Cuando sonó el teléfono, sintió como si alguien tratase de cogerlo. Yngvar soltó un sollozo, se dio la vuelta e intentó liberar su pierna de lo que la atrapaba. Dio una patada al aire, se tapó de nuevo con la colcha y gimió una vez más. El ruido del móvil se hizo más fuerte e Inger Johanne se cubrió la cabeza con la almohada.
—Es el tuyo —dijo somnolienta—. Responde. O apágalo.
Yngvar se incorporó con brusquedad e intentó comprender dónde estaba.
Aturdido, buscó sobre la mesita de noche. Su viejo móvil demostró finalmente estar roto, y no reconocía el tono de llamada del nuevo.
—Hola —murmuró, y vio que el reloj marcaba las 5.24.
—¡Buenos días! ¡Soy Sigmund! ¿Estabas durmiendo? ¿Has visto el VG?
—No leo periódicos en mitad de la noche.
—¿Sabes qué dicen?
—Obviamente, no —murmuró Yngvar—. Pero me imagino que tienes algún tipo de plan para contármelo.
—¡Vete! —rogó Inger Johanne.
Yngvar puso los pies en el suelo y se frotó la cara con la mano para despertarse.
—Espera —dijo en voz baja metiendo los pies en un par de Crocs azul oscuro.
Inger Johanne e Yngvar habían estado despiertos hasta las tres.
Cuando finalmente dejaron descansar el caso, se habían calmado con un episodio viejo de NYPD Blue. Las series de detectives lo adormecían siempre.
Ahora estaba casi inconsciente.
Tropezó hasta el baño y el chorro de orina sonó contra la taza cuando se llevó el teléfono a la oreja y dijo:
—Ahora te escucho.
—¿Estás meando? ¿Estás meando mientras hablamos?
—¿Qué pasa con el VG?
—Tienen todos los putos nombres. Los de las víctimas.
Yngvar cerró los ojos en una maldición silenciosa e interna.
—No entiendo de dónde los sacan —dijo Sigmund—. ¡Pero ahora los lobos están fuera, ya sabes! ¡Hay reporteros por todas partes, Yngvar! Me llaman por teléfono y llaman a todos los otros, y…
—A mí no me han llamado.
—¡Espera y verás!
Yngvar arrastró los pies hasta la cocina. Trató de no hacer ruido mientras llenaba el hervidor de agua.
—Entiendo que estamos en deep shit en lo que respecta a fugas de información —dijo bostezando—. Pero ¿es realmente necesario despertarme por eso un sábado a las cinco y media de la mañana?
—Eso no es por lo que te llamo. Te llamo porque…
La jarrita del hervidor estaba llena de borras. Cuando la colocó bajo el grifo para enjuagarla, el agua golpeó el vidrio con tanta energía que no pudo entender del todo lo que Sigmund le decía.
—No te he entendido bien —murmuró con el teléfono apretado entre la cara y el hombro.
Metió la cuchara en el jarro del café.
—Encontramos a la mujer del retrato —dijo Sigmund.
Fue como si el aroma del café hubiese bastado para despertarlo totalmente.
—¿Cómo?
—La Policía de Bergen encontró a la mujer que aparece en tu fotografía. Probablemente no significa tanto como tú pensabas, pero estabas tan excitado con…
—¿Cómo la encontraron? —interrumpió Yngvar—. ¿Y cómo tan rápido?
—¡Uno de los empleados la reconoció, sencillamente! Tenemos bases de datos y colaboración internacional, y el diablo y su abuela, y la vieja forma de…
—¿Quién sabe esto? —preguntó Yngvar.
—¿Quién sabe qué?
—¡Que la encontramos, hostia!
—Un par de tipos de la Policía de Bergen, me imagino. Y yo, claro. Y ahora tú.
—Déjalo así como está —estalló Yngvar—. Por el amor de Dios: ¡no dejes que nadie en la Central de Policía se entere! Tampoco en Kripos. ¡Llama a tu hombre en Bergen y dile que se quede callado!
—De hecho, es una mujer. Eres tan prejuicioso que yo…
—¡Vete a la mierda! Simplemente no quiero esto en los periódicos, ¿vale?
El agua hirvió. Yngvar midió cuatro cucharillas de café, dudó y agregó una quinta. Vertió el agua caliente encima y comenzó a ir hacia el baño.
—¿Quién es la mujer? —preguntó en voz baja.
—Se llama…
Yngvar podía oír el ruido de papeles.
—Martine Brække —dijo Sigmund—. Se llama Martine Brække y vive. En Bergen.
Yngvar se detuvo en medio de la sala. La botella de vino de la noche anterior estaba todavía casi vacía sobre la mesa. El periódico con los garabatos de Inger Johanne había caído al suelo, al lado del bol con patatas fritas, que estaba tumbado.
—¿Qué edad tiene? —preguntó, y sintió que le aumentaba el pulso.
—No lo sé —dijo Sigmund—. ¡Sí, claro! Nacida en 1947, dice aquí. Vive en…
—Sesenta y dos años. Inger Johanne tenía razón. Puedes estar seguro de que Inger Johanne tiene razón.
—¿Sobre qué?
—Tengo que ir a Bergen —dijo Yngvar—. ¿Vienes conmigo?
—¿Ahora? ¿Hoy?
—Cuanto antes, mejor. Ven y me recoges, Sigmund. Ahora, en este instante. Tenemos que ir a Bergen.
Antes de que Sigmund pudiese contestar, él cortó la comunicación. Logró ducharse, vestirse y beber una taza de café fortísimo sin despertar ni a Inger Johanne ni a las niñas. Cuando casi media hora más tarde el automóvil de Sigmund bajó ruidosamente por la calle Hauges y aparcó frente a la casa, Yngvar esperaba en la puerta.
Era el sábado 17 de enero, y ahí estaba él, sin ningún equipaje.
El hombre que hacía veintinueve días había salvado a una niñita de ser arrollada por un tranvía en Stortingsgaten en Oslo, bebió agua de marca de una copa de caña alta y se preguntó si la maleta habría aparecido junto con el avión. Él había llegado con retraso. Ahora estaba sentado en el vuelo BA0117 de British Airways, en ruta desde Heathrow hacia el aeropuerto JFK en Nueva York, y era uno de los únicos tres pasajeros que viajaban en primera clase. Mientras los otros dos ya iban por la tercera copa de champán, él le dio las gracias, cortésmente, a la azafata cuando le ofreció más agua.
Disfrutaba del lugar espacioso y de la paz del sector delantero de la cabina. La cortina que lo separaba del resto de los pasajeros bloqueaba el ruido que provenía de detrás hasta convertirlo en un murmullo de baja frecuencia, que junto con el rumor de los motores le provocaba sueño.
En este último tramo hacia casa viajaba con su propio nombre. Las medidas de seguridad extremas en el tráfico aéreo norteamericano y el control de fronteras a partir de los hechos del 11-S hacían arriesgado viajar al país con papeles falsos. Como no había hecho las reservas de antemano y todo estaba vendido, salvo la primera clase, tuvo que pagar más de siete mil dólares por un billete de ida. No importaba. Ahora estaba de camino a casa. Debía ir a casa, y viajaba con su nombre real: Richard Anthony Forrester.
