II

ME INSTALARON, BIEN INSTALADO, en una habitación grande de la casa de Villavieja, con un balcón a la calle de la fachada en que da el sol, justamente la opuesta a la que da al obispado. A Belinha le concedieron otra a mi lado, a pesar de no ser aquel el piso de los criados, más pequeña y con una ventanita por la que el sol entraba hecho apenas un hilillo de luz; pero ella estaba contenta, y, por ese lado, no hubo cambios en mi vida. Como el obispo seguía viniendo a tomar el chocolate cuando mi padre estaba en la ciudad, una tarde me vistieron de gala y me presentaron a él, y quedó convenido que me confirmaría en la capilla de la casa, un día cualquiera; pero en aquella entrevista se descubrió que mi abuela se había descuidado en materia religiosa y que yo no había hecho aún la primera comunión; de modo que se organizó la ceremonia para recibir los sacramentos uno detrás de otro, con una sola fiesta. Al día siguiente vino un clérigo joven, que empezó a instruirme en el catecismo, y venía todas las tardes. Al principio estábamos solos; pero, como yo le contaba a Belinha todo lo que aprendía del clérigo, ella pidió que la dejase asistir a las lecciones para enterarse también; porque de aquellas cosas de Dios le habían hablado poco, y todo lo que sabía, era de oídas. Así, entraba conmigo en el salón donde el preste ya se había instalado: siempre en un sillón de alto respaldo, y, nosotros, en sillas. Yo quedaba frente a él, y, Belinha, en un rincón, muy recogida y silenciosa, aunque alguna vez interrumpiese al cura para hacerle alguna pregunta sobre cosas que no entendía. Yo se lo agradecía a Belinha, porque generalmente lo que ella no entendía tampoco lo entendía yo, pero el cura no se esforzaba mucho por aclarárselas: nos mirábamos, ella y yo, y la lección seguía su curso. Después, el cura merendaba conmigo y Belinha servía. Sin embargo, al llegar la noche y acostarme, no rezábamos ninguna de las oraciones que nos enseñaba aquel cura, sino la que habíamos aprendido de la abuela Margarida, cuyo significado tardé mucho tiempo en comprender: «Dios todopoderoso, mantén en tus infiernos al marqués del Pombal por los siglos de los siglos, amén».

Hubo otra novedad, más importante. Una tarde, después de haberse ido el cura, mi padre me llamó a su despacho, que era muy oscuro, con muebles grandes y cortinajes rojos, y un gran Cristo encima de la mesa, un Cristo que yo había visto en el pazo miñoto, cuyo mérito descubrí años después, cuando ya empezaba a entender de esas cosas. Mi padre me mandó sentar y me echó un largo sermón del cual recuerdo dos advertencias principales: la de que, en lo sucesivo, yo me llamaría Filomeno, y nada más; mejor dicho, Filomeno Freijomil Taboada, que era mi verdadero nombre, y nada de señorito Ademar de Alemcastre. La segunda, que todo aquello de los reyes de Inglaterra era una pura invención de mi abuela, que estaba loca, y que los Alemcastre eran una familia que se había enriquecido robando negros en África y vendiéndolos en Brasil. «De modo que todo lo que has heredado de tu abuela está hecho con el sufrimiento y la muerte de seres humanos como nosotros; es dinero sangriento. Tú ahora no lo entiendes, pero algún día lo comprenderás, cuando llegues a la edad apropiada. Lo que tienes de los Taboada es un poco más limpio, pero no demasiado. Cuando sepas de historia lo suficiente, verás que esas riquezas feudales tampoco son muy legítimas. Lo único limpio es lo que tendrás de mí: el nombre preclaro de un hombre que no debe nada a nadie, y unos dineros menores, pero ganados con mi trabajo. Esto no debes olvidarlo nunca. ¡Ah! Como en octubre comenzarás a ir al instituto, para estudiar el bachillerato, debes tener en cuenta que tu obligación es ser siempre el primero de la clase, el que lleve las mejores notas, y que nadie pueda decir que estás por debajo de lo que fue tu padre». Así es cómo perdí el nombre de Alemcastre y, sobre todo, el de Ademar, y me quedé en Filomeno, ni siquiera señorito Filomeno, que mi padre no toleraba que me llamasen así. Pero Belinha no acataba la orden, y, en secreto, me llamaba «O meu pequeno Ademar». Gracias a ella, el mundo del pazo miñoto, el recuerdo de la abuela, y hasta el de mi maestro y la miss, seguían vivos, y volver junto a ellos era nuestra esperanza secreta. «Ya verás cuando llegue el verano, y vayamos allá…».

