UNA TARDE, LLEGABA YO AL ATENEO, don Romualdo me esperaba en la puerta. «No entre, venga conmigo. Lo invito al teatro». No me atreví a decirle que, aunque fuese buen cliente de los cines, al teatro no había ido nunca, una experiencia que a mi padre no se le había ocurrido programarme. Le acompañé, pues, con temblor disimulado, con la esperanza vaga, pero entusiasta, de quien se aproxima a un descubrimiento. Lo fue, en efecto, desde la luz que alumbraba el telón hasta la corporeidad de los personajes y la realidad inmediata de la voz. Como por entonces aún no había aparecido el cine hablado, aunque empezaba a hablarse de él, fui de sorpresa en sorpresa. Lo que allí se representaba no era excesivamente importante en sí, y así me lo advirtió don Romualdo, cuya atención, sin embargo, se transmutó en emoción visible al aparecer en escena una muchachita delgada que apenas tendría quince años, aunque el papel que hacía fuese de mayor. Era espigada, apenas limoneaba, y miraba a la sala con unos grandes ojos oscuros, brillantes del maquillaje. Hablaba con voz bonita, no sé si hábil o torpemente, porque mi falta de hábito no me permitía juzgar. En principio, todo me parecía bueno y natural. Y sucedió que, en un momento, la chica resbaló y cayó. Don Romualdo medio se levantó en su asiento, asustado. A la chica la ayudaron a ponerse en pie, el público la aplaudió, y ella respondió con una reverencia que se me antojó graciosa. La función continuó como si no hubiera pasado nada, pero don Romualdo salió de su asiento después de decirme en voz baja: «Voy a ver si le ha pasado algo, después le explicaré». Tardó en volver cosa de un cuarto de hora, y, cuando lo hizo, la chica no estaba ya en escena. Se esforzó en no molestar a los espectadores que, sin embargo, refunfuñaron. A mi lado, se estuvo quieto y tranquilo hasta que cayó el telón. «Vamos a fumarnos un pitillo». La gente se había reunido en el vestíbulo. Fumaban y charlaban. Don Romualdo fumó también, pero no dijo nada y yo no me atreví a preguntarle. Lo mismo sucedió en el segundo entreacto. Y siguió silencioso cuando salimos. Me acompañó hasta el hotel. Al despedirse «Hasta mañana», añadió: «La chica que se cayó en escena es mi hija, y la que hacía de vieja marquesa, mi mujer». Y nada más.
A la entrada del hotel me encontré al director. «¿Y cómo viene usted tan tarde a cenar, usted, tan madrugador?». Le conté adónde había ido, pero no sabía el nombre de la sala ni el título de la comedia. «¿Con música o sin ella?». «Sin música, claro». «Una de estas noches, o quizá una tarde, le llevaré a que vea una revista. Le divertirá más que esos aburrimientos de comedias. Lo llevaré a ver cosa fina». Y se despidió. Tampoco don Romualdo al día siguiente, ni antes, ni después de la clase, se refirió a su mujer ni a su hija: esperaba que me dijese al menos su nombre. La había recordado mucho rato, antes de dormir, y había soñado con ella, un sueño, por otra parte, trivial: que la encontraba en la calle, que me decía adiós, y que, al volver yo la cabeza para mirarla, me había encontrado con que ella también miraba.
