Capítulo 3

Inger Johanne Vik no veía cómo iba a salir bien parada de aquel día, todos los 17 de mayo eran lo mismo. Sostuvo en alto la blusa del traje regional de Kristiane. Ese año había sido previsora y le había conseguido a su hija una blusa extra. La primera estaba ya sucia a las siete y media de la mañana. A ésta le acababa de caer mermelada en la manga y un trozo de chocolate derretido se adhería al cuello. La niña de diez años bailaba desnuda por la habitación, frágil y delgada, con una mirada que rara vez se detenía en ningún sitio.

Eran ya casi las diez y media, y andaban mal de tiempo.

—Feliz Navidad —canturreaba la niña—. Bendita Navidad. Los ángeles llegan a hurtadillas. Buenos días, verde árbol luminoso, que el Señor pose su rostro en ti y te dé paz.

—Te estás equivocando un poco de fecha —se rió Yngvar Stubø, que revolvió el pelo de su hijastra—. El 17 de mayo tiene sus propias canciones, ya lo sabes. ¿Tienes alguna idea de dónde pueden estar mis gemelos, Inger Johanne?

Ella no respondió. Si lavara la primera camisa y la metiera en la secadora, la niña al menos empezaría la fiesta con la ropa limpia.

—Mira esto —se quejó mostrándole la camisa a Yngvar.

—Qué más dará eso —dijo él mientras seguía buscando—. Kristiane tendrá más camisas blancas en el armario, ¿no?

—¿Más camisas blancas? —Inger Johanne arqueó las cejas—. ¿Tienes la menor idea de lo que han pagado mis padres por este maldito traje regional? ¿Te puedes imaginar el disgusto que se llevaría mi madre si la niña aparece con una blusa normal de H&M?

—Un niño ha nacido en Belén —cantaba Kristiane—. Hurra por eso.

Yngvar agarró la blusa y estudió las manchas.

—Esto lo arreglo yo —dijo—. Lo restriego cinco minutos y luego lo seco con el secador de pelo. Además estás infravalorando a tu madre. Muy pocos entienden a Kristiane como la entiende ella. Tú encárgate de Ragnhild, y en un cuarto de hora hemos salido.

El bebé de dieciséis meses estaba profundamente concentrado en unos bloques de construcción en un rincón del salón. El canto y el baile de su hermana no parecían afectarle en absoluto. Iba colocando los bloques unos encima de otros con sorprendente limpieza, y sonrió cuando la torre le llegó a la cara.

Inger Johanne no se veía capaz de interrumpirla. En momentos como aquél, caía en la cuenta del abismo que separaba a las dos niñas. La mayor tan fina y delicada; la pequeña tan fuerte y robusta. A Kristiane era difícil entenderla; Ragnhild era sana y directa de cabo a rabo; levantó el último bloque, vio a su madre y le sonrió con ocho dientes blancos como la nieve:

—Boque, mama. El boque de Agni. ¡Mira!

—Maravillosa es la tierra —cantaba Kristiane con voz clara—. Majestuoso es el Cielo de Dios.

Inger Johanne agarró a su hija mayor. La niña, encantada, se dejó coger como un bebé, y se reclinó entre los brazos de su madre tal y como la trajeron al mundo.

—No es Navidad —dijo Inger Johanne calladamente, y posó los labios en la cálida mejilla de la niña—. Es 17 de mayo, ¿sabes?

—Ya lo sé —respondió Kristiane fijando la mirada en la de la madre durante breves instantes, antes de proseguir con voz átona—: El mismísimo Día de la Constitución. Celebramos nuestra independencia y nuestra libertad. Este año podemos celebrar además que han pasado cien años desde que nos independizamos de Suecia. 1814 y 1905. Eso es lo que celebramos.

—Bonita mía —susurró Inger Johanne dándole un beso—. Qué lista eres. Ahora vamos a tener que volver a vestirte, ¿vale?

—Que me vista Yngvar.

Se escurrió de los brazos de su madre y salió corriendo al baño con los pies descalzos. Se paró un momento ante el televisor y lo encendió. El himno nacional sonaba atronador por los altavoces, la noche anterior la niña había puesto el volumen al máximo. Inger Johanne agarró el mando a distancia y mitigó el sonido. En el momento en que iba a darse la vuelta para encontrar ropa de fiesta para su hija menor, algo captó su atención.

