Capítulo 7

—… Y así son las cosas, y se acabó.

El primer ministro se volvió a sentar en la silla. Se hizo el silencio en la gran sala. El aire conservaba un ligero olor a humedad, la sala había permanecido mucho tiempo cerrada. Peter Salhus cruzó los dedos detrás de la nuca y recorrió la habitación con la mirada. A lo largo de una de las paredes había un mueble largo que recordaba a un mostrador. Por lo demás, la habitación estaba dominada por una gigantesca mesa de reuniones rodeada de catorce sillas. En una pared colgaba una pantalla de plasma. Los amplificadores descansaban sobre unos estantes de cristal. Un mapamundi amarillento colgaba en la pared opuesta.

—Así que vamos a tener a estos… —el comisario jefe de Oslo, Terje Bastesen, parecía tener ganas de decir «mandriles», pero acabó la frase de otro modo— agentes encima de la chepa. Tendrán acceso a todo lo que descubramos y a lo que hagamos, a cualquier cosa que pudiéramos creer o pensar. En fin.

Antes de que el primer ministro tuviera tiempo de reaccionar, Peter Salhus cogió aire. De pronto se inclinó por encima de le mesa, con los brazos extendidos sobre ella.

—Para empezar, pienso que deberíamos tener una cosa bastante clara —dijo calladamente—. Los estadounidenses, de ninguna manera, van a dejar que su Presidenta se les esfume en el aire sin llegar a los extremos más absolutos para, primero… —alzó el dedo en aire—… encontrarla. Segundo —aún otro dedo señalaba hacia el techo—, para encontrar a quien o quienes se la hayan llevado. Y tercero… —sonrió con esfuerzo—, van a mover cielo y tierra, y el infierno si es necesario, para castigar a quien sea. Y eso no va a suceder en este país, por decirlo así. El castigo, quiero decir.

El ministro de Justicia carraspeó. Todos lo miraron. Era la primera vez que abría la boca en toda la reunión.

—Los norteamericanos son nuestros amigos, y unos buenos aliados —dijo—. La Policía noruega será la encargada de la investigación. Que esto quede muy claro. Y cuando se coja al autor de los hechos, serán los tribunales noruegos quienes…

La voz le falló, él mismo se dio cuenta. Se detuvo y carraspeó una vez más para coger impulso.

—Con todos mis respetos…

La voz de Peter Salhus sonaba burda en comparación. El ministro de Justicia se quedó con la boca medio abierta.

—Primer ministro —continuó Salhus sin dignarse a mirar al supremo responsable de la Policía noruega—, creo que ha llegado el momento de reorientarnos hacia la realidad, por decirlo así.

La directora general de Policía, una mujer escuálida que iba vestida de uniforme y se había pasado la mayor parte de la reunión escuchando, se recostó en la silla y cruzó los dedos sobre el pecho. La mayor parte del tiempo había dado la impresión de estar ausente, y había salido de la sala en dos ocasiones para atender llamadas telefónicas. Ahora fijó su mirada en el jefe de vigilancia y parecía más interesada.

—Encuentro razones —el ministro de Justicia insistió airado— para señalar…

—Creo que nos vamos a dar tiempo para este asunto —lo interrumpió el primer ministro, con un movimiento de manos que probablemente pretendía ser tranquilizador, pero que ante todo pareció una reprimenda a un niño desobediente—. Adelante, Salhus. ¿En qué no estamos orientados hacia la realidad? ¿Qué has visto que los demás no hayamos entendido bien?

Los ojos, que ya en sí resultaban muy estrechos en su cara redonda, ahora parecían cortados con un bisturí.

—¿Acaso soy el único? —Salhus extendió los brazos, y prosiguió sin aguardar respuesta—. ¿Acaso soy el único al que toda esta situación le resulta absurda? Una pequeña fuerza aérea al completo, además del Air Force One. Unos cincuenta agentes del Secret Service. Dos coches blindados. Perros policía entrenados para detectar bombas. Un puñado de consejeros especializados, que viene a querer decir agentes del FBI, por si a alguno de vosotros le quedara duda… —Ni siquiera intentó mirar al ministro de Justicia, que estaba removiendo su café con un lápiz—. Éste es el séquito de la Presidenta estadounidense durante su visita a Noruega. ¿Y sabéis qué? ¡Que resulta sorprendentemente poco! —Se inclinó sobre la mesa y apoyó las dos manos sobre ella—. ¡Poco!

Dejó la palabra suspendida en el aire, como para poner a prueba el efecto del shock.

