido la mejor. Es un hombre bueno que la respeta. ¿Qué hubiera sucedido de estar aquí cuando tú vengas por las Navidades? Piénsalo bien y acepta lo sucedido, por mucho que te duela». Era curioso: mi maestro, en esta carta, me trataba de usted.

Acepté, sin compartirlas, las razones de aquella huida: las acepté pero con rencor. Me sentía no sé si engañado o burlado; en todo caso, despojado de lo que era más mío y más querido. No volvería a ver a Belinha, era como si hubiese muerto. Y al dolor que me causó la noticia se unió el disgusto de mi separación de Florita, hasta ser el mismo dolor y la misma incomprensión. Las cosas sucedían sin que yo las entendiese: creo que era demasiado para un mozalbete, probablemente prematuras (éstas son reflexiones que hago ahora, a muchos años de distancia). El mismo Benito me preguntó que qué pasaba, al verme tan amorriñado, y no supe explicárselo. «Cosas», me limité a decirle. Y él interpretó mi silencio como falta de confianza. No lo era, sino el deseo de conservar para mí el secreto de lo que había sido tan mío, de lo que lo era aún, aunque de otra manera, y que me habían arrebatado. Pero sucedió que una mañana, cuando me había alejado ya de la calle del hotel y me encaminaba a la universidad, sentí detrás de mí el aliento fatigado de Florita. Venía vestida de oscuro y con un velo muy echado sobre la cara, como si hubiera estado en una iglesia, o fuese a ella. Me había esperado, me había seguido, se cogió a mí y, sin otra palabra, me pidió que nos metiéramos en un café. Lo hicimos. Venía llorosa, siguió llorando, y con bastante incoherencia aseguró que era muy desgraciada, que no podía vivir sin mí, y otras cosas de este jaez. Yo, como siempre, no sabía qué pensar, ni se me ocurría hacerlo, dominado como estaba por los sentimientos hacia Florita, renacidos y ahora en punta. «¡Ven conmigo una vez, sólo una vez! —me suplicó—. ¡Te juro que desapareceré para siempre!». Me dejé llevar a una casa desconocida, donde una señora gorda, muy sonriente, nos dijo como saludo: «¡Caramba, qué madrugadores!». Nos llevó a una habitación espaciosa, pero sin ventana a la calle, donde vi por primera vez, a los pies de la cama, un objeto blanco, de forma como de guitarra: parecía de porcelana y tenía pies de lo mismo. «Esperen, que les traeré agua».

No sé cuánto duró aquello. Nos separamos. Al salir, Florita, más que marchar, huyó. Yo quedé sin rumbo, en una calle desconocida. Eché a andar, anduve mucho tiempo. Cuando llegué al hotel, ya había pasado la hora del almuerzo. Me refugié en mi cuarto, me tumbé, y de repente se me ocurrió escribir un poema. Empecé a hacerlo, y me salió largo, en versos blancos y desiguales, como algunos que había leído, de los modernos. Empezaba con nostalgia de Florita y terminaba con el recuerdo de Belinha. Fue la segunda vez que necesité de la poesía para librarme de mí mismo. Lo guardé y lo conservo. Es un poema muy vulgar, hecho de lugares comunes y otras trivialidades sentimentales, pero, si alguna vez lo leo, todavía me conmueve. En todo caso, está ahí, como la puerta que cerró una etapa de mi vida.