Capítulo 12

Una mujer se aproximaba al lago. No llevaba la ropa adecuada para el tiempo que hacía. El cielo gris rozaba el agua y las olas se ponían blancas a sólo cien metros de la orilla. La mañana había apuntado muy bien y se había arriesgado a no ponerse la camiseta interior de lana. No había sentido frío por todo el camino hasta Ullevålseter, pero se arrepentía de haber elegido dar el rodeo por Øyungen en el regreso.

Se dirigía a Skar, donde tenía aparcado el pequeño Fiat que su hijo intentaba inútilmente que no condujera. La mujer acababa de celebrar su ochenta cumpleaños. Al acabar la fiesta, descubrió que las llaves del vehículo habían desaparecido de su gancho habitual sobre el estante de la entrada. Era evidente que su hijo tenía la mejor intención, pero a pesar de ello le molestaba que tomara el mando y se creyera más capacitado que ella misma para juzgar su propio estado de salud. Por suerte tenía unas llaves de sobra en el joyero.

Se sentía sana como un potrillo; eran las excursiones por los campos y los bosques las que la mantenían así. Los leves derrames cerebrales que la aquejaban de vez en cuando la volvían un poco olvidadiza, pero a sus piernas no les pasaba nada.

Tenía muchísimo frío y unas enormes ganas de orinar.

Estaba acostumbrada a evacuar aguas bajo cielo abierto, pero la idea de bajarse los pantalones en el gélido viento la impulsaba a acelerar el paso para evitarlo.

Sin embargo, no quedaba más remedio, iba a tener que buscar un lugar adecuado.

Justo antes del dique se encaminó hacia el norte y se abrió camino entre un boscaje de abedules que ya tenían racimos de flores y pegajosas hojas verde claro. Un montículo natural de tierra le dificultaba el paso. La anciana tanteó un macizo de hierba con las botas, se agarró a una rama y se metió en una zanja de metro y medio de profundidad. En el momento en que se iba a bajar los pantalones, lo vio.

Yacía apaciblemente dormido. Con uno de los brazos se protegía la cara. El musgo bajo su cuerpo era mullido y el boscaje de pequeños abedules casi le hacía de edredón.

—Hola —dijo la mujer, que se dejó puesta la ropa—. ¡Hola, hola!

El hombre no respondió.

Con grandes esfuerzos pasó por encima de una roca y pisoteó el barro. Una rama la alcanzó en la cara. Reprimió un grito, como si quisiera mostrar consideración hacia el hombre que estaba bajo los árboles. Por fin llegó hasta él con el aliento entrecortado.

Se le estaba acelerando el pulso. Estaba mareada. Le levantó el brazo con cuidado. Los ojos que la miraron fijamente eran de color marrón claro. Estaban abiertos como platos, y por encima de uno de ellos caminaba una pequeña mosca.

No supo qué hacer. No tenía teléfono móvil, a pesar de la constante insistencia de su hijo, porque ese tipo de cosas estropeaba las excursiones y además podía provocar cáncer en la cabeza.

El hombre llevaba un traje oscuro y sus elegantes zapatos estaban completamente embadurnados. La mujer estuvo a punto de echarse a llorar. El hombre le parecía muy joven, no debía de pasar de los cuarenta. Tenía una expresión apacible en la cara y sus bellas cejas se parecían a un pájaro que huyera de los grandes ojos abiertos. La boca estaba azulada y, por un momento, pensó que sería posible intentar reanimarlo. Tiró de la chaqueta para alcanzar el corazón, pensando que allí era donde debía intervenir. Algo cayó de su bolsillo. Era una especie de cartera, y la recogió. Luego enderezó la espalda, como si por fin entendiera que el frío cadáver estaba ya a varias horas de poder ser salvado por reanimación cardiaca. Aún no se había percatado del agujero de bala en la sien.

Una violenta náusea le recorrió el cuerpo. Levantó lentamente la mano derecha. La sentía tan lejana, tan fuera de control… El miedo la impulsaba a salir de allí, a volver al camino por el que no paraba de pasar gente. Por una suerte de mero reflejo se metió la pequeña cartera de cuero en el bolsillo de la chaqueta y gateó por encima del montículo de tierra. La pierna derecha le fallaba, estaba entumecida y dejó de sentirla, la anciana consiguió salir del boscaje y llegar hasta el camino de grava gracias a la voluntad de hierro que la había mantenido sana y fuerte durante ochenta años y cinco días.

Luego se desplomó y perdió la consciencia.