Mi verdadera vida como tal Filomeno comenzó en el instituto. Todos los profesores pasaban lista diaria: la pasaron al menos durante cierto tiempo, hasta que nos fueron conociendo y sacaban el nombre por la cara. Allí empecé a ser Freijomil Taboada, en la enumeración, y Freijomil, a secas, cuando algún profesor se dirigía a mí. Debo decir que por ninguna parte hallé el recuerdo de mi padre, ni nadie que me preguntase si era su hijo, probablemente porque lo sabían ya y la pregunta holgaba, y también porque no quedase ya ningún profesor de los de antaño. El primer día de clase me presenté muy peripuesto: Belinha me había vestido pensando en cómo tenía que haber sido, según ella, el primer día de clase de mi bisabuelo. Los demás chicos vestían de manera corriente, todos con boina e impermeable, porque llovía, y, por supuesto, nadie se percató de mi chubasquero inglés. Nada de lo demás que yo llevase puesto les llamó la atención, sino sólo mi embarazo al tratar con ellos, todos desconocidos, charlatanes, ruidosos. «Tú, ¿en dónde juegas?», me preguntó uno, y yo le respondí que en mi casa. Se apartó de mí riendo. «Ése juega en su casa». Pronto se agruparon por los colegios de procedencia o por alguna otra clase de afinidades que entonces a mí no se me alcanzaba, de modo que en los recreos empecé a quedarme solo: me sentaba y los miraba correr, chillar, alborotar como pájaros. Había unas cuantas niñas que formaban rancho aparte, para las cuales se jugaba, se corría, se alborotaba. Y ellas lo sabían, lo comprendí pronto, y llevaban con seriedad su condición de tribunal efímero. Una vez se me acercó un pequeñajo horriblemente vestido, no por pobreza, sino por mal gusto o deliberada extravagancia. Miraba con grandes ojos vivos y audaces, pero daba la impresión de mirar de arriba abajo, y esa impresión me duró durante el tiempo de nuestras relaciones, que fueron muchos años. Me preguntó si no tenía amigos. Le dije que no. Me preguntó por qué, y yo le respondí que lo ignoraba. «¿Sabes quién soy?». «Sí. Tú eres Montes Ladeira, Sotero, el primero de clase». Pareció satisfecho. «Si quieres, puedes andar conmigo». No dijo «jugar», y me chocó. Y empezó a hablarme, de repente, de lo mucho que sabía de geografía, más de lo que creía el mismo profesor. «Porque yo tengo libros, ¿sabes? Tengo libros. ¿Y tú? ¿No tienes libros?». «No. Los de estudio, nada más». «Y en tu casa, ¿no hay?». «No. No sé. Nunca miré». «Entonces, ¿qué hay en tu casa?». No supe qué contestarle, porque sillas, y camas, y otra clase de muebles, no eran la respuesta que él buscaba; eso lo adiviné. «Si quieres llegar a algo en el mundo, tienes que leer libros». Me quedé sin entenderlo. ¿Qué era eso de llegar a algo en el mundo? A mí sólo me habían hablado de ser como mi bisabuelo, aunque también de ser el primero en todas partes, pero aún no lo había intentado porque me daba pereza, o acaso por encontrar suficiente ser el primero en mi casa y en el corazón de Belinha.