No es que la escena no fuera la de siempre. Un mar de gente acicalada en la explanada ante el Palacio Real. Banderas grandes y pequeñas, filas de jubilados sentados en las pocas sillas disponibles, justo debajo del balcón del Rey. Un primer plano de una niña paquistaní, con traje regional noruego; reía ante la cámara y saludaba entusiasmada con la mano. En el momento en que la imagen recorría el batallón de banderas y acababa en la engalanada reportera, pasó algo. La mujer se llevó la mano a la oreja, sonrió aturdida, le echó un vistazo a lo que tal vez era el guión y abrió la boca para decir algo. Pero no salió nada. En vez de eso, se giró a medias, como si no quisiera que la grabaran. Siguieron dos cortes en la retransmisión, injustificados y demasiado bruscos. Una panorámica de las copas de los árboles del lado este del palacio y un niño que lloraba rabiosamente sobre los hombros de su padre. La imagen estaba desenfocada.

Inger Johanne subió de nuevo el volumen.

Por fin la cámara volvió a alcanzar a la reportera, que a estas alturas se cubría la oreja con toda la mano, escuchando con intensidad. Un adolescente asomó la cabeza por encima de su hombro y gritó «Hurra».

—Y ahora… —dijo por fin la mujer, bastante confusa—, y ahora vamos a hacer una pequeña pausa aquí en la calle Karl Johan… Enseguida volveremos a retransmitir desde aquí, pero antes…

El chiquillo le puso los cuernos con los dedos a la reportera y chilló de risa.

—Pasamos la conexión a Marienlyst para una edición especial de informativos —dijo la reportera un poco apresuradamente, y la imagen se cortó de inmediato.

Inger Johanne miró el reloj. Pasaban siete minutos de las diez y media.

—Yngvar —dijo en voz baja.

Ragnhild derribó su torre y apareció la cabecera del telediario.

—Yngvar —gritó Inger Johanne—. ¡Yngvar! ¡Ven aquí ahora mismo!

El hombre del estudio llevaba un traje oscuro. Sus espesos rizos parecían más grises que de costumbre y a Inger Johanne le pareció verle tragar saliva dos veces antes de abrir la boca.

—Tiene que haberse muerto alguien —dijo Inger Johanne.

—¿Cómo? —Yngvar entró en el salón con Kristiane ya vestida en brazos—. ¿Se ha muerto alguien?

—Calla.

Señaló el televisor y posó su dedo índice sobre los labios.

—Repetimos que se trata de una información sin confirmar, pero…

Era evidente que la comunicación en el canal público NRK estaba que ardía, también el experimentado periodista se colocó el dedo índice contra el auricular y escuchó atentamente durante algunos segundos antes de mirar a la cámara y continuar:

—Vamos a conectar con…

Frunció las cejas, vaciló y luego se quitó los auriculares, puso una mano sobre la otra y prosiguió por su cuenta:

—Tenemos a una serie de reporteros en las calles para cubrir este caso y, como comprenderán los televidentes, han surgido ciertos problemas técnicos. Dentro de unos instantes volveremos a conectar con nuestros reporteros. Entre tanto, reitero: la Presidenta estadounidense, Helen Lardahl Bentley, no se ha presentado hoy en el Palacio Real para el desayuno previsto para celebrar el Día Nacional. No se ha facilitado ninguna razón oficial para su ausencia. Tampoco en el Parlamento, donde la Presidenta iba a acompañar el desfile de niños junto con el Presidente de la cámara, Jørgen Kosmo, y… un momento…

—¿Está…? ¿Está muerta?

—Muerta y tuerta con huevos revuelta —dijo Kristiane.

Yngvar la dejó con cuidado en el suelo.

—No creo que lo sepan —dijo Inger Johanne rápidamente—. Pero da la impresión de que…

El televisor emitió un feo pitido. Conectaron con un reportero que aún no había alcanzado a quitarse el lazo con la bandera de la solapa de la chaqueta.

—Estoy aquí, ante la Comisaría General de Oslo —dijo con el aliento entrecortado, el micrófono temblaba con fuerza—. Una cosa está clara: algo ha pasado. El comisario jefe Bastesen, que suele encabezar el desfile del 17 de mayo, acaba de pasar corriendo por aquí junto con… —se giró a medias y señaló la suave ladera que conducía a la entrada de la comisaría—, junto con… varias personas. Al mismo tiempo, varios coches de patrulla han salido del patio trasero, algunos de ellos con las sirenas puestas.

