Capítulo 9

Las siete y media de la mañana, por fin, y, afortunadamente, era jueves. Las dos niñas entraban pronto en el colegio aquel día. Louise para jugar al ajedrez antes de que empezaran las clases; Catherine para pasar un rato en el gimnasio. Las dos habían preguntado por su tío, pero se habían tranquilizado cuando su padre insinuó que Fayed había tomado alguna copa de vino de más la noche anterior. Estaba durmiendo la mona.

La casa de Rural Route #4, en Farmington, Maine, nunca estaba completamente en silencio. La madera crujía. La mayoría de las puertas chirriaban, algunas era difíciles de abrir y otras tenían el marco suelto y no dejaban de dar portazos movidas por la constante corriente entre las viejas ventanas. En la parte trasera de la casa, habían plantado unos enormes arces tan cerca de la pared que las ramas atizaban el tejado en cuanto corría un poco de aire. Era como si la casa estuviera viva.

Ya no era necesario que Al Muffet anduviera de puntillas por la casa. Sabía que no iba a aparecer nadie por allí hasta que llegara el cartero, cosa que solía ocurrir sobre las dos. Después de llevar a las chicas al colegio, Al había pasado por el despacho y le había dicho a la secretaria que no se sentía bien, que le dolía la garganta y que tenía fiebre y que, lamentablemente, tendría que cancelar las citas del día. Ella lo había mirado con ojos tristes y mucha simpatía, y le había deseado que se mejorara.

Él había recogido las cosas que necesitaba, se había despedido entre toses y se había ido a casa.

—¿Estás más o menos cómodo?

Al Muffet le echó un vistazo a su hermano. Tenía los brazos amarrados a la cabecera de la cama, con cinta americana en torno a las muñecas, y los pies atados con una cuerda que continuaba por la punta del pie derecho y estaba asegurada con grandes nudos. Sobre la boca de su hermano, Al Muffet había colocado una ancha cinta adhesiva gris.

—Mmffmm —respondió el otro, agitando frenéticamente la cabeza; el sonido quedaba muy amortiguado por un trapo que le había metido en la boca.

Al Muffet descorrió las cortinas. La luz de la mañana entró a raudales. El polvo de la habitación de invitados danzaba por encima de la tarima desgastada. Al sonrió y se giró hacia su hermano en la cama.

—Estás cómodo. Esta madrugada, cuando te puse una inyección tranquilizante en el culo, casi ni te enteraste. Fue tan fácil dominarte que casi no te reconozco, Fayed. En tiempos eras tú quien ganaba las peleas, no yo.

—¡Mmffff!

Junto a la ventana había una silla de madera. Era frágil y vieja, y tenía el asiento desgastado por más de cien años de uso. Venía con la casa cuando Al Muffet la compró, como tantas otras cosas viejas y hermosas que estaban allí y que habían contribuido a que la familia echara raíces mucho más rápido de lo que se habían atrevido a soñar.

Arrimó la silla a la cama y se sentó.

—Esto —dijo con calma; sostuvo la jeringuilla ante los ojos de su hermano, que lo miraba con incredulidad—. Esto es bastante más peligroso que lo que te he dado esta noche. Verás, esto… —Empujó el émbolo lentamente, hasta que salieron unas finas gotas por la afilada aguja—. Esto es quetovenidona. Un potente preparado de morfina. Muy efectivo. Tengo… —entornó los ojos y sostuvo la jeringuilla contra la luz— 150 miligramos. Una dosis mortal para una persona…

Fayed movía los ojos e intentaba en vano liberar las manos.

