Inger Johanne no tenía ni idea de qué hora era. Se sentía trasladada a otra dimensión. La conmoción que sintió la noche anterior al ver aparecer a Marry con la maltrecha presidenta en los brazos se había transformado en la sensación de encontrarse completamente al margen de todo lo que sucedía fuera del piso de la calle Kruse. Había conseguido ver algún que otro telediario, pero no había salido a comprar los periódicos.
El piso era como un castillo cerrado. Nadie salía y nadie entraba. Era como si la apresurada decisión de Hanne de conceder a la presidenta su deseo de no dar la alarma hubiera cavado un foso en torno a su existencia. Inger Johanne tenía que pensarlo bien para saber si era por la mañana o por la noche.
—Tiene que tratarse de algo completamente distinto —dijo de pronto—. Estás enfocando sobre el secreto que no es.
Hacía rato que no hablaba, escuchaba a las otras dos mujeres en silencio. Llevaba tanto rato sin aportar nada a la conversación, unas veces animada y otras vacilante y reflexiva, entre Helen Bentley y Hanne Wilhelmsen que, al parecer, se habían olvidado de que estaba allí.
Hanne arqueó las cejas. Helen Bentley frunció las suyas, con un gesto de desconfianza que le cerró el ojo de la parte dañada de la cara.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Hanne.
—Creo que os preocupa el secreto que no es.
—No te estoy entendiendo —dijo Helen Bentley, que se reclinó en la silla y cruzó los brazos sobre el pecho, como si se sintiera ofendida—. Oigo lo que dices, pero ¿qué significa?
Inger Johanne apartó su taza de café y se colocó el pelo detrás de la oreja. Por un momento mantuvo la mirada fija sobre un punto de la mesa, con la boca medio abierta y sin respirar, como si no supiera por dónde empezar.
—Las personas nos dejamos llevar por nosotros mismos —dijo al fin, añadiendo una sonrisa encantadora—. Todos lo hacemos, de alguna manera. Tal vez especialmente… las mujeres.
Tuvo que volver a pensárselo. Ladeó la cabeza y se puso a juguetear con un rizo. Las otras dos mujeres aún parecían escépticas, pero la escuchaban. Cuando Inger Johanne empezó de nuevo a hablar, lo hizo en un tono más bajo que de costumbre.
—Cuentas que te despertó Jeffrey Hunter, que ya lo conocías. Como es natural, estabas muy cansada y, por lo que explicas, al principio también bastante aturdida. Muy aturdida, dices. Cosa que es lo más normal del mundo. La situación tenía que parecerte bastante… extraordinaria. —Inger Johanne se quitó las gafas y miró miopemente la habitación—. El hombre te enseña una carta. No recuerdas muy bien el contenido. Lo que recuerdas es que te entró pánico.
—No —dijo Helen Bentley con decisión—. Recuerdo que…
—Espera —la interrumpió Inger Johanne alzando la mano—. Por favor. Escúchame primero. La verdad es que esto es lo que estás diciendo. Subrayas todo el rato que te entró pánico. Es como si… te estuvieras saltando un paso. Es como si… te avergonzaras tanto de no haber estado a la altura de la situación que tampoco eres capaz de reconstruirla. —Hubiera jurado que un rubor se extendía por la cara de la presidenta—. Helen…
Inger Johanne tendió la mano hacia la suya. Era la primera vez que se dirigía a la presidenta usando su nombre de pila. La mano quedó intacta sobre la superficie de la mesa, con la palma hacia arriba. La retiró y continuó en voz baja.
—Eres la presidenta de Estados Unidos. No es la primera vez que estás en guerra, literalmente. —Helen Bentley esbozó una sonrisa—. El hecho de que te entrara pánico en una situación así no es demasiado… presidencial. No tal y como lo ves tú, pero te juzgas con demasiada dureza, Helen. No lo hagas. No resulta útil. Incluso una persona como tú tiene sus puntos flacos. Todos los tenemos. Lo único preocupante de este caso es que tú creíste que habían encontrado el tuyo. Pensemos en lo que pasó antes de que te diera la sensación de que el mundo se derrumbaba.
—Leí la carta de Warren —la cortó Helen Bentley.
—Sí. Y ponía algo de un niño. No recuerdas más que eso.
—Sí que recuerdo algo más. También ponía que lo sabían. Que los troyanos sabían…, de la niña.
Inger Johanne se limpió las gafas con una servilleta. Debía de haber grasa en el papel, cuando se las volvió a poner vio la habitación a través de un filtro difuso.
—Helen —probó otra vez—. Entiendo que no nos puedas contar en qué consiste eso de los troyanos. También respeto que quieras guardarte el secreto sobre tu hija, ese secreto que creíste que conocían y que hizo que… perdieras la cabeza. Pero podría ser…, podría ser…
Vaciló e hizo una mueca.
—Ahora te estás haciendo un lío —dijo Hanne.