El embarazo de mi respuesta le hizo decirme: «Cómo se ve que eres un señorito. No sabes nada de la vida. Pero es igual. Podemos ser amigos. Yo te prestaré libros». Aquella noche le dije a mi padre que uno de mis profesores me había dicho que necesitaba leer. Mi padre me escuchó, me dijo que bueno, y al día siguiente llamó al cura que me había preparado para la comunión, y, delante de mí, le preguntó por los libros que me convenían. El cura se sintió muy satisfecho de haber sido consultado y empezó a enumerar títulos, que mi padre iba apuntando. Quedaron en tres o cuatro, y mi padre los encargó en una librería. Cuando, ocho o diez días después, nos avisaron de que habían llegado, mi padre, al entregármelos, me conminó a que no los leyese hasta después de haber preparado mis lecciones. Al día siguiente llevé uno al instituto. Se llamaba Juanito y se lo enseñé a Sotero. «Mira, un libro». Él lo hojeó, lo remiró y me lo devolvió con desprecio. «Eso es cosa de bobos. Te prestaré alguno que trate del universo, pero no se lo digas a tu padre, porque a los curas no les gusta que se lean esas cosas». A mí tampoco me interesó especialmente, pero lo leí entero, y supe por primera vez lo que había en el cielo, además de la luna y el sol, y que tantas estrellas tenían nombre. Cuando se lo devolví, Sotero me examinó por activa y por pasiva. «Ahora ya sabrás cómo se llaman las estrellas». «Sí», le respondí escasamente convencido. Después me prestó dos o tres más, todos trataban de la naturaleza y me aburrían. Una mañana, otro muchacho, que era el primero en saltar y en correr, me sorprendió con el libro en la mano, me dijo que eran cosas de mayores, y que él podía prestarme novelas de Julio Verne y de Salgari, si le pagaba un patacón por cada una. Le dije que bueno, y al día siguiente me trajo el primero. Durante aquel curso soñé, sucesivamente, con piratas, con viajes submarinos, con islas misteriosas, y, a veces, con fantasmas. Llegó el fin de curso y me suspendieron en todas las asignaturas. Mi padre lo recibió como fracaso propio, como una humillación personal. Anduvo unas veces mohíno y otras furioso, y pasado algún tiempo, en la mesa, me dijo que deshonraba su nombre. Me llevó él mismo al pazo miñoto, y conminó a mis antiguos maestros para que me hicieran estudiar todo el verano y ellos mismos me diesen clase, por lo que les pagaría aparte. Ya tenían un hijo, andaban muy atareados con el cuidado de la finca y no les sobraba el tiempo, pero quizá por miedo de que mi padre los despidiese de aquel empleo tan lucrativo que tenían, hallaron modo de dedicarme cada uno unas horas, y de que las que no podía pasar con ellos, las entretuviese en estudiar. Fue un verano espantoso: a veces me levantaba del lugar que me habían asignado, me asomaba a la ventana y contemplaba el jardín donde tantas veces había correteado y sido feliz, aunque este juicio lo haga ahora, porque de la verdadera felicidad no se tiene conciencia: se vive y a otra cosa. Pero la verdad es que, desde aquella ventana, yo echaba algo de menos. Únicamente por las noches, después de cenar, me juntaba con Belinha en un mirador de la casa y llorábamos juntos, o hablábamos de la abuela y de los buenos tiempos de Inglaterra. Una noche que hacía claro, se me ocurrió mirar al cielo, y descubrí las estrellas: le hablé de ellas a Belinha y les fui dando nombres según mis recuerdos: nombres al buen tuntún, como si, una vez dichos, cada cual volase a su estrella. Belinha me dijo que eso no lo sabía antes: «No. No lo sabía, pero ahora lo sé». También di en contarle las historias que había leído, y ella las escuchaba con asombro, a veces con incredulidad, porque ya le había costado trabajo admitir que un barco como el que nos llevara a Inglaterra, o como el que nos había traído, no zozobrase, cuanto más navegar por debajo. Mi antigua miss, ahora mistress, descubrió que se me iba olvidando el inglés, y no sólo sacó una hora para intentar que se me recordase, sino que, en una ocasión en que mi padre vino a verme y a comprobar que se cumplían sus órdenes, le dijo que era una pena que lo fuese a perder del todo, y lo conveniente que sería ponerme, en Villavieja, un profesor que continuase las enseñanzas que ella había empezado. Mi padre estuvo de acuerdo, y así