Durante los dos meses que había pasado en Noruega, no llamó jamás a los Estados Unidos. La Agencia Nacional de Seguridad, la NSA, vigilaba todo el tráfico electrónico hacia y desde el país, y era innecesario correr ese tipo de riesgos. Las instrucciones estaban claras de antemano. En caso de que él, por cualquier razón imprevista, necesitase entrar en contacto con la organización, tenía un número de emergencia en Suiza adonde podía llamar. No lo precisó nunca.
Durante la estancia de Richard A. Forrester en Noruega se había producido una gran actividad en su ordenador portátil. Estaba en Gran Bretaña a cargo de un tipo pequeño, corpulento, con buena dentadura y un crew cut oscuro y espeso. El hombre había viajado por las ciudades en relación con una nueva oferta de viajes de Forrester Travelling. La empresa era de Richard, que la estableció dos años después de que su esposa y el pequeño hijo que tenían fueran arrollados por un conductor borracho que escapó del lugar para terminar matándose él mismo unos kilómetros después.
A todos los fines prácticos, Richard A. Forrester había estado en Inglaterra desde el 15 de noviembre. Sólo una medida de seguridad, por supuesto; nadie preguntaría.
Reclinó bien el respaldo del asiento y se cubrió con la suave manta. Eran las nueve de la mañana, pero había dormido poco la noche anterior. Le sentó bien cerrar los ojos.
Cuando Susan y el pequeño Anthony murieron, su vida también terminó.
Intentó seguirlos hacia el Cielo mediante un intento de suicidio, que no sirvió para otra cosa que para incapacitarlo para pertenecer, a partir de ese momento, a los marines de Estados Unidos. No precisaban soldados suicidas, y Richard se encontró con un futuro sin trabajo, sin mujer y sin hijos. Todo lo que tenía era una pequeña pensión, una maleta con ropa y una indemnización producto del accidente, que en realidad no quería.
—¿Puedo traerle algo más? —preguntó la atractiva azafata en voz baja, inclinándose sonriente sobre el asiento vacío que tenía al lado—. ¿Café? ¿Té? ¿Algo de comer?
Él le devolvió la sonrisa y sacudió la cabeza.
Durante tres meses después de la catástrofe, anduvo casi siempre en pantuflas. Como regla, borracho como una cuba y poseído constantemente de una furia incandescente que lo abarcaba todo. Una noche lo echaron sin más de un bar en Dallas. Quedó tirado en un callejón, semiinconsciente, hasta que un tipo apareció de la gran nada y le ofreció un encuentro con Dios. Como no tenía a nadie más a quien encontrar, dejó que lo pusiesen en pie y lo condujesen hasta una capillita que estaba a sólo dos calles de allí.
Esa noche encontró al Señor, tal como el extraño le había anunciado.
Richard Forrester se pasó la mano por el pelo. Era bueno dejarlo crecer otra vez, pese a que todavía eran sólo unos milímetros de pelusa sobre la calva. Estaba bendecido con abundante cabello, aunque lo llevaba siempre corto. Cuando se lo afeitaba, toda su apariencia cambiaba notablemente.
Se acomodó mejor, apagó la luz sobre la cabeza y bajó la cortina de la ventanilla.
El Dios que encontró en Dallas una noche de noviembre de 2002 era totalmente distinto al que había tenido en su casa. Sus padres eran metodistas, como la mayor parte del vecindario del pueblecito donde creció. De niño, Richard había entendido su religión más como una presencia social en la parroquia que como una relación personal con Dios. Se celebraba misa todos los domingos, y en la parroquia siempre organizaba alguna que otra actividad. Había un equipo de fútbol y se organizaban mercadillos, parrilladas y banquetes navideños. Richard fue criado fundamentalmente con un Dios simpático que nunca le había dejado una gran huella.
Cuando el extraño lo llevó a la capillita, Richard se encontró con el Todopoderoso. Esa noche tuvo una revelación. Dios se le apareció con una violencia que al principio le hizo pensar que moriría, pero que al final lo sumió en un estado de paz y devoción absolutas. La noche en la capilla fue la catarsis de Richard Forrester. Cuando finalmente llegó la mañana, había nacido de nuevo.
Su vida como soldado de la patria de sus padres, como marido y padre, había terminado.
Empezaba su vida como soldado de Dios.
No tocaba el alcohol.
Richard Forrester escuchó el rumor de baja frecuencia de los motores y vio ante sí a la bella niñita.
Ella lo había visto. Cuando la mujer que debía morir desapareció sola en el sótano, a él se le presentó una posibilidad que no debía desaprovechar. Cuando la niña apareció, por un momento se desesperó ante lo que estaba obligado a hacer.
Entonces comprendió que se trataba de una niña ingenua.
Como Anthony, que había nacido prematuramente y con una lesión cerebral que no le permitiría alcanzar la madurez intelectual. La niña era así. Así lo entendió al cabo de pocos segundos.
La dejó escapar del sótano.
Para estar bien seguro, la mantuvo bajo vigilancia. Cuando la salvó del tranvía, fue fácil obtener su nombre de uno de los testigos estremecidos y elegantes. Richard sólo se había quedado allí, al otro lado de la calle, hasta que la madre se llevó adentro a la niña. Un hombre que estaba en el lugar y que entretenía a los fumadores con dramáticas descripciones de testigo ocular le dio alegremente el nombre de la madre, cuando él mencionó que le gustaría mandarle unas flores. Halló la dirección en Internet.
Desgraciadamente, la niña le impidió matar a la mujer como estaba planeado originalmente; en principio, tenía que parecer un accidente. Pero no era culpa de la criatura. Afortunadamente él tuvo la sangre fría suficiente para registrar a la víctima y su bolso, dar con los billetes para viajar a Australia y llevarse el teléfono móvil. Después fue hasta la habitación que ella había reservado, forzó la puerta, se llevó el equipaje y pagó la cuenta. El caos en la recepción del hotel le vino de perlas; entre los asistentes a la fiesta y los borrachos, pasó inadvertido. Escondió la maleta de la mujer al fondo de un armario de limpieza que estaba sin llave, bajo una enorme caja de cartón tan polvorienta que bien podía hacer años que nadie la tocaba. La desaparición no debía descubrirse enseguida, y provocó la necesaria demora mediante mensajes de texto cortos y carentes de significado, tecleándolos en el móvil durante los días que siguieron. Cada minuto que pasaba entre un asesinato y el comienzo de la investigación reducía las posibilidades de que se resolviera.
—¿Puedo traerle una almohada? —oyó de pronto que le decía la azafata.
Sin abrir los ojos, sacudió la cabeza.
La madre de la criatura era una histérica. Una cosa fue que le diera un tortazo cuando salvó a la niña. Después de Navidad, además, él se paró en una ocasión a un par de cientos de metros de la casa blanca donde vivía la familia. Un hombre había salido de una de las propiedades vecinas y se aproximó a la cerca para hablar amigablemente con las dos niñas que jugaban en el jardín. La madre estaba de pie al lado de la ventana y las vio. Se asustó mucho y parecía estar realmente fuera de sí cuando salió para buscarlas y llevarlas dentro.
Casi como Susan, pensó él, pese a que no se permitía pensar mucho en Susan. Ella estaba siempre preocupada por Anthony.
