VII

MI PADRE SE SORPRENDIÓ AL VERME LLEGAR de improviso, cargado con mis maletas, tan pesadas. Me preguntó por qué lo había hecho. Le respondí secamente, sin mirarle a la cara: «Porque está Belinha en el pazo». No sé qué cara puso, no me respondió. Yo me retiré sin darle más explicaciones y me apliqué a sacar el equipaje. Había traído conmigo unos cuantos libros (novelas, poesía) que no tuviera ánimo de leer, aunque me lo hubiera propuesto. Después salí a ver si encontraba a Sotero. Lo hallé en su casa, donde todo estaba patas arriba, porque, me explicó, se mudaban a Santiago, donde él ya se había matriculado en una facultad. «Y tú ¿sabes ya qué vas a hacer?». «No lo he pensado aún, pero, en cualquier caso, no iré a Santiago». Pareció disgustarle, pero no el disgusto de alguien que se aleja de un amigo, sino (lo pienso ahora) del que pierde un punto de apoyo en el mundo. ¿Con quién me sustituiría, ante quién se mostraría superior? Visto a la distancia de tantos años, comprendo que Sotero me necesitaba, no sólo para desdeñarme, sino para manifestarse cómo era ante quien lo admiraba, probablemente de antemano; ante quien vivía en actitud de admiración espontánea. «Me vas a echar mucho de menos. Yo podría guiarte en tus estudios, como siempre. En otro sitio, sin estar yo, vas a encontrarte solo y desorientado». Le respondí indirectamente, contándole lo que había leído durante el verano, mi descubrimiento de Quental y de Queiroz. Me respondió: «Sí, sí», pero tuve la impresión de que los desconocía, y aquello me causó bastante satisfacción. «Pero sigues perdiendo el tiempo —continuó—. Ni las novelas ni los versos van a valerte de nada. Yo, por supuesto, te apartaría de ellos. El porvenir está en la ciencia, no en la literatura». «Es que yo —le retruqué—, no pienso aún en el porvenir. Eso lo hace mi padre por mí». Aquello sí que no lo entendió: «¿Lo dices porque eres rico? En todo caso, tendrás que aprender a conservar tu riqueza, por lo menos, si no a aumentarla. De eso puedo hablarte un poco. Mis padres tienen un mediano pasar que les permite vivir holgadamente y costearme los estudios. Ya ves, han venido de América para que yo no esté solo en Santiago, para que no tenga que cuidarme de mi comida ni de quien me lave la ropa. Es una manera razonable de emplear el dinero». «Es que yo no pensaba para nada en que soy rico». «Entonces, ¿qué vas a hacer en el mundo?». Fue la primera vez que me hicieron esa pregunta, y respondí, también por vez primera: «No lo sé». Ni lo sabía, ni me lo había planteado nunca. Vagamente, allá en el fondo de mi conciencia, lo confiaba a mi padre, porque yo no conseguía que me importase: tenía otras cosas en qué pensar. Si Sotero hubiera sido otra clase de amigo, con las ideas y los defectos de los muchachos de su edad, yo le habría confesado mis congojas del verano, lo que había esperado y lo que había sufrido, también lo que me había hecho gozar el sufrimiento, o, por lo menos, lo que me había hecho vivir; pero, de contárselo, él se hubiera reído, hubiera tenido un pretexto más para mostrar su desdén por todos los hombres que se enamoran y en especial por mí. Y mucho más al saber como sabía que Belinha era una aldeana analfabeta. «¿Belinha? ¿Quieres decir aquella mala bestia que servía en tu casa? ¿Y no te da vergüenza?». Tampoco le conté que había fumado cigarrillos y bebido algunas copas, pero esos deslices, así como la historia de Belinha, me hacían sentirme íntimamente, si no superior a Sotero, al menos a su altura, aunque de distinto modo, como si cada uno se hubiera subido a distinta silla. Y no fue sólo cosa de aquel momento, primera vez que nos veíamos después del verano y última que charlamos largamente. La historia de Belinha no desapareció nunca de mi memoria, menos aún de mi corazón. Si la vida de un hombre maduro se apoya en dos o tres acontecimientos, aquél fue el primero de unos cuantos que también contaré y a los que debo en buena parte ser lo que soy, quizá el que no he llegado a ser, y el porqué.

