Hanne Wilhelmsen era una persona sin amigos.
Era la vida que había elegido, y no siempre había sido así.
Tenía cuarenta y cinco años y había pasado veinte de ellos en la Policía. Su carrera profesional acabó cuando, en las navidades de 2002, fue abatida por un tiro durante el arresto de un homicida cuádruple. Una bala de revólver de grueso calibre la alcanzó entre la décima y la undécima vértebra torácica. Por alguna razón que los médicos no llegaron a comprender, la bala se quedó allí. Al extraer el cuerpo extraño, el cirujano quedó tan fascinado por los verdosos restos de lo que una vez fueron nervios activos que hizo que los fotografiaran. Para sus adentros pensó que nunca había visto nada peor.
El comisario jefe le había rogado insistentemente que se quedara en el cuerpo.
Durante su convalecencia la visitó a menudo, a pesar de que ella se mostraba cada vez menos receptiva. Le ofreció un acuerdo especial y la adaptación precisa: podría elegir las mejores misiones y no ahorrarían en nada en lo referente a medios y asistencia.
No aceptó, y renunció a su cargo dos meses después de la operación.
Nunca nadie había dudado de la excepcional eficiencia de Hanne Wilhelmsen. Sobre todo era admirada por los agentes más jóvenes, que la conocían poco y aún no se habían cansado de su extraño y distante comportamiento. Hasta el momento del catastrófico disparo, no era inusual que tuviera algo parecido a protegidos. Se manejaba con la admiración, porque la admiración era distancia y la distancia era lo más importante para Hanne Wilhelmsen. Y además era una buena maestra.
Sin embargo, sus compañeros coetáneos, y los de más edad, estaban hartos. Tampoco ellos podían negar que era una de las mejores detectives jamás vistas en la Policía de Oslo, pero su independencia y su obstinada resistencia a trabajar en equipo acabó cansándolos con el paso de los años. Y aunque todo el cuerpo quedara horrorizado cuando la hirieron de tanta gravedad durante aquel arresto, se susurraba constantemente en los pasillos sobre el alivio que suponía librarse de ella. Hasta que todo se acalló y la mayoría la olvidaron, antes o después siempre se olvida a todos aquéllos que no están visibles.
Durante todos aquellos años en la Comisaría General había conservado a un único amigo, que le había salvado la vida cuando estuvo a punto de desangrarse en una cabaña en Nordmarka. El corpulento compañero la veló durante los tres primeros días que pasó en el hospital, hasta que empezó a oler tan mal que una enfermera lo echó aduciendo que era mejor para todos que se fuera a casa. Cuando quedó claro que Hanne iba a salir con vida de aquello, se aferró a sus manos y lloró como un niño.
Pero también a él Hanne acabó rechazándolo.
Había pasado ya más de un año desde la última vez que se pasó por allí para averiguar si quedaba algún pequeño resto de amistad sobre la que seguir construyendo. Cuando, un cuarto de hora más tarde, la puerta de salida se cerró tras sus anchas espaldas chepudas, Hanne Wilhelmsen se emborrachó con champán y se encerró en su dormitorio, donde cortó su uniforme de la Policía en tiras que luego quemó en la chimenea.
No obstante, Hanne Wilhelmsen estaba bien, por primera vez en su extraña vida malograda.
Vivía junto a una mujer que con el tiempo había ido aceptando una existencia dividida en dos. Nefis tenía su trabajo en la universidad, sus propios amigos y una vida fuera del piso de la que su novia estaba completamente ausente. Hanne la esperaba en casa, en la calle Kruse, nunca le preguntaba nada y al verla siempre se alegraba de su modo callado.
Y compartían la felicidad de Ida.
—¿Dónde está Ida? —preguntó Inger Johanne.
Estaba sentada en el sofá con las piernas recogidas; una enorme pantalla de plasma mostraba las retransmisiones especiales de la NRK.
—Está en Turquía con Nefis, visitando a sus abuelos.
Inger Johanne no dijo nada más.
