Tom Patrick O’Reilly se encontraba en la esquina de Madison Avenue con East 67th Street y añoraba su casa. El vuelo había sido largo y no había conseguido dormir. Desde Riad hasta Roma había ido solo. Había tenido la sensación de que lo transportaba un robot. El piloto no salió de la cabina de mando hasta que llegaron a Roma, donde lo saludó con un breve movimiento de cabeza antes de abrir la puerta del avión. En ese momento faltaban exactamente veinte minutos para el siguiente despegue de un avión de línea en dirección a Newark. Tom O’Reilly estaba seguro de que lo iba a perder, pero de pronto apareció una mujer vestida de uniforme, no sabría decir de dónde salió, y consiguió que pasara por todas las compuertas de seguridad de modo mágico.
El viaje de Riad hasta Nueva York le había llevado justo catorce horas, y la diferencia horaria le producía malestar. Nunca acababa de acostumbrarse a ello. El cuerpo parecía más pesado de lo habitual y hacía mucho que la rodilla no le dolía tanto. Había intentado cancelar un par de reuniones que, según el plan, iba a mantener en Nueva York esa misma tarde.
Lo único que quería era volver a su casa.
La última comida con Abdallah había transcurrido en silencio. Los platos eran exquisitos, como siempre, y Abdallah sonreía de aquel modo indescifrable mientras comía despacio y con orden, empezando por un lado del plato y acabando por el otro. Como de costumbre, la familia no comía con ellos. Estaban sólo ellos dos, Abdallah, Tom y un silencio creciente. Incluso los criados desaparecieron una vez servida la fruta, y las velas se apagaron. Sólo las grandes lámparas de terracota a lo largo de las paredes arrojaban algo de luz sobre la habitación. Al final Abdallah se había levantado y se había marchado con un callado buenas noches. A la mañana siguiente, un criado despertó a Tom y vino una limusina a buscarlo. Al meterse en el coche, el palacio parecía desierto y él no había vuelto la vista atrás.
Tom O’Reilly se encontraba en el cruce de dos calles de Upper East Side y aplastaba un sobre entre las manos. Una extraña indecisión lo inquietaba, casi le daba miedo. La amenazadora águila del buzón de correos parecía dispuesta a atacar. Dejó su pequeña maleta en el suelo.
Era obvio que podía abrir la carta.
Intentó mirar a su alrededor sin que resultara demasiado evidente. Las aceras estaban repletas de gente. Los coches pitaban violentamente. Una mujer mayor, con un perrito faldero en brazos, lo empujó un poco al pasar; llevaba gafas de sol, a pesar de que el cielo estaba gris y lloviznaba. Al otro lado de la calle se fijó en tres adolescentes que hablaban airadamente entre ellos. Lo estaban mirando, pensaba Tom. Sus labios se movían, pero resultaba imposible escuchar lo que decían a través del jaleo de la gran ciudad. Una chica le sonrió cuando sus miradas se cruzaron, iba empujando un carrito y llevaba poca ropa para el tiempo que hacía. Un hombre se detuvo justo al lado de Tom. Miró el reloj y abrió un periódico.
«No seas paranoico —se dijo Tom, y se acarició el cuello—. Son gente normal. No te están vigilando. Son norteamericanos. Son norteamericanos normales y corrientes, estoy en mi propio país. Éste es mi país, y aquí estoy seguro. ¡No seas paranoico!».
No podía abrir el sobre.
Podía tirarlo.
Tal vez debería acudir a la Policía.
¿Con qué? Si el envío era ilegal, se quedaría atascado en un montón de investigaciones y sería confrontado con el hecho de que había llevado la carta al país. Si todo estaba en orden y Abdallah le había dicho la verdad, habría traicionado al hombre que durante muchos años se había encargado de él.
Abrió poco a poco el sobre exterior. Sacó el interior con la parte de atrás hacia arriba. La carta no estaba lacrada, simplemente la habían cerrado del modo normal. No tenía remitente. Cuando estaba a punto de darle la vuelta al sobre para ver a quién iba dirigida, se quedó petrificado.
Lo que no supiera, no podía hacerle daño.
Aún podía tirar el sobre. A pocos metros de distancia había una papelera. Podía tirar la carta, acudir a sus reuniones e intentar olvidar todo el asunto.
Nunca conseguiría olvidarlo, porque sabía que Abdallah nunca lo olvidaría a él.
Con decisión soltó la carta en el buzón de correos azul. Agarró su maleta y echó a andar. Al pasar por delante de la papelera, arrugó el sobre exterior, que no llevaba nombre, y lo tiró dentro.
No había nada malo en enviar una carta.
No era un delito hacerle un favor a un amigo. Tom enderezó los hombros y respiró hondo. Quería solventar sus reuniones lo antes posible e intentar coger un avión a Chicago al final de la tarde. Iba a volver con Judith y los niños, y no había hecho nada malo.
Eso sí, estaba tremendamente cansado.
Se detuvo ante un paso de peatones y aguardó la luz verde.
Tres taxis pitaban con enfado, se peleaban por el carril interior para entrar en Madison Avenue. Un perro no dejaba de ladrar y las ruedas chillaban contra el asfalto. Una niña gritaba y protestaba porque la madre la llevaba a rastras, se colocaron al lado de Tom y la adulta le sonrió a modo de disculpa. Él le devolvió una sonrisa llena de comprensión y dio un par de pasos hacia la calzada.
Cuando, un par de minutos más tarde, la Policía llegó al lugar de los hechos, las versiones de los testigos divergían en todas las direcciones. La madre de la niña estaba casi histérica y no pudo aportar gran cosa sobre lo que había sucedido cuando aquel hombre corpulento y de mediana edad había sido arrollado por un Taurus verde. Se aferraba a su hija y lloraba a lágrima tendida. El hombre del Taurus también estaba destrozado, sollozaba algo como «de pronto» y «cruzó en rojo». Algunos de los transeúntes se encogían de hombros y murmuraban que no habían visto nada, mientras miraban el reloj a hurtadillas y salían corriendo en cuanto la Policía les daba permiso.
Sin embargo, dos de los testigos parecían muy lúcidos. Uno de ellos, un hombre de unos cuarenta años, se encontraba en el mismo lado de la calle que Tom O’Reilly cuando todo aquello sucedió. Juraba que el hombre se había tambaleado, antes de que la luz se pusiera verde, y que se había derrumbado hacia la calle. Un desmayo, pensaba el testigo chasqueando la lengua elocuentemente. Estuvo dispuesto a proporcionar su nombre y su dirección a la alterada policía, y miró de soslayo la figura que yacía inmóvil en medio del cruce.
—¿Está muerto? —preguntó en voz baja, y recibió un sí en respuesta.
El otro testigo, un hombre más joven, con traje y corbata, se encontraba en el otro lado de la calle 67 en el momento del suceso. Daba una versión de los hechos que coincidía en gran medida con la primera. La policía apuntó también sus datos personales y se sintió aliviada al poder tranquilizar al abatido conductor diciendo que había sido todo un terrible accidente. El hombre respiró más tranquilo y, al cabo de pocas horas, y gracias a los lúcidos testigos, volvía a ser libre.
Poco más de una hora después de la muerte de Tom O’Reilly, el lugar estaba completamente despejado. El cadáver había sido identificado muy deprisa y se lo llevaron de allí. El tráfico continuó como antes. Aunque por un tiempo los restos de sangre en la calzada hacían que algún que otro transeúnte se sorprendiera un instante, sobre las seis de esa misma tarde cayó un chaparrón que eliminó del asfalto el último indicio de que allí había sucedido algo trágico.