BENITO FUE LA CAUSA INVOLUNTARIA de que don Romualdo Estévez entrara en nuestra vida. Benito me había convencido de la necesidad de ampliar el poco francés que me quedaba del bachillerato, y de hacerme socio del Ateneo. A don Justo, el director del hotel, le pareció de perlas, y me orientó acerca de lo que podía pagar por una clase particular, tanto si era en el domicilio del profesor, tanto si en el mío. En cuanto al Ateneo, quedaba cerca del hotel, nada más que dar la vuelta a la esquina. Al Ateneo íbamos por las tardes, y nos quedábamos de mirones (o de malditos), junto a cualquiera de los personajes, más o menos brillantes, que ponían cátedra en cualquier rincón donde pudieran apoltronarse: bien de política, bien de literatura, bien de temas generales, que eran los que abundaban. Benito me informaba de sus nombres y filiaciones, y de que entre el público que, como nosotros, escuchaba, había siempre policías y papanatas. «Te lo digo para que cuides lo que dices en voz alta». A veces se armaban discusiones gordas, o se iniciaban movimientos de protesta política que se prolongaban en la calle, siempre en seguimiento de alguno de aquellos líderes que servía de bandera porque chillaba más, y que terminaban en carrera delante de los guardias. Pero tales conatos de revuelta me interesaban poco. Visto uno, se habían visto todos. Asistía con preferencia a las tertulias en que se hablaba de literatura: consumían sus turnos, por lo general, escritores maduros, conocidos pero no afamados, que despotricaban contra la gente joven, cuyos versos, cuyas pinturas no se entendían y eran la destrucción de la verdadera poesía, de la verdadera pintura. No tardé en darme cuenta de que hablaban por resentimiento, de que algo que ellos no habían promovido ni favorecido, algo que sobrevenía como una catástrofe, los iba desplazando del camino, antes de llegar a la cumbre. No solían ponerse a sí mismos por ejemplo, sino a los viejos maestros. Y uno de ellos, excelente orador, de pelo blanco y barbilla, insistía en repetir: «Si estuviera Unamuno en España, ya habría barrido a toda esa taifa de incapaces». En general, la ausencia de Unamuno se deploraba en varios corrillos como la de alguien insustituible que llevaba la verdad en su palabra. Benito me advirtió una vez: «Si estuviera aquí Unamuno, también lo pondrían verde». Aprendí muchas cosas negativas, poco de lo que me interesaba. Pero el tiempo que pasaba en la biblioteca me permitía ir leyendo libros cuya existencia no había sospechado, autores cuyo nombre me había sonado alguna vez o no había oído nunca.
Una tarde, por casualidad, leí un papel prendido con chinchetas en el tablón de anuncios: «Se ofrecen clases de francés de persona culta a persona culta. Honorarios asequibles». Y remitía a un bedel, para informes. Pregunté. Me enviaron a un señor que estaba en tal sala de lectura, de tales señas. «Ahora mismo, si usted quiere, puede encontrarlo». Me dieron también su nombre, el profesor Estévez. Fui en su busca. El que servía los libros me lo señaló. «Ahí lo tiene». Me acerqué y, en voz baja y con bastantes precauciones para no ser oído de los demás lectores, le dije que quería tratar con él de las clases anunciadas. Me miró de arriba abajo por encima de las gafas. «Espéreme en el bar dentro de diez minutos. Tengo que terminar esto que estoy leyendo». Fue puntual. Lo vi llegar y acercarse a la mesa donde lo esperaba: era un sujeto alto, de cierta prestancia, y una cabeza blanca inteligente, espabilada, con algo caduco en el aire. Se sentó a mi lado y pidió un café. «¿Cómo se llama?». Le respondí que Filomeno Freijomil. «No es que yo pueda presumir de nombre hermoso. Romualdo no es demasiado presentable, pero eso de Filomeno es bastante peor. ¿No podría evitarlo?». «También me llamo Ademar, pero ése es mi segundo nombre». Sonrió: «Ademar suena mejor, suena a exótico. Un nombre exótico conviene en ciertos ambientes, pero no en el que usted frecuenta, por lo que supongo. Habrá que apencar con Filomeno. Usted es gallego, por supuesto. Se le nota a cien leguas. Y medianamente rico, por cómo va vestido. Un buen pasar de provincias, que en Madrid pasa inadvertido y, fuera de España, como si no existiese. ¿Se propuso usted alguna vez ser un hombre elegante?». No supe qué decirle. En realidad, estaba un poco sorprendido por aquella clase de preguntas. Yo esperaba que me hiciese un examen de gramática. «Se lo digo porque se advierte en su atuendo cierta voluntad de estilo, aunque no demasiado clara, y, sobre todo, pésimamente orientada. A primera vista parece que pretende que se note quién es. Pero le convendrá saber que aquí, en Madrid, existen varios miles de muchachos de su edad que salen a la calle todos los días con el propósito firme de que se fijen en ellos, y únicamente lo consiguen en esos medios restringidos, un poco cursis, en que viven. Son, por supuesto, idiotas, pero usted no tiene cara de eso, aunque