28

Una furgoneta de reparto se aproximaba al edificio. Estaba lloviznando. Había un atasco en la autopista junto al estadio de Ullevaal a causa de un accidente de tráfico. El caos se había extendido como un tumor. El vehículo de reparto había tardado una hora en hacer un recorrido que normalmente le habría llevado veinte minutos. Por fin se acercaba al domicilio de entrega. El conductor miró con irritación a un taxi que se había quedado atravesado y estaba obstaculizando el tráfico. Un joven que se estaba bajando de su coche con mucha dificultad porque estaba escayolado e iba con muletas le dedicó un corte de manga y señaló frenéticamente a un coche de policía situado quince metros más adelante.

—¡Joder! —bramó—. ¿No te das cuenta de que la calle está cortada?

Era lo que faltaba. Al conductor no le daba la gana llevar el paquete a pie hasta el bloque de apartamentos. Llevaba conduciendo desde las seis y media de la mañana y además estaba constipado. Tenía ganas de que el fin de semana empezara de una vez. Los viernes por la tarde eran un infierno. Quería entregar este maldito paquete, irse a casa y meterse en la cama, a tomarse una cerveza y ver una película de vídeo. Bastaría con que el puto coche de policía se moviera un poco. A pesar de que toda la calle estaba cortada, no parecía que estuviese sucediendo nada emocionante. Dos hombres de uniforme estaban charlando delante del coche. Uno de ellos fumaba y miraba el reloj como si quisiera irse a su casa, al igual que él. Finalmente el taxi consiguió dar la vuelta, pero no sin aplastar un par de arbustos que crecían en la acera. El conductor de la furgoneta de reparto apretó ligeramente el acelerador y dejó que el vehículo avanzara lentamente mientras bajaba la ventanilla.

—Hola —saludó el policía sombríamente—. No puede pasar por aquí. Está cerrado el acceso.

—Sólo tengo que entregar un paquete.

—No va a poder ser.

—¿Por qué no?

—Eso en realidad no es de su incumbencia.

—Pero me cago en… —El conductor se asestó una palmada en la frente—. ¡Esto es mi trabajo! Llevo aquí un paquete, un jodido paquete enorme que tengo que entregar ahí arriba, en casa de…

Hacía gestos hacia el bloque de vecinos mientras buscaba algo en el desorden que tenía a su lado. Una lata de refresco medio llena que había en un soporte en el salpicadero se volcó, y un líquido amarillo se derramó por el suelo. El conductor perdió los nervios.

—¡Es ahí arriba! Lena Baardsen. 10 b, escalera 2. ¿Podrías explicarme cómo…?

—¿Qué ha dicho?

El otro policía se inclinó hacia él.

—Te estaba pidiendo que me explicaras cómo coño voy a hacer mi trabajo si…

—¿Para quién ha dicho que era el paquete?

—Lena Baardsen, 10 b. Es…

—Salga de la furgoneta.

—¿Que salga de la furgoneta? Yo…

—¡Salga de la furgoneta! ¡Ahora!

El conductor se asustó. El policía más joven había tirado el cigarrillo y se había apartado un par de metros. Ahora estaba hablando por un emisor-receptor. Aunque el conductor no alcanzaba a distinguir las palabras, el tono de su voz indicaba que se trataba de algo serio. El otro hombre de uniforme, un tipo de unos cuarenta años con un gran bigote, lo agarró con decisión del brazo cuando él abrió por fin la puerta del vehículo. Levantó las manos en el aire, como si lo estuviesen arrestando.

—¡Joder, tranquilízate! ¡Sólo quería entregar un paquete! ¡Un paquete!

—¿Dónde está?

—¿Dónde está? En la furgoneta, por supuesto. Está aquí detrás, si quieres…

—Las llaves.

—Joder, está abierto, pero no puedo dejar que cualquiera…

El policía señaló un punto del asfalto, a tres metros de la furgoneta. El conductor se retiró a regañadientes, bajando lentamente las manos.

—Quiero el número de placa, el nombre y todo —dijo airado—. No tenéis derecho a…

El policía no lo estaba escuchando. El conductor se encogió de hombros. Si el paquete no llegaba a manos de su destinatario, desde luego no sería por culpa suya. La oficina iba a tener que encargarse de esto. Sacó un cigarrillo, pero no conseguía encenderlo porque la lluvia y el viento habían arreciado. Se agachó y ahuecó las manos en torno a la llama. De pronto se irguió y se quedó petrificado.

