Capítulo 4

—¿Algo nuevo?

Inger Johanne Vik se giró hacia Helen Lardahl Bentley y sonrió al bajar el volumen del televisor.

—La acabo de encender. Hanne ha tenido que acostarse un rato. Buenos días, por cierto. Qué aspecto tan…

Inger Johanne se calló, se sonrojó levemente y se levantó. Se pasó las manos por el pecho de la camisa. Las migas del desayuno de Ragnhild cayeron al suelo.

Madame Président —dijo, y se detuvo a sí misma cuando estaba a punto de hacer una reverencia.

—Olvida las formalidades —se apresuró a decir Helen Bentley—. Esto es lo que podemos llamar una situación completamente extraordinaria, ¿no te parece? Llámame Helen.

Ya no tenía los labios tan hinchados y era capaz de sonreír. Todavía estaba un poco amoratada, pero la ducha y la ropa limpia habían hecho maravillas.

—¿Tenéis algún cubo o productos de limpieza en algún sitio? —preguntó Bentley mirando a su alrededor—. Me gustaría limpiar… los daños ahí dentro.

Con una mano fina señaló el salón con el sofá rojo.

—Ah, bueno —dijo Inger Johanne con ligereza—. Olvídalo. Marry ya lo ha arreglado. Creo que hay que mandar algo al tinte, pero…

—Marry —repitió Helen Bentley mecánicamente—. La asistenta.

Inger Johanne asintió con la cabeza. La presidenta se acercó.

—¿Y tú eres? Lo siento, pero anoche creo que no estaba del todo…

—Inger Johanne Vik. Inger Johanne Vik.

—Inger —probó a decir la presidenta, tendiéndole la mano—. Y la pequeña es…

Ragnhild estaba sentada en el suelo con la tapa de una cacerola, un cazo y una caja de Duplo. Emitía risueños sonidos.

—Mi hija —sonrió Inger Johanne—. Se llama Ragnhild. Por lo general la llamamos Agni, porque así es como se llama ella a sí misma.

La mano de la presidenta estaba seca y caliente; Inger Johanne la sostuvo en la suya más de lo necesario.

—¿Es esto una especie de…? —Helen Bentley parecía temer ofender a alguien y vaciló—. ¿Casa compartida?

—¡No, no! Yo no vivo aquí. Mi hija y yo sólo estamos de visita. Unos días.

—Ah… ¿Así que no vives en Oslo?

—Sí. Vivo… Éste es el piso de Hanne Wilhelmsen. Y de Nefis, que es la compañera de Hanne, su compañera de vida, quiero decir. Es turca y ahora se ha llevado a Ida, que es su hija, a Turquía para visitar a los abuelos. Pero, en realidad, son ellas las que viven aquí. Yo sólo…

La presidenta alzó las manos e Inger Johanne se calló bruscamente.

—Está bien —dijo Helen Bentley—. Entiendo. ¿Podría ver la tele contigo? ¿Cogéis la CNN?

—¿No quieres… comer algo? Sé que Marry ya ha…

—¿Eres norteamericana? —preguntó la presidenta, sorprendida.

Algo nuevo apareció en sus ojos. Hasta entonces la mirada había sido neutra y alerta, como si todo el tiempo se guardara algo para sí a fin de controlar la situación. Incluso la noche antes, cuando Marry la había arrastrado desde el sótano y ni siquiera era capaz de tenerse en pie, la mirada era fuerte y orgullosa.

En aquel momento reflejaba algo que podía parecer miedo, Inger Johanne no comprendía por qué.

—No —le aseguró Inger Johanne—. Soy noruega. ¡Noruega de pura cepa!

—Hablas inglés.

—Estudié en Estados Unidos. ¿Quieres que te traiga algo? ¿Algo de comer?

—Déjame adivinar —dijo la presidenta, el ápice de preocupación había desaparecido—. Boston.

