Capítulo 5

Las cosas estaban funcionando.

Cayó en la cuenta de que por fin podía tomarse un rato para un cigarrillo. La secretaria jefe del ministro de Justicia, Beate Koss, no era una fumadora habitual, pero por lo general llevaba una cajetilla de diez cigarrillos en el bolso, por si acaso. Se puso un abrigo y cogió el ascensor hasta el vestíbulo de la entrada. Habían cerrado el acceso al público y había guardias de seguridad armados delante de las dos entradas. Se estremeció ligeramente y saludó con la cabeza al funcionario que la dejó atravesar las barreras sin mayores aspavientos.

Cruzó la calle.

Las cosas estaban funcionando. Todo lo que hasta ese momento no habían sido más que directivas encerradas bajo llave y mera teoría, se había hecho realidad aquella mañana en el transcurso de unas pocas horas. Los walkies-talkies y las rutinas de emergencia estaban funcionando como debían. El personal clave había sido convocado y el equipo estaba en su sitio. Incluso el ministro de Defensa, que estaba en la isla de Svalbard con ocasión de las celebraciones del Día Nacional, estaba de vuelta en el despacho. Todos conocían su papel y sabían cuál era su sitio en una tremenda maquinaria que parecía avanzar por sí misma desde el momento en que había sido puesta en marcha. Tal vez con una hora o dos de retraso, como había expresado Peter Salhus, pero Beate Koss no podía evitar sentir una especie de orgullo por estar participando en algo grande e histórico.

—Avergüénzate —se dijo entre dientes, y encendió un cigarrillo.

La noticia de la desaparición de la Presidenta norteamericana aún no había mitigado visible o audiblemente las celebraciones.

El jaleo y los vítores en la calle Karl Johan arrojaban un débil eco entre los edificios de la manzana del Gobierno. La gente que pasaba apresurada por delante, sonreía y se reía. Tal vez no supieran nada. A pesar de que la noticia se había filtrado ya hacía rato y de que los dos grandes canales de televisión llevaban toda la mañana interrumpiendo la emisión con ediciones especiales de informativos, era como si la nación se negara a dejarse interrumpir en su espléndida celebración anual de sí misma.

El cigarrillo le sentó bien.

Vaciló un instante antes de encender otro. Su mirada vagó desde el grupo de periodistas apiñados delante del edificio hasta los cristales verdes a prueba de balas del séptimo piso, que se destacaban claramente del resto. Para sus adentros se había preguntado muchas veces por qué el ministro de Justicia tenía que tener cristales a prueba de balas en el despacho cuando iba sin escolta al supermercado, y cuando en casa apenas tenía más que una alarma ordinaria de Securitas. Pero pensó que así tendría que ser: con su extrema lealtad siempre se conformaba con todo lo que se decidía.

Un hombre la miró desde arriba.

Alzó la mano para saludarle con algo de inseguridad y él la saludó de vuelta. Era Peter Salhus. Un buen hombre. Un hombre en el que se podía confiar. Siempre igual de amable cuando se veían, atento y considerado, a diferencia de muchas de las celebridades que entraban y salían del despacho del ministro de Justicia y que apenas reparaban en su existencia.

Beate Koss tiró la colilla al suelo y la pisó ligeramente. Cuando volvió a mirar para arriba le dio la impresión de que Salhus decía algo antes de correr las cortinas y volverse a adentrar en la habitación.

Un coche de Policía pasó despacio, en silencio pero con las luces parpadeantes.

—Ahora que nos hemos quedado solos —dijo Peter Salhus. Sólo el ministro de Justicia y el comisario jefe de Oslo seguían en el despacho tras los cristales verdes—, casi me voy a tener que permitir preguntar… —Se rascó la barba y tragó saliva—. Hotel Opera —dijo de pronto clavando la mirada en el comisario jefe Bastesen—. ¡Hotel Opera!

—Sí…

—¿Por qué?

—La verdad es que no acabo de comprender la pregunta —dijo Bastesen un poco ofendido y frunciendo el ceño—. Fue por…

—Tenemos el Continental y el Grand —le interrumpió Salhus, que parecía forzarse a hablar en voz baja—. Hoteles magníficos, con largas tradiciones. Tenemos bellos edificios de representación y tenemos… —Mitigó aún más la voz y tamborileó con el dedo sobre un colosal mapa del centro de Oslo—. Aquí se han alojado reyes. Princesas y Presidentes. El puto Albert Einstein…

Se interrumpió e inspiró hondo.