Aquella tarde estábamos juntos Benito y yo, cuando pasó don Romualdo. Al vernos, se acercó. Yo le presenté a Benito como poeta. «¿De verdad o de los otros?». Benito no supo sino sonreír, mientras le daba la mano. Don Romualdo nos dijo francamente que le gustaría quedarse con nosotros y charlar. «No se encuentra todos los días a un poeta en ciernes. Vengan, los invito a café». Nos llevó al bar, y, de buenas a primeras, le espetó a Benito: «¿Qué es la poesía para usted? No me responda que “poesía eres tú”, porque yo no soy poesía de ningún modo». Benito lo pensó unos instantes, y le respondió: «La palabra en el tiempo». «Bueno, eso es lo que dijo don Antonio, pero, si se fija bien, no quiere decir nada. ¿Piensa usted que la de Góngora es la palabra en el tiempo? Pongamos un ejemplo: “Bien previno la hija de la espuma / a batallas de amor, campos de pluma”. ¿Lo encuentra usted poético?». «Sí, claro». «Pues dígame cómo se explica por esa definición de la palabra en el tiempo». «En esos versos hay imágenes…». «Sí, en efecto, lo que ustedes llaman imágenes, que antes tenía varios nombres. Unas imágenes puestas en palabras musicales. De acuerdo con que la música implica tiempo, pero lo poético de esos versos no consiste sólo en su música, sino que ésta forma parte de un conglomerado, o fusión, de varias realidades independientes de la realidad resultante, que es la poesía». Benito, entonces, le retrucó: «¿Es usted también poeta?». Y don Romualdo sonrió con cierta tristeza. «No, hijo mío. Yo no soy nada, pero a veces se me ocurre pensar. Ya sabe lo de Pascal, una caña pensante». Habían traído los cafés, y nos entretuvimos en tomarlos. Después vinieron los pitillos. Y la conversación, tomando como punto de partida la figura especialmente esbelta de una muchacha que había pasado, cambió de tema. Don Romualdo se apoderó entonces de la palabra y nos largó un discurso duradero, que alguna vez llegamos a interrumpirle Benito y yo. «Ustedes, los jóvenes, andan bastante despistados acerca de una cuestión tan importante como son las relaciones entre hombres y mujeres. Tienden a considerarlas como puro sexo, todo lo más como sexo sublimado. Habrán ustedes visto que acabo de usar una expresión freudiana, pero no es porque yo lo sea. Freud es uno de los grandes charlatanes de este siglo, y conste que no lo digo gratuitamente. Todo eso del sexo sublimado es pura palabrería. Freud tenía de las relaciones entre hombres y mujeres una idea sacada de la clínica; es decir, de personas enfermas, de neuróticos, y de algún que otro farsante, probablemente. Pero careció de experiencia personal del amor, pese a sus relaciones con Lou Andreas Salomé. ¿No saben quién fue esa importante señora? ¡Ay, amigos míos, de cuántas cosas tienen todavía que enterarse! Lou Andreas Salomé fue una mujer especializada en genios verdaderos, como Nietzsche, o aparentes, como Freud. Yo no la hubiera querido a mi lado, a pesar de sus encantos y de su inteligencia. Fue una mujer que experimentó el amor como quien experimenta en un laboratorio; pero del mismo modo que la vida en los laboratorios es una vida condicionada y, por tanto, irreal, el amor experimental es el mejor modo de no saber nunca lo que es el amor». Fue aquí donde le interrumpió Benito, tímidamente: «Y usted, ¿lo sabe?». Don Romualdo nos miró, primero a uno, después al otro. «Ya me gustaría, ya, haberlo vivido en toda su plenitud, pero no me ha tocado esa suerte, sino sólo padecer sus consecuencias». Hacía ya unos minutos que el recuerdo se me había poblado de Belinha y de nuestra común historia; de aquel amor en que tantas caricias, tantos besuqueos, tanta presencia viva de unas y de otros habían tenido tanta parte. «Pero no ha dicho usted el papel del cuerpo en el amor. ¿Cree en el amor de las almas, como he leído en alguna parte, eso que algunos llaman el amor puro?». Don Romualdo meneó la cabeza. «Ninguna actividad fundamental del hombre, amigos míos, puede prescindir del cuerpo. Sin el cuerpo no podríamos hacer nada, ni siquiera poesía. Esa frase corriente, que tantas veces se lee o se oye, “Te quiero con toda el alma”, es una simple bobada. El alma, que no sabemos lo que es, ni dónde está, jamás actúa separada del cuerpo; el alma, por sí sola, no puede querer. Cuando los místicos hablan de relaciones del alma con Dios, emplean una metáfora bastante peligrosa, que sus propias experiencias desmienten, pues resulta indudable que santa Teresa, en sus deliquios, experimentó orgasmos, lo cual no debe escandalizarnos, porque el orgasmo es la expresión de una realidad personal, de una situación, de un acontecimiento determinado. Lo raro hubiera sido que el cuerpo de santa Teresa permaneciese indiferente, aunque ella, naturalmente, no sabía de qué se trataba. Pero la interpretación sexual de los estados místicos es tan estúpida y tan incompleta como la explicación meramente espiritual. El alma sólo existe separada del cuerpo más allá de la muerte. Me inclinaría a creer que es entonces cuando de veras empieza a existir como tal alma. Antes ha sido un componente de un hombre que necesita del cuerpo para ser, igual que el cuerpo necesita del alma. Pero no nos metamos en esos berenjenales metafísicos, de los que nunca sabremos nada. Si volvemos al sexo, creo que es al amor lo que la música verbal a la poesía, un componente que puede analizarse y, tristemente, que puede actuar con independencia del amor. ¡En eso reside el drama, amigos míos, uno de los dramas más hondos de la naturaleza humana! El amor no nos viene de la naturaleza. Lo hemos inventado nosotros a fuerza de vida y de intención de trascenderla. Es una creación cultural, como la poesía, pero, del mismo modo que la palabra desprovista de poesía, se da el sexo desprovisto de amor. Y hay quien no quiere que sea más que eso, y propone que se le llame también amor. Pero yo sé que hay un más allá del sexo, aunque con el sexo».