fue: todas las tardes vino una señorita fea, de gafas, que me repasaba la gramática e intentaba hablar conmigo; pero, aunque de gramática sabía, de hablar yo lo hacía mejor. No obstante, siguió enseñándome inglés durante varios cursos, y como yo, conforme crecía, comprendía mejor las cosas, y hasta me gustaban, al regresar en el verano al pazo repetía con la miss lo que había aprendido, y lo aumentaba, y, no sé por qué, ella estaba muy orgullosa de poder charlar conmigo todas las tardes. La lección, en realidad, consistía en que yo le relatase en inglés la guerra de las Dos Rosas, cada vez con más detalles. Le hablaba también de las cosas de que me iba enterando por los libros que leía, y ella me daba en inglés los nombres que yo sabía en castellano. Un día me preguntó si yo iba para sabio. «No, nada de eso. Sabio lo es un compañero mío que se llama Sotero. Me gustaría traerlo con nosotros un verano. Ya verás qué muchacho». Conforme Sotero leía cada vez más libros de ciencia, que no sé de dónde los sacaba, yo leía más novelas. Lo pasábamos bien, cada cual a su modo, pero la superioridad de sus conocimientos le permitía mantenerse por encima y repetir con frecuencia aquella mirada que fue la primera y que me dejó apabullado para siempre. Una noche, después de cenar, me pareció que mi padre estaba de buen humor, y le hablé de Sotero. «¿Por qué no lo traes una tarde a merendar contigo?». Lo hice. Sotero vino muy contento, mi padre se juntó con nosotros después de la merienda y hablaron largamente. Yo los escuchaba arrinconado y probablemente con envidia. Sotero parecía una persona mayor, y a mi padre se le notaba la admiración. Cuando se fue, me dijo tristemente: «Así me hubiera gustado que fueses, como ese niño. Él será algo en el mundo, y tú no pasarás de señorito». «Mientras lo seas», añadió después de una pausa. No lo entendí bien, porque yo entonces creía que se era lo que se era para siempre. Pero lo de ser algo en el mundo ya me sonaba, y no dejó de chocarme la coincidencia de opiniones entre Sotero y mi padre. Me atreví a responderle. «Sotero piensa como tú, pero él dice que, para ser algo en el mundo, hay que leer muchos libros». «Sí, los de estudio», me respondió mi padre secamente. Y me dejó solo.

Desde aquella tarde, Sotero vino más veces a casa. Nunca se interesó por lo que había en ella: cuadros de mérito, decían, muebles antiguos, cacharros en las vitrinas, todo lo que mi padre enseñaba, como si fuera suyo, cuando venían visitantes. No. Sotero venía a hablar con mi padre y a tomar el chocolate que nos hacía Belinha, que le gustaba mucho. Mi padre le fue sacando cosas de su vida, que yo no le había preguntado nunca porque no se me había ocurrido. De dónde venía, quién era. Resultó que era hijo de unos comerciantes de Buenos Aires que lo habían mandado a Villavieja del Oro, a casa de una tía, para que hiciese sus estudios aquí. No sentía el menor interés por la tierra en que había vivido, ni casi la recordaba. «Yo nací aquí, y me llevaron de niño», y hablaba de sus padres con distancia, aunque de su tía con algo más de calor. No sé por qué me imaginé que su tía debía de ser para él lo que Belinha para mí, pero cuando la conocí resultó ser una mujer grandota y fea, que trataba a Sotero con admiración y daba por supuesto que todo el mundo lo reconocía como el niño más listo que había habido nunca, o casi. «Es que como mi Sotero —solía decir—, entran pocos en libra». La tía de Sotero se llamaba Matilde, tenía una tiendecita en que vendía de todo, desde escobas hasta ristras de cebollas y de ajos: una tiendecita muy limpia, con las maderas del suelo relucientes de puro fregadas, y unas sillitas bajas, de paja, en que me gustaba sentarme. Me trató bien desde el primer día, y parecía gustarle que su sobrino fuese mi amigo. A la tienda de Matilde venían a hacer tertulia tres o cuatro amigas, todas las tardes al caer la luz. Allí no se hablaba más que de Sotero, me daba la impresión de que aquellas mujeres habían venido al mundo para arrodillarse a su alrededor y cantarle alabanzas. A mí me tomaron por testigo de los triunfos de Sotero. «¿Verdad que es el más listo? ¿Verdad que es el que lleva mejores notas? ¿Verdad que será un hombre de talento?». Que yo dijera que sí las hacía felices.