—Joder —farfulló para sí, y el cigarrillo se le cayó al suelo.

Lo iban a despedir. Al ver el coche de policía, evidentemente tendría que haber dado media vuelta. Si hubiera estado un poco más despabilado, un poco menos acatarrado y cansado, habría girado más abajo, en la calle. Por si las moscas.

No podían despedirlo, esto era una tontería. Era la primera vez que le pasaba algo así, o por lo menos la primera vez que lo pillaban. ¡No podían echarlo por algo así! Los policías habían abierto la puerta trasera de la furgoneta y estaban examinando el único paquete que quedaba, el último paquete del día. Era bastante grande, de unos ciento treinta centímetros de largo, y bastante estrecho.

—¿Pesa?

El hombre del bigote se volvió hacia él.

—Sí, bastante. Compruébalo, hombre.

Ahora estaba intentando ser amable. A lo mejor sólo querían echarle un vistazo al maldito paquete, auscultarlo con algún tipo de aparato, o averiguar de alguna otra manera si contenía una bomba. Si él respondía a sus preguntas y les dejaba hacer, seguro que le permitían irse. Ahora mismo le importaba un bledo el paquete; era capaz de dejarlo en cualquier esquina con tal de que lo dejaran marchar.

Pero ellos no tocaron el paquete.

En cambio, se oyó el sonido de sirenas que se acercaban. Cuando el conductor vio los cuatro coches patrulla y el furgón policial, comprendió que había cometido algún error fatal. Algo en él lo impulsaba a salir pitando. «¡Corre! ¡Corre, joder! Lo que les importa es el paquete, no tú. ¡Lárgate!». Después suspiró abatido y se sonó las narices con los dedos. Lo peor que le podía pasar es que lo despidieran, que tuviese algún problema con Hacienda, en el peor de los casos, pero no había pruebas contra él.

—Qué carajo, no pueden demostrar nada —murmuró para sí cuando una amable agente de policía lo acompañó al furgón—. Por lo menos no más que esto.

Tres horas más tarde, el paquete descansaba sobre una mesa, alrededor de la cual se encontraban un forense con barba de chivo, el inspector Yngvar Stubø, su ayudante en Kripos, Sigmund Berli, y dos agentes del departamento técnico criminal. En el paquete no había ninguna bomba, eso estaba claro. Sus dimensiones eran 134 x 30 x 45 centímetros, y pesaba treinta y un kilos. Por ahora daba la impresión de que sólo había huellas de una persona en el paquete, probablemente las del repartidor que lo había manipulado sin guantes. Les llevaría un par de días averiguarlo con seguridad, pero por el momento todo apostaba a que alguien había limpiado el paquete casi clínicamente antes de que el repartidor pasara a recogerlo. Uno de los técnicos practicó en el cartón un corte largo y recto, de arriba abajo, a lo largo de uno de los laterales, como si se tratara de una autopsia. El forense lo observaba con el rostro inexpresivo. El técnico levantó una esquina del envoltorio con sumo cuidado. Dos bolitas de poliestireno cayeron al suelo. El agente abrió el paquete del todo.

Una mano infantil asomó entre el poliestireno.

Tenía el puño un poco encogido, como si acabara de soltar algo. En el pulgar se apreciaban restos de laca de uñas roja, y la uña estaba mordida. Un anillo dorado de bisutería brillaba en el dedo corazón; tenía una piedra de color azul claro.

Nadie dijo nada.

Lo único en lo que conseguía pensar Yngvar Stubø era en que le iba a tocar hablar con Lena Baardsen. Le escocían los ojos, estaba conteniendo la respiración. Apartó con cuidado más bolas blancas que semejaban caviar recubierto de nieve seca. El brazo quedó al descubierto. Sarah Baardsen estaba tumbada boca abajo, con las piernas ligeramente abiertas. Cuando dos de los hombres le dieron la vuelta, apareció el mensaje. Estaba pegado con cinta adhesiva al vientre de la niña. Era un papel grande con letras rojas.

«Ahí tienes lo que te merecías».

—En negro…, ¿vale? ¡Sólo estaba sacándome un dinero extra!

El repartidor se sorbía los mocos, con los ojos arrasados en lágrimas.

—¿No podríais darme un pedazo de papel? ¡Tengo un catarro de caballo, por si no os habéis dado cuenta!

—Yo te recomendaría que te lo tomaras con un poco de calma.

