I

FILOMENO, NI MÁS NI MENOS, así como suena, con todo derecho, uno de esos nombres que no se pueden rechazar salvo si se renuncia a uno mismo: impepinable por la ley del bautismo y la del Registro Civil, también por la herencia, porque mi abuelo paterno se llamaba así, Filomeno; y mi padre se empeñó en perpetuar, es un decir, aquel recuerdo del pasado, respeto que tenía a la memoria de su progenitor, de quien había recibido, según él, todo lo bueno del mundo y hasta lo que le había acaecido, con absoluta injusticia en lo que a mi madre respecta, que no fue mal acontecimiento, el casarse con ella, aunque poco duradero: como que decidió marcharse de esta vida, quiero decir mi madre, cuando me trajo a ella. Hace de esto mucho tiempo, y la ciencia carecía entonces de los remedios de que ahora disponen las parturientas con fiebres puerperales. ¡Ah, si yo hubiese nacido cuarenta años después, sólo cuarenta años! ¿Qué hubiera sido de mí? ¿Me vería en el trance de escribir estos recuerdos? Por supuesto que no; pero, a cambio, me habrían mecido los ojos ignorados de mi madre, y no los de Belinha, tan luminosos; me hubieran cantado nanas en gallego y no baladas portuguesas, viejas baladas salidas del fondo de los siglos. Los ojos de mi madre, al parecer, eran azules, como los de todos los Taboada, que yo heredé; gente de raigambre sueva, altos y rubicundos, con el pelo tirando a rojo y tendencia a las pecas. Pero los de mi abuela materna eran de un verde profundo, y desde que nací me acostumbraron a obedecerla con mirarme nada más. ¿Le hubiera gustado a mi madre el nombre de Filomeno? Imagino que no. Me atrevo incluso a pensar que, de haber vivido, aunque fuera sólo un mes, después de mi nacimiento, se habría opuesto a que encima de su hijo, y para siempre, echaran semejante marbete, por mucho que el recuerdo de mi abuelo lo impusiese desde su oscura ultratumba. Pero, de verse obligada a transigir, lo más probable hubiera sido que me encontrase algún diminutivo aceptable y al mismo tiempo cariñoso y ocultador. Muchas veces me entretuve en fantasear sobre cuál hubiera sido. ¿Meniño, por ejemplo? Tiene el inconveniente de que, por mucho que se pueda entender como diminutivo de Filomeno —Meno, Meniño—, no deja por eso de significar «niño» en gallego y en portugués, de ser un sustantivo válido para todos los niños del mundo, lo cual habría sido igual que zambullirme en una inmensidad sin diferencias. Pues otro no se me ocurre, la verdad. ¿Filliño? La gente me llamaría Filliño, que comparte con Meniño la misma sustantividad indeterminada. No, no. Ninguno de los dos. Mi abuela lo resolvió llamándome siempre por el segundo nombre, Ademar. Si Filomeno fue imposición de mi padre, Ademar lo fue de mi abuela, con amenaza de desheredarme si no lo aceptaba. Ademar me corresponde con el mismo derecho que Filomeno, aunque interpuesta una generación más, pues había sido el nombre de su padre, mi bisabuelo, Ademar Pinheiro de Alemcastre. Muchas veces he pensado que Freijomil y Pinheiro allá se van, sin darme cuenta de que las cosas cambian mucho si se pasa la raya, ya que, según lo acostumbrado en Portugal, Pinheiro le venía a mi bisabuelo por su madre, y lo que valía era el Alemcastre, no tan antiguo como los pinos, pero sí más ilustre, ya que procedía de ciertos príncipes Lancáster que, en la Edad Media, habían venido de Inglaterra a Portugal y allí se habían quedado, aunque acomodando el nombre al alma portuguesa. Confieso, y lo pongo a guisa de paréntesis, que a mí lo de Alemcastre me gustó siempre, aunque no por lo de la prosapia británica, real por los cuatro costados, que establece cierta tenue relación entre los dramas de Shakespeare y yo, sino por ese «alem» que le habían añadido, una palabra fascinante que, aunque coincida en su significación con el «plus ultra» latino, no es lo mismo. Los conceptos, al marcharse del latín, reciben cargas semánticas como de una especie de electricidad añadida, que los hace más amables o más duros, incluso, a veces, misteriosos: «O alem» es, en efecto, el más allá, lo mismo que el plus ultra. Pero ¿qué más allá? ¿El meramente ambicioso, el meramente geográfico? Leí en alguna parte que el emperador Carlos V, cuando se enteró de que había heredado las coronas de España, escribió en el cristal de una ventana, con el diamante de un anillo, las palabras «plus ultra»; pero aquel Carlos de Gante era un príncipe con aspiraciones al parecer ilimitadas, y yo soy un señorito de provincia que oculta con cautela un poeta reprimido. Para mí, «O alem» no es un más allá marcado por horizontes de mar y cielo, sino de misterio, y así he pensado siempre que llevaba el misterio conmigo, como un regalo con el que no sabía cómo jugar.