—Me está costando un poco entender a donde quieres ir a parar —dijo con serenidad la directora general de Policía—. Todos tenemos claro el equipo que trajo la Presidenta consigo y me parece que…

—Pues resulta que es muy poco —repitió Peter Salhus—. Es muy habitual que el Presidente de Estados Unidos viaje con un ejército de doscientos o trescientos agentes. Sus propios cocineros, una flota entera de coches. Una unidad móvil con los equipos de comunicación más modernos. Una ambulancia militar. Pantallas antibalas para usar en las apariciones públicas, otros equipos informáticos, jaurías enteras de perros policía capaces de detectar bombas, perros sabuesos, perros de defensa… —La cara se volvió a retorcer en una mueca en el momento en que enderezó la espalda—. Pero aquí, la señora coge y viene con una tropa bastante miserable. Perdonad… —Se apresuró a disculparse y alzó la mano en dirección al primer ministro como para tranquilizarlo—. Me refiero a la Presidenta. A Madame Président. Y os preguntaréis por qué. ¿Por qué? ¿Por qué narices llega la Presidenta norteamericana, en su primera visita al extranjero, con una protección comparativamente tan pequeña por parte de los suyos?

No daba la impresión de que los presentes cavilaran mucho sobre la respuesta. Al contrario, hasta esos momentos, la conversación había versado sobre el enorme grupo de funcionarios norteamericanos que estaban llamando a todas las puertas, que se metían en los despachos, que requisaban los equipos y que, en general, le causaban problemas a la Policía noruega.

—Porque-éste-es-un-lugar-seguro —las palabras sonaron muy lentas, y repitió—: Porque Noruega es un lugar seguro. Eso creíamos. Miradnos. —Se golpeó el pecho con suavidad—. Esto es absurdo —repitió en voz baja, más gente le estaba escuchando atentamente—. Este pequeño apéndice del mapa, este…

Le echó un vistazo al mapamundi. Tenía los bordes desgastados. La palabra «Yugoslavia» aparecía en grandes caracteres sobre los Balcanes; Peter Salhus negó con la cabeza.

—La vieja Noruega —dijo mientras pasaba el dedo por su propia patria, de norte a sur—. Llevamos años alternando entre hablar de la sociedad colorida que hemos creado y entre que nos hemos convertido en una nación multicultural, y al momento siguiente retomamos el viejo discurso de la paz, la inocencia y la diferencia específica. No paramos de decir que el mundo se nos ha acercado, al mismo tiempo que ese mismo mundo nos ofende muchísimo si no nos mira exactamente con los mismos ojos con los que siempre nos hemos mirado a nosotros mismos: somos un punto idílico del mapamundi. Un apacible rincón del planeta, rico, bueno y generoso con todo el mundo. —Se mordió una piel seca del labio—. Estamos inmersos en una colisión enorme y violenta, y quiero que lo entendáis. Este país está preparado para enfrentarse a alguna que otra crisis, en la medida en que alguien pueda estar preparado para algo así. Estamos preparados para enfrentarnos a epidemias y catástrofes. Hay quien piensa que estamos incluso preparados para enfrentarnos a una guerra. —Sonrió débilmente al ministro de Justicia, que no le devolvió la sonrisa—. Pero para lo que no estamos en absoluto preparados es para esto. Para lo que está sucediendo ahora.

—¿Que consiste en? —preguntó la directora general de Policía, cuya voz era clara y cortante.

—Que consiste en que se nos ha perdido la Presidenta de Estados Unidos.

El ministro de Justicia soltó un hipido fuera de lugar, que sonó un poco como una risa reprimida.

—Y esto simple y llanamente no lo van a tolerar —dijo Salhus sin inmutarse, y volvió a la silla de la que se había levantado—. Lo cierto es que los estadounidenses han perdido a algún que otro Presidente a lo largo de la historia, en atentados. Pero nunca, nunca jamás, han perdido a un Presidente en tierra extranjera. Y os puedo asegurar una cosa… —se sentó con pesadez—, todos y cada uno de los agentes del Secret Service que andan por aquí haciéndoles la vida imposible a nuestros subordinados, se toman esto como algo personal. Muy personal. «This happened on their match»; ha pasado mientras ellos estaban de guardia, y no tienen la menor intención de cargar con ello. Para ellos esto es peor que… Para ellos es peor que…

Su vacilación hizo que el primer ministro interviniera con una pregunta:

—¿Con quién…? ¿Con quién podemos compararlos, en realidad?

—Con nadie.

—¿Con nadie? Pero son un cuerpo policial y…

—Sí. Aunque tienen más responsabilidades, el servicio de vigilancia, los guardaespaldas, constituyen la identidad del cuerpo, y así lleva siendo desde el atentado contra el Presidente McKinley en 1901. Y con lo que ha pasado esta noche, su identidad ha quedado seriamente amenazada. Tal vez sobre todo porque se debe a un enorme error, cometido por ellos mismos.

