Abdallah al-Rahman se despertó con su propia risa.
Acostumbraba a dormir profundamente durante siete horas seguidas, desde las once de la noche hasta las seis de la mañana siguiente. Alguna que otra vez, sin embargo, se despertaba por una inquietud, por la agobiante sensación de no haberse entrenado como debía. Por temporadas, la vida se volvía demasiado ajetreada, incluso para un hombre que durante los últimos diez años había aprendido a delegar tanto como le parecía posible. En total poseía más de trescientas empresas por todo el mundo, de tamaños distintos y con diferente necesidad de su seguimiento personal. Gran parte de ellas eran dirigidas por gente que no tenía la menor idea de su existencia, del mismo modo que hacía ya tiempo que había llegado a la conclusión de que lo mejor era ocultar la gran mayoría de sus compañías con la ayuda de un ejército de abogados, la mayoría de ellos británicos o norteamericanos, asentados en las islas Caimán con unas oficinas impresionantes, viviendas de lujo y mujeres fuertemente anoréxicas cuyas manos Abdallah tenía grandes dificultades para estrechar.
Como era natural, a veces tenía demasiado quehacer. Abdallah al-Rahman rondaba los cincuenta y dependía de dos horas de duro entrenamiento diario para mantener la forma que consideraba adecuada para un hombre como él y que, además, lo bendecía con un sueño profundo y efectivo. Cuando no entrenaba, la noche se volvía inquieta. Por suerte, aquello era algo excepcional.
Nunca antes lo había despertado su propia risa.
Sorprendido se sentó en la cama.
Dormía solo.
Su mujer, trece años más joven que él y madre de todos sus hijos, tenía una suite propia en el palacio. Abdallah la visitaba con frecuencia, preferentemente a primera hora de la mañana, cuando el frío de la noche aún permanecía en las paredes y tornaba su cama aún más atractiva.
Pero siempre dormía solo.
Los números digitales de un reloj junto a la cama indicaban las 03.00. En punto.
Se incorporó y se restregó la cara. «En Noruega es medianoche», pensó. Estaban a punto de comenzar el día que se llamaría jueves 19 de mayo.
El día antes del día.
Se quedó inmóvil intentando recordar el sueño que lo había despertado. Le fue imposible. No recordaba nada. Pero estaba de mucho mejor humor que de costumbre.
Por un lado, todo había salido como debía. No sólo se había llevado a cabo el secuestro como estaba planeado, sino que era evidente que todos los demás detalles también habían funcionado. Le había costado dinero, mucho dinero, pero eso no le preocupaba lo más mínimo. Más caro le resultaba tener que quemar a tantos miembros del sistema. Pero daba igual.
Así tenía que ser. La naturaleza del asunto llevaba en sí que los objetos minuciosamente construidos y cuidados sólo podían ser utilizados una sola vez. Algunos de ellos eran mucho más valiosos que otros, por supuesto. La mayoría de ellos, como los que habían sido reclutados en Noruega, no eran más que granujas de medio pelo. Comprados y pagados para un trabajo a la vuelta de la esquina, y no merecía la pena pensar más en ellos. A otros, había llevado muchos años ennoblecerlos y prepararlos.
De algunos de ellos, como Tom O’Reilly, se había encargado personalmente.
Pero todos eran sustituibles.
Recordaba una broma que había hecho en cierta ocasión un suizo sonrosado durante una reunión de negocios en Houston. Se encontraban en el último piso de un edificio alto, cuando un limpiador de cristales se había descolgado en una cesta por el otro lado de las enormes ventanas panorámicas. El corpulento hombre de Ginebra había dicho algo sobre que sería mejor emplear mexicanos de usar y tirar. Los demás participantes de la reunión se habían quedado mirándolo sin entender nada. El tipo se echó a reír y describió una cola de mexicanos en el tejado, con un trapo en la mano cada uno. Luego no habría más que irlos arrojando por orden. Cada uno de ellos limpiaría una franja, y así te librabas a la vez de ellos y de la suciedad de las ventanas.