—Sí. —Inger Johanne miró a la presidenta y se apresuró a añadir, para que no se le fuera—: ¿Podría ser que pensaras en ese secreto precisamente porque es el peor? ¿El más feo de todos?
—No estoy entendiendo lo que pretendes decir —dijo Helen Bentley.
Inger Johanne se levantó y se dirigió al fregadero. Echó una gota de lavavajillas sobre cada lente y dejó correr el agua mientras las restregaba con el pulgar.
—Tengo una hija de casi once años —dijo Inger Johanne secando las gafas—. Tiene una minusvalía psíquica que no consiguen determinar. Es… el punto más vulnerable de mi vida. Siempre tengo la sensación de que no la veo lo bastante bien, que no soy lo bastante buena para ella, lo bastante buena con ella. Eso me hace muy vulnerable. Hace que me… deje llevar por mí misma. Si escucho de pasada una conversación sobre alguien que no cumple sus responsabilidades hacia sus hijos, pienso automáticamente que están hablando de mí. Si veo un programa en la televisión sobre una cura milagrosa para autistas que se lleva a cabo en Estados Unidos, siento que soy una madre miserable por no haber buscado algo así. El programa se convierte en una acusación personal contra mí, y me paso toda la noche despierta sintiéndome fatal.
Tanto Helen Bentley como Hanne habían empezado a sonreír. Inger Johanne volvió a sentarse a la mesa.
—Veis —dijo Inger Johanne devolviéndoles la sonrisa—. Os reconocéis en lo que digo. Así somos, todos. Más o menos. Y la verdad es que creo que tú, Helen, pensaste en tu secreto porque es tu punto flaco, pero que en realidad la carta no se refería a eso. Que se refería a otra cosa. A otro secreto, tal vez. O a otro niño.
—Otro niño —repitió la presidenta sin entender.
—Sí. Insistes en que nadie, absolutamente nadie, puede saber… nada sobre eso que ocurrió hace tanto tiempo. Ni siquiera tu marido, según dices. Y entonces es lógico que… —Inger Johanne se inclinó sobre la mesa—. Hanne, tú que has sido detective durante un montón de años, ¿no te parece sensato asumir que cuando algo es completamente imposible…? Bueno, pues… ¡Es completamente imposible! Y hay que buscar otra explicación.
—El aborto —dijo Helen Bentley.
El ángel que pasó por la habitación se tomó muchísimo tiempo. Helen Bentley miraba al frente sin fijar la vista en nada. Tenía la boca medio abierta y el ceño fruncido. No parecía ni asustada ni avergonzada, ni siquiera molesta.
Estaba en profundo estado de concentración.
—Abortaste —dijo al final Inger Johanne muy despacio, después de lo que pareció un silencio de varios minutos—. Nunca ha salido a la luz. Al menos yo no lo he visto. Y yo me fijo mucho, por decirlo así.
Se oyó un ruido agudo y repiqueteante.
—¿Qué hacemos ahora? —susurró Inger Johanne.
Helen Bentley se puso rígida.
—Esperad —dijo Hanne—. Marry está abriendo. No pasa nada.
Las tres contuvieron la respiración, en parte por tensión y en parte para intentar escuchar la conversación que mantenía Marry con quien hubiera llamado a la puerta. Pero ninguna de las tres pudo distinguir las palabras.
Pasó medio minuto. La puerta volvió a cerrarse. Al momento Marry apareció en la cocina con Ragnhild apoyada sobre la cadera.
—¿Quién era? —preguntó Hanne.
—Uno de los vecinos —dijo Marry cogiendo un vaso de agua de la encimera.
—¿Y qué quería uno de los vecinos?
—Quería avisarnos de que teníamos el trastero abierto. Joder. Ayer me se olvidó volver a bajar. Santo Cielo, tampoco iba a soltar a la señora por algo tan prosaico como cerrar una puerta.
—¿Y qué le has dicho al vecino?
—Le he dado las gracias por avisarnos. Pero cuando ha empezado a dar la lata sobre una puerta rota y si yo sabía algo, le he dicho que no meta las narices donde no le llaman. Eso ha sido tó.
Volvió a dejar el vaso de agua y desapareció.
—What? —dijo la presidenta—. What was all that about?
—Nada —dijo Hanne agitando la mano—. Que una puerta del sótano se ha quedado abierta. Olvídalo.
—Había otro secreto —dijo Inger Johanne.
—Nunca he pensado que fuera un secreto —dijo Helen Bentley con serenidad, casi le sorprendía la idea—. Simplemente pensaba que no era asunto de nadie. Hace muchísimo tiempo. Fue en el verano de 1971. Yo tenía veintiún años y era estudiante. Fue mucho antes de que conociera a Christopher. Él lo sabe, naturalmente. Así que no es ningún… secreto. No en ese sentido.