No era la primera vez que le sucedía que aquéllos a quienes vigilaba tenían la inquietante sensación de ser observados. De más está decir que nunca lo vieron, del mismo modo que la madre de la niñita no lo vio cuando él las siguió hasta la escuela en su discreto automóvil de alquiler y confirmó definitivamente que la criatura era especial. Estaba demasiado bien entrenado como para que lo descubriesen. Pero ella lo sentía. El padre de la niña (le había llevado un tiempo entender quién era) se había angustiado desde el principio. Richard debió averiguar si la criatura se comportaba de manera diferente cuando no estaba en casa de su madre, y los había observado en tres circunstancias diferentes. El hombre comenzó a mirar por encima de su hombro.
Lo mismo había sucedido con el tipo que vivía en la colina que había sobre la ciudad, en ese arreglo tortuoso que remedaba una familia. Se sintió perseguido. Su amante parecía realmente histérico cuando supo que se había puesto a dar vueltas tomando fotos de las huellas del coche, ya casi hacía dos semanas. Por su parte, Richard se había sentado a buena distancia y lo había observado todo. Dos tipos de pelo oscuro habían pasado en un BMW grande. Paquistaníes, conjeturó. Oslo estaba infestado de esa gente. Obviamente tenían algo no resuelto entre ellos, porque condujeron el coche hasta el pequeño camino que había frente al portón donde vivía esa falsa familia y se quedaron allí un buen rato. Gesticulaban mucho y debían de haber fumado una pila de cigarrillos antes de seguir su camino.
Había seguido al sodomita, pero no lo había visto. Como los otros.
No vieron a Richard, y si lo pensaba bien, él tampoco los sintió.
Lo que sintió fue la cercanía del Señor, pensó Richard Forrester. Y si esa copia pervertida de padre de familia se escapó esa vez, ya llegaría su hora.
Richard Forrester sonrió levemente y se durmió.
La casa parecía estar recostada, como si durmiera una siesta sobre la cuesta escarpada. Las ventanas eran pequeñas, con cruces que dividían los vidrios en cuatro cuartos. La construcción de madera estaba situada entre dos casas similares, pero más grandes, y parecía retraída. Casi tímida. El vano estrecho de una puerta conducía a un patio trasero minúsculo. Una bicicleta de mujer se recostaba contra la pared alta de ladrillo y un colorido grupo de cazos de cerámica pasaba el invierno apilado en un rincón. Una escalera de piedra ascendía hasta una pequeña puerta verde. Allí colgaba un cartelito de porcelana. El nombre y la corola de flores campestres que lo enmarcaba se habían vuelto azules por el viento y la acción del clima.
«M. Brække», se leía en letras ornadas.
Yngvar Stubø dudó. Estaba parado en la escalera de piedra, de espaldas a la balaustrada de hierro forjado, e intentaba pensar en todo el asunto una vez más.
Iba a arrancar de una mujer un secreto que, al parecer, ella había mantenido oculto durante casi medio siglo. Al apoyar el dedo en el botón de bronce bajo el cartelito de la puerta, irrumpiría en una vida que ya había sido suficientemente difícil. La mujer que vivía en la pequeña casita blanca había hecho su elección y había vivido toda su vida a la sombra del matrimonio de otros.
La agente de la Policía de Bergen que había reconocido a la mujer del retrato lo había puesto al corriente de lo que ella sabía mientras conducían juntos desde Flesland. Martine Brække era maestra en un colegio de educación secundaria de Bergen. Era soltera y no tenía hijos. Llevaba una vida tranquila y retirada de casi todo, pero era una docente respetada, y también daba clases particulares de piano. En otros tiempos había sido una prometedora concertista de piano, pero a los diecinueve años desarrolló una forma de reumatismo que acabó con la brillante carrera que se le auguraba.
Unos tonos frágiles y cautelosos se escucharon de pronto desde el interior.
Yngvar ladeó la cabeza y escuchó la pieza. No la conocía. Era fácil y bailable, y le hizo pensar en la primavera.
Levantó la mano y tocó el timbre. La música cesó.
Cuando la puerta se abrió, él la reconoció enseguida. Todavía era bella, pero los ojos estaban enrojecidos y la boca tenía un aire serio y afligido.
—Mi nombre es Yngvar Stubø —dijo, y estiró una mano—. Soy policía. Lo lamento, pero debo hablar con usted sobre Eva Karin Lysgaard.
La angustia en los ojos de ella lo hizo mirar a un lado, como si pudiese todavía cambiar de opinión y desaparecer.
—Estoy solo —dijo en voz baja—. Como usted ve, he venido absolutamente solo.
Ella lo dejó entrar.
—Ahora quisiera evitar que hablemos más de ese testamento —le dijo la secretaria del abogado Faber a su marido, mientras preparaba los sándwiches para el almuerzo—. Simplemente no tienes nada que ver con eso.
Bjarne estaba sentado a la mesa de la cocina con una copia en la mano y observaba las letras pequeñas achicando los ojos por la miopía.
—¡Pero tienes que entender —dijo él, inusualmente irritado— que esto puede, de hecho, querer decir que al hombre lo despojaron de una herencia significativa!
—Niclas Winter está muerto. No tiene herederos. Eso ya apareció en los periódicos. A un hombre muerto no se lo despoja de nada. De nada que no sea la vida, claro.
Ella resopló, decidida, y colocó una generosa porción de salmón sobre una montaña de huevos revueltos.
—Ya está. Ahora a comer.
—No. ¡De verdad, Vera! —Él golpeó la mesa con el puño—. ¡Puede tratarse de un delito, todo esto! Aquí dice…
Manoteó con la otra mano el VG del día, que estaba abierto en un artículo a dos páginas sobre una terrible banda norteamericana que había asesinado a seis personas por un odio enloquecido hacia los homosexuales. Bjarne Isaksen estaba escandalizado. No era que le importasen en algo las porquerías que hacía ese tipo de gente, pero todo tenía un límite. Uno no puede andar dando vueltas en nombre de Dios y liquidar a otros porque no le gustan las vidas amorosas que llevan.
—¡Niclas Winter fue asesinado, según dice aquí!
Vera se volvió hacia él, se llevó las manos a las caderas y se aclaró la garganta, como para tomar impulso.
—Ese testamento de ahí no tiene nada que ver con la muerte de Niclas Winter. Ya te he leído el artículo tres veces y no dice una palabra de dinero, herencia o testamento. ¡Esos asesinos locos de los Estados Unidos sólo masacraban gente, Bjarne! ¡No tenían ni idea de que había un pedazo de papel en un armario de roble viejo y polvoriento en la oficina del abogado Faber! —Se irritó mientras hablaba—. ¡Escuchar semejantes disparates! —dijo, y se volvió de nuevo hacia la encimera de la cocina.
—Voy a llamar a la Policía —dijo Bjarne, obcecado—. Puedo llamar sin decir quién soy y pedirles que hablen con Faber para preguntarle sobre el testamento que beneficia a Niclas Winter. Tienen esos teléfonos para poder dar información, ¿sabes?, a los que uno puede llamar sin tenerles que decir quién es. Lo voy a hacer, Vera. Lo voy a hacer ahora mismo.
Vera soltó un sollozo que no dejaba lugar a dudas y se pasó sus menudas manos por el cabello.