Cuando regresaba de casa de Sotero, sentí el temor de encontrarme con mi padre, inevitablemente, a la hora de cenar, que se acercaba. Pero al llegar a casa, hallé el recado de que fuese cenando, de que él seguramente no vendría. Después de haberme alegrado, pensé que temía quedarse a solas conmigo. Y, sin embargo, ninguno de los dos podía evitar una explicación que yo no imaginaba cómo podía empezar, ni cómo acabaría. Todo lo que se me ocurría eran ideas extravagantes, sacadas más o menos de alguna escena de novela que, desde el recuerdo oscuro, iba dictándome palabras, rechazadas inmediatamente y sustituidas por otras nuevas, que también rechazaba. En realidad, yo desconocía a mi padre y no podía prever, con un mínimo de acierto, cuál iba a ser su conducta. Había evitado el primer encuentro, pero lo mismo podía ser por miedo que por necesidad de pensar de antemano y seriamente lo que iba a decirme. En cualquier caso, al llegar aquí, a sus palabras, mi imaginación tropezaba con una pared oscura en la que nada había escrito, ni siquiera una pequeña luz. También descubrí, durante la cena, que tenía miedo a mi padre, y que si me mandaba callar, me callaría. ¡Dios mío, qué difícil era todo! ¿Por qué me sucederían aquellas cosas? Hubo un momento en que envidié a Sotero, con todo lo de su vida tan claro y tan sencillo, o a algún otro compañero, que, aunque no apuntase tan alto, sabía ya lo que tenía que hacer y el cómo. Imaginé que, cuando se es hijo de un padre de los corrientes, ni senador, ni viudo, ni hombre importante, el padre nos lo da todo hecho, con un pequeño margen de libertades que se emplea en pillerías veniales, y sólo cuando se acaba la función del padre empieza la verdadera libertad, que consiste en hacer lo que uno desea, pero sabiendo previamente lo que puede y lo que debe desear. Pero, aun en ese caso, ¿qué hubiera dicho un padre de los corrientes, al declararle yo que lo que me interesaba era seguir leyendo novelas y poemas, y quizá darme unas vueltas por las calles de la ciudad vieja, alrededor de mi casa y sin llegar a los barrios de los inmigrantes ricos? Era una costumbre que había adquirido en los últimos tiempos del curso anterior y de la que no había hablado a nadie, menos que a nadie a Sotero, pues adivinaba su respuesta, y el elogio subsecuente de las calles modernas, tan anchas y tan claras, de construcción racional, y con viviendas espaciosas e higiénicas. Y esto no lo invento: porque le había oído cierta vez comentar un artículo que había leído en no sé qué periódico en que decían semejantes cosas, con las que estaba de acuerdo. Pero quizá hubiese aprovechado mi declaración para convencerme de que me fuese a estudiar a Santiago, que era una ciudad en que abundaban las calles estrechas y las fachadas antiguas.

Mi padre hizo un viaje. En la nota que me dejó explicaba que una tormenta de verano había causado estragos en una de las casas de mi madre, la más alejada de Villa-vieja, precisamente, en la que yo nunca había estado, y que las averías reclamaban su presencia. No creí que lo hiciese para escapar de mí, aunque ahora piense lo contrario. El caso fue que, en su ausencia, yo recobré poco a poco mis hábitos, y se me fue de la imaginación la escena, tantas veces temida y deseada, de sus disculpas, o de sus explicaciones, o a lo mejor de su arrepentimiento, pero se me insinuó la idea, probablemente cierta, de que no se había propuesto nunca dar a su hijo explicaciones de su conducta. Me sentí, de repente, humillado, pero también liberado; aunque el hecho de que lo recuerde quiere decir que la humillación me había llegado a lo hondo, y allí quedaba con todo lo demás de la historia. Tardó en regresar ocho o diez días, y, cuando nos encontramos, me habló con toda naturalidad, como si nada hubiera pasado, y yo no me atrevía a mentar a Belinha ni a su hija, ni siquiera a aludirlas. Desde el primer momento enfocó las conversaciones hacia mis próximos estudios. «¿Qué te parece si te vas a Madrid? —me preguntó de sopetón—. Conviene para tu formación que vivas en una ciudad moderna, lejos de esta cochambre provinciana. Además, un título universitario de Madrid es siempre más estimado, lo sé por experiencia». Yo había temido que proyectase destinarme a la Universidad de El Escorial, que seguía considerando la suya, y en la que habían estudiado personas importantes de las que solía hablar. Me alegré, pues, cuando mencionó Madrid, y le respondí que me parecía bien. «Puedes irte al hotel donde yo paro durante mis viajes. Es un hotel decoroso, donde te tratarán muy bien. Está en el mismo centro y no lejos de la universidad. ¿Quieres estudiar derecho o te tira otra cosa? Yo he pensado que por lo pronto te matricules en el preparatorio, y después, ya veremos. Esta gente que manda ahora no va a mandar siempre, y dentro de tres o cuatro años las cosas se habrán normalizado y yo volveré a ser el que era y siempre habrá un sitio para ti en alguna parte. Afortunadamente, tienes medios para vivir sin la urgencia de buscarte un trabajo. Te podrás atrever con unas oposiciones largas…». Se refirió vagamente a notarías o judicatura, o quizá al cuerpo diplomático, ya que hablaba el portugués y el inglés, «aunque lo importante en esa carrera sea hablar bien el francés. Podías empezar a estudiarlo».