Encendió otro cigarrillo, lo chupó, y, después de dudarlo (al parecer) se levantó. «Les ruego que me perdonen. Con la charla había olvidado algo muy importante que he de hacer sin excusa. Ya voy retrasado. Pero me gustaría que volviésemos a hablar de esos temas. ¡La poesía, el amor, tan próximos a veces que parecen ser lo mismo! Aunque repugne a mi condición de intelectual, un misterio, juntos o separados, da lo mismo». Se fue, nos dejó perplejos, no volvió la cabeza. Benito me preguntó qué opinaba. Yo no supe decírselo. «¡Hay tíos de éstos…!», empezó, pero no continuó.
Fue por aquellos días cuando el director del hotel me dejó recado, a la hora del almuerzo, de que no me comprometiese para la tarde, que íbamos a ir al teatro. La hora del encuentro, un poco antes de las siete. Cambié de traje y de camisa, escogí una corbata nueva, que había comprado recientemente, y me senté a esperarle. Apareció puntual, muy peripuesto también, con sombrero hongo, bastón y un abrigo ligero. «Andando». Me llevó a un teatro muy alejado del hotel, en cuya puerta nos detuvimos, pues había más invitados. De uno de los coches que iban llegando se apeó una pareja de señoritas, una mayor que otra, la mayor algo más gruesa, bien vestidas (a mi juicio) con alhajas y algo de pintura en los rostros, sobre todo la mayor. Me las presentó como las señoritas de Arellano, Manuela y Flora. Entramos y nos llevaron a un palco. Yo me senté delante, con Flora, y el director detrás, con Manuela. Flora sacó del bolso unos prismáticos pequeños con mucho oro y mucho nácar, que me dejó curiosear. Le sirvieron para fisgar quién conocido había entre el público, o iba entrando, y cuchichear con su hermana volviendo la cabeza. «Ahí está Fulano con Fulana», o «Ahí está la bruja de Menganita. Qué raro que venga sola, ¿verdad?». En una de estas veces, el director las reprochó por lo criticonas que eran, y ellas se echaron a reír. Cuando atacó la orquesta, dejé de prestarles atención, y cuando las luces iluminaron el telón, me abstraje por completo. La diferencia con lo que había visto unos días antes era notable: aquí las mujeres iban casi desnudas, pero con muchas plumas; cambiaban constantemente de ropa, y a veces cantaban, solas o a coro. En las partes habladas, intervenía, junto a varios caballeros muy bien trajeados, aunque de manera rara, una especie de mamarracho que debía de decir cosas de mucha gracia, por lo que la gente se reía, y que con la mayor desvergüenza tiraba viajes a las nalgas de las mujeres con la mano muy abierta, casi siempre en compañía de un ronquido formidable, que también hacía reír. Flora, a mi lado, se desternillaba, entendía todos los chistes, y con la risa y los movimientos, dejaba caer la mano en mi brazo o en mi muslo, y allí quedaba hasta otra carcajada. Tenía la pantorrilla arrimada a la mía, y no la apartó durante toda la función. Yo pensé que aquello sería la costumbre y dejé quieta la mía. Al terminar la función, el director nos llevó a cenar a un restaurante muy vistoso, con mucha gente, donde debía de ser muy conocido, por la familiaridad con que trataba a los camareros e incluso a la señora que nos recogió los gabanes. Él mismo escogió el menú, compuesto de manjares que yo nunca había oído nombrar, aunque, una vez probados, lograra reconocer algunos. También bebimos mucho. Durante la comida, las señoritas de Arellano, turnándose más o menos, me informaron de que pertenecían a una familia distinguida, de que su padre había sido no sé qué de la monarquía, anterior a «estos de ahora», y de que a su muerte habían quedado en situación difícil, pues un hermano perdis que tenían casi las había arruinado. «Pues aquí el caballerete, nadie puede decir de él que esté por puertas», rió una vez el director, todo picarón, y entonces ellas mostraron curiosidad por conocer mis riquezas. No sé por qué, recordé el consejo del propio director, y fui parco en enumeraciones, y acabé declarando que todo lo que tenía eran propiedades rurales sin