A mi abuela Margarida, como dije, lo de Filomeno le disgustó desde el principio, pero tampoco el Freijomil le hacía gracia. Yo era, por mi madre, Taboada, lo cual, unido a la retahila portuguesa, quedaba en Taboada Tavora de Alemcastre: como para ponerlo en las tarjetas. Mi abuela, alguna vez, me dijo: «Yo vengo, por mi padre, de reyes, y por mi madre, de queridas de reyes». Pero cuando me llevaba a su pazo de los valles miñotos y pasábamos la raya en un coche tirado por seis caballos, yo dejaba de llamarme Filomeno Freijomil para quedarme en Ademar de Alemcastre: el Taboada y hasta el Tavora se diluían en el aire húmedo, y en aquel valle verde la gente que venía al pazo me llamaba «O meu meninho de Alemcastre», si no era Belinha, que me llamaba simplemente «O meu meninho»: lo cual hacía feliz a mi abuela, aunque no lo confesase. El pazo de Alemcastre me gustaba porque podía perderme en él y traspasar las puertas del misterio sin salir de sus paredes, que no eran cuatro, sino quince o veinte, no las conté nunca: se cruzaban, entraban, salían, iban formando esquinas, rincones, avanzadillas: las unas de perpiaño, otras de piedra menuda y formidables marcos de granito, y hasta las había de ladrillos combinados a la manera mudéjar. Después supe que el pazo resultaba así de abigarrado a causa de impensadas superposiciones, añadidos exigidos por los cada vez más prolíficos Alemcastres; uno hubo que engendró veinte hijos, entre bastardos y legítimos; y otro, dieciocho en una sola mujer. Además, la costumbre de la familia era que las solteras se quedasen en casa: como a los Alemcastre les había dado por el volterianismo, no sentían el menor interés por los conventos de monjas, salvo si había que raptar a alguna especialmente hermosa, que varias hubo, en conventos cercanos y lejanos, y hasta dicen que se dio el caso de una expedición marítima, partida de Viana do Castelo, para robar a una monja del Brasil, cuya reputación había atravesado los mares y espoleado el deseo de un Alemcastre, pero quizá en este cuento haya algo de exageración y se tratase solamente de una monja de Cabo Verde.

Heine acusaba a Goethe de callarse la historia de su familia paterna, porque era de modestos artesanos, sin ningún burgomaestre que traer a colación. Mi caso se parece al de Goethe, pero no puedo dejar de hablar de mi abuelo Freijomil, menos aún de mi padre, porque sin ellos yo sería inexplicable. Y no se trata de una explicación biológica: estos rasgos o aquéllos les pertenecen, porque como ya dije, salí a los Taboadas: ni Alemcastre ni Freijomil. Se trata de una cuestión biográfica en cuyos términos las influencias del hado son bastante visibles. A veces, los hados toman la forma de una voluntad tozuda al servicio de una idea elemental: ése fue el caso de mi abuelo Filomeno, cartero rural en una zona montañosa vecina de Zamora y Portugal, lo cual le permitía meter alijos de contrabando con cierta facilidad: nadie como él conocía los senderos secretos, los vericuetos olvidados. Mi padre, para ir a la escuela, tenía que recorrer a pie dos o tres millas, con lluvia, con nieve o con un sol de justicia, que ya tenía su mérito; pero lo hacía de buen grado porque la escuela le gustaba y porque, si en la aldea no era más que el hijo del cartero, en la escuela capitaneaba a sus treinta o cuarenta compañeros: sabía más que todos y casi tanto como el maestro; ese monstruo que no sólo recita de memoria la lista de los reyes godos, sino que también saca con éxito los más difíciles problemas de la aritmética. Además, era bastante guapo, si bien (supongo) un poco tosco por el ambiente: de lo que algunos rasgos conservó toda su vida, como sus grandes manos. El cura le dijo una vez a su padre que a aquel muchacho había que darle estudios, y que estaría bien mandarlo al seminario, pero mi abuelo encontraba las sotanas demasiado largas y demasiado parecidas a faldas (a lo mejor fueron otras las razones, pero yo imagino éstas, porque ¿qué más podría querer el cartero Freijomil que su hijo fuese cura?). Tampoco es imposible, según ciertos barruntos, que no le fuesen simpáticos los abades con ama y una recua de sobrinas. Mi abuelo Filomeno, no es porque fuese él, no sólo acataba las reglas de la sociedad, sino que las defendía: cada cual en su sitio y yo en el que me corresponde; con ciertas excepciones relacionadas con su único hijo, que también tenía su sitio, aunque nadie lo supiese aún. Así es que respondió a la propuesta del preste que, estudios sí, pero laicos, y que como él había reunido unos miles de reales, le parecía mejor mandar al chico a que estudiase en el instituto de la capital. Mucha gente pensó que, con aquella operación, mi abuelo, tan sensato en todas sus decisiones, sacaba los pies del plato y apuntaba a unas alturas fuera del alcance de su escopeta; pero, cuando llegaron a la aldea noticias de que mi padre, en el instituto, no sólo era el primer alumno de su curso, sino que además la gente lo encontraba cada vez más guapo, empezaron a aceptar la posibilidad de que, sin salirse del mundo que le correspondía, aspirase a oficial de correos, que no era moco de pavo: quince duros al mes, por lo menos, y vestir de señorito. Pero mi abuelo sonreía: «Oficial de correos, sí, sí». Mi padre salió bachiller, y el director del instituto, en el acto de clausurar el curso y entregar los diplomas, se refirió a él como a un muchacho de extraordinaria capacidad, digno de la más alta fortuna, de la cual le distanciaban de momento ciertas dificultades, no como a algunos mastuerzos que, por ser hijos de ricos, ya estaban pensando en matricularse en la universidad. Nunca he logrado saber cómo se las compuso aquel buen hombre para meter a mi padre de alumno interno en la universidad de los frailes de El Escorial, pero, por lo que supe después, referido a otros casos, allí admitían una especie de fámulos de niños ricos que también estudiaban. Probablemente mi padre fue uno de ellos, y, entre clase y clase, limpió zapatos y cepilló chaquetas, probablemente a conciencia, como lo hacía todo; pero jamás he poseído informes que me permitiesen imaginar la vida que hacía en aquel lugar selecto. Pasó en El Escorial cinco años, sin siquiera venir durante