El joven que se encontraba ante un monitor en una diminuta habitación no demasiado alejada de The Situation Room, en la Casa Blanca, notó que las letras y los números habían empezado a danzar ante sus ojos. Los cerró con fuerza, sacudió la cabeza y lo volvió a intentar. Todavía le seguía costando fijar la mirada en una fila o en una columna. Intentó masajearse la nuca. El agrio olor del sudor de varios días ascendió desde sus sobacos y apretó avergonzado los brazos contra el cuerpo rezando por que nadie pasara por ahí.
Él no había ido a la universidad para dedicarse a aquello. Cuando le dieron trabajo en la Casa Blanca, después de licenciarse como ingeniero informático y con sólo dos años de experiencia en una empresa, apenas podía creerse su propia suerte. Pero no habían pasado mucho más de cinco meses, y ya estaba harto.
Había demostrado su eficiencia en la pequeña empresa de informática donde le habían ofrecido un puesto y creyó que era su indiscutible talento como programador lo que había hecho que la Administración lo reclutara.
Pero ante todo se había sentido como el chico de los recados durante cerca de seis meses.
Y llevaba ahí más de veintitrés horas, en una habitación sin ventanas, sudoroso y maloliente, mirando códigos que danzaban por la pantalla en un caos en el que se suponía que él debía poner orden. Al menos era importante que se enterara de lo que pasaba.
Puso sus dedos sobre las cuencas de los ojos y presionó.
Estaba tan cansado que ya no tenía sueño. Tenía la impresión de que el cerebro se negaba a seguir. Ya no quería más. Sentía que su propio disco duro se había desconectado, dejando el resto del cuerpo a la deriva. Tenía las manos adormecidas y hacía ya varias horas que le dolían las lumbares.
Suspiró pesadamente y abrió mucho los ojos para producir algo de humedad. En realidad tendría que beber algo, pero no podría tomarse una pausa hasta un cuarto de hora más tarde. Tendría que intentar darse una ducha.
Había algo ahí.
Algo.
Guiñó los ojos y manejó el teclado a toda velocidad. La imagen de la pantalla se congeló. Alzó la mano y recorrió una fila con el dedo índice, de izquierda a derecha, antes de volver a aporrear el teclado.
Apareció una nueva imagen.
No podía ser verdad.
Era verdad y era él quien lo había visto. Él, que de pronto ya no lamentaba haber cambiado de trabajo, había descubierto aquello antes que nadie. Sus dedos volvieron a correr sobre la bandeja de letras. Finalmente pulsó el icono de imprimir, agarró el teléfono y aguardó expectante la siguiente imagen en la pantalla.
—Está viva —susurró, y se olvidó de respirar—. She’s fucking alive!