—Y en ésta de aquí… —dijo Al sin inmutarse, y sacó otra jeringuilla del bolso que tenía junto a él en el suelo—. Aquí tengo naxolona. El antídoto, vamos. —Dejó también la segunda jeringa sobre la mesilla y las apartó un poco de la cama, por si acaso, antes de mirar a su hermano y añadir—: Pronto te voy a quitar la mordaza. Pero primero te voy a dar un poco de esta morfina. Vas a notar los efectos bastante rápido. Te bajarán la presión arterial y el pulso. Y te vas a sentir bastante mal. Puede que tengas problemas para respirar. Así que tú eliges. O me respondes a lo que te pregunte, o te pongo más. Y así sucesivamente. Bastante sencillo, ¿no? Cuando me hayas dado la información que necesito, te pongo el antídoto. Pero hasta entonces no, ¿entendido?

El hermano se retorcía desesperadamente en la cama. Le caían lágrimas de los ojos y Al se percató de que el pantalón estaba mojado en torno a los órganos sexuales.

—Una cosa más —dijo Al clavándole la aguja en el muslo, atravesando el pantalón del pijama—. Puedes gritar y chillar todo lo que quieras. Tiempo perdido, has de saberlo. Hay más de kilómetro y medio hasta el vecino más cercano, y además está de viaje. Como es entre semana, tampoco habrá nadie dando un paseo. Así que olvídalo. Ya está…

Volvió a sacar la jeringuilla y comprobó cuánto había metido. Asintió satisfecho, dejó la jeringuilla junto a la otra sobre la mesilla y de un tirón le arrancó la mordaza a su hermano. Fayed intentó sacarse el trapo con la lengua, pero le dieron náuseas y giró la cabeza hacia un lado. Al metió dos dedos y sacó el trozo de tela.

A Fayed le costaba respirar. Jadeaba y era evidente que intentaba decir algo, pero no le salieron más que carraspeos y náuseas.

—Se nos está yendo el tiempo —dijo Al—. Así que será mejor que intentes responder rápido. —Se humedeció los labios mientras pensaba y luego preguntó—: ¿Es verdad que madre creyó que tú eras yo antes de morir?

Fayed sólo pudo asentir con la cabeza.

—¿Te contó algo que tú entendiste que tenía que ser para mí?

El hermano empezó a dominarse. Estaba más tranquilo. Fue como si por fin hubiera entendido que no había manera de liberarse. Por un momento permaneció completamente quieto. Sólo se le movía la boca. Daba la impresión de estar intentando producir humedad, tras varias horas con un trapo en la boca.

—Toma —dijo Al, y le llevó un vaso de agua a los labios.

Fayed bebió, varios tragos. Luego carraspeó y arrojó a la cara de su hermano un escupitajo de agua, mocos, saliva y restos del trapo.

Fuck you —dijo jadeante, y reclinó la cabeza.

—No estás siendo muy sensato —dijo Al secándose la cara con la manga.

Fayed no dijo nada. Podía dar la impresión de estar pensando, como si valorara qué podía hacer para negociar una solución.

—Vamos a probar otra vez —dijo Al—. ¿Te contó madre algo sobre mi vida creyendo que eras yo?

Fayed seguía sin contestar, pero al menos estaba quieto. La morfina había empezado a actuar. Las pupilas se encogieron ostensiblemente. Al se acercó a la cómoda junto a la puerta del cuarto de baño, abrió las cerraduras de combinación y sacó la agenda de Fayed del fondo de la maleta. Pasó las hojas hasta llegar al calendario del año 2002 y lo arrancó. Luego volvió junto a la cama:

—Aquí tenemos la fecha en que murió madre. ¿Y qué has escrito aquí, Fayed, el día que murió mamá, cuando estabas sentado en su cabecera? —Mostró la hoja a su hermano que giró la cara hacia otro lado—. Junio de 1972, Nueva York, eso es lo que has apuntado. ¿Qué significa esta fecha para ti? ¿Fue madre la que te la dio? ¿Fue madre la que te habló de este día cuando estabas sentado junto a ella?

Seguía sin haber respuesta.

—¿Sabes? —dijo Al con calma, mientras agitaba el calendario—, eso de morir de una sobredosis de morfina es mucho menos agradable de lo que piensa la gente. ¿Notas que los pulmones te están empezando a fallar? ¿Notas que te cuesta más respirar?

