Al Muffet había llevado el cadáver de su hermano al sótano y lo había dejado dentro de un viejo baúl que probablemente llevara allí desde que se construyó la casa. No era lo bastante largo, así que tuvo que colocar a Fayed de costado, con las rodillas y la nuca dobladas, en postura fetal. Le había producido un enorme rechazo tener que retorcer el cadáver, pero al final había conseguido cerrar la tapa. La maleta del hermano se encontraba al fondo de un armario debajo de la escalera. Ni el hermano ni sus cosas permanecerían allí mucho tiempo. Lo más importante era quitar las cosas de en medio antes de que las chicas volvieran del colegio. No permitiría que sus hijas vieran a su tío muerto ni cómo detenían a su padre. Tenía que enviarlas a algún sitio. Podía excusarse con un congreso inesperado o alguna otra reunión importante fuera del pueblo, y enviarlas a Boston con la hermana de su difunta madre. Eran demasiado jóvenes como para quedarse solas en casa.
Luego llamaría a la Policía.
Pero primero tenía que arreglar el asunto de las niñas.
Lo peor era el coche de alquiler de Fayed. Al tuvo problemas para encontrar las llaves. Estaban debajo de la cama. Tal vez las había dejado sobre la mesilla y se habían caído durante su interrogatorio a Fayed, cuyo objetivo era que le dijera lo que sabía sobre la desaparición de la presidenta Bentley.
Al Muffet estaba sentado en las escaleras ante su pintoresca casa de estilo Nueva Inglaterra y se cubría la cara con las manos.
«¿Qué he hecho? ¿Y si me he equivocado? ¿Y si fuera todo un malentendido? ¿Por qué no me respondiste, Fayed? ¿No podrías haberme contestado antes de que fuera demasiado tarde?».
Podía meter el coche en el viejo granero, las chicas no tenían por qué asomarse por allí. No creía que hubiera ningún gato salvaje que acabara de tener gatitos. Los gatitos eran lo único que hacía que Louise entrara en el granero; estaba lleno de arañas y telas de araña, que por lo general la aterrorizaban.
Ni siquiera era capaz de llorar. Se le había formado un nudo helado en el pecho, que le dificultaba pensar y le imposibilitaba hablar.
«Y de todos modos —pensó abatido—, ¿con quién podría hablar? ¿Quién puede ayudarme ahora?».
Intentó enderezar la espalda y tomar aire.
La bandera del buzón estaba levantada.
Fayed había hablado sobre una carta.
Las cartas.
Casi no fue capaz de levantarse. Tendría que mover el coche, eliminar el último rastro de Fayed Muffasa y sobreponerse para recibir a sus hijas. Eran las tres; Louise iba a volver a casa enseguida.
Cuando bajó la cuesta, las piernas casi no le sostenían. Miró a ambos lados. No había señal de vida por ningún lado, a excepción de una sierra eléctrica que sonaba a lo lejos.
Abrió el buzón. Dos facturas y tres sobres iguales.
«Fayed Muffasa, c/o Al Muffet».
Luego la dirección. Tres sobre iguales y bastante gruesos que le habían enviado a Fayed a su dirección.
Sonó el teléfono móvil. Volvió a dejar las cartas en el buzón y miró fijamente la pantalla. Número desconocido. Nadie le había llamado a lo largo de toda aquella terrible mañana. No estaba seguro de tener voz, así que se volvió a guardar el móvil, cogió las cartas del buzón y empezó a subir lentamente hacia la casa.
Quien llamaba no se rendía.
Se detuvo al llegar a las escaleras y se sentó.
Tenía que reunir fuerzas para mover el maldito coche.
El teléfono no dejaba de sonar. Ya no podía soportar el ruido, era agudo y fuerte y le producía escalofríos. Pulsó el botón con el teléfono verde.
—Hola —dijo, la voz le fallaba—. ¿Hola?
—¿Ali? ¿Ali Shaeed?
No dijo nada.
—Ali, soy yo. Helen Lardahl.
—Helen —susurró—. ¿Cómo…?
No había visto la televisión. No había escuchado la radio. No había usado el ordenador. Todo lo que había hecho aquel día era desesperarse por la muerte de su hermano e intentar averiguar cómo iba a conseguir que la vida volviera a tener sentido para sus hijas después de aquello.
Por fin empezó a llorar.
—Ali, escúchame. Estoy volando por encima del Atlántico. Por eso el sonido es tan malo.
—No te he traicionado —gritó—. Te prometí que nunca te traicionaría y he mantenido mi promesa.
—Te creo —dijo ella con calma—. Pero seguro que entiendes que tenemos que investigar esto más detenidamente. Lo primero que quiero que hagas…
—Fue mi hermano —dijo—. Mi hermano habló con mi madre cuando se estaba muriendo y…
Se interrumpió y contuvo la respiración. En la lejanía oía el ruido de un motor. Una nube de polvo se dibujaba tras la colina con los grandes arces. Un sonido rotante y seco le hizo girarse hacia el oeste. Un helicóptero volaba por encima de las copas de los árboles. Era evidente que el piloto estaba buscando un sitio donde aterrizar.
—Escúchame —dijo Helen—. ¡Escúchame!
—Sí —contestó Muffet, que se levantó—. Te escucho.
—Es el FBI el que está llegando. No tengas miedo, ¿vale? Están directamente bajo mi mando. Si no estás implicado en esto, todo va a salir bien. Todo. Te lo prometo.
Un coche negro entró en el terreno y se acercó despacio.
—No tengas miedo, Ali. Cuéntales lo que haya que contar.
La conversación se cortó.
El coche se detuvo. Salieron dos hombres vestidos de oscuro. Uno de ellos sonrió y le tendió la mano al acercarse a él.
—Al Muffet, I presume!
Al le estrechó la mano, que era cálida y firme.
—Por lo que he oído es usted amigo de Madame Président —dijo el agente sin querer soltar su mano—. Y los amigos de la presidenta son mis amigos. ¿Damos un paseo?
—Creo —intervino Al Muffet tragando saliva—, creo que deberías encargarte de esto.
Le tendió los tres sobres. El hombre los miró sin expresión en la cara, antes de cogerlos por la punta del papel y hacer un gesto a un colega para que acudiera con una bolsa.
—Fayed Moffasa —leyó rápidamente con la cabeza ladeada antes de alzar la vista—. ¿Quién es?
—Es mi hermano. Está metido en un baúl en el sótano. Lo he matado.
El agente del FBI lo miró durante un buen rato.
—Creo que lo mejor será que entremos —dijo. Le dio unas palmaditas en el hombro—. Da la impresión de que tenemos muchas cosas que solucionar.
El helicóptero aterrizó y por fin se hizo el silencio.