Nadie se rió. Eso había que reconocérselo a los norteamericanos presentes. No le vieron la más mínima gracia a la broma, y dio la impresión de que el suizo estuvo cohibido durante la siguiente media hora.
Si se iba a consumir a seres humanos, la utilidad debía ser mayor que la de limpiar unos cristales, pensaba Abdallah.
Se levantó de la cama. La alfombra, la fantástica alfombra, que le había anudado su madre y que era lo único que nunca, bajo ninguna circunstancia, vendería, era muy mullida. El juego de colores era maravilloso, incluso en la oscuridad de la habitación. El resplandor del reloj de noche y la luz del fino tubo junto a la ventana eran suficientes para que los tonos dorados se fueran transformando cuando atravesó la alfombra para llegar a la pantalla de plasma. Los mandos a distancia reposaban sobre una pequeña mesa de oro tallado y forjado a mano.
Una vez encendida la televisión, abrió una nevera y sacó una botella de agua mineral. Se volvió a echar en la cama, recostado sobre un mar de almohadas.
Se sentía excitado, casi feliz.
La diosa de la fortuna siempre estaba del lado de los vencedores, pensó Abdallah abriendo la botella. No había previsto, por ejemplo, que fueran a mandar a Warren Scifford a Noruega. Aunque al principio Abdallah lo consideró un problema, más tarde todo pareció indicar que era lo mejor que podía haber sucedido. Era mucho más fácil conseguir entrar en las habitaciones de los hoteles noruegos que en el piso de un jefe del FBI en Washington DC. Era obvio que no hubiera hecho falta devolver el reloj después de que la señorita de compañía pelirroja llegara a la conclusión de que habían pagado con generosidad.
Pero era un detalle elegante.
Como el estudio de sonido en uno de los mejores barrios de Oslo. Había llevado mucho tiempo encontrarlo, pero era absolutamente perfecto. Un trastero en un sótano, abandonado y aislado en sentido doble, en una zona en la que la gente apenas registraba lo que hacían los vecinos mientras no llamaran la atención y se tuviera el suficiente dinero como para ser uno de ellos. Como es obvio, lo mejor hubiera sido que Jeffrey Hunter matara a la presidenta antes de encerrarla. A Abdallah ni se le había pasado por la cabeza. Si ya habían sido necesarios medios muy duros para conseguir que el agente del Secret Service contribuyera al secuestro del sujeto a cuya protección había consagrado su vida, hubiera sido imposible conseguir que matara a su propia presidenta.
«Lo posible es siempre lo mejor», pensó Abdallah, y el estudio de sonido pareció la opción correcta. Haberse trasladado lejos, al campo, habría sido muy arriesgado: cuanto más tiempo pasara antes de que encerraran a la presidenta, más peligro corría todo el proyecto.
Aquello salió como debía.
La CNN seguía emitiendo noticias sobre el secuestro y sus consecuencias, sólo interrumpidas una vez a la hora por boletines de otras noticias, que en el fondo no interesaban a nadie. En aquellos momentos, la discusión versaba en torno a la bolsa de Nueva York, que en las últimas dos jornadas había caído estrepitosamente. Aunque la mayoría de los analistas pensaban que la caída en picado era una reacción hipernerviosa a una crisis aguda y que no continuaría cayendo de modo tan abrupto, todos sentían una profunda preocupación. Sobre todo porque el precio del petróleo subía de un modo inversamente proporcional. En las esferas políticas corrían rumores sobre el rapidísimo enfriamiento de las ya tensas relaciones entre Estados Unidos y los mayores productores de petróleo de Oriente Medio. No necesitaba estar especialmente informado respecto a la política para entender que el Gobierno de Estados Unidos, en sus investigaciones del secuestro de la presidenta, centraba la atención sobre los países árabes. Las persistentes afirmaciones sobre que el punto de mira se concentraba en Arabia Saudí e Irán habían provocado una intensa actividad en la diplomacia de ambos países. Hacía tres días, antes de la desaparición de Helen Bentley, el precio del petróleo estaba en 47 dólares por barril. Un hombre mayor, con nariz aguileña y título de catedrático, clavó su rabiosa mirada en el presentador y declaró: «Seventy five dollars within a few days. That’s my prediction. A hundred in a couple of weeks if this doesn’t cool down».