Aquel verano, que fue el del veintitrés, mi padre me permitió invitar a Sotero a acompañarme al pazo miñoto. Previamente había hablado con Matilde, y ella pareció encantada de la invitación, ella y sus cuatro amigas. Sotero apareció con traje nuevo de verano, un sombrero de paja y dos maletitas, una muy pesada, llena de libros. Nos llevó mi padre en su automóvil, con Belinha, y allá nos dejó, en cierta libertad, porque yo había aprobado todas las asignaturas y mi sola obligación era la charla en inglés con la miss, todas las tardes. Lo primero que preguntó Sotero cuando estuvimos acomodados, los dos en la misma habitación, las camas con dosel, fue si en aquella casa tan grande había libros. Le hablé entonces de la biblioteca, que estaba en un ala alejada y en la que yo había entrado pocas veces. Me dijo que había que explorarla a ver si encontrábamos algo que valiera la pena. También me preguntó el porqué de los doseles, que no les veía la utilidad. «Son cosas de los antiguos», le respondí, a falta de una idea mejor. «Los antiguos eran una gente estúpida que no hacía más que esta clase de sandeces. La Revolución francesa acabó con los de Francia, pero ni en España ni en Portugal guillotinaron a nadie ni quemaron los castillos. Así nos va de atrasados». Se me representó inmediatamente el pazo ardiendo, las torres llameando, y Sotero atizando el fuego, pero no se lo dije a él. Al día siguiente lo llevé a la biblioteca. Yo apenas la recordaba: era una habitación inmensa, de techos altos, cubiertas las paredes de anaqueles, con marbetes que anunciaban la clase de los libros allí ordenados: teología, filosofía, literatura latina, literatura clásica, literatura moderna. Y otras varias denominaciones. Sotero pareció, de primera impresión, estupefacto, y hasta un poco mareado, daba vueltas, quería verlo todo al mismo tiempo, se subió a una escalera, leyó títulos en alta voz, títulos que no me decían nada, algunos en latín. «¿Y has llegado a los trece años sin leer nada de esto?». «¡Ya ves!». «Verdaderamente me explico que tu padre te desprecie». Aquello me dolió: «¿Por qué crees que me desprecia mi padre?». «No hay más que verlo». Descendió de la escalera y empezó a curiosear lo que había por los anaqueles bajos, a su altura. Se detuvo en una gran esfera montada sobre un soporte muy labrado, que yo lamenté inmediatamente no haberme fijado antes en ella, pues me hubiera servido de escenario para mis navegaciones y piraterías. «Esto, ya ves, no sirve para nada. Los mapamundis de hoy son de otra manera. Pero es bonito saber cómo veían el mundo los antiguos». ¡Menos mal que encontraba algo plausible! «De todas maneras, hay que volver por aquí. En una sola mañana no se puede saber lo que hay. Habrán hecho un catálogo…». «¿Un catálogo?». «Sí. Una lista de todos estos libros». «Pues no sé…, a lo mejor está en algún cajón, o lo han perdido». Todavía se entretuvo algún tiempo más en los anaqueles que contenían los libros de historia. «Aquí, ya ves, hay buenas cosas. Ya me gustaría tener algunas de ellas». Estuve por decirle que las cogiera, que se las regalaba, pero, no sé por qué, lo callé. Un momento después le dije: «Puedes llevarte alguno a nuestro cuarto, y leerlo allí, si quieres». «Bueno, ya veré». Pero había cogido un volumen bastante grande, encuadernado en tafilete rojo, con mucho oro en las letras del lomo. «Éste lo leería de buena gana, pero está en francés». «Es que mis antiguos lo sabían, y el inglés también». Quedó un poco fastidiado, y devolvió el libro a su anaquel.