A Hanne le gustaba aquella mujer. Le gustaba porque no era su amiga y tampoco exigía serlo. Inger Johanne no sabía nada sobre Hanne, aparte de lo que hubiera oído y captado por aquí y por allá, que evidentemente podían ser muchas cosas, pero nunca se dejó tentar para hurgar, exigir o preguntar. Hablaba mucho, pero nunca sobre Hanne. Como Inger Johanne era la persona con más curiosidad que Hanne hubiera conocido nunca, su aparente falta de interés era algo que dejaba claro que conocía su oficio. Era una auténtica profiler.
Inger Johanne comprendía a Hanne Wilhelmsen y la dejaba en paz. Y parecía disfrutar de estar en su casa.
—Oh, no —dijo Inger Johanne en voz baja y cerró los ojos—. Esa mujer no.
Hanne, que estaba leyendo una novela, lanzó una mirada a la pantalla.
—No va a salir de la tele para cogerte —dijo, y continuó leyendo.
—Pero ¿por qué siempre…? —preguntó Inger Johanne, abatida, e inspiró hondo—. ¿Por qué se ha convertido precisamente ella en el gran oráculo en todos los asuntos sobre crímenes y criminales?
—Porque tú no quieres serlo —dijo Hanne esbozando una sonrisa.
En una ocasión, Inger Johanne había abandonado un estudio durante la emisión en directo de un debate por pura indignación, y nunca volvieron a invitarla.
Wencke Bencke era la escritora de novelas policiacas más famosa del país. Después de llevar durante muchos años una vida excéntrica, malhumorada e inalcanzable, un año antes había entrado en la escena pública. Una serie de famosos fueron asesinados por riguroso orden en un caso que la Policía nunca llegó a resolver del todo. Inger Johanne se vio envuelta en la investigación contra su voluntad, pero también para ella durante mucho tiempo los asesinatos parecieron carecer de motivo y de relación intrínseca. En esa época, Wencke Bencke se convirtió en la experta favorita de los medios. Brillaba con sus conocimientos sobre el carácter de los criminales y su absurda lógica, al mismo tiempo que mantenía una distancia irónica con respecto a la Policía. Y todo eso quedaba muy bien en la televisión.
Ese mismo otoño publicó su décimo octavo libro, el mejor de todos. Trataba sobre un escritor de novelas policiacas que mataba por aburrimiento. El libro vendió ciento veinte mil ejemplares en tres meses y fue comprado de inmediato por editoriales de más de veinte países.
Sólo un puñado de personas, entre ellas Inger Johanne e Yngvar, sabía que en el fondo el libro trataba de la propia Wencke Bencke. Nunca pudieron demostrar nada, pero lo sabían todo. La propia novelista se había encargado de que lo supieran. Las pistas que fue dejando eran inútiles como prueba, pero suficientes para Inger Johanne Vik. Y lo cierto es que aquellas pistas estaban dedicadas a ella, de eso estaba convencida.
Wencke Bencke salió impune de sus asesinatos.
Y cuando de vez en cuando pasaba una noche de insomnio después de encontrar la amplia sonrisa de Wencke Bencke al otro lado del mostrador de congelados del supermercado o de verla saludar con la mano desde la calle Haugen, Inger Johanne seguía sin poder quitarse de la cabeza que aquellos asesinatos se habían cometido para atormentarla precisamente a ella. Sólo que no conseguía comprender por qué. Un día del otoño anterior, cuando se dirigía en coche a su cabaña de la montaña con sus dos hijas en el asiento trasero, un vehículo se detuvo junto a ella en un semáforo de Ullernchausseen. La conductora le enseñó el pulgar, tocó el claxon y giró hacia la derecha. Era Wencke Bencke.
Una casualidad, decía siempre Yngvar, harto ya de la historia. Oslo era una ciudad pequeña e Inger Johanne tendría que quitarse aquel maldito caso de la cabeza de una vez por todas.
Así que acudió a Hanne Wilhelmsen. Al principio era la curiosidad lo que la impulsaba. Si había alguien capaz de ayudar a Inger Johanne a entender a Wencke Bencke, era ella. El carácter sereno y casi indiferente de la inspectora jubilada la tranquilizaba. Era fríamente analítica allí donde Inger Johanne era intuitiva, e indiferente allí donde Inger Johanne se dejaba provocar. Y Hanne se tomaba tiempo para escuchar, siempre tenía tiempo para escuchar.