Alargó la «o» en un sonido que la hizo parecer una «a».

Inger Johanne sonrió ligeramente.

—Pero, bueno, si están todas despiertas —murmuró Marry que entró cojeando con una bandeja repleta en las manos—. No son ni las siete y ya está el mundo danzando. En mis papeles no pone de turno de noche, eh.

La presidenta miró fascinada a Marry mientras ésta dejaba la bandeja sobre la mesa del salón.

—Cofi —dijo, señalando—. Tortitas. Huevos. Beicon. Milk. Zumo de naranja. Adelante.

Se cubrió la boca con la mano y le susurró a Inger Johanne:

—Lo de las tortitas lo he visto en la tele. Toman siempre tortitas para desayunar. Es rarilla esta gente. —Negó con la cabeza, acarició el pelo de Ragnhild y volvió a la cocina.

—¿Es para ti o para mí? —preguntó la presidenta, sentándose ante la comida—. En realidad creo que hay bastante para que coman tres.

—Come —dijo Inger Johanne—. Como vuelva y quede algo de comida se va a ofender.

La presidenta cogió el cuchillo y el tenedor. Daba la impresión de no saber cómo atacar la extraña comida. Rozó con cuidado la tortita que estaba enrollada con gran cantidad de mermelada y nata, y cubierta por una raya de azúcar.

—¿Qué es esto? —preguntó en voz baja—. ¿Un tipo de crepes suzette?

—Nosotros los llamamos tortitas —susurró Inger Johanne—. Marry cree que son como las que coméis los norteamericanos para desayunar.

—Mmm. Está bueno. De verdad. Aunque muy dulce. ¿Quién es ésa?

Helen Bentley señaló con la cabeza la pantalla del televisor, estaban emitiendo otra vez el programa Redacción Uno. Tanto la NRK como TV2 seguían retransmitiendo ediciones especiales de informativos durante las veinticuatro horas del día. A partir de la una de la mañana le daban la vuelta a la baraja y volvían a poner los programas del día anterior hasta las siete y media, cuando hacían la primera emisión inédita del día.

Wencke Bencke volvía a estar en el estudio. Discutía airadamente con un policía jubilado, que se había convertido en comentarista experto en asuntos criminales después de un intento no muy logrado de trabajar como detective privado. Ambos se habían pasado los dos últimos días yendo y viniendo de un canal de televisión a otro. Nunca faltaban.

Y no se aguantaban.

—Es… escritora, en realidad. —Inger Johanne agarró el mando a distancia y murmuró—: Voy a buscar la CNN.

La presidenta se puso rígida.

—¡Espera! Wait!

Azorada, Inger Johanne se quedó con el mando a distancia en la mano. Alternaba la mirada entre la pantalla de televisión y la presidenta. Helen Bentley tenía la boca entreabierta y la cabeza ladeada, como si estuviera profundamente concentrada.

—¿Esa mujer ha dicho «Warren Scifford»? —susurró la presidenta.

—¿Cómo?

Inger Johanne subió el volumen y empezó a escuchar.

«… y no hay ninguna razón para acusar al FBI de usar medios ilegales —decía Wencke Bencke—. Como he dicho, conozco personalmente al director de los agentes del FBI que están colaborando con la Policía noruega, Warren Scifford. Tiene…».

—Ahí —susurró la presidenta—. ¿Qué está diciendo?

El comentarista, un hombre de unos sesenta años, con gafas de piloto y camisa rosa, se inclinó hacia el presentador del programa.

—¿Colaborando? ¿Colaborando? Si la señora escritora de novelas policiacas —escupió la frase como si supiera a leche agria— tuviera la menor idea de lo que está sucediendo en este país, donde unas fuerzas extranjeras se están apoderando…

—¿Qué dicen? —preguntó la presidenta, cortante—. ¿De qué están hablando?

—Se están peleando —susurró Inger Johanne, que intentaba escuchar al mismo tiempo.