—No vas a llamar a la Policía. Si alguien en esta casa ha de hablar con las fuerzas del orden, ésa seré yo. En todo caso yo puedo aclarar por qué… —otra caricia nerviosa a la cabeza bien peinada— tengo acceso legal al testamento —completó.
—Entonces, hazlo —dijo Bjarne, sibilante—. ¡Llámalos!
Ella dejó el cuchillo de la mantequilla con violencia. Miró a su marido con la mirada más fiera que pudo encontrar, pero él no se rindió. Mudo como un muchachito, le mantuvo la mirada sin pestañear.
—Bien —dijo ella con aspereza, y caminó hacia el teléfono.
—Era Yngvar Stubø —dijo Lukas, algo sorprendido, y dejó el teléfono sobre la mesa del café—. Viene en camino.
—¿Para qué? Creí que habías dicho que había regresado a Oslo.
Su padre había comenzado a hablar de nuevo hacía poco.
—Al parecer ha regresado.
—¿Por qué ha llamado?
—Quería hablar contigo. Personalmente.
—¿Conmigo? ¿Para qué?
—Eso…, eso no lo sé. Pero dijo que era importante. Dijo que había intentado llamarte. ¿Desconectaste el teléfono fijo?
Lukas se agachó y miró tras del sillón de su padre.
—No debes hacer eso, papá. Es importante que sea posible ponerse en contacto contigo.
—Necesito que me dejen en paz.
Lukas no contestó. Una vaga inquietud hizo que empezase a caminar. Se percató de que nadie había limpiado la casa desde Navidad. Aparte de que la pila de periódicos a los que estaban abonados ya se elevaba un metro de altura al lado del televisor, todo estaba en orden. Su padre mantenía las cosas ordenadas, pero nada más. Cuando Lukas pasó un dedo sobre la superficie pulida del aparador, dejó una huella brillante. El pesebre estaba todavía sin desmontar. La bombilla en la caja de vidrio se había quemado, y la escena otrora tan inspiradora de atmósfera se había reducido al recuerdo sombrío de una Navidad que él nunca olvidaría. Cuando fue hasta el sofá doblando la esquina de la sala en ele, las bolas de pelusa se alborotaron contra los zócalos. Él se detuvo, fuera del campo visual de su padre, y olisqueó el aire.
Olía a hombre viejo. A casa vieja. No exactamente desagradable, pero a encerrado y a rancio.
Lukas decidió que limpiaría y se dirigió a la entrada para buscar un cubo y productos de limpieza en un armario. Hasta donde recordaba, también guardaban la aspiradora allí. Cuando reparó en que Yngvar Stubø estaba al llegar, cambió de decisión.
—Me parece que vamos a ventilar esto un poco —dijo en voz alta, y se dirigió hacia la ventana de la sala.
Maniobró la falleba; cuando finalmente logró abrirla, se lastimó el pulgar.
—¡Ostras! —dijo en voz baja, y se metió el dedo en la boca.
El que Yngvar Stubø estuviese ya de regreso en la ciudad podía ser una buena señal. Evidentemente la investigación se había acelerado. Lukas no había escuchado todavía la radio ni leído los periódicos, pero Stubø le había parecido optimista cuando llamó el día anterior por la mañana.
Sintió el regusto de hierro dulce en la lengua y examinó el pulgar herido. Cuando iba a buscar un vendaje en el armario de medicinas de su madre, sonó el timbre.
Fue a abrir la puerta con el dedo en la boca.
—¡Pase! —dijo Silje Sørensen, y miró hacia la puerta.
Inger Johanne la abrió con cuidado y asomó la cabeza.
—¡Pase! —repitió la subinspectora de Policía, alentándola con un gesto—. ¡Qué bien que haya podido venir personalmente! Estas cosas del VG me ponen totalmente paranoica, e Yngvar pensó que necesitaba tener un encuentro con usted para ponernos al día. No me atrevo ni a confiar en mi teléfono móvil.
—Es de lejos lo último en que debería confiar —dijo Inger Johanne, y se sentó en la silla de las visitas—. ¿Tienen idea de quién filtra la información?
—No. El que la prensa sepa mucho siempre fue un problema para nosotros, pero éste es el peor ejemplo que puedo recordar. De vez en cuando me pregunto si no es que los periodistas simplemente extorsionan. Que tienen algo sobre alguno de los nuestros, quiero decir.
Sonrió con brusquedad y colocó una botella de agua mineral y un vaso frente a Inger Johanne.
—Usted suele tener sed —dijo—. Y además me ha picado la curiosidad. Yngvar dijo que el caso de Bergen posiblemente tome una dirección totalmente nueva.
—Bueno, yo no…
El teléfono sonó.
Silje dudó un momento antes de hacer un gesto de disculpa con la mano, levantó el aparato y se lo llevó al oído.
—Sørensen —dijo rápida.
Quien fuera tenía mucho que contar. Inger Johanne comenzó a sentirse incómoda. La subinspectora hablaba muy poco, y de vez en cuando le arrojaba una mirada neutral, casi distraída. Finalmente Inger Johanne decidió salir al pasillo. La incomodidad de tener que asistir a una conversación de la que no se esperaba que fuese parte la hacía sudar. Estaba a punto de ponerse de pie cuando Silje Sørensen sacudió la cabeza con vehemencia y levantó una mano.
—¿Viene hacia aquí con eso, la mujer? —preguntó Silje—. ¿Ahora?
Otra vez quedó en silencio.
—De acuerdo —dijo Silje Sørensen—. Enseguida, por favor. Me quedaré en la oficina hasta que llegues.
Colgó. Una arruga de asombro apareció sobre la nariz estrecha y recta. Corría oblicua a la ceja izquierda.
—Un testamento —dijo pensativa.
—¿Qué?
—Una mujer, que al parecer es secretaria de un bufete de abogados aquí en la ciudad, llamó al teléfono de informaciones contando que tiene un testamento que beneficia a Niclas Winter y que podría tener significado para la investigación de su muerte.
—Sí… Sí, ¿y entonces?
—Por suerte atraparon la información a tiempo, y uno de mis muchachos encontró a la mujer. Está de camino, con el testamento.
—Pero ¿qué habría de…? Si la teoría de The 25'ers es cierta, ¿qué tendría que ver un testamento con el caso?
Silje se encogió de hombros.
—Ni idea. Pero está en camino, o sea, que lo miraremos. ¿Qué iba a decir? Yngvar me despertó una gran curiosidad, tengo que admitirlo.
Inger Johanne abrió la botella y escanció agua en el vaso. El ácido carbónico le burbujeó en los labios al beber.
—Eva Karin Lysgaard no sólo sentía simpatía por los homosexuales —dijo finalmente dejando el vaso—. A juzgar por todo lo que sabemos, era lesbiana. Visto así, esto refuerza la teoría de The 25'ers.
Por la expresión de la cara de Silje Sørensen, bien podría haber dicho que Jesús había regresado al mundo y se había acostado en la cama de Kristiane.
Marcus Koll se sentó confundido sobre la cama y murmuró algo que ni Rolf ni su hijo comprendieron.
—Dormilón —bromeó Rolf, apoyando sobre la mesa de noche la bandeja con café, zumo y dos rebanadas de pan blanco tostado con jamón y queso—. ¡Es más de la una!
—¿Por qué me habéis dejado dormir hasta tan tarde?
Marcus eludió los abrazos, estaba sudado e intentaba deshacerse del regusto amargo del sueño.