Abdallah bebió más agua. Se le vertió un poco y parte del líquido gélido cayó sobre su pecho desnudo. Se estremeció y su sonrisa se amplió aún más.
Un hombre mucho más joven intentó señalar que Noruega también era una nación petrolera. Como tal, este pequeño país rico, situado en las afueras de Europa, ganaría muchos millones con la desaparición de la presidenta.
El humor de Abdallah no empeoró con la tensa situación que surgió en el estudio. Un consejero sénior del banco central norteamericano le dio al jovenzuelo una lección de unos treinta segundos. Aunque si se miraba de modo aislado era cierto que Noruega ganaría con el alza del precio del petróleo, sin embargo la economía del país estaba tan integrada y era tan dependiente de la economía global que el desplome de la bolsa de Nueva York, que evidentemente ya había afectado a las bolsas de gran parte del mundo, supondría una absoluta catástrofe para ellos.
El joven se obligó a sonreír y echó un vistazo a sus apuntes.
«Éstos son los verdaderos valores norteamericanos —pensó Abdallah—. El consumo. Nos estamos acercando».
Tras dieciséis años en Occidente, seis de ellos en Inglaterra y diez en Estados Unidos, le seguía sorprendiendo escuchar a gente, por lo demás educada, hablando de los valores estadounidenses como si realmente creyera que eran la familia, la paz y la democracia. Durante la campaña electoral del año anterior, el tema había ocupado un lugar central; la cuestión de los valores era el único billete de Bush hacia la reelección. Con un pueblo que ya se estaba empezando a cansar de la guerra y que en el fondo estaba abierto a un presidente que los pudiera sacar de Irak, con tal de que mantuviera la honra colectiva, George W. Bush intentó convertir en una cuestión de valores la sangrienta, fracasada y aparentemente eterna guerra en Irak. El hecho de que cada vez más jóvenes norteamericanos retornaran a casa en un ataúd cubierto con la bandera se transformó en un sacrificio necesario para la salvaguarda de la «idea norteamericana». La constante lucha por la paz, la libertad y la democracia en un país que a la mayoría de los estadounidenses no les importaba lo más mínimo, y que se encontraba a miles de kilómetros de la ciudad norteamericana más cercana, se transformó en la retórica de Bush en la lucha por la conservación de los valores norteamericanos más importantes.
La gente le había creído durante mucho tiempo. Demasiado. Eso empezaron a sentir cuando Helen Lardahl Bentley apareció en la campaña electoral ofreciéndoles una alternativa mejor. El hecho de que más tarde se demostrara que salir de ese infierno en el que se había convertido Irak era bastante más complicado de lo que había creído y defendido la candidata Bentley era otra cuestión. Estados Unidos todavía mantenía sus tropas en Irak, pero Bentley ya había sido elegida.
Abdallah se tumbó en la cama. Cogió el mando a distancia y bajó un poco el sonido. Ahora habían pasado la conexión al equipo de la CNN en Oslo, que parecía haberse instalado en una especie de jardín en el que se veía al fondo un alargado edificio con aires de los países del este europeo.
Cerró los ojos y recordó.
Abdallah recordaba la decisiva discusión como si hubiera tenido lugar la semana anterior.
Fue durante la época de Stanford, en una fiesta en la que, como siempre, se mantenía al margen de los acontecimientos y, con una botella de agua mineral, miraba con los ojos medio cerrados a los norteamericanos que montaban jaleo, reían, bailaban y bebían. Lo llamaron cuatro chicos que estaban sentados en torno a una mesa repleta de botellas de cerveza, tanto vacías como medio llenas. Él acudió vacilando.
—Abdallah —dijo uno de ellos riéndose—. Tú que eres tan jodidamente listo, y que no eres de aquí, ¡siéntate, hombre! ¡Toma una cerveza!
—No, gracias —había respondido Abdallah.