—¿Por qué?

—Espera.

Alzó la mano para interrumpirla.

«Y entonces tenemos que…».

Al presentador le costó que le escucharan.

«Aquí lo vamos a dejar por esta vez, dado que ya nos hemos pasado de tiempo. Estoy seguro de que esta discusión continuará en los próximos días y semanas. Gracias por todo».

Sonó la sintonía del programa. La presidenta seguía con el tenedor alzado y un pedacito de tortita estaba goteando mermelada sobre la mesa sin que ella se diera cuenta.

—Esa mujer ha hablado de Warren Scifford —repitió absorta.

Inger Johanne cogió una servilleta y limpió la mesa.

—Sí —dijo en voz baja—. No me he enterado muy bien de la discusión, pero no parecían estar de acuerdo en si el FBI… Se peleaban porque…, en fin, si el FBI se estaba tomando libertades en tierra noruega, por lo que he podido entender. La verdad es que… eso se ha discutido bastante este último día.

—Pero… ¿Warren está aquí? ¿En Noruega?

La mano de Inger Johanne se detuvo en medio de un movimiento. La presidenta ya no parecía ni controlada ni majestuosa. Tenía la boca abierta de par en par.

—Sí…

Inger Johanne no sabía qué hacer, así que cogió a Ragnhild y se la colocó en el regazo. La niña se retorció como una anguila. La madre no quería soltarla.

—Bajar —chilló Ragnhild—. ¡Mamá! ¡Agni quiere bajar!

—¿Lo conoces? —preguntó Inger Johanne, sobre todo porque no se le ocurría otra cosa que decir—. Personalmente, quiero decir…

La presidenta no respondió. Respiró hondo un par de veces y luego volvió a comer. Despacio y con cuidado, como si le doliera al masticar, consiguió meterse media tortita y un poco de beicon. Inger Johanne no podía seguir manteniendo a Ragnhild en brazos, así que permitió que volviera con sus juguetes al suelo. Helen Bentley se bebió el zumo de un trago y se echó leche del vaso en la taza de café.

—Creía que lo conocía —dijo llevándose la taza a la boca.

Resultaba llamativo lo tranquila que sonaba la voz teniendo en cuenta que hacía unos segundos parecía estar en estado de shock. A Inger Johanne le pareció percibir un temblor en su voz cuando se acarició delicadamente el pelo y prosiguió:

—Creo recordar que se me ofreció una conexión a Internet. Como es obvio, necesito también un ordenador. Ha llegado el momento de que empiece a poner orden en este miserable asunto.

Inger Johanne tragó saliva. Volvió a tragar. Abrió la boca para decir algo, pero no salió ningún sonido. Notaba que la presidenta la estaba mirando; Bentley posó la mano con cuidado sobre el antebrazo de Inger Johanne.

—Yo también le conocí una vez —susurró Inger Johanne—. Creía que conocía a Warren Scifford.

Tal vez fue porque Helen Bentley era una extraña. Tal vez fue por la certeza de que aquella mujer no era de allí, de que no formaba parte ni de la vida de Inger Johanne ni de Oslo ni de Noruega, lo que hizo que se lo contara. Madame Président volvería en algún momento a su casa. Aquel día, al día siguiente, en todo caso pronto. Nunca volverían a verse. Pasados un año o dos, la presidenta apenas recordaría quién era Inger Johanne. Tal vez fue el enorme abismo que las separaba, tanto por posición como por vida y geografía, lo que hizo que Inger Johanne, por fin, después de trece años de silencio, contara la historia de cómo Warren la traicionó y de cómo ella perdió al hijo que estaban esperando.

Y cuando acabó de contar la historia, Helen Bentley se había deshecho del último resquicio de duda. Abrazó con cuidado a Inger Johanne y le acarició la espalda. Cuando el llanto por fin remitió, se levantó y pidió un ordenador.