El hermano resopló. Intentó arquear el cuerpo, pero no tenía fuerzas.

—Madre era la única que lo sabía —dijo Al—. Pero no me lo reprochó, Fayed, nunca. Mi secreto le afectó muchísimo, pero no lo usó contra mí. Madre era la compañera de mi alma, del mismo modo que podría haberlo sido de la tuya, si te hubieras comportado de un modo más o menos decente. Al menos podrías haber intentado ser un miembro de la familia. Pero hiciste cuanto estaba en tu mano para no ser uno de nosotros.

—Yo nunca fui uno de vosotros —gruñó Fayed—. De eso te encargaste tú.

Estaba pálido. Yacía tranquilo y había cerrado los ojos.

—¿Yo? ¿Yo? Yo que… —Con decisión cogió la jeringuilla de morfina e inyectó otros diez miligramos del contenido en el muslo de Fayed—. No tenemos tiempo para esto. ¿Qué va a pasar, Fayed? ¿Por qué estás aquí? ¿Por qué has venido a verme después de todos estos años? ¿Y para qué coño has usado la información sobre el aborto de Helen?

Al fin daba la impresión de que Fayed empezaba a asustarse de veras. Se esforzaba por respirar, pero los músculos no le obedecían del todo. En sus labios se estaba formando espuma blanca, como si no tuviera fuerzas para tragar su propia saliva.

—Ayúdame —dijo—. Tienes que ayudarme. No puedo…

—Responde a mis preguntas.

—Ayúdame. No puedo… Todo se va a ir a… El plan…

—¿El plan? ¿Qué plan? Fayed, ¿de qué plan estás hablando?

Se estaba muriendo. Era evidente; Al sintió que se acaloraba. Notó que le temblaban las manos cuando agarró la jeringuilla con naxolona y la preparó.

—Fayed —dijo agarrando firmemente la barbilla de su hermano para conseguir que lo mirara—, te estás metiendo en un lío. Aquí tengo el antídoto. Respóndeme a una cosa. Sólo a una cosa: ¿por qué has venido aquí? ¿Por qué has venido justamente aquí?

—Por las cartas —murmuró Fayed, sus ojos parecían muertos—. Las cartas van a llegar aquí. Si algo saliera mal… —No respiraba, Al le dio un golpetazo en el pecho y los pulmones de Fayed hicieron un nuevo intento de evitar la muerte—. Tú caerás conmigo. Era a ti a quien amaban.

Al cogió un cuchillo del bolso y cortó la cinta americana que amarraba el brazo derecho de Fayed al poste de la cama. La morfina la había inyectado directamente en el músculo, pero ahora necesitaba una vena. Con lentitud vació el antídoto en una vena azul pálido del antebrazo de su hermano. Y, para no perder del todo el valor, volvió a amarrarle el brazo. Se levantó, se puso a dar vueltas y ya no podía contener las lágrimas.

—¡Me cago en la hostia! ¡Me cago en la hostia! ¡Todo lo que quería en esta vida era paz y tranquilidad! ¡Nada de peleas! ¡Nada de jaleo! Había encontrado este rincón del mundo donde todo nos iba bien a las niñas y a mí, y ahora vienes tú a…

Al estaba sollozando. No estaba acostumbrado a llorar. No sabía qué hacer con los brazos. Colgaban sueltos a ambos lados de su cuerpo. Le temblaban los hombros.

—¿De qué tipo de carta estás hablando, Fayed? ¿Qué es lo que has hecho? Fayed, ¿qué has hecho?

De pronto corrió hacia su hermano y se inclinó sobre él. Puso la palma de la mano contra su mejilla. El bigote, el enorme y ridículo mostacho que se había dejado crecer desde la última vez, le hizo cosquillas en la piel. Al acariciaba la cara de su hermano una y otra vez.

—¿Qué has hecho esta vez? —susurraba.

Pero su hermano no contestaba, estaba muerto.