—Tenía la impresión de que no habías pegado un ojo en toda la noche —dijo Rolf—. Cuando por fin te dormiste, no tuve corazón para despertarte.
—Hicimos volar el helicóptero —dijo Marcus, ansioso—. ¡Es buenísimo!
—Con este frío —gimió Marcus—. Las instrucciones dicen que debe usarse con temperaturas por encima de cero grados. El aceite se congela.
—No podíamos esperar hasta la primavera —sonrió Rolf—. Y anduvo de maravillas. Lo tenía todo bajo control, Marcus.
—Y yo —dijo el muchacho—. ¡Logré hacerlo volar completamente solo!
—Por lo menos mientras está en el aire —agregó Rolf—. Aquí están los periódicos del día. ¡Un asunto feo, el de esa banda de asesinos! También hicimos las compras. Buena comida para esta noche. ¿Recuerdas que tenemos visitas?
Marcus no recordaba nada acerca de una visita.
Cogió el VG. La primera plana lo hizo soltar un sollozo.
—¿Estás enfermo, papá? ¿Por eso duermes tanto?
—No, no. Un poco resfriado, solamente. Muchas gracias por el desayuno. ¿Puedo disfrutarlo y leer un poco los periódicos? Luego bajaré.
No miró ni una vez a Rolf.
—Bien —dijo el muchacho, y se marchó.
—¿Va todo bien? —preguntó Rolf—. ¿Deseas alguna otra cosa?
—Todo está bien. Muy amable, esto. Bajo dentro de media hora, ¿vale?
Rolf dudó. Lo escudriñaba. Marcus forzó una expresión de felicidad y se lamió el dedo indicando la intención de seguir hojeando.
—Disfrútalo —dijo Rolf, que salió tras el muchacho.
No parecía que realmente lo deseara.
—Mi intención era en realidad hablar sólo con usted —dijo Yngvar Stubø, y miró alternadamente de Erik a Lukas—. Para serle sincero, me sentiría mucho más cómodo de ese modo.
—Para serle sincero —respondió Erik—, lo importante ahora no es si usted se siente cómodo o no.
—¡Caramba! —murmuró Yngvar.
Era evidente que Erik se había espabilado. La indolencia de la última entrevista había bordeado la apatía. Sin embargo ahora, el enjuto viudo tenía unos modales agresivos, casi hostiles. Yngvar dudó; se había preparado para hablar con un hombre con un ánimo del todo distinto al que Erik evidentemente tenía ahora.
—Me molesta bastante —dijo Erik— que usted aparezca constantemente por aquí sin tener nada que ofrecer. Hasta donde entiendo, por Lukas, han hecho un avance en la investigación. Uno creería que usted debe tener mejores cosas que hacer que venir aquí. Si me va a seguir importunando con el paseo de mi esposa, entonces…
Fue como si, de pronto, hubiese utilizado toda su energía. Se encogió, los hombros se hundieron e inclinó la cabeza hacia el pecho, plano y pobre.
—No diré nada, ya se lo dije. No lo haré.
—No será preciso —dijo Yngvar con calma—. Sé adónde iba Eva Karin.
Erik levantó la cabeza lentamente. Los ojos habían perdido su color. El blanco se había azulado y era como si todas las lágrimas hubiesen blanqueado el azul de los iris. Yngvar no había visto nunca una mirada tan vacía. No tenía idea de lo que debía decir.
—Lukas —dijo Erik, completamente sereno—. Ahora quiero que te vayas.
Por fin el tiempo podía seguir avanzando, pensó Martine Brække, y encendió un fósforo.
El retrato de Eva Karin, que solía estar sobre la mesilla de noche, ahí donde nadie entraba, lo había trasladado a la sala. Era el consejo del policía. Le había preguntado, al final, si no tenía uno. Ella lo había buscado sin pronunciar una palabra y el hombretón lo había sostenido en sus manos. Largamente. Casi pareció que iba a romper a llorar.
Aplicó el fósforo a la mecha de la gran vela blanca. La llama era pálida, casi invisible, y dio unos pasos para encender la lámpara del techo. Se detuvo un momento antes de agarrar una pequeña estrella de Navidad roja y colocarla al lado del retrato, sobre el marco de la ventana. El brillo de las hojas resplandeció bajo la luz pura.
Eva Karin le sonrió.
Martine acercó una silla a la ventana y tomó asiento.
Le sobrevino una gran placidez. Era como si, finalmente, al cabo de todos estos años, hubiese hallado una forma de reconocimiento. Hasta ahora había sobrellevado completamente sola la pena por la muerte de Eva Karin, del mismo modo que durante casi cincuenta años había sobrellevado la vida con Eva Karin. En soledad. Cuando Erik apareció al día siguiente del asesinato, ella lo dejó entrar. Enseguida se arrepintió. Él había venido buscando compañía. Quería sufrir junto a la única otra persona que conocía a Eva Karin tal como era, pero ella se dio cuenta enseguida de que no tenían nada que compartir. Habían compartido a Eva Karin, pero ahora él no le concernía a ella, y lo rechazó sin que se le derramara una sola lágrima.
El policía grandote había sido otra cosa.
La había tratado con respeto, casi con admiración, mientras caminaba por la pequeña sala y le hablaba en voz baja y se detenía delante de alguna cosa que le llamaba la atención. De lo único acerca de lo que realmente tenía preguntas, y que como dijo era la razón de su visita, era sobre si ella le había contado alguna vez a alguna otra persona su relación con Eva Karin Lysgaard.
Por supuesto que no lo había hecho. Ésa fue la promesa que dio una vez, un luminoso día de mayo de 1962, cuando Eva Karin prometió no abandonarla jamás. La condición fue que su amor sería su propio secreto, solamente de ellas dos.
Martine jamás rompería una promesa.
El policía la creyó.
Cuando le dijo que el entierro tendría lugar el miércoles y ella respondió que no quería estar presente, él se ofreció a regresar de visita una vez que la ceremonia hubiese finalizado. Para contarle. Para estar con ella.
Se lo había agradecido con una negativa, pero el pensamiento era bello.
Martine acercó la silla al marco de la ventana y dejó que su dedo se deslizase sobre la boca de Eva Karin. El vidrio se sentía frío contra la punta de su dedo. La piel de su cara siempre había sido tan suave, tan increíblemente suave y sensitiva.
El policía le dijo que harían todo lo posible para evitar que la historia se hiciese pública. Sería apenas necesario para el caso divulgar ese tipo de detalles, dijo, pese a que estaba de más decir que él no podía garantizarle nada.
Ahora, sentada frente a su propia ventana mientras observaba la ciudad detrás del retrato del único amor de su vida, sintió que ya no importaba tanto. Por supuesto que sería mejor para Erik si el secreto permanecía sellado. Para Lukas también. Se dio cuenta de que para ella no significaba nada. Asombrada, enderezó la espalda y lanzó un suspiro profundo.
Por su parte, no sentía ninguna vergüenza.
Había amado a Eva Karin de la forma más pura.
Ella, y sólo ella.
Se incorporó despacio y apagó la vela con un soplido.
Tomó el retrato entre las manos.
Martine cumpliría pronto sesenta y dos años. La vida, tal como había sido hasta ahí, había terminado. De todos modos podía haber todavía algo más que buscar; una vida totalmente nueva, de vejez y sensatez.
