Capítulo 2

Los cuadros no eran de ningún modo bellos.

Especial suspicacia le despertaba uno de ellos. Le mareaba del modo en que lo hace el mar. Cuando se inclinaba hasta casi rozar el lienzo, podía ver que las onduladas rayas de color amarillo rojizo se resquebrajaban en una infinidad de surcos diminutos, como heces de camello tostándose al sol. Se sintió tentado de acariciar la grotesca boca abierta del motivo principal del cuadro, pero se abstuvo. La pintura ya había sufrido bastantes daños durante su traslado. La barandilla a la derecha de la aterrada figura extendía sus arrugas por la habitación, con unos tristes flecos en la punta del lienzo.

Conseguir que alguien reparara el burdo desgarro estaba descartado. Eso requeriría a un experto. Si las famosas pinturas se encontraban en esos momentos en uno de los palacios más modestos de Abdallah al-Rahman, situado a las afueras de Riad, se debía ante todo a que el hombre siempre, y en la medida de lo posible, procuraba evitar a los expertos. Apostaba por la llana artesanía. No le veía sentido a usar una sierra eléctrica cuando un cuchillo podía resolver perfectamente la situación. En el traslado hasta Arabia Saudí desde un museo carente de medidas de seguridad, situado en la capital de Noruega, las pinturas fueron manejadas por delincuentes menores que no tenían la menor idea de quién era él y que era probable que acabaran en las cárceles de sus respectivos países de origen sin ser nunca capaces de decir algo sensato sobre dónde habían acabado los cuadros.

A Abdallah al-Rahman le gustaba más la figura de la mujer, aunque también en ella había algo que le producía rechazo. A pesar de haber pasado más de dieciséis años en Occidente, diez de los cuales transcurrieron en prestigiosas escuelas de Inglaterra y de Estados Unidos, aún seguían chocándole los pechos descubiertos y la vulgaridad con que se ofrecía la mujer; indiferente e intensa al mismo tiempo.

Se volvió hacia otro lado. Iba descalzo y desnudo, a excepción de unos amplios pantalones cortos, blancos como la nieve. Volvió a subirse a la cinta de correr, agarró un mando a distancia y aceleró la cinta. De los altavoces que rodeaban la colosal pantalla de televisión en la pared opuesta salía un sonido: «… protect and defend the Constitution of the United States».

Era difícil de comprender. Cuando Helen Lardahl Bentley no era más que senadora, ya le impresionaba la valentía de aquella mujer. Después de licenciarse como la número tres de su promoción en la prestigiosa Vassår, Helen Lardahl, miope y rellenita, avanzó como un torrente hacia un doctorado en Harvard. Antes de cumplir los cuarenta estaba bien casada y era socia del séptimo mayor bufete de abogados de Estados Unidos, cosa que por sí misma dejaba clara su extraordinaria eficiencia y revelaba una buena dosis de cinismo y perspicacia. Además se había vuelto delgada y rubia, y ya no llevaba gafas. Muy lista, también en eso.

Sin embargo, presentarse como candidata a la presidencia era pura hybris.

Ahora la habían elegido, bendecido e investido.

Abdallah al-Rahman sonrió cuando, presionando una tecla, incrementó la velocidad de la cinta. La piel endurecida de las plantas de sus pies ardía contra la cinta de goma. Luego aumentó una vez más la velocidad, hasta rozar su propio límite del dolor.

It’s unbelievable —jadeó en su fluido inglés, con la certeza de que nadie en todo el mundo podría oírlo a través de aquellas paredes de varios metros de grosor y de la puerta con triple aislamiento—. She actually thinks she got away with it!