valor. «Bueno, ¿y ese castillo en Portugal?». Les expliqué que no era un castillo, sino un pazo, y lo que es un pazo, y en qué se diferencia de un castillo, y todo lo demás. No sé por qué tuve cuidado en añadirles que, aunque todo fuese mío, no podría gobernarlo libremente hasta cumplir veintiún años. «Eso es lógico —dijo Manuela—. Un chico de tu edad, dueño de tanto dinero, sería un peligro por ahí suelto». «Un poco peligroso ya lo es», corrigió la pequeña, y me arrimó de nuevo la pantorrilla. A la hora del café, nos propuso Manuela que fuésemos a su casa, que ellas nos invitaban al café y a la copa. El director mandó pedir un coche, en el que se sentó al lado de Manuela y me dejó a mí el puesto junto a Flora. No sé en qué calle vivían, o, más bien, no lo recuerdo, ya que después aprendí el camino, pero sí que estaba situada en el Madrid antiguo. En un barrio: estrecha, con farolas de gas, una calle con aire de clase media. Lo tenía la casa, no muy grande, según me pareció, pero bien amueblada, y con retratos y fotografías en las paredes, y encima de las consolas y de las mesillas. Tenía un aspecto, la casa, que no me era desconocido: un poco más de lujo y un poco más de vejez y hubiera podido ser una de las de mi madre; pero después comprobé que la apariencia mentía, y que los muebles eran pura pacotilla. El suelo era de ladrillos colorados, sin alfombras. Manuela me explicó, sin que yo se lo hubiera preguntado, que, al llegar el verano, las retiraban, y que este año se habían retrasado en reponerlas. «Pero habrá que hacerlo antes de que se eche encima el frío». Esto no quiere decir que, allí dentro, hiciera calor.
Nos metieron en una salita un poco más moderna que el resto de la casa, de una modernidad falsa, ahora lo comprendo, pero entonces yo no discernía de algunos matices; en todo caso, se me antojó del peor gusto. Había almohadones en los asientos y, no recuerdo en qué lugar, una especie de muñeco vestido de arlequín y que debía de estar relleno de lana, o algo así de inconsistente, por cómo estaba caído. Muñecos como aquél los viera en alguna película, y nunca me habían gustado: no sé por qué, me parecían tristes e innecesarios. Además, tampoco me hizo gracia el tapete á crochet de la mesa, porque le habían ensartado, a través de los dibujos, unas cintas azules que se cruzaban con otras, color de rosa, haciendo cuadraditos. Sobre aquel tapetillo pusieron el mantel. Fue Flora la que lo hizo, así como la disposición de las tazas y de las copas. Su hermana, en la cocina, preparaba el café. Y todo siguió normal durante un rato. El director hablaba con Manuela, y Flora parecía muy interesada en que le describiera los jardines de mi pazo y que le contase historias, insistía en parecer culta, y, sin venir a cuento, dijo que le gustaba el teatro de Benavente, que era como la vida misma. «¿Tú no lo has visto nunca, a Benavente? Tenemos que ir una tarde, ya verás». A veces comentaba suspirando la delicia que sería vivir en un palacio en el campo, y que ellas, las dos hermanas, también solían veranear en una finca, en Zarauz, cuando su padre vivía y los reyes hacían su jornada por el norte. Flora había visto una vez a la reina muy de cerca, casi le había tocado el traje. Yo creo que fue en este momento de la conversación cuando me di cuenta de que el director del hotel y Manuela habían salido. El palique entre Flora y yo duró todavía un rato, hasta que ella se levantó de repente, se acercó a mí, me cogió la cabeza con las manos y me besó en la boca. «Anda, vamos», y me agarró de la mano. Fuimos a una habitación bien puesta, donde había una cama grande, con colcha roja; quedó de espaldas a mí. «Anda, desnúdame». Aquella noche, mis manos torpes aumentaron su escasa sabiduría. «Así, no. Cuidado, que me pellizcas. No, no me quites las medias. ¡Lo que tengo que enseñarte!». Me quedé estupefacto ante su cuerpo desnudo. Pasó por mí el recuerdo de Belinha, pero rápidamente. Fue como si un viento leve soplase un fantasma de niebla.