las vacaciones, si no fue una o dos veces, durante todo aquel tiempo, y tan adelantado en los estudios y en la vida, que ya el distante era él, tan serio y suficiente, y todos los de la aldea, incluido el cura, le consultaban sobre las cosas más dispares, lo mismo de lindes que de sembrados. Lo que sí sé es que, al terminar la carrera, trajo consigo una carta de presentación del prior del monasterio para el obispo de Villavieja del Oro. Fue a visitarlo, tuvieron una larga conversación, y de allí salió que mi padre tomase a su cargo las finanzas del obispado, que andaban bastante revueltas, y las puso en orden en un santiamén, cosa de meses nada más: viviendo en el obispado, eso sí, y comiendo a la mesa del obispo. De dónde su fama. Aunque guapo y bien plantado, era modesto y discreto, o al menos se portaba como tal: no sé por qué, no todo debían ser virtudes, sino cautelas, porque no había olvidado la humildad de sus orígenes, que todavía podían echarle en cara como defecto y no como mérito. De las finanzas del obispo pasó a las del casino, que también andaban mal, y este segundo éxito le proporcionó un puesto de importancia en la caja de ahorros, recién fundada con la mejor voluntad, pero donde todo andaba manga por hombro. Poco tiempo tardó en ser el director, con la confianza del presidente y de la Junta Directiva y el entusiasmo de los impositores, que lo consideraban la garantía de su tres por ciento. Fue entonces cuando la gente empezó a olvidarse del cartero rural, que, al fin y al cabo, quedaba lejos, en un valle perdido que la nieve aislaba en el invierno, y que jamás venía a la capital, quizá por no cansarse de hacer a pie el viaje. Ignoro qué relaciones mantuvieron en vida, el padre y el hijo, pero supongo que fueron buenas, al no tener noticias de que en ningún momento no lo hayan sido. También ignoro cuándo murió mi abuelo, pero, en todo caso, fue antes de mi nacimiento, pues se me puso Filomeno en el bautismo como recordación no sé si por cariño o por justicia. Por supuesto, no hubo la menor dificultad para que mi padre fuese socio del Casino Liceo, de cuya junta llegó a formar parte e incluso a presidir, pero esto acaeció unos años después, cuando las cosas habían cambiado mucho y no sólo era ya el viudo de la chica de Taboada, sino el yerno de doña Margarida de Tavora, casi nadie, toda la Historia de Portugal detrás. Un yerno con el que la suegra no había transigido nunca. En otras condiciones, el parentesco se hubiera difuminado, ella en su pazo miñoto, él en sus Cortes del Reino; pero ya andaba yo por el medio, testimonio viviente de un episodio que en principio consideró doña Margarida una catástrofe, aunque al final quizá no.

Cómo mi padre se casó con la chica de Taboada son, en cierto modo, varias historias falsas, aunque exista también la verdadera. El responsable de las historias falsas fui yo, y se parecen a la verdadera no sólo en el argumento, que es el mismo, quiero decir, el matrimonio, sino en que todas se olvidaron, poco a poco, conforme el hecho quedaba lejos, por mucho que yo intentase que su recuerdo no se borrara jamás, o, al menos, mientras yo duraba. Pero en aquellos tiempos maravillosos de mi juventud, la historia verdadera me abrumaba con su vulgaridad, con su estricta legalidad dentro de ciertas irregularidades, y necesitaba redimirla de algún modo. Me daba la impresión de que mis padres, pudiendo haber vivido una novela, se habían contentado con el protagonismo de una gacetilla social en la segunda plana de un diario de cuatro. Corría el año del planeta… Pero me conviene contar, para que se me entienda, algunos antecedentes. Uno de ellos, que la casa en que vivía mi abuela, la de los Taboada, y es aún la mía, se levanta en la ciudad vieja, frente al palacio del obispo, con portada de más lujo, y almenas decorativas (quizá simbólicas) en el lienzo de pared más viejo y carcomido. Entre obispos y Taboadas hubo siempre relaciones, buenas las más de las veces, algunas malas. Cuando las cosas iban bien, estaba abierta la puerta frontera al palacio episcopal; cuando eran malas, esta puerta se cerraba y se abría la otra lateral. Entonces la gente decía: «Los Taboada están a mal con el obispo», y nadie venía en demanda de recomendaciones. Pero en los tiempos de paz, el obispo atravesaba la calle todas las tardes y tomaba el chocolate con los Taboada de turno. Ese turno le llegó también a mi abuela, que no tomaba chocolate, sino té, como portuguesa que era, pero hay que decir en su honor que jamás obligó a los obispos a cambiar de costumbres e insertarse, aunque sólo fuera por el líquido de una taza, en los negocios del imperio británico. Doña Margarida tomaba té, y el obispo, chocolate, y todos en paz. El obispo, cuyas finanzas había ordenado mi padre, tuvo cierta intervención decisiva en el asunto del matrimonio.

La chica de Taboada, madre mía que nunca conocí, en cuanto chica atractiva, no era ni fu ni fa: más o menos del montón, pero ninguna otra de Villavieja del Oro la igualaba en prosapia, y en cuanto a recursos propios, no andaba mal. Por lo pronto había heredado de su padre no menos de siete pazos repartidos por diversos lugares de la provincia, y de doña Margarida debería heredar, no sólo el pazo miñoto, sino cierta fortuna en acciones depositadas en un banco de Londres. ¿Por qué, a pesar de esa fortuna, carecía de pretendientes? Quizá no se atrevieran con tanto pasado ilustre los muchachitos de Villavieja, ni siquiera los más linajudos, o quizá simplemente porque, a pesar de todo, la chica no les gustase. Pero se me ocurre que la dificultad mayor era doña Margarida, aquella especie de dragón de ojos verdes más temida que respetada. Nadie hubiera esperado ni aun imaginado que mi padre le pusiese los puntos a la hija de semejante estantigua. Sin embargo, nada más lógico. La opinión popular confería a mi padre la posesión de la cantidad mayor de inteligencia de toda la provincia, una cantidad realmente abusiva, según algunos, e intolerable, según los envidiosos, que nunca faltan, y se esperaba de él, no ya que saliese diputado, sino senador del reino: bastaba que se lo propusiese, o que le conviniese a la gente que le rodeaba y aprovechaba sus saberes. Imagino