La taza del ministro de Justicia seguía tintineando, por lo demás no se oía nada. Esta vez nadie aprovechó la pausa para insertar una pregunta.

—Han evaluado mal la situación —dijo Peter Salhus—. Muy mal. No somos nosotros los únicos que consideramos este país como un apacible rincón del mundo, a los estadounidenses también se lo parecía. Y lo más preocupante de todo el asunto, aparte de que la Presidenta se haya esfumado, es que los norteamericanos realmente creyeran que esto era un sitio seguro. Porque ellos están mucho más preparados para evaluar una cosa así que nosotros. Deberían haber calculado mejor, la verdad, puesto que…

—Puesto que tienen un servicio de inteligencia mucho más desarrollado que nosotros —completó la directora general de Policía.

—Sí.

—Ya veo —dijo el primer ministro.

—Exacto —dijo el ministro de Justicia, que asintió con la cabeza.

—Sí —dijo Peter Salhus una vez más.

Y luego se hizo el silencio. Incluso el ministro de Justicia dejó en paz la taza de café. La pantalla de plasma de la pared resplandecía en azul y no tenía nada que contar. Uno de los tubos luminosos del techo había empezado a parpadear, sin compás alguno y sin sonido. Cuando una mosca rompió el silencio con un perezoso zumbido contra el techo, Peter Salhus la siguió con los ojos hasta que el silencio empezó a resultar embarazoso.

—Así que los norteamericanos no tienen la menor idea de lo que trata este asunto —concluyó el Presidente del Gobierno, y apiló sus papeles sobre la mesa, sin dar más muestras de querer finalizar la reunión—. Ellos tampoco, quiero decir.

—Yo diría más bien que no tenían la menor idea —dijo Salhus vacilante—. De antemano, quiero decir. La tarea que tienen ahora por delante es la de analizar las enormes cantidades de material de las que siempre disponen. Analizarlas de nuevo. Colocar las cartas de otra manera y ver qué imagen se dibuja al hacerlo.

—Pero el problema —dijo la directora general de Policía dando un ligero manotazo a la mosca, que se estaba poniendo muy pesada— es que tienen demasiadas cartas que colocar.

Salhus asintió.

—No te puedes imaginar cuántas. —Sus ojos parecían secos y se mordisqueaba el pulgar—. A nosotros nos cuesta hacernos una idea de toda la información que tienen, y de todo lo que les va a entrar. Cada minuto, cada hora, las veinticuatro horas del día. Después del 11-S, el FBI ha crecido una barbaridad, tanto en tamaño como en presupuesto. Si antes eran un cuerpo policial relativamente tradicional con claras responsabilidades policiales, por lo general internas, en Estados Unidos, ahora la actividad antiterrorista se traga la mayor parte del dinero y del personal. Y esto, señoras y señores —cogió un retrato oficial de Helen Lardahl Bentley de la mesa—, esto de secuestrar a la Presidenta entra dentro del concepto norteamericano de terrorismo, sin duda. Van a llegar arrasando, que no os quepa duda. Como ya he dicho, lo más probable es que ya hubiera bastante gente del FBI en el séquito con el que llegó la Presidenta. But we ain’t seen nothing yet.

Sonrió débilmente y se pasó el dedo por debajo del cuello de la camisa mientras miraba la foto de la Presidenta con gesto ausente.

—Según mis informes, un avión especial aterrizará dentro de tres horas —confirmó la directora de Policía—. Y supongo que después vendrán más.

El primer ministro deslizó las puntas de los dedos sobre la superficie de la mesa y se detuvo junto a una mancha de café. Dos profundos surcos se dibujaban entre los pliegues de la piel donde sólo un reflejo de luz revelaba que había unos ojos.

—Tampoco estamos hablando de una invasión en toda regla —dijo visiblemente irritado—. Haces que suene como si estuviéramos por completo en manos de los norteamericanos, Salhus. Que no quede el menor resquicio de duda —elevó la voz otro poco— de que lo sucedido ocurrió en tierra noruega. Como es obvio no vamos a reparar en gastos ni en esfuerzos, y los norteamericanos serán tratados con el debido respeto. Pero esto es y seguirá siendo un caso noruego, para la Policía y el aparato judicial noruego.

—Buena suerte —murmuró Peter Salhus restregándose los nudillos contra la frente.

—Te puedes ahorrar ese tipo de…

El primer ministro se interrumpió a sí mismo y se llevó un vaso de agua a la boca. La mano temblaba ligeramente y volvió a dejar el vaso sobre la mesa sin llegar a beber. Antes de que tuviera oportunidad de seguir hablando, la directora general de Policía se inclinó sobre la mesa:

—Peter, ¿qué es lo que estás intentando decir en realidad? ¿Que dejemos todo el asunto en manos de los norteamericanos? ¿Que renunciemos a nuestra soberanía y a nuestra jurisdicción? No puedes estar hablando en serio.