—Pero escucha —insistió el chico—. Aquí Danny, que además es un puto comunista, si me preguntas a mí…
Los demás rugieron de risa. El propio Danny sonrió y se colocó la desaliñada cabellera detrás de la oreja, a la vez que alzaba la botella de cerveza en una especie de brindis sin fuerza.
—Éste sostiene que todo eso que se dice sobre los valores estadounidenses no es más que bullshit. Dice que nos importa una mierda la paz, la familia, la democracia, el derecho a defendernos con armas… —A su memoria se le acabaron los valores centrales y dudó un momento antes de agitar su botella de cerveza—. Whatever. Danny-boy sostiene que…
El chico hipó. Abdallah recordaba que se quería ir, que quería salir de allí. Aquél no era su sitio, del mismo modo que en realidad nunca se le incluyó en nada en territorio estadounidense.
—Dice que nosotros, los norteamericanos, en el fondo sólo necesitamos tres cosas —dijo el chico tirando de la manga de la chaqueta de Abdallah—. Que son el derecho a ir en coche adonde nos dé la gana, cuando nos dé la gana y por poco dinero…
Los demás se rieron tan alto que otra gente empezó a acercarse para comprobar lo que pasaba.
—Y luego el derecho a ir de compras adonde te dé la gana, cuando te dé la gana y por poco dinero…
Dos de los chicos se habían tirado al suelo y se agarraban la tripa con un ataque de risa. Alguien había bajado un poco la música; en torno a Abdallah se había formado un grupito que intentaba averiguar qué es lo que estaba provocando que aquellos estudiantes de segundo curso casi se murieran de risa.
—Y la tercera es… —gritó el chico intentando que los otros lo acompañaran.
—Ver la tele cuando nos dé la gana, ver lo que nos dé la gana y por poco dinero —corearon los tres.
Varios se rieron. Alguien volvió a subir la música, aún más alto que antes. Danny se había levantado. Hizo una reverencia profunda y elocuente, con un brazo pegado a la tripa y la mano izquierda en torno a la botella de cerveza.
—¿Y tú qué dices, Abdallah? ¿Así es como somos, o qué?
Sin embargo, Abdallah ya no estaba allí. Se había retirado sin que nadie lo notara, entre las chicas risueñas y borrachas que lanzaban miradas de curiosidad a su cuerpo y que le hicieron volver a casa antes de lo que tenía planeado.
Aquello fue en 1979; nunca lo había olvidado.
Danny había dado en el blanco.
Abdallah tenía hambre. Nunca comía por la noche, no era bueno para la digestión. Pero en ese momento notaba que tenía que comer algo para tener alguna oportunidad de seguir durmiendo. Cogió un teléfono que estaba empotrado en la cama. Abdallah dio una orden en voz baja y colgó.
Volvió a recostarse en la cama con las manos cruzadas detrás de la nuca.
Danny-boy, un agudo estudiante melenudo y poco aseado, había visto la realidad con tanta claridad que sin saberlo le había proporcionado a Abdallah la fórmula que emplearía un cuarto de siglo más tarde.
Abdallah al-Rahman conocía la historia de la guerra. Al verse obligado a entrar tan pronto en el gran imperio comercial de su padre, la carrera militar había quedado descartada. Pero soñaba constantemente con la vida de soldado, especialmente cuando era más joven. Durante un periodo había leído hasta la saciedad a viejos generales. Sobre todo le fascinaba el arte de la guerra chino. Y el más grande de los grandes era Sun Tzu.
Siempre tenía cerca de la cama un ejemplar bellamente encuadernado de El arte de la guerra, un libro de más de 2500 años de antigüedad.
Lo cogió y empezó a hojearlo. Había hecho que se lo tradujeran al árabe. El libro que sostenía en la mano era uno de los tres ejemplares que había mandado hacer. Todos eran posesión suya.
«Lo mejor es conservar intacto el estado del enemigo. Destruirlo es sólo lo segundo mejor. Librar cien batallas y obtener cien victorias no es la suprema eficacia. No luchar y, de todos modos, dominar las fuerzas del enemigo es la obra del eficiente», leyó.
