III

UNA TARDE DE MUCHA LLUVIA, Sotero me llevó a casa de don Braulio. Era un bajo oscuro y húmedo en un barrio apartado, pero en la habitación en que nos recibió había libros hasta el techo, y algunos retratos de gente que yo desconocía. No me atreví a preguntar quiénes eran: ahora sé que la efigie de uno de ellos era la de Federico Nietzsche, de quien, por entonces, jamás había oído hablar, y a quien no leí hasta algunos años más tarde. Me recibió el tal don Braulio diciendo: «¿Conque éste es el señorito?». Yo, ingenuamente, le respondí que sí, pero que me llamaba Filomeno Freijomil, para servirle. Nos mandó sentar, y me hizo toda clase de preguntas acerca de mi familia, y del pazo miñoto, y de todo lo que de mí había averiguado por los cuentos de Sotero. Cuando terminó el interrogatorio, añadió algo así como esto: «Perteneces a la clase de los explotadores, y será difícil redimirte, pero yo no me opongo a que vengas alguna vez a escucharme. Te servirá, al menos, para tener conciencia de tu propia injusticia». Y como yo le mirase estupefacto, concluyó: «Porque tú eres la injusticia viva, la injusticia andante. Lo que te sobra es lo que han robado para ti tus antepasados, y también tu propio padre, el ex senador. El Primer Anarquista del que se tiene noticia dijo al que le escuchaba: “Vende tus bienes, reparte el dinero entre los pobres y sígueme”. Pero Aquel Anarquista creía en Dios y, a lo mejor, hasta creía serlo. Hoy no basta con que vendas tus bienes y se los des a los pobres. Hay que acabar con los bienes de todos, y que no haya pobres jamás. Los hombres somos iguales ante la Naturaleza, y toda diferencia es criminal. Tú eres diferente, aunque aún no lo sepas, pero yo te lo digo y no debes olvidarlo. Mientras seas diferente, eres cómplice de la Injusticia Universal. En tus manos está el abandonarlo». «¿Ves, ves?», me dijo entonces Sotero. Yo no veía nada. Yo me sentía confuso y con ganas de marchar. Pero aquel hombre hablaba de manera sugestiva, y volví otras tardes, con Sotero, a escucharlo. No me acusó más de rico ni de indiferente, no volvió a echarme en cara ningún crimen en el que yo, involuntariamente, era partícipe. Nos hablaba, a veces, de la Igualdad, y, otras, del Universo, que parecía conocer como las palmas de sus manos. Debo confesar que el viaje que hacía con la palabra, por las estrellas y por los mundos superiores, era realmente fascinante, como cuando nos describía la correspondencia armónica entre todos los seres, y que para todo lo existente no había más que una ley y una sola explicación. Pero nunca nos la dio, quizá por comprender que nuestra edad no estaba para ciertas revelaciones. Otra vez me examinó acerca de mis lecturas. Le hablé de las novelas que había leído. «¡Bah, literatura, nada más que literatura! Los literatos han colaborado siempre en el engaño de los hombres y han justificado su esclavitud. Hay que librarse también de la literatura». Yo le dije, ingenuamente, que era una asignatura que teníamos que aprobar, y él se echó a reír, pero no dijo nada más. Aquel don Braulio era un hombre ya mayor, de barbas entrecanas y unas gafas de acero encima de las narices. Una de aquellas tardes nos explicó las razones por las que en España todos los problemas se resolvían con pronunciamientos militares, y que éste que empezábamos a padecer lo habían provocado los anarquistas de Barcelona con sus bombas. «Yo no soy partidario de esos procedimientos, que no resuelven nada. La revolución vendrá sola, cuando el proletariado, consciente de sí mismo, alcance el poder. Pero para eso aún falta tiempo. Ni yo lo veré, ni quizá vosotros. Sin embargo es el destino de la humanidad, la sociedad sin clases, sin diferencias de