Abdallah al-Rahman estaba entusiasmado con la potrilla recién nacida. Era tan negra como su madre, pero una zona más pálida entre los ojos despertaba la esperanza de que heredara el morro blanco de su padre. Tenía las piernas desproporcionadamente largas, como corresponde a un caballo de pocos días. El cuerpo prometía y el pelo ya brillaba como el oro. La potrilla retrocedió unos pasos cuando él se fue acercando poco a poco con la mano extendida. La yegua relinchó con agresividad, pero él la tranquilizó enseguida hablando en voz baja y acariciándole el hocico.
Abdallah al-Rahman estaba satisfecho. Todo estaba saliendo según el plan. Todavía no había tenido contacto directo con nadie; seguía sin ser necesario. Y nunca en toda su vida adulta había hecho algo innecesario. Dado que la vida está constituida por un periodo limitado de tiempo, consideraba importante mantener el equilibrio y seguir una estrategia. Él veía la vida como veía las increíbles alfombras que engalanaban los suelos de los tres palacios que, por el momento, pensaba necesitar.
Las mujeres que hacían las alfombras siempre tenían un plan. Nunca empezaban por una esquina para luego anudar de modo arbitrario hasta conseguir una obra de arte cualquiera. Sabían con exactitud adonde se dirigían, y eso llevaba tiempo. De vez en cuando les llegaba la inspiración, y podían añadir los más bellos detalles por impulso. La perfección de una alfombra hecha a mano residía precisamente en su imperfección, en las diminutas desviaciones del plan previo, que, sin embargo, mantenían la simetría y el orden.
La más bella de todas sus alfombras se encontraba en su dormitorio. La había anudado su madre y le llevó ocho años hacerlo. Cuando la acabó, Abdallah tenía trece años y ella se la dio como regalo. Nadie había visto antes una alfombra así. Sus tonos dorados cambiaban según cómo incidiera la luz y era difícil determinar con exactitud qué colores se veían. Nadie había visto nunca unos nudos tan tupidos ni una seda tan suave y grasa.
La potrilla se le acercó. Tenía los ojos negros azabache y los abrió de repente en el momento en que se tambaleó hacia un lado, y tuvo que agitar la cabeza para recuperar el equilibrio. Resopló con desamparo y se pegó al flanco de su madre antes de intentar dar otro paso hacia él.
La vida de Abdallah era como una alfombra y, al morir su hermano, decidió el aspecto que iba a tener. Había introducido algunos cambios por el camino, simples ajustes, pero en realidad nunca había hecho más que lo que hizo su madre: alguna intervención más profunda y seria de vez en cuando, cambiar algún matiz porque era bello y pegaba.
A su único hermano, tres años mayor que él, lo mataron en Brooklyn el 20 de agosto de 1974. Se dirigía a casa de madrugada después de visitar a una amiga norteamericana sobre la que sus padres no sabían nada. Cuando una señora mayor lo encontró a la mañana siguiente, sus órganos sexuales eran una masa sanguinolenta de golpes y patadas. El padre de los chicos acudió inmediatamente a Estados Unidos y regresó a su casa un mes más tarde convertido en un viejo.
El asesinato nunca fue aclarado. A pesar de la poderosa posición del padre en su país de origen y de su indiscutible autoridad incluso en el encuentro con dignatarios norteamericanos, catorce días después, el detective responsable del caso se encogió de hombros y miró hacia otro lado cuando le comunicó que por desgracia era probable que nunca encontraran al asesino. Había demasiados asesinatos y demasiados chicos que no entendían que no había que merodear por los barrios peligrosos después de medianoche, sino quedarse en casa. Había gran escasez de recursos, concluyó el detective, y luego dio carpetazo definitivo al caso.
El padre conocía al hombre que mucho más tarde se convertiría en el presidente Bush y le había hecho varios favores. Cuando llegó el momento de exigir algo a cambio, nunca consiguió contactar con su influyente amigo. Pocos días antes, Richard Nixon había sido obligado a dimitir y Gerald Ford era el nuevo presidente de Estados Unidos. Y la misma noche en la que un joven extranjero fue asesinado a patadas en una calle de Brooklyn, el presidente Ford anunció que Nelson Rockefeller iba a entrar en la Casa Blanca como el cuadragésimo primer vicepresidente de Estados Unidos. George Bush senior, profundamente decepcionado y humillado, tenía mejores cosas en las qué pensar que en un conocido árabe medio olvidado. Y más tarde aquel año, se largó a China para lamer sus heridas políticas.
Ese otoño Abdallah se hizo mayor. No tenía más que dieciséis años. Su padre nunca se recuperó, aunque siguió dirigiendo la compañía. Estaba rodeado de gente eficiente y, a pesar de que la segunda mitad de la década de los setenta fue un tiempo turbulento en el sector petrolífero, la fortuna de la familia no dejó de crecer.
Pero el padre nunca volvió a ser el mismo. Se perdía en cavilaciones religiosas con cada vez mayor frecuencia, y apenas comía. Ni siquiera protestó cuando Abdallah decidió abandonar a sus padres y a sus seis hermanas para adquirir la educación occidental que en principio se había destinado a su hermano mayor.
La gente que dirigía sus cada vez más numerosas compañías era eficaz y contaba con la confianza de Abdallah, pero con sólo veinte años ya estaba al tanto de casi todo lo que sucedía en el emporio y volvía a casa con tanta frecuencia como podía. Sin embargo, el verano que cumplió veinticinco años, su padre murió de pena por el hijo que había perdido casi diez años antes.