que él comprendió la necesidad de un fundamento social más firme que la inteligencia en ejercicio, o que la humildad de su origen le empujaba a ascender (discretamente) a estamentos más altos, según su padre apeteciera. Se fijó en mi madre, la cortejó. Doña Margarida, al enterarse, dijo a su hija que no, pero esto no fue lo grave, sino que, una de aquellas tardes de chocolate y té, el obispo le preguntó que por qué se oponía al noviazgo de su hija con aquel caballero de tan brillante porvenir y de tan agradable presencia. Ella le respondió que porque era hijo de un cartero rural. «Señora, yo soy hijo de un guardia civil, y hace varios años que me invita usted a tomar el chocolate de igual a igual». Por si era lo mismo o no lo era, discutieron. Mi abuela, en un momento que resultó ser teatralmente cumbre, dijo al obispo que, que se supiera, jamás ningún prelado, ni siquiera portugués, había superado a un Alemcastre en posición social, si no eran algunos hijos de reyes que, por razones de Estado, habían tenido que aceptar la prelatura, aunque con ciertas libertades en sus vidas privadas; pero éstos eran meras excepciones. El invitado se levantó, no sin apurar el chocolate que quedaba en la jícara (rasgo que mi abuela consideró siempre como señal de ordinariez), y se marchó. Doña Margarida mandó cerrar detrás de él la puerta del zaguán, pero no abrió la pequeña, sino que cogió a mi madre y se la llevó a uno de los pazos que le venían por la rama de los Taboada, no demasiado lejos de Villavieja, pero sí lo suficiente como para que resultase fastidioso hacer el camino a pie. Pero éste fue su error. Sucedía cuando empezaban a aparecer, sorprendentes y ruidosos, los automóviles, y, en Villavieja, algún extravagante rico había comprado uno. Que lo comprase también mi padre no fue considerado, sin embargo, como extravagancia, sino como la cosa más natural del mundo, tratándose de un hombre de reconocida relevancia, llamado a las más altas magistraturas. Mi padre, todas las tardes, después de su inteligente manejo de las finanzas provinciales, se metía en el coche y partía, a treinta kilómetros por hora, en dirección desconocida. «Va a pasear sus tristezas», pensaba la gente, o «Va a ahogarlas en ruido», podían pensar también, pero a lo que iba mi padre era a verse clandestinamente con su novia, una criada cómplice y testigo de las entrevistas. Esto no duró mucho. Mi padre visitó al obispo, tuvieron una larga conversación, y el obispo le dio ciertos consejos. Una de aquellas tardes, mi padre regresó de su viaje con mi madre y la criada de añadidura, y, con todas las de la ley, depositó a la chica de Taboada en casa de una tía carnal a quien mi padre había hecho ciertos favores, y a la que el prelado había dado instrucciones. Pocos días después, el obispo los casó, y mi abuela cruzó la frontera y se refugió en su pazo miñoto, del que no regresó hasta la muerte de mi madre, cuando supo que había quedado un hijo del que alguien tenía que hacerse cargo. Y fue de esta manera como se apoderó de mí. Dominó mi vida mientras vivió, y la sigue dominando desde el misterio al que se marchó hace tiempo, único acto de su vida acontecido contra su voluntad. Cómo mi padre accedió a separarse de mí, parece ser que se debe a la amenaza de mi abuela de meterse en un convento, y dejarlo todo a las monjas.

Como se ve, la historia como tal cuento de amor, es de una legalidad decepcionante. Por eso, cuando empecé a tener sentido estético de la vida, me decidí a reformarla, en algunos detalles, a añadirle algún que otro ingrediente romántico o, al menos, dramático. Por lo pronto, hice de mi madre una belleza fascinadora, y de mi padre, que también había muerto, un genio oprimido por la estrechez provinciana, que se había llevado a la tumba nada menos que los únicos planes posibles de la regeneración económica de España. Eliminé del rapto toda legalidad y, por supuesto, toda intervención episcopal, si bien nadie, entonces, creyó jamás que un hombre tan legal como mi padre hubiera cometido un desaguisado, aunque lo justificase la pasión. Menos aún creyeron que mi madre hubiese ido embarazada al matrimonio, y recuerdo que cierta vez, con la complicidad de las estrellas y el champán, conté a unos amigos la historia de mi nacimiento clandestino en el pazo miñoto de mi abuela. «¡Ganas que tienes de ser un verdadero portugués!», me dijeron. Mis imaginaciones chocaban contra los datos objetivos y constantes de las fechas del matrimonio de mis padres y de mi nacimiento, y no digamos con la noticia recogida por la prensa local de que el ilustrísimo señor obispo de la diócesis había bendecido los amores entre el famoso abogado don Práxedes Freijomil y la bella señorita Inés Taboada y Tavora de Alemcastre. ¡Casi nada! Estoy, sin embargo, persuadido de que mis antepasados, desde su alem, aprobaron mis ficciones. Por lo menos los portugueses, que siempre tuvieron un sentido más romántico del amor y la aventura.

Carecía de él mi abuela Margarida. Nunca conocí a nadie menos sentimental, más incapaz para la ternura. Bien es cierto que su sequedad la suplió, durante algunos años, cierta nodriza un poco oscura que me crió a sus pechos, Belinha, que me dormía cantándome canciones tristes en un portugués armonioso. Vivíamos la mitad del año en el pazo miñoto, la otra mitad en la casa de Villavieja. Entonces me llevaban a que viera a mi padre, a quien recuerdo como un hombre severo y estirado, aunque joven, que no sabía besarme. Ya había llegado a senador, viajaba con frecuencia a Madrid, y me traía juguetes que me dejaban indiferente, pero lo que a mí me hacía feliz era perderme por los vericuetos de aquellas viejas casas, la de Taboada y la de Alemcastre; perderme y explorar sus misterios. La casa de Villavieja los tenía también, pero no tantos, o, al menos, lo eran de otra manera, menos accesibles a mi fantasía, porque estaba en la ciudad, esquina a dos calles empedradas de losas que brillaban con la lluvia, y, en cambio, el pazo de Alemcastre emergía de un bosque de especies raras, traídas de las cuatro esquinas del mundo; era una sorpresa súbita, como un susto, con sus torretas y sus pirulitos, un desafío a la razón y un regalo para la fantasía.