riqueza, todos iguales y todos felices. Pero eso no lo entendéis aún». «¿Yo tampoco?», preguntó Sotero. «Tampoco tú, hijo mío, todavía; pero no tardarás en entenderlo». Don Braulio se murió aquel invierno, de un enfriamiento. Pasó mucho tiempo en cama tosiendo y adelgazando. Sotero iba todas las tardes a verle; yo, alguna de ellas. Hablaba poco, y lo que hablaba, de la muerte, que, insistía, esperaba con la serenidad de los sabios. A mí me hubiera gustado que me explicase qué era lo de esperar la muerte con serenidad, probablemente porque yo no tuviera las ideas muy claras acerca de la relación entre la serenidad y la muerte, pero nunca me atreví. Sotero tomó a su cargo convencerme de que, morir, era volver a la tierra de donde habíamos salido; que el cuerpo se desintegraba, y una parte se la comían los gusanos, y otra la absorbía la tierra; pero de la serenidad no pudo decirme nada. Tampoco su explicación de la muerte me tranquilizó, porque yo no venía de la Tierra, sino del vientre de mi madre. Don Braulio le anunció un día, cuando estaba peor, que le dejaba heredero de sus libros y de su mesa de despacho, y que podía llevárselos antes de que él muriese, no fueran después a ponerle dificultades. Yo ayudé a Sotero a transportar grandes paquetes, uno tras otro, durante varias tardes; pero la mesa y los estantes hubo de llevarlos una carreta de bueyes, que le cobró a Sotero dos pesetas, y, como no las tenía, tuve que dárselas yo. Don Braulio se murió una tarde de mucha lluvia, después de pasar la noche en puras toses y ahogos, hasta quedar de repente callado y quieto, con la boca torcida, hacia el atardecer. Vinieron a amortajarlo y lo vistieron con su traje de siempre, hasta el chaleco. «Parece que está vivo —decían—. Parece que está hablando». Pero a mí me resultaba extraña, entre grotesca y macabra, aquella figura metida en el ataúd, con la leontina en el chaleco y la mandíbula sujeta por un pañuelo amarillento del que emergía el bigote. Al día siguiente fuimos al entierro: poca gente, todos con paraguas abiertos, el féretro llevado a hombros por unos desconocidos. En el cementerio había pocas tumbas, ninguna de ellas con cruz. La de don Braulio estaba abierta, con un montón de tierra encharcada al lado. Antes de meter en ella el ataúd, alguien le puso encima una bandera colorada, y un hombre que salió de entre la gente pronunció unas palabras de las que nada entendí, pero de las que me quedó la frase «apóstol laico», quizá por ser las menos comprensibles. Después, cada cual se fue por su lado, y oí mentar a la policía. Sotero, en el fondo, estaba contento por hallarse dueño de tantos libros, y durante muchas tardes le ayudé a colocarlos por tamaños y a catalogarlos. También había traído los retratos. Pude leer en ellos que uno era de un tal Reclus, y otro de Bakunin, ambos muy melenudos, además del de Nietzsche, el más deteriorado por la humedad.

En el diario local dieron la noticia de aquella muerte en muy pocas líneas. Decían que había sido enterrado en el cementerio civil y acompañado por algunos compañeros. Mi padre comentó que a toda aquella gente había que meterla en la cárcel, o fusilarla, y dejar en paz a los de orden, como él. Entonces, o quizá por aquellos días, supe que el gobierno de los generales le había puesto una multa a mi padre, según él, por el solo delito de haber servido a la patria. Dio en salir por las noches a reunirse en el casino con otros como él, que habían sido diputados o senadores, y otras cosas así, y a los que también los generales habían multado, a unos más, a otros menos. Delante de mí, a la hora de comer, despotricaba contra el gobierno y acusaba al rey de cómplice. Pero yo no le hacía mucho caso.