¡Por fin mi padre había hablado como un padre cualquiera! Me lo daba ya hecho, en parte al menos, y no me había mentado la obligación de ser en todas partes el primero. Me sentí aliviado y, en el fondo, satisfecho. Ahora pienso que mi padre había tomado aquella decisión para mantenerme lejos. Estudiar en Santiago era como estar ahí al lado, y no podría evitar que algún sábado se me ocurriese venir a Villavieja. Disimuló, sin embargo, su deseo (o su necesidad) anunciándome que iría a verme de vez en cuando. Y con el pretexto de sus posibles visitas pretendió, o eso parecía, tenerme bien informado de la situación política, porque, me dijo, los militares no podían durar mucho en el poder. Por lo pronto se habían dado cuenta de que no sabían gobernar, y habían tenido que echar mano de civiles que se prestaban a colaborar con ellos. Pero las antiguas fuerzas políticas se estaban reorganizando cautelosamente para que el final inminente de la dictadura no las cogiese desprevenidas. La sublevación de los artilleros (yo no sabía a qué se refería) había sido un toque de atención. La cosa marchaba mal incluso dentro del ejército, y había una pera madura que estaba al caer. «Va siendo conveniente que empieces a enterarte de algunas cosas. Yo no duraré eternamente, y hasta puedo cansarme y apetecer el retiro, y la realidad de tus intereses no sólo te reportara beneficios, sino también obligaciones y quebraderos de cabeza. Hay mucha gente que depende de nosotros, y nosotros tenemos la obligación de protegerla contra los desmanes de los que mandan. Por lo pronto, el año que viene a más tardar, tendrás que conocer tus propiedades, para qué sirven y lo que valen, aunque algunas de ellas no dan más que trabajo. Estas formas antiguas de propiedad, como las tuyas, son una verdadera maraña. Hay la cuestión de los foros, por ejemplo…». Yo no sabía qué eran los foros, pero él se extendió largamente acerca de ellos y de los problemas que traían. «Hace falta ser un buen abogado para que cierta gente no se pase de la raya». Él, evidentemente, lo era.

Consiguió, al menos de momento, lo que pretendía. El veraneo en el pazo miñoto, Belinha y su hija no fueron olvidados, pero sí quedaron en un segundo término, como aplazados. Di en imaginar lo que sería mi vida en Madrid, pero lo único real que se me alcanzaba era la posibilidad de comprar libros, de leer mucho. No había comprendido aún que, incluso mi afición a los libros, exigía ciertos saberes. Y la vida en la universidad la imaginaba igual a la del instituto, aunque con alumnos mayores. Pero dejaba de imaginar, y la mente me quedaba en blanco como un encerado limpio en el que cualquier cosa podía ser escrita. Una tarde me encontré en la estación del ferrocarril. Varias maletas habían sido enviadas por delante. Yo llevaba un maletín y un impermeable porque llovía. Mi padre estaba a mi lado, el paraguas cerrado y hablando de no sé qué. Llegó el tren, me acompañó hasta mi asiento, me dejó bien instalado y, al despedirse, me dio la mano. «Cuando pase un señor tocando la campanilla, es la hora de la cena».