Mi abuela, por su gusto, me hubiera mandado a una escuela inglesa de las más caras, de esas que son para el resto de la vida como una tarjeta de visita y que obligan al uso de una corbata como identificación; pero sabía que allí pegaban a los niños, y ella afirmaba que nadie en el mundo podía pegar a su nieto más que ella, y ella no tenía muchas ganas de hacerlo, aunque el nieto mereciese algún azote. En esos casos le decía a Belinha: «¡Dalhe no nabo!», pero Belinha la miraba tiernamente, implorante, me cogía en brazos y escapaba a la orden y a la mirada. Pues por eso de los azotes ingleses, ante la exigencia de mi padre de que me enviase al colegio, fue por lo que se le ocurrió a mi abuela traerme un maestro español y una miss, pagados de su bolsillo: del de mi padre no quería recibir ni un mal ochavo. El maestro me enseñaba a leer en español y, la miss, en inglés. Llegó un momento en que empecé a armarme líos con una lengua y otra, y resolvía el conflicto hablando en portugués, lo que encantaba a Belinha y a mi abuela no parecía disgustarle, pero que desesperaba a mis pedagogos; los cuales tuvieron que ponerse de acuerdo y celebraron varias reuniones estrictamente profesionales de las que salieron unas relaciones secretas que no lo eran tanto: lo mismo yo que Belinha habíamos descubierto que el maestro acudía, nocturno, a las habitaciones de la miss. Belinha sabía para qué: yo todavía lo ignoraba, pero Belinha me decía que me callase, y se reía.

Cuando ahora reflexiono sobre los recuerdos de aquellos años, recuerdos cada vez más nítidos y precisos, como si los hubieran restaurado, me doy cuenta de que, entre el mundo y yo, había dos puentes: por el uno me evadía a las cosas y a los ensueños: era el pazo miñoto, con sus intrincaciones; por el otro me relacionaba con las personas. A Belinha le cupo esa función durante muchos años, casi todos los que duró, aunque de distinto modo, según nuestras edades. Me dejaba acostado con el quinqué encendido, en aquel lecho enorme, enorme incluso para dos, en el que podía perderme, por el que podía realizar expediciones a los desiertos remotos y, por supuesto, dormir. Pero lo que realmente me absorbía era el examen de los dibujos tallados en la cabecera, en los arabescos de la colcha. Nunca alcancé a ver mayor cantidad de laberintos, todos distintos, interminables. Fueron muchos los años en que mis ojos, también mis dedos, los recorrieron, y creo no haberlos agotado: en cada uno de ellos vivía una aventura, pero mi imaginación no inventaba aventuras bastantes, de modo que, con frecuencia, la que empezaba en un laberinto acababa en el de al lado. Los había también en los damascos del dosel sostenido por columnas de bronce, pero quedaban altos y eran monótonos, iguales los unos a los otros, repetidos. Cuando Belinha calculaba que me había dormido, entraba y me apagaba la luz, después de dejarme bien arropado, o de comprobar que no sudaba si era verano. Alguna vez, entre sueños, la oí llamarme, no sólo «Meu meninho», sino también «Meu filhinho». El suyo había nacido muerto, y la leche a él destinada me había nutrido a mí.

Belinha me despertaba después de haber abierto las maderas, me llamaba con voz queda y melodiosa, no «¡Filomeno!», sino «¡Ademar, meu meninho!». Yo remoloneaba hasta acabar abriendo los ojos, y era entonces cuando ella se despechugaba y ofrecía al juego de mis manos sus tetas morenas, en las cuales hurgaba con la complacencia sonriente de Belinha, durante un tiempo que yo no sentía pasar, ni tampoco ella, hasta que de repente se asustaba y me decía que mi abuela me estaría esperando para tomar el desayuno. Entonces me bañaba, me vestía y me llevaba en brazos hasta la puerta misma del salón. Allí me dejaba en el suelo, y yo entraba solo y saludaba en inglés. La miss estaba allí, el pedagogo también, y con un mero juego de miradas entre ellos y mi abuela aprobaban o desaprobaban mi comportamiento. El examen de mis uñas y de mis orejas correspondía a la miss, y como a veces Belinha se hubiera descuidado en aquellos miramientos, mi abuela la mandaba llamar y le mostraba las uñas sucias y los oídos encerados. Belinha se avergonzaba, me llevaba con ella, y, llorando, remataba la obra de limpieza y me devolvía al trío, reluciente yo y satisfecha ella. Estoy persuadido de que mi abuela estimaba a la miss, tan correcta y cumplidora de sus obligaciones (si no era por las noches, aunque ¡quién sabe!), pero a Belinha la quería porque Belinha me quería a mí, y sucedía algo así como si mi abuela le hubiera transferido todas sus obligaciones sentimentales. Después del desayuno, el dúo pedagógico me tomaba a su cargo, y aunque mi abuela les hubiera dicho que a un futuro caballero como yo, con que supiera portarse, hablar bien y algo de Historia, le bastaba, ellos ampliaban mis conocimientos cada uno según sus preferencias. Cuando estábamos en Villavieja del Oro, mi padre, que solía hablar con ellos, insistía en preguntarles si creían que yo, de ser alumno de un colegio como otro niño cualquiera, y no mimado de una vieja disparatada, podría ser el primero de clase. La obsesión de mi padre era aquélla, y la padecí cuando, años después, muerta doña Margarida, mi padre me tomó a su cargo (en cierto modo y por criados interpuestos) y me matriculó en el mismo instituto en el que todavía, según él, se le recordaba como alumno sobresaliente. Mi abuela me había dicho mil veces: «Tu obligación en la vida es repetir la figura de tu abuelo Ademar», y la figura de Ademar de Alemcastre había presidido, como meta a la que se me encaminaba, bastantes años de mi vida. La meta, cuando caí bajo la férula de mi padre, no era un hombre concreto, sino una noción relativa: ser el primero de la clase, el primero del curso, el asombro del profesorado; y después, el primero de la ciudad y su asombro. Pero de esto ya hablaré más tarde.