En Villavieja había entonces unos caballeros que se reunían en un café, de los que hablaba todo el mundo con respeto, si no era mi padre, que los llamaba charlatanes y farsantes. Habían publicado libros, escribían en el periódico local, y a los niños se nos enseñaba a respetarlos y admirarlos porque eran las glorias de la ciudad. Yo los llamaré los Cuatro Grandes, aunque ese nombre les cuadre con bastante retraso, pero no se me ocurre otro mejor, porque eran efectivamente cuatro, y porque los tenía todo el mundo por grandes sabios y escritores. Su reputación nos llegaba a los niños como un eco o como los últimos movimientos del oleaje cuando, a lo lejos, pasa un barco de gran porte. Pues una mañana de aquella primavera, al salir del instituto, me confesó Sotero, con toda clase de precauciones, que le habían mandado recado de que querían hablar con él, y que le esperaban aquella misma tarde en el café donde solían reunirse. «Si no te importa, puedes acompañarme, porque no sé qué me da presentarme allí solo». Era a la hora en que mi padre me permitía salir a dar una vuelta, por los jardines si hacía bueno, y, si llovía, por los soportales. Me cité con Sotero, preguntamos dónde estaba el café (estábamos hartos de verlo, de pasar delante de él, pero siempre sin fijarnos), y allí nos presentamos, Sotero delante, yo algo retrasado, como si fuera protegiéndolo. Un camarero nos preguntó qué queríamos. Sotero respondió por los dos, y de un rincón donde había un corrillo de señores salió una voz que dijo: «¡Tráigalos, tráigalos aquí!». Fue el mismo camarero el que nos condujo, un poco a empujones, aunque suaves: «¡Por aquí, por aquí!», y aportó unas sillas para que nos sentásemos, yo siempre en segundo término. La silla le venía alta a Sotero: quedó con las piernas colgando, que las puntas de los zapatos no le rozaban el suelo, y parecía más pequeño, pero la cara y el modo de mirar eran ya de persona hecha. Yo temblaba un poco, aunque la cosa no fuera conmigo, pero él estaba tan campante. Aquella gente se mantuvo un rato en silencio, mirándole y haciendo comentarios en voz baja, ahora creo que lo hicieron por ver si él se azoraba; por fin, uno de ellos, de muy buen aire y con la barba gris muy cuidada, empezó a preguntarle sobre temas de los que no estudiábamos en el instituto, y Sotero los contestaba a todos; y algún otro le preguntó también. Escuchaban las respuestas, primero, con sorpresa; después, con admiración, y seguían haciendo comentarios entre ellos, de los que no me llegaba ni el susurro. De las preguntas pasaron a la conversación, y Sotero hablaba como cualquiera de ellos, con el mismo aplomo. Nos habían convidado a helado, y uno de ellos, no sé en qué momento, al sacar del bolsillo la cajetilla de tabaco, dijo a Sotero: «Supongo que no fumarás todavía». «No, señor, no fumaré nunca. Es un vicio peligroso que limita la libertad del hombre». Alguien dijo: «¡Caray!». Y quedaron en silencio. Yo creo que fue entonces cuando el caballero de la barba cuidada, tan simpático de aspecto, se dirigió a mí y me preguntó: «Y tú ¿también sabes algo?». Me cogió de sorpresa, de momento no supe qué responder, y por decirles algo, acabé respondiendo: «Sí, señor. Yo sé la guerra de las Dos Rosas». Todos se echaron a reír, me sentí derrotado y, por primera vez en mi vida, en ridículo. Me hubiera echado a llorar, o acaso habría escapado, si no fuera porque uno de ellos, que debía de ser de los Cuatro Grandes por su autoridad, me sonrió cariñosamente y me dijo: «¿Por qué no nos la cuentas?». Sotero me miró, y con su mirada me llegó una orden de silencio; pero no le hice caso, y empecé a hablar. En inglés, tranquilamente, cada vez más seguro de mí mismo conforme advertí que se habían callado y que me escuchaban. Duró bastante mi relato. Al terminar, el señor de la barba de plata pidió que nos trajeran otros helados. El que me había sonreído me preguntó si había leído a Shakespeare. «No, señor. Todavía no». «Pues debes leerlo cuanto antes». Y un tercero, que no había hablado, preguntó quién era yo. Se me adelantó Sotero: «Es el hijo del ex senador Freijomil». ¡Caramba con el ex! Alguien dijo: «Así se explica». Terminamos los helados y nos invitaron a marchar. Yo me di cuenta de que se había pasado la hora de regresar a casa, y empecé a temer el rapapolvo de mi padre; pero lo peor fue que Sotero, cuando nos hubimos alejado un poco del café, me dijo con palabras irritadas que, en lo sucesivo, donde él hablase, yo tenía que callar. Tuve la suerte de que mi padre no había regresado, o había salido contra su costumbre. Me esperaba Belinha, me dio la cena y, cuando me acosté, mi padre aún no había llegado. Al día siguiente, cuando fui a saludarlo, me sonrió, creo que fue la primera y única sonrisa que me dirigió en su vida, una sonrisa satisfecha. «¿Conque por fin me has dejado quedar bien?», me espetó. Yo no lo entendía hasta que me explicó que nuestra hazaña del día anterior se había comentado en el casino, y aunque algunos de los presentes fuesen partidarios de Sotero, y otros de mí, todos estaban de acuerdo en que yo había estado a la altura de las circunstancias. «¿Y eso qué quiere decir, papá?».