—Es obvio que no es eso lo que pretendo decir —dijo Salhus; parecía sorprendido por la familiaridad con la que se dirigía a él y vaciló—. Lo que intento decir… De hecho, lo que intento decir es exactamente lo contrario. La experiencia, la experiencia política, policial, histórica e incluso militar, demuestra que contamos con una enorme ventaja frente a los norteamericanos en este asunto.

Alguien llamó a la puerta y se encendió una lámpara roja junto al marco.

Nadie reaccionó.

—Que somos noruegos —dijo Peter Salhus—. Que conocemos este país, que dominamos el idioma, la infraestructura, la geografía, la topografía, la arquitectura y la ciudad. Nosotros somos noruegos y ellos son norteamericanos.

Volvieron a llamar a la puerta, ahora con mayor insistencia.

—Estamos en marcha —continuó Salhus encogiéndose de hombros—. Las cosas funcionan. Estamos aquí reunidos, todos los que tenemos que estar aquí. Los sistemas para casos de emergencia están funcionando. El personal está reunido. La maquinaria se ha puesto en marcha en todas las instancias. Justicia y Asuntos Exteriores están intentando hacerse cargo del protocolo. La cosa es…

Se detuvo cuando una mujer de mediana edad y completamente redonda entró en la habitación. Sin mediar palabra dejó un papel delante del primer ministro, que no dio muestras de querer leerlo. Al contrario, hizo un gesto a Salhus para animarlo a seguir.

—Continúa —dijo.

—La cosa es que tenemos que tener muy claro el tipo de fuerzas a las que nos estamos enfrentando. No nos podemos hacer ilusiones con que los norteamericanos vayan a dejarse dirigir en una situación como ésta. Van a pasarse de la raya, una y otra vez. Al mismo tiempo tenemos que reconocer que están en posesión de una cualificación, unos equipos y una información que puede resultar crucial para este caso. Los necesitamos, la verdad. Lo más importante es conseguir convencerlos de que…

Alzó el vaso de agua y lo miró con gesto ausente. La mosca se había posado sobre la parte de dentro y levantó las alas débilmente, medio muerta.

—Ellos nos necesitan a nosotros, al menos tanto como nosotros los necesitamos a ellos —dijo con firmeza mientras rotaba el vaso entre las manos—. En caso contrario, nos van a pasar por encima. Y si queremos conseguir crear una confianza mutua así, creo que deberíamos empezar por evitar, en la medida de lo posible, insistir demasiado en palabras como jurisdicción, territorio noruego y soberanía.

—Algo parecido debió de decir Vidkun Quisling[2] —dijo el ministro de Defensa—, los días de abril de 1945.

El silencio que siguió fue espectral. Incluso la mosca había capitulado y yacía patas arriba en el fondo del vaso de agua. El constante jugueteo del primer ministro con su pila de papeles se interrumpió de pronto. La directora general de Policía estaba muy erguida en su silla, sin reclinarse sobre el respaldo. El ministro de Asuntos Exteriores, que apenas había hablado en toda la reunión, estaba como petrificado, con los ojos entornados y la boca medio abierta.

—No —dijo por fin Peter Salhus, en un tono de voz tan bajo que el primer ministro, que estaba al otro lado de la mesa, apenas lo oía—. No como él. De ninguna manera igual que Quisling. —Se levantó despacio y con dificultades, y sin mirar al ministro dijo—: Asumo que esta reunión se ha acabado.

Salhus se dirigió a la puerta. Sostenía los documentos en la mano y no miró a nadie, aunque todos lo miraban fijamente a él. En el momento en que pasó la última silla antes de llegar a la puerta, el primer ministro posó la mano sobre su antebrazo, con gesto conciliador.

—Gracias por ahora —dijo.

Salhus no respondió.

El primer ministro no quitó la mano.

—Realmente… Realmente admiras a esta gente del FBI.

Peter Salhus no podía comprender lo que pretendía el Presidente del Gobierno y siguió sin contestar.

—Y a estos agentes del Secret Service, realmente los admiras, ¿no?

—Admirar —repitió Peter Salhus despacio, como si no entendiera lo que implicaba la palabra, retiró su brazo y miró al primer ministro a los ojos—. Tal vez. Pero ante todo… los temo. Eso deberíais saberlo todos.

Después se marchó del centro secreto de gestión de crisis del Gobierno, con un ligero aroma en la nariz a húmeda putrefacción.