sí de inexperto. Hábleme un poco de su familia». Le conté quién era mi padre. Resulta que su nombre le sonaba, aunque no con demasiada precisión. «¡Fíjese usted en que, senadores, había lo menos doscientos! ¿Y de su madre? ¿No cuenta nada de su madre?». Claro que le conté: a grandes rasgos, toda la historia de mi niñez, y mis estancias en Portugal, y quiénes habían sido mis abuelos portugueses. Le describí el pazo miñoto y su biblioteca, y los libros que había leído, pero de todo aquel cuento sólo retuvo lo de mi conocimiento del inglés: como que se dirigió a mí en aquella lengua, que hablaba muy bien, como comprobé en seguida, y entonces sí que me examinó de gramática. «¿Y qué ha leído usted en inglés? ¿Y qué es lo que le gusta? ¿Desconoce los escritores de este siglo? Veo que la biblioteca de sus abuelos se detuvo en la era victoriana, pero no está mal lo que ha leído. Me parece, Ademar, que vamos a entendernos». ¡Ademar! Me emocionó que me llamara así, y, de repente, toda mi desconfianza se trocó en simpatía. «No sabe cómo lo deseo, señor. Quiero aprender francés, lo necesito». «¿Para algunos estudios especiales?». «Para leer a los escritores modernos. No conozco a ninguno, y sin ellos…». «Yo los conozco bien, pues de eso vivo, pero le aconsejo en principio que no se deje deslumbrar». Era profesor de grado bastante modesto y enseñaba francés en una escuela normal. Ganaba poco, tenía mucha familia, necesitaba ayudarse con algunas clases. «Le cobraré a cinco pesetas la hora si viene usted a mi casa, y siete si voy a la de usted. Y le pondré un mes a prueba. Si no da resultado, lo dejaremos, sin que le parezca mal, porque está usted avisado. Pero no creo que fracase, a juzgar por lo bien que aprendió el inglés». Cuando le dije dónde vivía, pareció alegrarse. «¡Pero eso está aquí al lado! Me coge de camino para venir al Ateneo. Le daré las clases en el hotel y le cobraré como si viniera a mi casa, a condición de que me invite a café cada día de lección». Se quedó un momento callado. «¡Filomeno! Ese es el inconveniente. ¿Se da cuenta de lo que podría ser en Madrid si se llamase Ademar de Alemcastre? Entraría usted en la literatura con el pie derecho. ¡No sabe lo que hace el nombre! La mitad de la fama de Valle-Inclán se debe al nombre: Ramón María del Valle-Inclán. ¡Hay que ver cómo suena! Pero es un nombre amañado, no lo olvidemos. También usted podría amañar el suyo, llegado el caso».
Se levantó de repente. «Perdone, tengo que irme. ¿Empezamos mañana, después de comer? ¿Le parece bien a las cuatro? Le ruego que pague mi café». Y se marchó muy digno. Subió las escaleras con sosiego: desde la última se volvió hacia mí y me envió un saludo.
Al día siguiente llegó puntual. El director estaba prevenido. Se lo presenté. El director le dijo que él era quien corría con mis gastos en Madrid y, por tanto, quien le pagaría. «¿Quiere usted cobrar por quincenas o por meses?». Don Romualdo dudó: «Todo tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Lo pensaré y se lo diré mañana». «¿Le parece bien que les lleven el café a la habitación del señor Freijomil? Estarán más tranquilos». Al ver la habitación, don Romualdo dijo: «Vive usted como un pachá, un pachá regido por un golfo». «¿Por qué lo dice?». «Porque este director del hotel…». No pasó de ahí. Tomamos el café. Después, mientras abría la gramática, me advirtió: «Ya se habrá dado cuenta de que soy charlatán, pero, durante la clase, no suelo decir una sola palabra que no tenga relación con lo que estamos estudiando. Si se aficiona a mi charla, puede buscarme en el Ateneo hacia las ocho. A esa hora suelo dar un paseo, y cuando lo hago solo, me cuesta bastante trabajo caminar con la boca cerrada. Claro está que voy imaginando diálogos con todo bicho viviente, lo cual tiene sus ventajas, porque no me gusta escuchar majaderías. Solitario, por las veredas del Prado… ¿Ha estado usted por allí? Váyase un atardecer, si es que es sensible al color del otoño y a los árboles dorados. Es una isla de sosiego, en este Madrid ya demasiado ruidoso. Pues yo me invento a mis interlocutores y mis diálogos con ellos. ¿Se reirá de mí si cito nombres? Shakespeare, Montaigne…, y cuando estoy especialmente abatido, a Cervantes, que me divierte, que me irrita, que a veces me consuela. Insisto en que no se ría, pero siento hacia él sentimientos encontrados, porque siendo un semejante, no llego a amarlo. Cervantes fue un fracasado, yo lo soy, por eso nos entendemos, salvo su endemoniado sentido del humor, que no comparto. Yo soy un castellano que estima la gravedad. Entre nosotros existe, además, la diferencia de una obra conseguida a trancas y barrancas frente a la que jamás pudo expresarse. Pero, en todo lo demás…». Se detuvo y me miró. El cigarrillo se le quemaba entre los dedos. Sacudió la ceniza… «Pero es muy pronto para empezar las confidencias, ¿no cree? Páseme esa gramática. Vamos a ver cómo anda usted de verbos».