NUNCA HABÍA LOGRADO QUE ME ATRAJERAN las compañeras de curso, pero esto acaso esté mal dicho, porque nunca me lo había propuesto. Habían crecido conmigo, o, al menos, cerca de mí, y había visto sin sorpresa cómo les iban apuntando las tetas. Tampoco mis compañeros les hacían mucho caso, quiero decir que no se sabía de ninguno que estuviera enamorado de ninguna de ellas, aunque quién sabe si entre nosotros existiría algún amor secreto de esos que saben disimular las miradas y enmascarar en toses los suspiros. Pero aquel curso tuvimos una niña nueva, y por el apellido le tocó sentarse junto a mí. Venía de Madrid, era hija de un funcionario importante y resultó bastante sabihonda, pero no tanto que pudiese superar a Sotero, de modo que en este aspecto alguien quedaba por encima de ella. No obstante, nos desdeñaba ostensiblemente, no por nada, sino porque ella venía de Madrid y nosotros éramos unos provincianos que hablábamos con fuerte acento regional. Era corriente que nos corrigiese. «¡De aquella! ¿Qué quiere decir “de aquella”?». Y se reía. Le llamaba, al orballo, sirimiri, y al pan reseco, pan duro. Nos resultaba rara y un poquito ridícula, pero nadie en público se atrevía a reírse de ella, porque era guapa, distinta de las nuestras, que también lo eran, aunque de un modo más local. Ésta, que se llamaba Rosalía, tenía el rostro ovalado y moreno, los ojos oscuros, y unas grandes trenzas negras que le caían encima de los pechos y que llevaba siempre atadas con dos lazos. Yo me enamoré de ella inmediatamente, pues entonces enamorarse consistía en pensar en alguien día y noche, o, dicho más exactamente, en recordarla, también en interpretar sus palabras y sus gestos, si eran o no favorables. En tal sentido poco tuve que interpretar, pues, a pesar de sentarse a mi lado, me daba ostensiblemente la espalda y no me dirigía la palabra, ni siquiera para preguntarme algo que no supiera, aunque bien es verdad que lo sabía todo y lo hacía notar. Yo no sé cuándo aconteció que, en el recreo, la empujé sin querer, o tropecé con ella, y ella me rechazó con un enérgico «¡Aparta, feo!», que todo el mundo oyó, del que rió todo el mundo, y me dejó desolado, sin más consuelo que el oportuno, aunque inútil, consejo de Sotero: «No hay que hacer caso a las mujeres». A las cuales, por entonces, él no se mostraba sensible, sino explícitamente desdeñoso e insultante, de modo que en mi caso, según tuvo a bien explicarme, él la habría rechazado con un violento «¡Apártate de mi camino, zorra!», que yo hubiera sido incapaz de proferir. Aquel consejo no me sirvió de nada. Había sido el hazmerreír del curso, y la niña de las trenzas oscuras, Rosalía, sin dar explicaciones cuando se las pidieron, le rogó al profesor que la cambiaran de sitio, y como él insistiera en que explicase la causa, le respondió que para oírle mejor, lo que provocó una gran carcajada en la clase y que todos mirasen para mí. Nunca me metí más en mí mismo que en aquella ocasión, nunca sentí la falta de Belinha como entonces, pero, cosa curiosa, la humillación y la murria se fueron transformando sin que yo me diese cuenta, y una mañana de clase, mientras el profesor hablaba de los invertebrados, me hallé escribiendo el quinto verso de un soneto cuya consonante se me resistía. Pero el soneto, al fin, salió, a costa de mi ignorancia de ciertas cualidades de los animales superiores. Se titulaba sencillamente A Rosalía, y no sólo le perdonaba su ofensa en torpes endecasílabos, acaso alguno de ellos cojo, sino que, al final, le declaraba mi amor. Se lo entregué personalmente, sacando fuerzas de flaqueza, y ella lo recibió con una carcajada, y se rió más, mucho más, después de haberlo leído. «Mirad, muchachos, lo que me escribió este tonto», y a un corro que congregó a su alrededor le fue leyendo mis versos, y todos se rieron una vez más, cada vez más, si no fue una muchacha de las de siempre, que salió en mi defensa. «¡Pues bien podéis reíros, pero ninguno es capaz de escribir unos versos como