Por aquel tiempo de mi niñez, la gente andaba metida en una guerra de la que yo oía hablar como de tantas cosas que no entendía. Lo curioso fue que la imaginaba como una pelea de mozos de aldeas rivales, al final de la cual los vencedores aturuxaban. Mi pedagogo era partidario de una de las aldeas, y por eso se llamaba a sí mismo germanófilo; la miss apostaba por la aldea contraria y la contienda se dirimía diariamente en mi presencia ante un mapa con unas líneas trazadas por encima con tintas de distintos colores: el rojo era el de la miss; el negro, el del maestro. Y no me explico por qué cada vez que uno de ellos decía que su bando había vencido, no aturuxaba también. A mi abuela, aquello de la guerra le traía de mal humor, no porque fuese partidaria de unos o de otros, sino porque tenía proyectado llevarme a Londres, y mientras duraba la guerra no podíamos ponernos en viaje. Tampoco me explicaba el porqué, aunque oyese decir que ya no se podía navegar sin peligro. ¿Qué era navegar? El maestro me hablaba de los mares, me los enseñaba de lejos, desde una de las torres del pazo: la mar remota, más allá del estuario del Miño, siempre con lluvias o con nieblas que no dejaban ver el horizonte. Pero yo no metí los pies en ella hasta la primera vez que me llevaron a Lisboa. Entonces quedé deslumbrado para siempre, con deseos, no de meterme en un barco, sino de ser el barco mismo. Y lo fui muchas veces. Mientras duró la espera, que fue bastante tiempo. Mi abuela me llevaba con frecuencia a Lisboa, me paseaba por las avenidas, me enseñaba esto y lo otro, y, por una calle que llamaban del Alecrim, cuando subíamos la cuesta, me decía muy seria, como si pudiera ser cierto, que al hacerlo en su juventud su padre, don Ademar, las casas se quitaban los tejados para saludarlo: mucho tardé en comprender el significado de aquella hipérbole, pero entonces ella no vivía ya, y cuando ascendía por la rúa del Alecrim, ninguna casa se quitaba el tejado a mi paso, ni siquiera lo insinuaba: me alegro de que ella ya hubiese muerto, porque le habría disgustado hasta la humillación la indiferencia de las casas lisboetas a mi paso. Me habría dicho quizá: «He pretendido inútilmente que repitieses la figura de mi padre. Estás condenado a ser toda tu vida un vulgar Filomeno Freijomil». Ella no tuvo ocasión de decirlo, pero sí yo de sentirlo y de pensarlo.

La guerra terminó, por fin, y aunque no aturuxó, a la miss se le notaba que habían ganado los suyos. No se me ocurrió averiguar, si, como consecuencia de la victoria, cerraba a mi maestro las puertas de su cuarto. Tampoco debió de averiguarlo Belinha, porque nada me dijo, aunque no deja de ser posible que lo supiese y lo callase, porque no era chismosa ni tampoco fisgona, salvo en lo que a mí pudiera referirse. Un día mi abuela nos anunció que marchábamos a Londres. No dijo quiénes la acompañaríamos, pero se daba por sentado que yo iría con ella, y Belinha, ante mi temor de dejarme a solas con la vieja durante un tiempo que no sabíamos lo que iba a durar, me consolaba asegurándome que doña Margarida no podía prescindir de ella para ciertos menesteres a los que no estaba acostumbrada ni se acostumbraría nunca, como los de acostarme y despertarme. Supuse que lo decía pensando en que la abuela no tenía tetas para que yo jugase por las mañanas, mientras me espabilaba, pero después descubrí que no se trataba de eso. Resultó finalmente que no sólo Belinha era de la compañía, sino también la miss, y que al maestro le dio unas vacaciones con el sueldo adelantado para que se fuese a su pueblo mientras nosotros estábamos ausentes, y lo hizo sobre todo como cortesía hacia un hombre que en toda ocasión mostraba su inquina contra los ingleses, a causa, al parecer, de un lugar llamado Gibraltar, cuya situación exacta yo ignoraba, por mucho que me lo señalase en los mapas. ¡Allí había nacido la miss, precisamente! Por aquel tiempo yo no había acertado a comprender cómo en aquellos papeles que desplegaba encima de la mesa para indicarme dónde estaba la China, podían haber resumido la tierra entera, que, no sé por qué, había concebido siempre como muy grande; más, bastante más, que la distancia entre Villavieja del Oro y Lisboa, que era, de todos los terrestres, el camino que mejor conocía. De manera que durante dos o tres días se pasaron las tres mujeres liando sus petates y los míos. Debo decir que, con ocasión del último de los viajes a Lisboa, mi abuela me había comprado media docena de trajes, abrigos, impermeables y gorras con cintas de los barcos ingleses: unas gorritas blancas muy divertidas pero que, según Belinha, no me sentaban bien; de modo que, a pesar de gustarme, yo sentía hacia ellas bastante antipatía, y cada vez que me obligaban a ponerme una, corría al espejo a ver si me favorecía o si me transformaba; pero yo no notaba que me hiciese más feo de lo que era, de modo que mi antipatía no tuvo más fundamento que el disgusto de Belinha. Cuando los equipajes estuvieron dispuestos, nos marchamos a Lisboa, una vez más. El maestro nos acompañó mientras pudo, y al despedirse de la miss se emocionó bastante, tanto que mi abuela lo consideró indecoroso, según le oí decir a espaldas de aquella señorita entristecida que lloraba cuando no la veía nadie (yo no era nadie para ella), a pesar de que se iba de viaje a su Inglaterra. Nos embarcamos en un paquebote inglés, inmenso como un pueblo, allá en Lisboa, y al pisar la cubierta, la miss pareció más animada, sobre todo por el hecho de que hablaba el inglés mejor que la abuela, mientras que yo apenas si lo balbucía: de Belinha, ni siquiera acordarse, pues a ella no se le podía sacar de su portugués miñoto, a pesar del mucho tiempo que pasaba con nosotros en Villavieja del Oro, y de que allí tenía amistades. Pero unos en gallego, ella en portugués, más o menos