—Harald —tanteó el hombre del estudio—. Harald Hansen, ¿me oyes?

—Sí, Christian, te oigo…

—¿Alguien ha dado alguna explicación sobre lo que está pasando?

—No, es completamente imposible acceder a la entrada. Pero los rumores corren como locos, ya nos hemos congregado aquí unos doce o trece periodistas. Y al menos parece claro que algo le ha pasado a la Presidenta Bentley. No ha aparecido en ninguno de los lugares que tenía previsto visitar esta mañana y en la conferencia de prensa que se había convocado en el vestíbulo del Parlamento justo antes de que saliera el desfile de los niños, en fin… ¡No ha aparecido nadie! El gabinete de prensa del Gobierno da la impresión de haberse derrumbado y por ahora…

—Qué cojones —susurró Yngvar, y se dejó caer sobre el reposabrazos de sofá.

—Calla…

—Tenemos gente en el hospital Central y en el hospital de Ullevål —continuó el reportero falto de aliento—, donde hubiera acabado Bentley en caso de que su ausencia fuera… de carácter sanitario. Sin embargo, no hay nada, repito, nada, que indique que haya algún tipo de actividad extraordinaria en estos hospitales. No se percibe ninguna medida de seguridad excepcional ni un tráfico extraordinario, nada. Y…

—¡Harald! ¡Harald Hansen!

—¡Te escucho, Christian!

—Tengo que interrumpirte porque acabamos de recibir…

La imagen volvió a pasar al estudio. Inger Johanne no recordaba haber visto nunca antes que le entregaran físicamente un guión al presentador en el estudio. El brazo del mensajero aún se veía cuando apareció la imagen y el presentador se palpó buscando unas gafas que hasta entonces no había necesitado.

—Hemos recibido un comunicado de prensa del gabinete del primer ministro —carraspeó—. Leo…

Ragnhild se puso a berrear.

Inger Johanne retrocedió hacia el rincón donde la niña chillaba como una poseída, alzando los brazos en el aire.

—Ha desaparecido —dijo Yngvar, desalentado—. La señora ha desaparecido, joder.

—¿Quién ha desaparecido? —preguntó Kristiane agarrándole la mano.

—Nadie —respondió él casi inaudiblemente.

—Que sí —insistió Kristiane—. Has dicho que una señora ha desaparecido.

—Nadie a quien conozcamos nosotros —dijo Yngvar acallándola.

—Mamá no ha sido, por lo menos. Mamá está aquí. Y nos vamos a una fiesta en casa de los abuelos. Mamá no va a desaparecer nunca.

Ragnhild se calmó tan pronto como su madre la cogió en brazos. Se metió el dedo en la boca y enterró la cabeza en el cuello de su madre. Kristiane sostenía aún la mano de Yngvar y se balanceaba despacio.

—Dum-di-rum-dum —susurró.

—No pasa nada —dijo él ausente—. No corremos ningún peligro, tesorito.

—Dum-di-rum-dum.

«Ahora se va a cerrar en banda», pensó Inger Johanne, desesperada. Kristiane estaba encerrándose en sí misma, como hacía cada vez que se sentía un poco amenazada, o cuando sucedía algo inesperado.

—No pasa nada, bonita —acarició la cabeza de la niña—. Ahora nos vamos a preparar todos. Vamos a casa de los abuelos, ya lo sabes. Como teníamos previsto.

Pero no conseguía arrancar los ojos de la pantalla del televisor.

Estaban mostrando imágenes aéreas, tomadas desde un helicóptero que planeaba en círculo sobre el centro de Oslo. La cámara recorrió la calle Karl Johan, desde el Parlamento hasta el Palacio Real, con infinita lentitud.

—Más de cien mil personas —susurró Yngvar, estaba como paralizado y ni siquiera se percató de que Kristiane le soltaba la mano—. Quizás el doble. ¿Cómo diablos van a conseguir…?

Kristiane estaba en un rincón golpeándose la cabeza contra un armario. Había vuelto a quitarse la ropa.

—La señora ha desaparecido —canturreaba—. Dum-di-rum-dum. La señora ha desaparecido.

Y luego rompió a llorar, callada y desconsoladamente.