éstos!»; y después añadió que los hallaba bonitos y que ya le hubiera gustado que alguien le escribiese a ella una cosa semejante. ¡Dios la tenga en su gloria, la pobre Elvirita, muerta de tisis poco tiempo después, cuando ya, bachilleres todos, nos habíamos desperdigado! En la clase de literatura de aquel día continuaron las risas, y cuando el profesor preguntó qué nos pasaba, alguien le respondió: «¡Es que Filomeno Freijomil le escribió unos versos de amor a Rosalía!». El profesor no los acompañó en las risas, les respondió que las muchachas bonitas estaban en el mundo para que los adolescentes les escribieran versos de amor, y que le satisfacía que, entre los de su clase, hubiera salido un poeta. Rosalía, sin que se lo pidiera, le entregó el papel, y el profesor lo guardó en el bolsillo y, dirigiéndose a mí, me dijo en un tono más que amistoso, tierno, y que le agradecí siempre, que ya hablaríamos. Hablamos, en efecto, al día siguiente, después de terminar las clases. Me preguntó si sería capaz de encontrarle defectos al soneto. Le respondí que sí. Me lo dio, lo fui leyendo y señalando los ripios, los tropiezos, las sinalefas forzadas, las sílabas de más y las de menos. «Pues no te desanimes, porque, a pesar de todo eso, el soneto tiene algo». Sacó del bolsillo un libro y me lo entregó. «Toma, lee eso y léelo bien; mejor, estúdialo. Te servirá de mucho». Eran unos sonetos de Lope de Vega, y en seguida me enfrasqué en ellos, y hasta llegué a preguntar al profesor algunas rarezas que no entendía o que no podía explicarme. Faltaba poco para terminar el curso. Hablé más veces con aquel profesor, me dio consejos y me pidió que, si escribía algo más, que se lo enseñara. Pero yo no me atrevía, aunque por la cabeza me anduviesen sonetos sueltos y algunas otras estrofas. Pero la vergüenza que los versos a Rosalía me habían hecho pasar aún me duraba: una vergüenza sorda ante mí mismo.
Terminó el bachillerato con una fiesta en que entregaron algunos libros de regalo, según sus preferencias, a los recién graduados. A Sotero le habían concedido el premio extraordinario por unanimidad y sin examen y fue felicitado públicamente por el director, aplaudido a rabiar por los muchachos que veían en él lo que querrían ser o lo que no les hubiera gustado de ninguna manera. Él respondió con un breve discurso, muy enjundioso, que llevaba aprendido de memoria, y que recitó sin un traspié, con aquella voz suya, tan de superior, tan pastosa y agradable. Una niña que estaba junto a mí dijo a una compañera, con voz que pude oír: «¡Qué lástima que sea tan esmirriado! Porque tiene ojos bonitos». Estaban, entre los presentes, los padres de Sotero, que habían venido de Buenos Aires y que fueron muy felicitados. No estaba, en cambio, mi padre, que pretextó (así lo creo) un viaje a Madrid para no sufrir, una vez más, la humillación de que su hijo no fuese como él. Cuando la fiesta terminó, me encontré solo, igual que el primer día, pero con seis años más y algunos sufrimientos. Anhelaba el momento de mi marcha a Portugal, aunque aquel verano Sotero no me acompañase a causa de la presencia de sus padres, que lo querían a su lado. Me llevó, una vez más, mi padre en su automóvil. No me dirigió la palabra durante el viaje ni apenas se despidió de mí. Lo vi marchar sin dolor. El maestro y la miss me habían acogido muy cariñosamente, y ella manifestó en seguida su satisfacción por cómo iba mi inglés. Cuando me quedé solo, no se me recordaban para nada ni Villavieja del Oro, ni el instituto, ni mi mediocridad escolar, ni siquiera Sotero. Me hallaba como si no hubieran pasado aquellos seis años. Como si fueran un paréntesis que se pudiera borrar, o al menos olvidar durante el veraneo. La casa con sus misterios, que ya no lo eran tanto, pero que yo me empeñaba en que lo siguieran siendo; el jardín con sus árboles y sus veredas sombrías, incluso la lengua en que todos me hablaban, fue como si me hubiera recobrado. Sólo faltaba Belinha, y Belinha apareció una tarde.