se entendían. Lo que pasó en el barco fue que mi abuela se mareó en cuanto empezamos a navegar; que a la miss le sucedió otro tanto y que los únicos que aguantamos fuimos Belinha y yo, pero Belinha tenía que compartir mi cuidado con el de las mareadas, y aunque a mi abuela le sirviese de buen grado, a la miss lo hacía a regañadientes, y luego venía a contarme, o más bien a pensar en alto en mi presencia, que no entendía cómo el maestro se había enamorado de aquel montón de huesos y de aquella carne rosada, que parecía la de «urna porquinha fomenta». Y toda la belleza de su cara de muñeca era pintura, y mareada y vomitando daba asco. El viaje duró al menos cinco días. Atracamos en un muelle de Londres, después de subir por un río y contemplar unas campiñas verdes con las casas muy arregladas, y alguna que otra vaca por el campo. Londres, desde el barco, me pareció demasiado grande, más que Lisboa, y, no sé por qué, tanto ir y venir de coches, tanto ruido de grúas, tanta carga y descarga, me dieron miedo. Por fortuna, nada más que bajar la pasarela nos esperaba un coche con un cochero demasiado tieso; la miss le dijo algo, y nos llevó a un hotel que no me disgustó, porque me recordaba alguna de las habitaciones del pazo miñoto, si bien los sirvientes fuesen más estirados y vistiesen todos de señoritos, y no de aldeanos, como los criados de mi abuela. A mí me llamaron, desde el primer momento, el «pequeño señor», pero en inglés, the Hule lord, y lady a mi abuela. A la miss la trataban como a una igual, y a Belinha, ni mirarla. Le dieron la misma habitación que a mí, para que no me sintiese solo por las noches, pero, cosa curiosa, durante el viaje, con el ajetreo de atender a ésta y a la otra, habíamos olvidado el rito de los juegos matinales, y allí, en Londres, a pesar de dormir tan cerca ella de mí, no se repitieron, supongo que por olvido, porque si yo los hubiese reclamado ella no se habría negado. Pero imagino que jugar con las tetas de Belinha, lo imagino ahora, se relacionaba con los ambientes del pazo y de la casa de Villavieja, que en aquella habitación tan solemne a la que no acababa de acomodarme, sobre todo por el ruido nocturno, no cuadraba aquel juego; y no es que hubiéramos descubierto el pudor, porque ella, como siempre, me bañaba desnudo cuando me tocaba bañarme.

La razón de aquel viaje a Londres habían sido los intereses de mi abuela: arreglarlos le ocupó varios días, o mejor, varias mañanas, durante las cuales yo quedaba al cuidado de Belinha y de la miss, que nos llevaba a los parques, aunque lloviese, o la niebla no dejase ver los árboles, o a visitar iglesias y palacios, que, al parecer, yo tenía necesidad de conocer. Hablaba conmigo en inglés, y, Belinha, como si no existiese. Lo que a mí me contaba aquella miss, al parecer por encargo expreso de mi abuela, era la historia de las luchas entre los York y los Lancaster, que entonces me enteré de que también se llamaba la guerra de las Dos Rosas, que me dejó la impresión de que mis antepasados habían sido unos bárbaros que no pensaban más que en luchar y en matarse los unos a los otros. Pero cuando mi abuela dejó arreglados sus negocios, las cosas cambiaron, de repente: alquiló un gran automóvil, con chófer, nos metíamos en él, y hacíamos viajes para visitar las iglesias donde mis antepasados estaban enterrados y también los castillos en que habían vivido. De aquellas iglesias me quedó una fuerte impresión de luminosidad; de los sepulcros visitados, el que todos eran iguales; a mi idea de que los Lancaster habían sido unos bárbaros, se unió la muy inesperada (ahora me lo parece) de que habían peleado y muerto para que los enterrasen tan suntuosamente, en sarcófagos de piedra con estatuas encima. La miss hacía gala de sus conocimientos, pero yo solía distraerme en la contemplación de los detalles nimios que me atraían, como las armaduras de las estatuas o la filigrana de las coronas. Había también enterramientos de reinas, algunas jóvenes y hermosas, y muchos de entre ellos y ellas tenían un perrito a los pies. Una vez oí a un clérigo de una de aquellas iglesias preguntar a la miss si yo era un príncipe extranjero, por cómo iba vestido y por cómo me trataban; un príncipe con una esclava mulata a mi servicio. La miss le explicó que sí, que era un príncipe portugués, y que también podía serlo de Inglaterra. Aquello me dejó sorprendido, porque, para mí, los príncipes eran ciertos personajes de los cuentos y de las leyendas, mayores que yo y más guapos; al oír cómo me llamaban príncipe, me entró el miedo de ser yo también uno de aquellos personajes. Se lo dije a Belinha, y ella me respondió que no hiciera caso de la miss, que estaba loca; que yo era «seu meninho» y nada más, y que, para mí, ni la miss, ni la abuela deberían contar, sino ella sola. No me costó trabajo creerla, pero de la miss y de la abuela no podía prescindir. Me sirvió, sin embargo, la respuesta de Belinha para tranquilizarme acerca de mi condición, aunque en el fondo sintiese que al no ser príncipe, no me enterrasen de aquel modo, tan atractivo, en una iglesia tan bonita como aquellas que íbamos viendo. La idea me anduvo por la cabeza mientras estuvimos en Inglaterra. Por una parte, me imaginaba convertido en estatua, frío y quieto, con una Belinha en piedra acurrucada a mis pies, pero esto no me satisfacía, ya que yo era pequeño y feo y Belinha grande y hermosa: sería mejor que la estatua fuese ella, y yo el acurrucado, aunque para ello Belinha tuviese que matar a una princesa; y que yo supiese, no teníamos ninguna a mano. También es verdad que la idea de que Belinha pudiese matar a alguien, aunque sólo fuese por llegar a estatua y estar enterrado para siempre en una de aquellas iglesias con ventanas de cristales coloreados, llenas de reyes y de escudos de armas, no me cabía en la cabeza.