—Pero un aborto… —Inger Johanne pasó los dedos por la superficie de la mesa y se repitió a sí misma—: ¡Un aborto! Si se hubiera sabido, ¿no habría destruido tu campaña electoral? Y aún ahora ¿no sería un gran problema para ti? La cuestión del aborto, por decirlo con suavidad, ha creado un eterno cisma en Estados Unidos y…
—La verdad es que creo que no —dijo Helen Bentley con decisión—. Y en todo caso siempre he estado preparada para eso. Todo el mundo sabe que estoy a favor del aborto. Es verdad que mi postura en el debate estuvo a punto de costarme las elecciones…
—Fue el understatement del día —dijo Inger Johanne—. Bush hizo lo que pudo para hacerte daño en ese punto.
—Sí, es verdad. Pero salió bien, entre otras cosas porque saqué muchos votos entre las mujeres… de las clases menos favorecidas. De hecho, los sondeos muestran que recibí una cantidad impresionante de votos de mujeres que hasta entonces ni siquiera se habían apuntado al censo. Además insistí en que estaba completamente en contra de los abortos tardíos. Eso me hizo más digerible, incluso entre los antiabortistas. Y nunca me ha preocupado especialmente que mi aborto saliera a la luz. Era un riesgo que merecía la pena correr. Y además resulta que no me avergüenzo de haberlo hecho. Era demasiado joven para tener hijos. Estaba en mi segundo año en la universidad. No amaba al padre de la criatura. El aborto se hizo de modo legal, sólo estaba de siete semanas y fui a Nueva York. Estaba, y sigo estando, a favor de la posibilidad de elección del aborto durante los primeros tres meses de embarazo, y puedo dar la cara por lo que hice. —Suspiró e Inger Johanne percibió un ligero temblor en su voz cuando continuó—: Pero pagué un precio muy alto. Me quedé estéril. Como sabéis, mi hija Billie es adoptada. Pero aquí no hay nada que suponga una incoherencia entre mi vida y mi doctrina, que al final es lo que importa en el caso de los políticos.
—Pero hay gente que pensaría que esto es dinamita —dijo Inger Johanne.
—Desde luego —asintió Bentley—. Bastante gente, la verdad. Ya lo has dicho tú: la cuestión del aborto divide Estados Unidos por la mitad, se trata de un tema muy delicado que nunca ha acabado de cerrarse. Si se hiciera público, tendría que defenderme. Pero lo dicho, creo que…
—¿Quién lo sabe?
—¿Quién…? —Se lo pensó, frunció el ceño y dijo vacilante—: Bueno, Christopher, por supuesto. Se lo conté antes de casarnos. Y tenía una buena amiga, Karen, que también lo sabía. Fue estupenda y me apoyó muchísimo. Pero un año más tarde murió en un accidente de tráfico, mientras yo estaba en Vietnam y… Me resulta impensable que Karen se lo contara a nadie. Era…
—¿Y el hospital? Tendrá que haber un historial clínico en alguna parte, ¿no?
—El edificio ardió en 1972 o 1973. Lo quemaron unos activistas pro-life que se pasaron un poco durante una manifestación. Aquello fue antes de la revolución informática, así que supongo que…
—El historial clínico ha desaparecido —dijo Inger Johanne—. Tu amiga ya no está. —Contó con los dedos y dudó antes de aventurarse a preguntar—: ¿Y el padre de la criatura? ¿Sabía algo?
—Sí, claro. Él…
Helen Bentley se adentró en sus propios pensamientos. Su rostro adquirió una dulzura especial, una suavidad en torno a la boca y un estrechamiento de los ojos que borraba sus arrugas y la hacía parecer más joven.
—Quería casarse conmigo —dijo—. Quería que tuviéramos ese niño. Pero cuando comprendió que yo iba en serio, me apoyó en todos los sentidos. Me acompañó a Nueva York. —Alzó la mirada; tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no hizo ademán de enjugarlas—. Yo no lo amaba. No creo que estuviera realmente enamorada de él. Pero era un buenazo… Creo que era el hombre más bueno que he conocido nunca. Considerado. Sabio. Me prometió no contárselo nunca a nadie. Francamente, no me puedo imaginar que haya roto su promesa. Tendría que haber sufrido una transformación muy radical.
—Esas cosas pasan —susurró Inger Johanne.
—A él no —dijo Helen Bentley—. Era un hombre de honor, como nadie a quien haya conocido. Hacía casi dos años que le conocía cuando me quedé embarazada.
—Han pasado treinta y cuatro años —dijo Hanne—. A una persona le pueden pasar muchas cosas en tanto tiempo.
—A él no —dijo Helen Bentley negando con la cabeza.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó Hanne—. ¿Lo recuerdas?
—Ali Shaeed Muffasa —dijo Helen Bentley—. Creo que más tarde se cambió el nombre. Cogió uno que sonaba más… inglés. Pero para mí sólo era Ali, el chico más bueno del mundo.