Cuando, después de la merienda, le dije: «Bueno, ahora voy a dejarte solo, porque tengo que dar mi clase de inglés», se me quedó mirando un poco sorprendido. «Pero ¿tú estudias inglés?». «Sí. Lo sé bastante bien». Se quedó un rato callado: «¿Me dejas acompañarte?». «Por mí…», le respondí con indiferencia simulada, porque comprendí que se me ofrecía, por vez primera, la ocasión de mostrarme en algo superior a él. «Supongo —añadí— que la profesora no tendrá inconveniente». No lo tuvo. Sotero se sentó algo apartado, pero no demasiado, y no perdió ripio de lo que se decía, aunque no entendiera nada, o yo lo imaginase así. Al terminar la clase, le dijo a la miss: «¿Tendría usted por ahí una gramática inglesa que pudiera prestarme? Sólo para echarle un vistazo». La miss tenía varias, aunque ninguna en español, pero Sotero le dijo que le daba igual en portugués, y se llevó una. Se pasó la mañana leyéndola, y tomando notas en un cuaderno, y cuando le dije si no quería ir a la biblioteca, me respondió con un despectivo «¡Déjame en paz!». Lo dejé, me sentí contento de poder andar solo por el jardín y hacer lo que me diera la gana, sin nadie a mi lado que me advirtiese que aquella clase de juegos y vagabundear sin ton ni son eran cosa de imbéciles: recorrer las veredas, oler las flores, contemplar algunos árboles. Estuvo silencioso durante la comida, no echó la siesta, acudió puntual a la hora de la clase, volvió a escuchar atento. Así pasaron varios días, hasta el primero en que hizo una observación o una pregunta, no lo recuerdo bien, a la miss. Ella lo miró extrañada, pero le respondió, y él hizo en su cuaderno una nueva anotación. A partir de aquel día, siempre preguntaba algo, cosas cada vez más complicadas, o pedía que la miss repitiese una palabra y se la escuchase luego a él, a ver si la decía bien. Y así se pasó el verano. Sotero, con su gramática inglesa en un rincón donde nadie le molestase con preguntas, y yo, libre de recorrer la casa y el jardín, como era mi deseo, o de charlar con Belinha o estar con ella, simplemente, sin hablar, mirándonos de vez en cuando. Ya había llegado septiembre, pensábamos en marcharnos, cuando mi maestro nos dijo, a la hora de la cena, que en España habían pasado cosas, no sé qué de generales. Fue Sotero el que preguntó: «¿Un nuevo pronunciamiento?». «Pues sí, se llama así», le dijo el maestro, un poco sorprendido. «Tenía que suceder», continuó Sotero. «Y tú ¿cómo lo sabes?». «Me lo había dicho alguien que lo sabe todo: “Ya verás como esto acaba en un golpe militar”». «Esto, ¿qué?», insistió el maestro. «Esto, lo de la guerra de África». A mí, esta respuesta ya no me interesó, sino lo que había dicho antes: «Me lo había dicho alguien que lo sabe todo». Quedé un poco desconcertado: sólo Dios lo sabe todo, y lo primero que se me ocurrió fue que Sotero recibía de Dios sus saberes, aunque alguna vez le había oído decir que no creía en Él, y que eso de la religión eran paparruchas de los curas. Había alguien que le enseñaba, alguien que no eran nuestros comunes profesores, aunque ¿quién sabe si alguno de ellos tendría relaciones secretas con Sotero, por aquello de ser el chico listo, el asombro? Empecé a recordarlos, uno por uno, los que habíamos tenido durante aquellos cursos, y ninguno me pareció hombre de saberlo todo, sino cosas: aritmética, gramática, geografía… Ahora me sorprende que mi ingenuidad y mis escasos saberes no se hubieran deslumbrado ante ninguno de ellos, serios, barbudos y extravagantes; pero entonces no se me ocurrían esas cuestiones. Probablemente lo que me sucedió, mientras mi maestro explicaba la sublevación del general, y cómo se había enterado (en Tuy estaba cerrada la frontera), fue que me puse a imaginar en qué perorata de profesor suficiente encajaba la frase aquella relativa al golpe militar, que tampoco se me alcanzaba lo que quería decir. Lo pregunté. Sotero me miró con su habitual desprecio, y mi maestro me explicó que, a partir de aquel día, mandarían en España los militares y mi padre dejaría de ser senador. Yo me encogí de hombros. «Si no es más que eso…». Aquella noche me atreví a preguntar a Sotero, de cama a cama, quién era el que le enseñaba tantas cosas. «Don Braulio», me respondió. «¿Quién es don Braulio?». «Mi maestro de siempre. Ése sí que es un sabio». La cosa quedó ahí, y al día siguiente sólo se habló del golpe militar, porque había llegado un telegrama de mi padre diciendo que se retrasaba unos días el regreso a Villavieja y que ya nos avisaría. Prolongamos la vida veraniega. Una de aquellas tardes, cuando juzgábamos que el regreso no podía retrasarse, Sotero preguntó a la miss si quería examinarlo de gramática inglesa. Ella se sorprendió primero, asintió después, y yo asistí al examen. Sotero sabía tanto como yo, y, en algunas cosas, más que yo. La miss se entusiasmó tanto que le dio un beso, pero a Sotero aquella manifestación de afecto no pareció satisfacerle. «Las mujeres —dijo— todo lo arreglan con besos». Llegó el aviso de mi padre, llegó mi padre mismo, y regresamos a Villavieja. «¿Es cierto, papá, que ya no eres senador?».