De regreso, en Villavieja del Oro, la gente empezó a mirarme de una manera rara, a causa de la versión que Belinha había dado, a sus amigas, del viaje; pero aquello duró, afortunadamente, poco, y digo afortunadamente porque los cuentos de Belinha habían llegado a oídos de mi padre, y mi padre se reía de mí. «Conque príncipe, ¿eh? ¡Anda, que no eres más que un vulgar Freijomil!». Y duró poco porque una mañana, al despertarse, a mi abuela le dio un vahído y cayó al suelo. La acostaron y esperaron a que volviera en sí, porque nadie se atrevía a llamar a un médico sin su orden; pero ella, al darse cuenta de lo que había pasado, dijo en portugués que a su madre le había dado lo mismo y que le quedaban pocos días de vida. A partir de aquel momento, mi abuela empezó a morirse, pero lo hizo con cierta parsimonia y gobernándolo todo desde el umbral de la muerte. Había que morir, pero, hasta entonces, en su muerte mandaba ella. Por lo pronto nos marchamos al pazo miñoto, ella con muchas precauciones, acostada entre almohadas y con la miss al lado sin dejarla un momento. Una vez instalados, empezó a venir gente, llamada por ella. Un cura y un notario, por lo pronto. También mantuvo una larga entrevista con el maestro y con la miss, que se casaron en seguida, antes de morir ella. Yo me enteré, por boca de Belinha, de que los dejaba a cargo del pazo, con un sueldo; pero hubo que hacer un inventario de todo lo que había allí, cosa por cosa, y algunas de ellas, las más valiosas, las mandó empaquetar y, cuando vino mi padre, llamado también por ella, le encargó que las llevase a la casa de Villavieja y las mantuviese en buen estado hasta que yo fuese mayor de edad y pudiese hacerme cargo de ellas, ya que ese día de mis veintiún años, todo lo que era de ella y lo que había sido de mi madre pasaría a ser mío. También me dejaba la obligación de venir todos los veranos al pazo, y a mi padre de visitarlo de vez en cuando a ver cómo lo mantenían. El maestro y la miss ya caminaban por aquellos corredores con otro aire, como si pisasen en tierra propia, y la gente del pueblo empezó a tratarlos con más respeto. Mi abuela permanecía en la cama, sin dar un ay, aunque al parecer tenía grandes dolores. A veces se levantaba a deshora, se envolvía en una capa, y andaba de acá para allá, como un fantasma, alta como era, un largo cabello blanco despeinado, cada vez más delgada y amarilla, pero con los ojos todavía autoritarios, más verdes y más profundos. Una noche me desperté, y la hallé inclinada encima de mí, con una vela en la mano, contemplándome. Quizá yo hiciera un gesto temeroso, porque me dijo: «No tengas miedo, meninho, que soy tu abuela», y esto no lo olvidaré nunca porque lo dijo con ternura, la única vez en mi vida que me habló así. Muchas veces después pensé que también me quería, pero que lo disimulaba, y ahora creo que el disimulo no era tal, sino fingimiento de dureza para ocultar su debilidad. Los últimos días sí gimió, en la cama y levantada, y caminaba con pasos más difíciles, como arrastrando los pies y tirando del cuerpo. Recorría toda la casa, y en todos los rincones quedaba el eco de sus ayes. Cierta noche dio un gran grito, un grito que nos levantó a todos. «Es la muerte —nos dijo—, que quiere abrir la puerta, pero yo aún tengo fuerzas para cerrarla». El médico le prohibía levantarse, pero ella le decía que era lo mismo, que estaba ya para morir, y que le quedaban muchos caminos que andar. Y así fue como murió, una de aquellas noches en que sus gemidos no nos dejaban dormir; al cesar de pronto, y oírse después un alarido, todos acudimos y la encontramos muerta, en mitad de un salón: la vela que llevaba había caído también y la alfombra empezaba a arder. Hubo un momento de zozobra, por si debían acudirle a ella o a apagar el fuego; pero como ella estaba muerta, Belinha, la miss, su marido y alguien más que estaba allí, fueron a buscar agua y empaparon la alfombra hasta que dejó de salir humo: que era una lástima que se hubiese estropeado para siempre una alfombra tan bonita, de las traídas de Asia siglos atrás. Después llevaron a la abuela a la cama. Belinha me vistió, y empezaron a amortajarla. Por la mañana mandaron aviso a mi padre, que llegó por la tarde, en su automóvil nuevo de senador del Reino, vestido de circunstancias, con sombrero de copa. Permaneció en el pazo no sólo el día del entierro, sino algunos más, para las misas y funerales. Antes de marchar me dijo que yo me iría con él, cosa que no me sorprendió, porque ya Belinha me lo había advertido, y porque el maestro y la miss se habían lamentado de que ya no me enseñarían la Historia y la Gramática. También Belinha preparó su petate, y cuando mi padre le dijo que ella se quedaría en el pazo, empezó a llorar y a gritar que a ella no la separaban do seu meninho, y que si no la llevaban conmigo, se tiraría por la ventana más alta de la torre. Mi padre se encerró con el maestro y la miss, tuvieron una conversación muy larga, de la que salió que Belinha vendría conmigo por una temporada, pues los tres convinieron en que me mimaba demasiado y que eso no era bueno para mi educación. Pero Belinha se cuidaba de algo más que de los mimos. Una mañana que pudimos hablar a solas en la mitad del parque, a donde habíamos ido a cortar flores para dejar en la tumba de la abuela nuestro último ramo, me dijo que me diese cuenta de que, en el pazo o en la casa de Villavieja, yo vivía en lo mío y de lo mío; que la abuela había dejado dispuestas las cosas para pagar mi educación sin que a mi padre le costase nada, y que si bien tenía la obligación de obedecerlo, porque era mi padre, no debía olvidar lo que mi abuela me había encargado tantas veces; pero de los encargos de mi abuela, yo sólo recordaba mi deber de parecerme a Ademar de Alemcastre, quien, para mí, era como un fantasma, aunque en el pazo hubiese varios retratos suyos cuya elegancia, a los nueve años largos que tenía, no alcanzaba a comprender.