«Así que la Policía está atascada —decía la novelista en el estudio, enderezándose las gafas—. Raras veces se los ve tan completamente perdidos. Y por lo que tengo entendido, tienen un problema que parece más bien de una novela policiaca antigua que del mundo de la realidad».
El presentador se dirigió hacia ella. Los enfocaron cuando se inclinaron el uno hacia el otro como si compartieran un secreto.
«¿Ah, sí?».
«Como es natural, había un extenso aparato de seguridad en torno a la presidenta, ya lo hemos visto en muchos reportajes durante la última jornada. Entre otras cosas había cámaras de vigilancia en los pasillos…».
—No te lo tomes muy a pecho —dijo Hanne en voz baja—. Podemos apagarla.
Inger Johanne había agarrado un cojín al que se aferraba sin saberlo.
—No —respondió con ligereza—. Quiero verlo.
—¿Estás segura?
Inger Johanne asintió con la cabeza sin quitar los ojos de la pantalla. Hanne la observó durante un par de segundos y luego se encogió imperceptiblemente de hombros y siguió leyendo.
«… con otras palabras, una especie de “misterio de la habitación cerrada” —dijo Wencke Bencke sonriendo—. Nadie salió de la habitación, nadie entró…».
—¿Cómo puede saber todo eso? —preguntó Inger Johanne—. ¿Cómo puede saber siempre todo lo que hace la Policía? Pero si no la aguantan y…
—La Comisaría General se filtra como un embudo de IKEA —dijo Hanne, que por fin parecía haberse interesado por la conversación de la televisión—. Así ha sido siempre.
Inger Johanne se puso a estudiarla. Hanne había cerrado el libro, que estaba a punto de caerse al suelo sin que ella se diera cuenta. Maniobró con la silla un poco hacia delante y agarró el mando a distancia para subir el volumen. Tenía el cuerpo en tensión, como si tuviera miedo de perderse el más mínimo matiz de lo que contaba la novelista. Despacio, se quitó las gafas de lectura, sin apartar los ojos de la pantalla ni un solo instante.
«Así debió de ser en sus tiempos», pensó Inger Johanne, sorprendida. Así de despierta e intensa. Así de distinta del personaje que se había encerrado voluntariamente en su lujoso piso de un barrio bueno para dedicarse a leer novelas. En ese momento Hanne daba la impresión de ser más joven. Le brillaban los ojos y se humedeció los labios antes de colocarse el pelo detrás de la oreja. Un diamante centelleó al atrapar la luz de la ventana. Cuando Inger Johanne abrió la boca para decir algo, Hanne alzó un dedo para detenerla, de modo casi imperceptible.
«Tenemos que pasar la conexión a la sede del Gobierno —dijo por fin el presentador, y le dio las gracias a la novelista—. El primer ministro va…».
—Tienes que llamar —dijo Hanne Wilhelmsen, y apagó el televisor.
—¿Llamar? ¿A quién tengo que llamar?
—Tienes que llamar a la Policía. Creo que han cometido un error.
—Pero… ¡Pues llama tú, mujer! Yo qué puedo… No conozco…
—¡Escucha! —Hanne giró la silla hacia ella—. Llama a Yngvar.
—No puedo.
—Os habéis peleado. Hasta ahí llego, si te presentas aquí pidiendo asilo. Tiene que ser algo serio, si no, no te habrías marchado con la niña. Pero a mí eso me importa una mierda. No me interesa.
Inger Johanne se dio cuenta de que se le había quedado la boca abierta y la cerró de un audible golpetazo.
—En todo caso, esto es más importante —continuó Hanne—. Si Wencke Bencke está bien informada, y tenemos sobrados motivos para suponer que lo está, han cometido un error tan grande que…
Vaciló como si no se atreviera del todo a creerse su propia teoría.
—Tú eres la que conoce a la Policía de Oslo —dijo Inger Johanne débilmente.
—No. Yo no conozco a nadie. Tienes que llamar. Llama a Yngvar, él sabrá qué hacer.
—A ver, cuéntame —dijo Inger Johanne sumida en dudas; dejó a un lado el cojín—. ¿Qué es eso tan importante? ¿Qué es lo que ha hecho la Policía?
—Se trata más bien de lo que no han hecho —respondió Hanne—. Y, por lo general, eso es peor.