Sonrió ante la idea.
Vieja, sabia y libre.
Martine era por fin libre, y colocó de nuevo el retrato sobre la mesita de noche. Yngvar Stubø le había contado cosas acerca de su propio dolor al hallar a su esposa e hija muertas después de un accidente grotesco por el que aún se sentía culpable. La voz le había temblado cuando le refirió en voz baja cómo su vida había comenzado a ir en círculos, una danza circular en torno de un dolor del que no podía ver el final.
Cerró la puerta del dormitorio.
El tiempo podía avanzar otra vez, y rezó una plegaria en silencio por el buen policía que le había hecho comprender que nunca, nunca, es tarde para comenzar de nuevo.
El oficial Knut Bork saludó con la mano a Inger Johanne antes de entregarle el documento a Silje Sørensen.
—Aquí está —dijo—. No he tenido tiempo de analizarlo más a fondo.
Silje Sørensen abrió un cajón y extrajo un par de gafas para leer.
—Según la mujer que lo trajo, se trata de una fortuna bastante sustancial —continuó Knut Bork—. Y el testador habría muerto hace mucho tiempo sin que Niclas Winter viese nada de la herencia a la que tenía derecho según este testamento.
—¿Puedo verlo? —preguntó prudentemente Inger Johanne.
—Necesitamos un abogado —dijo Silje sin levantar la vista—. Esto es, por lo menos, sensacional.
—Yo soy abogada.
Knut Bork y su jefa la miraron asombrados.
—Yo soy abogada —repitió Inger Johanne—. Pese a que me doctoré en Criminología, tengo el título que me permite ejercer. No recuerdo especialmente gran cosa de derecho sucesorio, pero si tienen aquí un Código, podremos averiguar lo más relevante.
—Usted no deja de maravillarme —sonrió Silje Sørensen entregándole el testamento antes de ir hacia la estantería contigua a la ventana y coger de allí el grueso compendio legal rojo—. Pero si usted sabe tanto como yo sobre el testador, seguramente estará de acuerdo conmigo en que necesitamos un tropel de abogados.
Inger Johanne dejó que su vista recorriese la primera hoja antes de dársela y mirar la última.
—No —dijo—. Me recuerda algo, pero no sé qué es. No obstante, lo que puedo decir es que este testamento caduca dentro de… —levantó la vista— tres meses. Dentro de tres meses no valdrá, será papel mojado. Eso creo.
—¡Joder! —dijo Silje, tomando la hoja—. Ahora sí que no entiendo nada. Nada de nada.
Richard Forrester comprendió que se acercaba otro servicio de cabina. El aroma de comida caliente había hecho que se despertase. Le venía bien. Pese a que todavía estaba algo atolondrado por el sueño profundo, tenía hambre. El menú que la azafata había dejado atentamente en el asiento vecino y vacío, en lugar de despertarlo, parecía tentador. Lo examinó con atención y se decidió por el muslo de pato con salsa de naranjas, arroz salvaje y ensalada. Como entrada pidió los espárragos frescos. La mujer rubia se agachó para recoger el menú.
—Water, please.
Levantó su mano para rechazar el vino blanco que ella le ofrecía.
Cuando alzó la pequeña cortina, la luz intensa se derramó a través de la ventanilla. Se habían hecho ya las doce y media, hora de Noruega. Se incorporó un poco para ver el océano Atlántico allí abajo, pero un manto de nubes gris pálido se extendía bajo ellos hasta el infinito, haciendo el paisaje plano y aburrido. Sólo otro avión, que volaba en sentido contrario y mucho más hacia el sur, rompía la monotonía de toda la escena blanca. La luz le molestaba y bajó nuevamente la cortina hasta la mitad de la ventanilla.
Sentía una calma bendita.
Así era después de cada misión.
Odiaba a los perversos con una intensidad que lo había devuelto a la vida cuando estaba a punto de emborracharse hasta morir. Había encontrado alguno que otro en el ejército, perros cobardes que intentaban ocultar que hacían cosas innombrables entre ellos mientras se creían lo suficientemente buenos como para defender a su patria. En aquel entonces, antes de ser salvado, se conformaba con informar sobre ellos. Tres casos se esfumaron en la burocracia militar, sin que por eso él perdiese el sueño. En todo caso les había infligido la humillación de ser investigados. El cuarto sodomita no se escapó. Se le graduó con deshonor. En realidad era por haber hecho insinuaciones a un soldado joven que amenazó con llevar a juicio a la totalidad de los US Marines, pero, de todos modos, el que hubiera además un informe por posesión de pornografía impropia elevado por él antes del caso, no había hecho daño.
El olor a comida se hizo más evidente.
Extrajo la Biblia de su bolsa.
Era suave y estaba gastada, con incontables comentarios pequeñísimos escritos en los márgenes del fino papel. Aquí y allá, el texto estaba resaltado con rotulador amarillo. En algunos lugares, la caligrafía era tan borrosa que era difícil de leer, pero no importaba. Richard Forrester conocía su Biblia, y sabía de memoria los pasajes más importantes de las Escrituras.
Cuando tenía doce años, uno de ellos se le había insinuado.
Cerró los ojos y dejó la mano sobre el Libro.
La vida lo había convencido de que la muerte de Susan y Anthony tenía un propósito. Debían ir a la casa de Dios para que el Señor pudiese darle su luz. Con esposa y un hijo, él no podía oír su llamada; debía purificarse antes de ser un servidor digno para la lucha que le había salvado la vida.
Cuando al cabo de algunos meses el hombre que lo recogió en el callejón en Dallas le presentó a Jacob, estaba listo. Jacob se llamaba solamente «Jacob», y Richard jamás había conocido a ningún otro miembro de The 25'ers. Por todo lo que sabía, podía haber otros como él a bordo de ese mismo vuelo, y se dedicó a mirar de soslayo a la mujer al otro lado del pasillo.
De hecho, había tenido que esperar un año antes de conocer el nombre y el significado de la organización. Cuando tuvo claro que trabajaba al lado de musulmanes, al principio se enfureció. Jacob intentó convencerlo de que el trabajo en equipo era lo que había que hacer y de que era necesario. Tenían la misma meta, y los musulmanes poseían una experiencia de la cual dependían. Sus argumentos no lo convencieron. Tampoco ayudó el que se enterase de que el apoyo económico que recibían de los grupos extremistas musulmanes era considerable. Richard Forrester sabía que en buena medida ellos se autofinanciaban y no podía entender cómo aceptaban dinero de los terroristas. Él mismo había matado para entonces a dos personas en nombre de Dios, pero jamás tomaría la vida de un ser inocente. Se había sorprendido tanto como todos cuando los aviones chocaron contra el World Trade Center, y odiaba a los musulmanes casi con la misma intensidad con que despreciaba a los sodomitas. Una noche cedió, cuando despertó ante la presencia intensa de Dios y recibió el mandato del propio Señor.
Después de cada misión, una suma sustancial ingresaba en su cuenta bancaria legal. El dinero era declarado como pago por viajes y organización de eventos, y se informaba a las autoridades fiscales bajo el mismo concepto. Al comienzo sintió cierta incomodidad. La generosidad de las sumas lo hacía parecer un asesino a sueldo.
Soltó la Biblia con brusquedad.