—¡Con calma! ¡Llevo aquí sentado cinco horas, joder! ¡Cinco horas! Y no consigo ni un pañuelo, ni un abogado.

—No necesitas abogado, porque no estás detenido. Estás aquí por tu propia voluntad, para ayudarnos.

Yngvar Stubø sacó su propio pañuelo y se lo tendió al repartidor.

—¿Ayudaros con qué?

El hombre parecía verdaderamente desesperado. Sus ojos enrojecidos evidenciaban que tenía fiebre, y le costaba respirar.

—Escuchadme, por favor —dijo—. Yo os ayudo encantado, ¡pero es que ya os he contado todo lo que sé! Recibí una llamada, como ya os he dicho, a mi móvil privado. —Se sonó los mocos con fuerza y sacudió la cabeza con desánimo—. Era para que fuera a buscar un paquete, lo iban a dejar en un portal de la calle Urte. Van a tirar el edificio, así que la puerta del portal está abierta. Sobre el paquete me iban a dejar una nota con la dirección de entrega y un sobre con dos mil coronas. Era una buena suma.

—Ya veo, y esto a ti te parecía fenomenal.

—Fenomenal, fenomenal… Nuestros encargos tienen que pasar por la central, y ya sé que…

—No estoy pensando exactamente en eso. Estoy pensando en que un desconocido, que ni siquiera se identifica, puede conseguir que entregues un paquete con sólo tentarte con un par de billetes de mil. En eso estoy pensando. Lo encuentro… bastante curioso, para serte franco.

Yngvar Stubø sonrió, y el repartidor le sonrió a su vez, forzadamente. Había algo en este policía que no encajaba.

—¿Y si en el paquete hubiera habido una bomba? ¿O drogas? —La sonrisa de Yngvar Stubø se ensanchó.

—Nunca me ha pasado nada de eso.

—Vaya, nunca. Así que esto lo haces cada dos por tres.

—No, no, no… ¡No quería decir eso!

—¿Qué querías decir entonces?

—Escucha… —empezó el mensajero.

—Yo te escucho todo el rato.

—Pues sí, a veces acepto algún que otro encargo extra. Eso no es tan raro, todo el mundo…

—No, no todo el mundo. Casi todas las empresas de mensajería están organizadas de tal modo que cada mensajero lleva su propio negocio, pero BigBil no. Y tú trabajas para ellos. Cuando recibes encargos extras los estás estafando a ellos. Bueno, y a mí. A la comunidad, de alguna manera. —Yngvar Stubø soltó una risita—. Pero esto, por ahora, lo vamos a dejar correr. ¿Así que no pudiste ver el número desde el que te llamaba?

—No me acuerdo, de verdad, yo me limité a contestar la llamada.

—No te extrañó que el hombre…, porque era un hombre, ¿verdad?

—Sí.

—¿Joven o mayor?

—No lo sé.

—¿Tenía la voz aguda? ¿Grave? ¿Hablaba en algún dialecto?

—¡Pero si ya he respondido a todo eso! No recuerdo cómo tenía la voz. No me extrañó gran cosa que no se identificara. ¡Necesitaba el dinero! Tan sencillo como eso. Dos mil coronas de una sola vez. Dinero fácil.

—¿No podrías haberte llevado el dinero y haber dejado el paquete donde estaba? —Yngvar Stubø enarcó las cejas mientras se acariciaba la barbilla.

—Yo… —El mensajero estornudó. Tenía ya el pañuelo empapado.

Yngvar Stubø desvió la vista.

—¿Tú qué?

—Si hiciera eso, no me volverían a llamar. Para otros trabajos, quiero decir. —Había adoptado una actitud más sumisa. Ahora hablaba más bajo.

—Claro. ¿Así que no eras consciente de que algo olía a chamusquina en ese encargo? ¿No te parecía raro que alguien te pagase dos mil coronas para que le llevases un paquete a una dirección situada a sólo tres kilómetros cuando podía conseguir un transporte legal por un par de cientos? ¿Estás seguro de que a tu capacidad de comprensión no le pasa nada?

El policía ya no sonreía. El mensajero escondió la cara en el pañuelo.

—¿Qué había en el puto paquete? —masculló—. ¿Qué coño había en el paquete?

—Creo que en realidad preferirías no saberlo —le aseguró Yngvar Stubø—. Puedes irte, ya nos pondremos en contacto contigo. Que te mejores. Te puedes quedar con el pañuelo. Adiós.