Abdallah lo vio venir y lo incorporó a la alfombra de su vida, de manera que no le cogió por sorpresa. Se convirtió en la cabeza y en el único propietario de un emporio que nadie conocía lo suficiente como para tasarlo. Sólo él mismo podría haber proporcionado una cifra razonable, pero nunca lo hizo.
Lo único para lo que no estaba preparado, era para la ausencia de furia.
Medio año después de la muerte de su hermano estaba tan exhausto de enfado que se puso enfermo, pero una convalecencia en Suiza hizo que se recuperara y el lugar de la furia fue ocupado por una serenidad calculadora con la que le resultaba mucho más sencillo vivir. Durante el tiempo en que dirigió su cólera contra todos y todo, ésta lo había devorado por dentro del mismo modo que la pena lo hizo con su padre, pero aquel nuevo cinismo calculado era algo que podía racionalizar. Abdallah descubrió el valor de la planificación a largo plazo y de las estrategias bien meditadas, y trasladó el regalo de su madre a su dormitorio para poder estudiarlo antes de dormirse y en las raras veces que por la noche le despertaban pesadillas sobre su padre.
La potrilla era una de las cosas más hermosas que había visto en su vida. El hocico era perfecto y las fosas nasales anormalmente pequeñas y vibrantes. Ya no tenía tanto miedo en los ojos y las pestañas eran tan largas como las alas de una mariposa. El animal se arrimó a la bola de paja en la que Abdallah aguardaba sentado a que confiara en él.
—¡Padre!
Abdallah se giró muy despacio. Por encima de la valla de poca altura asomaba la cabellera de su hijo pequeño, que intentaba encaramarse a ella para ver la nueva potrilla.
—Espera un poquito —dijo el padre con amabilidad—. Ahora salgo.
Acarició la potrilla con increíble delicadeza, y ésta se inclinó y tembló un poco. Abdallah sonrió y posó la mano sobre el hociquito del animal, que retrocedió nerviosamente. El hombre se levantó, salió despacio del compartimento y cerró la puerta.
—¡Padre! —dijo el niño con alegría—. ¡Hoy íbamos a ver una película! ¡Me lo habías prometido!
—¿No prefieres montar un poco a caballo? ¿En el hall, que está fresco?
—¡No! Me habías dicho que íbamos a ver una película.
Abdallah levantó a su hijo de seis años y se lo llevó en brazos hacia el exterior, a través de las grandes puertas del establo. A falta de cines legales en Arabia Saudí, Abdallah había construido su propia sala, con diez asientos y una pantalla de plata.
—Me habías prometido que veríamos una película —se lamentó el niño.
—Más tarde. Esta noche, es lo que te prometí.
El pelo del niño olía a limpio y le hacía cosquillas en la nariz. Sonrió, y lo besó antes de dejarlo en el suelo.
El más pequeño de sus hijos se llamaba Rashid, como su tío muerto. A ninguno de sus cuatro hermanos mayores le había pegado el nombre. Todos tenían los rasgos de la familia de la madre. Luego llegó un quinto hijo. Desde el momento en que nació, Abdallah se percató de la anchura de la mandíbula y del pequeño hoyuelo de la barbilla. Cuando el niño cumplió dos días y por fin abrió los ojos, bizqueaba un poco con el ojo izquierdo. Abdallah se rió de corazón y lo llamó Rashid.
Abdallah nunca había pensado vengarse por la muerte de su hermano. Al menos no desde que controló la cólera del principio, al regreso de Suiza. En todo caso no sabría sobre quién vengarse. Nunca cogieron a los asesinos y a un joven árabe le hubiera resultado completamente imposible investigar por su cuenta un asesinato en Estados Unidos, por grandes que fueran sus medios económicos. El propio policía que archivó el caso era una víctima del sistema y no merecía la pena gastar tiempo y dinero en castigarlo.
El odio, el único odio real que Abdallah al-Rahman se permitió sentir durante mucho tiempo, se dirigía hacia George Bush sénior. El hombre que más tarde fue jefe de la CIA, en 1974 le debía un favor a su padre y tenía una influencia considerable. Con una simple conversación telefónica podría haber revitalizado una investigación aparcada. A juzgar por la coyuntura, Rashid debió de ser asesinado por un grupo de jóvenes racistas que no aceptaban el trato del moro con las rubias, así que tampoco habría sido tan difícil resolver el caso, si se hubiera querido y se le hubiera dado prioridad.
Sin embargo, George Herbert Walter Bush estaba más preocupado por la ofensa de no haber sido nombrado vicepresidente que por atender la llamada de un socio comercial al que había escogido olvidar.
A medida que pasó el tiempo, Abdallah llegó a la conclusión de que la principal enseñanza que podía sacar de las circunstancias en torno a la muerte de su hermano era que un favor no compensaba otro, a menos que se tuviera algo guardado en la manga. Algo que impidiera olvidar la deuda, se quisiera o no. Y había mucha gente que le debía mucho, porque Abdallah llevaba casi treinta años repartiendo generosidad sin exigir nada a cambio.
Nunca había llegado el momento. No hasta que Helen Lardahl Bentley le proporcionó la confirmación definitiva de lo que ya sabía por su propia experiencia vital: jamás, jamás, confíes en un norteamericano.
—¿Puedo ver una película de acción, papá? Puedo ver…
—No. Ya lo sabes. No te conviene.
Abdallah revolvió el pelo de su hijo. El chico puso cara de ofendido y se fue en busca de sus hermanos con la cabeza gacha. Habían llegado desde Riad la noche anterior e iban a estar en casa una semana entera.
Abdallah siguió a su hijo con la mirada hasta que desapareció detrás de una esquina del enorme edificio del establo. Luego se dirigió al sombreado jardín. Quería nadar un rato.