—¿Y eso es todo lo que puedes decir?
El jefe de vigilancia Peter Salhus puso cara de insatisfacción y se rascó el corto pelo de la coronilla. Yngvar Stubø desplegó los brazos e intentó sentarse mejor en la incómoda silla. El televisor sobre el armario archivador estaba encendido. El sonido era bajo y poco claro, era la cuarta vez que Yngvar veía exactamente las mismas noticias.
—Me rindo —dijo—. Tras el episodio de anoche, es imposible sacarle una palabra a Warren Scifford. Casi estoy empezando a creer los rumores de que el FBI está haciendo su propia carrera. Alguien ha dicho hoy en la cantina que esta noche incluso han llegado a entrar por la fuerza en un piso. En Huseby. O… tal vez fuera en un chalé.
—Eso no son más que burdos rumores —dijo Peter Salhus abriendo un cajón—. Se toman sus libertades, pero también saben que no pueden jugar a los vaqueros. Como es obvio, habríamos recibido un informe completo sobre el asunto si eso fuera cierto.
—Los dioses sabrán. Todo esto me parece… muy frustrante.
—¿El qué? ¿Que los norteamericanos se suelten en el territorio de otro país?
—No. Bueno, sí, hasta cierto punto sí. Pero… ¡Gracias!
Se alargó hacia la caja roja que le ofrecía Peter Salhus. Delicadamente, como si estuviera cogiendo un valioso tesoro, cogió un grueso puro, se quedó mirándolo durante unos segundos y se lo pasó por debajo de la nariz.
—CAO Maduro número 4 —dijo con solemnidad—. ¡El puro de Los Soprano! Pero… ¿podemos fumar aquí?
—Estado de excepción —dijo Salhus, que sacó un cortapuros y una caja de cerillas grandes—. Con todos mis respetos, me importa una mierda.
Yngvar profirió una carcajada y preparó el cigarro con manos diestras antes de encenderlo.
—Estabas diciendo algo —dijo Peter Salhus reclinándose en la silla.
El humo del puro dibujaba suaves círculos bajo el techo. Aún era pronto por la mañana, pero Yngvar de pronto se sintió tan cansado como después de una gran comilona.
—Todo —murmuró mientras echaba el humo hacia el techo.
—¿Cómo?
—Que me frustra todo el asunto. Tenemos a Dios sabe cuánta gente buscando una respuesta sobre quién secuestró a la presidenta y sobre cómo lo hicieron, y en el fondo no tiene la menor importancia.
—Por supuesto que tiene importancia, es…
—¿Has estado mirando últimamente la caja esa? —Yngvar señaló el televisor con la cabeza—. Es todo política con mayúsculas.
—¿Qué te esperabas? ¿Que este caso fuera como cualquier otra desaparición?
—No, pero ¿por qué nos estamos dejando la salud para encontrar a un granujilla como Gerhard Skrøder y a un paquistaní que se caga en los pantalones en cuanto miramos en su dirección, si de todos modos los estadounidenses ya han decidido lo que ha sucedido?
Salhus parecía estarse divirtiendo. Sin responder, se puso el puro en la boca y colocó las piernas sobre la mesa.
—Quiero decir —dijo Yngvar mirando a su alrededor en busca de algo que pudiera servir de cenicero—. Ayer tuvimos a tres hombres durante cinco horas dedicados a montar el rompecabezas que muestra cómo se lo montó Jeffrey Hunter en el conducto de ventilación. Era complicado. Había un montón de cabos sueltos. La última vez que se inspeccionó la suite presidencial, cuándo estuvieron allí los perros, cuándo se pasó al aspirador en consideración a la alergia de la presidenta, cuándo se encendieron y se apagaron las cámaras, cuándo…, en fin, ya me entiendes. Y al final lo consiguieron. Pero ¿qué sentido tiene?
—El sentido está en que tenemos un caso que resolver.
—Pero a los norteamericanos les importa una mierda. —Miró con escepticismo la taza de plástico que le ofrecía Salhus, luego se encogió de hombros y tiró dentro la ceniza con cuidado—. La Policía detiene a un criminal detrás de otro y resulta que todos han estado implicados en el secuestro. Han encontrado al segundo conductor. Incluso han cogido a una de las mujeres que se hacían pasar por la presidenta. Pero ninguno de los detenidos tiene nada que contar, aparte de que les ofrecieron un buen trabajo por un buen precio, sin tener ni idea de quién los contrataba. ¡Antes de que acabe el día vamos a tener el sótano lleno de malditos secuestradores!
Peter Salhus se rió cordialmente.
—Pero ¿eso les interesa algo? —preguntó Yngvar de modo retórico y se inclinó por encima de la mesa—. ¿Muestra la embajada el más mínimo interés por lo que estamos haciendo? ¿Acaso tienen ganas de recibir alguna información? Qué va. Ellos están a lo suyo, mientras el mundo entero está a punto de descarrilar. Me rindo. Así de sencillo, me rindo.
Le dio otra calada al puro.
—Tienes fama de ser flemático —dijo Salhus—. Se dice que eres el hombre más sereno de Kripos. Me está dando la impresión de que no te mereces del todo esa fama. ¿Y qué dice tu mujer, por cierto?
—¿Mi mujer? ¿Inger Johanne?
—¿Tienes más de una?
—¿Por qué tendría que decir ella algo sobre este asunto?
—Por lo que tengo entendido, tiene un doctorado en Criminología y una especie de pasado en el FBI —dijo Salhus levantando las manos para protegerse—. Yo diría que está cualificada para tener una opinión, como mínimo.
—Es posible —dijo Yngvar mirando fijamente la ceniza del puro, de la que cayó un poco sobre la pernera—. Pero la verdad es que no sé qué piensa. No tengo la menor idea de lo que piensa sobre este asunto.
—Así están las cosas —dijo Peter Salhus con ligereza, y puso la taza de plástico aún más cerca de Yngvar—. Supongo que apenas hemos pasado por casa en los dos últimos días.
—Así están las cosas —repitió Yngvar, que apagó el puro mucho antes de haberlo acabado de fumar, como si la ilegalidad hubiera sido demasiado buena para ser verdad—. Así debemos de estar todos.
Eran las once menos veinte de la mañana e Inger Johanne aún no había dado señales de vida.