La azafata instaló la mesa frente a él y sirvió la entrada.
Le pagaban, pensó mientras seguía con los ojos las manos rápidas y diestras de la mujer. Pero no porque mataba.
Richard Forrester mataba por órdenes del Señor. El dinero era solamente necesario para completar las misiones que le daban y aceptaba. Como ahora, cuando no era posible regresar a casa lo suficientemente rápido, a menos que viajase en primera clase.
Muy de vez en cuando se preguntaba de dónde provenían los fondos. Alguna que otra noche eso lo mantuvo despierto durante un rato, pero su confianza en Dios no conocía límite. Superaba rápidamente esa pequeña sensación incómoda en el diafragma cuando a veces se sorprendía por lo mucho que había en la cuenta.
—Gracias —dijo cuando la azafata llenó de nuevo el vaso.
Empezó a comer y decidió pensar en otra cosa.
—Tiene que pensar bien en esto. Es muy importante, Erik.
Yngvar había elegido sentarse esta vez en el sillón de Eva Karin. Había una fragancia en la tela color marrón dorado, el recuerdo un tanto desdibujado de una mujer mayor que ya no estaba. El género era suave, y todavía había algunos pocos cabellos finos, de un gris oscuro, adheridos al reposacabezas. Hasta ese momento Yngvar no había llamado al viudo por su nombre, pero dadas las circunstancias le parecía algo fuera de lugar dirigirse a él de manera más formal. «Casi irrespetuoso», pensó, e intentó hacer que el hombre levantase la mirada.
—Eva Karin creía que tenía la bendición de Jesús —lloraba Erik—. Yo nunca pude resignarme a que esto estuviese bien, pero…
—Ahora tiene que escucharme —dijo Yngvar, y se inclinó hacia el otro—. Yo no tengo ni deseos, ni necesidad de ponerme a juzgar su vida ni la de Eva Karin, ni derecho ninguno a hacerlo. Ni siquiera tengo que escuchar nada acerca de ella. Mi trabajo es encontrar al que mató a Eva Karin. Por eso tengo que preguntarle otra vez: ¿qué otra persona, además de usted, Martine y la propia Eva Karin, sabía de esta… relación?
Erik se incorporó repentinamente. Se cogió la cabeza y se agitó.
Yngvar estaba a punto de dejar el sillón para ayudarlo cuando Erik dio un puntapié en su dirección que hizo que se sentase de nuevo.
—¡No me toque! ¡No puede haber estado bien! Ella no quería escuchar. Yo me dejé convencer, esa vez, era tan…
Hacían veintitrés años que Yngvar Stubø había ingresado en la Academia de Policía, como se llamaba en ese entonces la Escuela Superior. En el curso de esos años había visto y oído casi todo. Tuvo experiencias de las que creyó que jamás iba a sobreponerse. Su tragedia privada fue lo suficientemente devastadora. Informar a alguien de que había perdido a sus hijos, de que su pareja había sido asesinada o de que sus padres habían sido arrollados por un coche de policía durante una persecución era igual, y, de muchas formas, todavía peor. El sufrimiento propio era manejable, al fin y al cabo. Pero en presencia del dolor ajeno, Yngvar se sentía a menudo completamente desvalido. Con los años, no obstante, había encontrado una suerte de estrategia ante la infinita desesperación, un método que le permitía hacer el trabajo que debía.
Ahora no se sentía capaz de ello.
Hacía ya más de media hora que le había contado a Erik Lysgaard que él sabía la verdad. Intentó explicarle por qué había venido. Interrumpió una y otra vez la larga e inconexa historia del viudo sobre una vida construida en torno a un secreto tan enorme que nunca tuvo suficiente lugar para guardar. Era el secreto de Eva Karin, la decisión de Eva Karin.
Erik Lysgaard gritó con fuerza. Estaba de pie allí en medio, con esas ropas demasiado grandes que llevaba y que ya tampoco estaban del todo limpias, y rugió sus acusaciones. Hacia Dios. Hacia Eva Karin. Hacia Martine.
Pero más que nada hacia sí mismo.
—¿Cómo pude creerlo? —sollozaba jadeando en busca de aire—. ¿Cómo pude…? Yo sólo quería ser como ellos…, no como el profesor Berstad, no como… Usted tiene que entender que…
De pronto se calló. Caminó dos pasos hacia el sillón en donde estaba Yngvar. Los mechones grises y grasientos apuntaban hacia todos lados y tenía los labios rojos como la sangre. Húmedos. Los ojos estaban hundidos y le temblaba el cuello.
—El profesor Berstad se suicidó —susurró ronco—. A principios de verano, en 1962. Íbamos a segundo grado de secundaria, Eva Karin y yo. Yo no podía ser como él. ¡No podía vivir como él!
Pesadas y viscosas, unas gotas de saliva enfermiza saltaban de su boca. Algunas bajaban por su cuello, pero a él no le importaba.
—Yo veía las miradas. Oía las palabras insultantes, ¡me golpeaban como… latigazos!
La saliva brillaba en sus labios. Yngvar contuvo la respiración. Erik parecía un hombrecito, magro y encorvado, boqueando en busca de aire.
—Nos pusimos de acuerdo —dijo él—. Acordamos casarnos. Ninguno de nosotros podía vivir con la vergüenza, con la vergüenza de nuestros padres, con… Yo quería a Eva Karin. Ella se convirtió en mi vida. En mi… hermana. Ella también me quería. Me amaba, decía ella, hasta tan tarde como la noche en que… Mientras que yo elegí vivir… siempre solo, ella quiso conservar a Martine. Ése era el arreglo. Eran Martine y Eva Karin.
Regresó despacio a su sillón. Se sentó. Lloraba en silencio, sin cubrirse la cara con las manos.
—Esto ha de castigarse —dijo—. Esto ha de castigarse hasta el final.
—¿Con quién habló?
—El castigado soy yo —susurró Erik—. Yo soy el que vive en un infierno. Todo el tiempo y cada día. Cada noche, cada segundo.
—Tengo que saber con quién, Erik.
—Tenga.
La mano estirada de Erik sostenía un libro, cuya cubierta era de cuero gastado. Cuando Yngvar entró, el libro estaba sobre la mesita para el café; ajado, manchado y sin título. Dudó, pero cuando Erik insistió, lo tomó:
—Cójalo. ¡Cójalo! Es mi diario. Lea las últimas veinte hojas y entenderá. Ahí encontrará lo que busca. Léalo todo. Intente comprender.
—Pero yo no puedo…, así no puedo…
—Ahora debe irse. Coja el libro y váyase.
Yngvar se quedó ahí parado, con el libro en la mano, el libro con todos los pensamientos de Erik Lysgaard. No tenía idea de qué era lo que debía hacer y aún no había puesto orden en el caos de impresiones en el que el arrebato del aquel hombre destrozado lo había sumido. Cuando estaba a punto de preguntar si había algo que pudiese hacer por él, comprendió finalmente que nadie en el mundo podía hacer nada por Erik Lysgaard.
Yngvar cogió la vida de Erik y salió en silencio de la casa de Nubbebakken por última vez, con ella bajo el brazo.
