Capítulo 4

La nieve alcanzaba la altura de las rodillas sobre los grandes campos de cultivo. El hielo duraba ya mucho. Los árboles del boscaje que se extendía por el oeste estaban escarchados de hielo. Aquí y allá las raquetas atravesaban la endurecida superficie de la nieve, y por un momento el hombre estuvo a punto de perder el equilibrio. Al Muffet se detuvo e intentó recuperar el aliento.

El sol estaba a punto de ponerse detrás de los montes del oeste y sólo algún que otro graznido de los pájaros rompía el silencio. La nieve relumbraba con un tono rojizo bajo la luz del atardecer y el hombre con las raquetas siguió con la mirada a una liebre que salió saltando entre los árboles y que bajó correteando hacia el arroyo al otro lado del cercado.

Al Muffet inspiró tan hondo como pudo.

Nunca había tenido dudas sobre que aquello era lo correcto. Cuando murió su mujer y se quedó solo con tres hijas, de ocho, once y dieciséis años, le llevó pocos segundos entender que la carrera en una de las universidades más prestigiosas de Chicago no se dejaba compaginar con acarrear solo con la responsabilidad de cuidar a tres hijas; además, los problemas económicos le obligaron a trasladar a la familia a un lugar más tranquilo, en el campo.

Tres semanas y dos días después de que la familia se hubiera instalado en su nuevo hogar en Rural Route #4 en Farmington, Maine, dos aviones de pasajeros alcanzaron sendas torres de Manhattan. Justo después, otro avión se incrustó contra el Pentágono. Esa misma noche, Al Muffet cerró los ojos en un silencioso acto de agradecimiento por su previsión; ya como estudiante se había deshecho de su nombre original: Ali Shaeed Muffasa. Las hijas tenían nombres sensatos, Sheryl, Catherine y Louise, y afortunadamente habían heredado la nariz respingona de su madre y su pelo rubio ceniza.

Ahora, tres largos años más tarde, apenas pasaba un día sin que se regocijara en su vida campestre. Las niñas florecían y era sorprendente el poco tiempo que le había llevado a él recuperar el gusto por la actividad clínica. Su praxis era variada, una armónica combinación de animales pequeños y ganado: enclenques periquitos, perras parturientas y algún que otro toro bravo que precisaba una bala en la frente. Todos los jueves jugaba al ajedrez en el club y el sábado era el día fijo para ir al cine con las niñas. Los lunes por la noche solía jugar un par de sets de squash con el vecino, que tenía una pista en un granero reformado. Los días se sucedían en un flujo constante de satisfecha monotonía.

Sólo los domingos, la familia Muffet se distinguía de los demás habitantes de la pequeña ciudad de provincias. Ellos no iban a la iglesia. Hacía mucho que Al Muffet había perdido el contacto con Alá y no tenía la menor intención de adherirse a un nuevo dios. Al principio aquello provocó reacciones diversas: preguntas veladas en las reuniones de padres y comentarios ambiguos en la gasolinera o en el puesto de las palomitas de maíz del cine, los sábados por la noche.

No obstante, también eso se pasó con el tiempo.

Todo se supera, pensó Al Muffet mientras se afanaba por desenterrar el reloj de pulsera entre el guante y el plumón. Tenía que apresurarse. La más joven de las niñas iba a hacer hoy la cena y sabía por experiencia que convenía estar presente durante el proceso. En caso contrario, se encontraba con una cena magnífica y con el armario de las delicatessen medio vacío. La última vez, Louise les había servido una cena de cuatro platos, en un simple lunes, con foie gras y un risotto con trufas auténticas, seguido de asado, un venado de la caza del otoño que en realidad guardaba para la cena navideña que organizaba todos los años para los vecinos.

El frío arreciaba una vez que se ponía el sol. Se quitó los guantes y puso las palmas de las manos contra las mejillas. Al cabo de unos segundos empezó a descender con los pesados y largos pasos de las raquetas, que con el tiempo había llegado a dominar.

Había preferido no ver la investidura de la Presidenta, pero no porque le molestara demasiado. Aunque cuando Helen Lardahl Bentley penetró la esfera pública unos diez años antes, se horrorizó. Recordaba con desagradable claridad aquella mañana en Chicago, estaba en cama con gripe, zapeando a través de la fiebre. Helen Lardahl, tan distinta a como él la recordaba, pronunciaba un discurso en el senado. Ya no llevaba gafas. Las redondeces que la habían caracterizado hasta bien entrada la veintena habían desaparecido. Sólo los gestos, como el resuelto movimiento oblicuo con la mano abierta, con el que cortaba el aire para subrayar algún aspecto de lo que decía, lo convencieron de que se trataba de la misma mujer.

«Cómo se atreve», pensó entonces.

Después, poco a poco, se había ido acostumbrando.

Al Muffet volvió a detenerse e inspiró el aire frío hasta las profundidades de los pulmones. Ya había alcanzado el arroyo, donde el agua seguía corriendo bajo una tapadera de hielo claro como el cristal.

La mujer debía de confiar en él, así de sencillo. Debió de elegir confiar respecto a la promesa que le hizo una vez, hacía ya toda una vida, en otro tiempo y en un lugar completamente distinto. Desde su posición no podría costarle mucho averiguar que él seguía con vida y que vivía en Estados Unidos.

A pesar de ello se dejaba elegir como la líder mundial más poderosa del mundo, en un país donde la moral era una virtud y la doble moral una virtud por necesidad.

Cruzó el arroyo y trepó por encima del borde de nieve del camino. Tenía el pulso tan acelerado que le pitaban los oídos. «Ha pasado tanto tiempo», pensó, y se quitó las raquetas. Cogió una con cada mano y empezó a correr por el estrecho camino invernal.

We got away with it —susurró al compás de sus propios pasos—. Se puede confiar en mí. Soy un hombre de honor. We got away with it.

Iba muy retrasado. Probablemente, en casa se encontraría con una cena de ostras y una botella de champán abierta. Louise diría que era una celebración, un homenaje a la primera mujer que ocupaba la presidencia del país.