—… y sólo Dios sabe cuántas celebridades más. Estrellas de cine y ganadores del Premio Nobel han dormido seguros aquí en sus camas… —su dedo índice estaba a punto de perforar el mapa—, y hemos elegido colocar a la Presidenta estadounidense en un maldito transformador entre una estación de trenes llena de yonquis y un miserable solar en obras. Santo Dios…

Enderezó la espalda con una mueca. El ligero zumbido del aparato de aire acondicionado era lo único que se escuchaba en la habitación. El ministro y Bastesen se agacharon y estudiaron detenidamente el mapa que estaba sobre la mesa, como si la Madame Président hubiera podido esconderse allí, entre los nombres de las calles y las manzanas sombreadas.

—¿Cómo se os pudo ocurrir algo así?

El ministro de Justicia retrocedió unos pasos. El comisario jefe Bastesen se cepilló un polvo invisible de la pechera del uniforme.

—Ese tono no nos ayuda a ninguno —dijo con tranquilidad—. Y me permito recordarte que ahora somos nosotros quienes tenemos la responsabilidad del servicio de escolta. Eso implica la seguridad de todas las personas, tanto los noruegos como los extranjeros. Puedo asegurarte que…

—Terje —le interrumpió Salhus, hinchando los mofletes antes de expulsar el aire poco a poco—. Lo siento. Tienes razón. No debería alterarme así. Pero… ¡conocemos el Grand a la perfección! Nos hemos entrenado en la seguridad del Continental. ¿Por qué narices…?

—¡Déjame contestar de una vez!

—Sugiero que nos sentemos —dijo el ministro de Justicia tensamente.

Ninguno de los otros dos dio señales de querer seguir la sugerencia.

—Acaban de construir allí una suite presidencial —intervino Bastesen—. El hotel se está preparando para alojar a la élite cultural. A las grandes estrellas. Hasta ahora ha tenido una fama no del todo… Bueno, no de la categoría del Grand, por decirlo así, pero cuando acaben de construir la nueva ópera, la ubicación les concederá una buena ventaja ante la competencia y… —Su dedo dibujó un círculo en Bjørvika—. En estos momentos hay aquí un follón que no resulta demasiado atractivo. Hay que admitirlo. Pero los planes… La suite presidencial cumplía todos los requisitos. Tanto los estéticos como los prácticos, por no hablar de los de seguridad. Tiene unas vistas magníficas. Han unido una suite antigua con dos habitaciones aledañas del décimo piso, que ha quedado… Y además… —Sonrió con la boca torcida—. La verdad es que estaba bien de precio.

Un ángel cruzó la habitación. Salhus miraba con incredulidad a Bastesen, que mantenía la mirada fija sobre el mapa.

—Bien de precio —jadeó por fin el jefe de Vigilancia—. Viene a Noruega la Presidenta de Estados Unidos. Se toman ingentes medidas de seguridad, tal vez las mayores que hemos tomado nunca. Y vosotros elegís un hotel… ¡barato! ¡Barato!

—Como también debéis de saber en tu cuerpo —dijo Bastesen, aún bastante tranquilo—, es tarea de todo jefe de un cuerpo ahorrar en los gastos públicos cuando sea posible. Hicimos un análisis global del hotel Opera comparado con los hoteles que has mencionado tú. Y el Opera fue el que salió mejor parado. Visto de modo global. Y me permito recordarte que la Madame Président viaja con un aparato de seguridad relativamente grande. Como es obvio el Secret Service había inspeccionado el terreno. A fondo. Y hubo pocas objeciones, por lo que puedo entender.

—Creo que lo vamos a dejar ahí —afirmó el ministro de Justicia—. Tenemos que atenernos a la realidad tal y como es, y no perdernos por lo que se podría, habría o debería haberse hecho de otro modo. Propongo que ahora…

Se dirigió a la puerta y la abrió.

—¿Dónde están los planos? —preguntó Salhus mirando al comisario jefe de policía.

—¿Del hotel?

Salhus asintió con la cabeza.

—Los tenemos nosotros. Te voy a conseguir unas copias de inmediato.

—Gracias.

Le tendió la mano en un gesto conciliador. Bastesen vaciló, pero al final la cogió.

Eran ya más de las dos. Aún nadie había tenido noticias de Helen Bentley. Aún nadie sabía la hora exacta de la desaparición. Y todavía ni el jefe de Vigilancia ni el comisario jefe de la Policía de Oslo sabían que los planos arquitectónicos del hotel Opera, que guardaban en el triste edificio arqueado de la calle Grønland, número 44, no coincidían exactamente con la realidad.