Pasó la mano por encima del grueso papel hecho a mano. Luego cerró el libro y lo dejó delicadamente en su sitio habitual.
Osama, su viejo compañero de la infancia, sólo quería destruir. El propio Bin Laden pensaba haber ganado el 11-S, pero Abdallah sabía que se equivocaba. La catástrofe de Manhattan fue una tremenda derrota. No destruyó a Estados Unidos, se limitó a transformar el país.
A peor.
Abdallah había notado las consecuencias con amargura. Más de dos millones de dólares de su fortuna habían sido bloqueados inmediatamente en bancos norteamericanos. Le había llevado varios años e increíbles cantidades de dinero liberar la mayor parte del capital, pero las secuelas con el parón total y duradero de sus dinámicas compañías habían sido catastróficas.
No obstante, consiguió superarlo. Su dinastía comercial era ecléctica, tenía muchos pies sobre los que apoyarse. Hasta cierto punto, las pérdidas en Estados Unidos se habían podido compensar por medio del alza del precio del petróleo y las exitosas inversiones en otras partes del mundo.
Abdallah era un hombre paciente, cuyos negocios iban por delante de todo lo demás, a excepción de sus hijos. Pasó el tiempo. La economía norteamericana no podía mantenerse separada eternamente de los intereses árabes. No podía soportarlo. A pesar de que después del año 2001 había empleado varios años en retirarse del mercado estadounidense, apenas un año antes había concluido que había llegado el momento de volver a apostar por el país. Esta vez la apuesta era más alta, más arriesgada y más importante que nunca.
Helen Bentley era su oportunidad. Aunque nunca confiaba del todo en un occidental, había percibido cierta fuerza en sus ojos, algo distinto, la ráfaga de una decencia por la que había decidido apostar. En noviembre de 2004, Helen Bentley parecía encaminarse hacia la victoria y parecía una persona razonable. El hecho de que fuera mujer nunca le importó. Al contrario, al abandonar la reunión había sentido una admiración involuntaria por aquella señora fuerte y brillante.
Lo traicionó una semana antes de las elecciones, porque vio que era necesario ganar.
El arte de la guerra era destruir sin luchar.
Intentar luchar contra Estados Unidos al modo tradicional era inútil. Abdallah comprendió que los norteamericanos sólo tenían un enemigo real: ellos mismos.
«Si a un estadounidense medio le quitas el coche, las compras y la televisión, le quitas las ganas de vivir», pensó. Apagó la pantalla de plasma. Por un momento volvió a ver ante sus ojos a Danny en Stanford, con una sonrisa torcida y la botella de cerveza en la mano: un norteamericano que se comprendía a sí mismo.
«Si le quitas a un norteamericano las ganas de vivir, se pone furioso. Y la furia sube desde abajo, desde el individuo, desde el agotado, desde aquél que trabaja cincuenta horas a la semana y que aun así no puede permitirse tener más sueños que los que emanan de la pantalla del televisor».
Así pensaba Abdallah. Cerró los ojos.
«En ese caso no cierran filas, en ese caso no dirigen su furia contra los otros, los que están ahí afuera, los que no son como nosotros y no nos quieren mal. En ese caso empiezan a morder hacia arriba. Se levantan contra los suyos. Dirigen su agresividad contra quienes son responsables de todo el asunto, del sistema, responsables de que las cosas funcionen y los coches anden y siga habiendo sueños a los que aferrarse en una vida, por lo demás, triste. Y allí arriba lo que hay es caos. El general supremo ha desaparecido y sus soldados dan vueltas sin dirección ni objetivos, sin liderazgo, en el vacío que surge cuando el líder no está ni vivo ni muerto. Simplemente está desaparecido. Un golpe en la cabeza que los deja aturdidos. Después el golpe mortal contra el cuerpo. Elemental y efectivo».
Abdallah alzó la vista. El criado entró silenciosamente con una bandeja. Dejó junto a la cama fruta, queso, un pan redondo y una jarra con zumo de naranja. Se fue con un breve saludo de la cabeza. No había dicho nada y Abdallah no le había dado las gracias.
Faltaba día y medio.