Rolf se movió tan sigilosamente como pudo. Era posible que Marcus durmiese aún, estaba tan silencioso ahí dentro. Con todas las noches insomnes que el hombre acumulaba, era un logro si por lo menos conseguía dormir. Apoyó la mano en el picaporte y entró lentamente. Algo tarde, se percató de que las bisagras crujían, e hizo una mueca al escuchar el chirrido agudo cuando la puerta se abrió.
Marcus estaba despierto. Estaba sentado sobre la cama y miraba fijamente hacia delante; los periódicos estaban apilados sobre la colcha. No había tocado la comida, el vaso todavía estaba lleno de zumo de naranja.
—¿No tenías hambre? —preguntó Rolf, sorprendido.
—No. Tengo que hablar contigo.
—¡Charla en camino! —Rolf se sonrió y se sentó al borde de la cama—. ¿Qué sucede, enamorado mío?
—Quiero que mandes a Marcus a otra parte. A casa de mamá o a la de algún amigo. Da lo mismo, pero cuando esté allí y a salvo quiero que regreses aquí. Tengo que hablar contigo. A solas. Sin nadie más en la casa.
—Vaya, parece serio —dijo Rolf y se rió, rígido—. ¿Qué sucede, Marcus? ¿Estás enfermo? ¿Pasa algo grave?
—Haz lo que te digo, por favor. Te agradecería mucho que lo hicieses cuanto antes. Por favor.
La voz era distinta. No dura, pensó Rolf, sino mecánica, como si no fuese realmente Marcus quien le hablaba.
—Hazme el favor —dijo Marcus, más alto ahora—. Saca a mi hijo de la casa y regresa aquí.
Rolf se puso de pie, dudando. Por un momento consideró protestar, pero cuando vio la expresión desconocida en los ojos de Marcus, comenzó a marchar hacia la puerta.
—Probaré con Mathias o con Johan —dijo tan suavemente como pudo—. Es más fácil con un compañero de clase que conducir todo el camino hasta la casa de tu madre.
—Bien —dijo Marcus Koll junior—. Y regresa en cuanto puedas.
—Georg Koll y mi padre se conocían —dijo Silje Sørensen.
—Por negocios, más que nada. Aunque yo sólo lo vi un par de veces cuando era niña, fue suficiente para darme cuenta de que el tipo era una porquería. A mis padres tampoco les gustaba. Pero ustedes saben cómo es. En los círculos.
Los miró y se encogió de hombros, como excusándose.
Ni Inger Johanne ni Knut Bork tenían idea de cómo era en los círculos de los ricos. Intercambiaron una mirada rápida antes de que Inger Johanne se enfrascase de nuevo en el documento que había traído la secretaria del abogado.
—Hasta donde puedo ver, éste es un testamento totalmente válido —dijo—. Si no se realizó otro en fecha posterior, es propiamente… —Sacudió un poco la cabeza y levantó los papeles—. Éste es el que vale.
—Pero Georg Koll murió hace muchos años —dijo Silje, confundida—. ¡Eran sus hijos los que heredaban! Los hijos de su matrimonio. Yo no tenía idea de que Georg tuviese otro hijo. ¿Es eso lo que dice ahí?
Inger Johanne asintió otra vez con la cabeza.
—«Mi hijo Niclas Winter» —citó.
—Nadie puede haber sabido de él —dijo Silje—. Me acuerdo de que papá bromeaba cuando la herencia cayó, porque Georg había perdido contacto con todos sus hijos una vez que dejó a su mujer, cuando eran pequeños. Realmente era de mala estofa el tipo. La exmujer y los niños residían en una casita en Vålerenga, mientras Georg vivía en el lujo. Es Marcus Koll junior, el hijo mayor, el que ahora maneja la empresa. Me parece que hicieron algunos cambios, pero… —Se volvió hacia el ordenador—. Voy a buscarlo en Google —murmuró, y miró atenta en la pantalla—. ¡Bingo! Murió el… 18 de agosto de 1999.
—Muy convenientemente, cuatro meses después de redactar este testamento —dijo Inger Johanne, cada vez más pensativa—. Poco creíble que haya escrito uno nuevo después. ¡Yo creo simplemente que a nuestro amigo Niclas Winter le robaron su herencia!
—Pero en este país uno no puede desheredar a los hijos legítimos —exclamó Knut Bork.
—Si la herencia es suficientemente grande, puede.
Inger Johanne hojeaba en el enorme libro rojo.
—La legítima para los hijos es de un millón de coronas —dijo mientras buscaba la ley de sucesiones—. ¿Cuántos hermanos tiene este Marcus?
—Dos —dijo Silje—. Una hermana y un hermano, si no recuerdo mal.
—Según este testamento… —dijo Inger Johanne—, a los tres les correspondería un millón, y a Niclas Winter el resto.
Silje soltó un silbido agudo y largo.
—Hablamos de mucho dinero —dijo—. Pero entonces debe…
Knut Bork se puso de pie bruscamente y cogió el documento.
—Aquí tiene que haber alguna especie de periodo límite —dijo irritado, como si fuera su propia fortuna la que estuviese en juego—. Niclas no podía simplemente aparecer después de tantos años y exigir…
Se interrumpió y quedó rígido en una postura que lo hacía parecer un orador fogoso.
—¿Por qué cuernos dejé que esa mujer se fuera? —dijo—. Ella mencionó algo sobre que en los últimos tiempos Niclas Winter la llamaba de vez en cuando. Decía que su madre acababa de morir y que al borde de la muerte le confió que había un documento que le esperaba en las oficinas de un abogado en Oslo. Algo que le aseguraría el futuro. Quizás él no…
Se miraron entre sí. Inger Johanne había encontrado la Ley de Sucesiones y estaba sentada con la mano entre las hojas del código.
—Está claro que aquí hay mucho que comprobar —dijo, como dudando—, pero por el momento me parece que él no tenía idea de la existencia del testamento en cuestión.
—¿Por qué le habría ocultado su madre que podía ser riquísimo, entonces? ¿No procuraría una madre velar para que…?
—Quizá no quería que él conociese la identidad de su padre antes de que ella muriese —dijo Silje—. Hay tantas cosas que no sabemos. No tiene mucho sentido que especulemos mucho más.
—Precisamente sobre eso sí sabemos algo —admitió Inger Johanne—. Aparecieron un par de anuncios acerca de Niclas Winter en el Dagens Næringsliv, después de su muerte. Sus instalaciones subieron mucho de precio, y eso en tiempos en que el arte nuevo casi no se vende. En el artículo decía que no dejó herederos. Decía que era… huérfano de padre. La madre era hija única y sus abuelos están muertos.
—Entonces podemos concluir que Niclas no tenía idea de quién era su padre ni de que era heredero legal —dijo Knut Bork, que se apoyó en el marco de la puerta y colocó un pie sobre la silla de Inger Johanne.
—En todo caso, por el momento —dijo ella—. Y de todos modos, el periodo de limitación no comienza a contarse antes de… —Las hojas delgadas crujieron mientras las pasaba—. Párrafo 70 —dijo distraída—. Seis meses, tiene. Desde que viera el testamento. Pero estoy de acuerdo contigo, Knut. Hasta donde yo sé, existe una fecha límite para… Quiero decir que hay…
El resto desapareció en un murmullo mientras seguía leyendo. Knut agitaba el pie con impaciencia y se inclinó sobre el libro para ver.
—Párrafo 75 —dijo Inger Johanne en voz alta y repentinamente, y dejó que su dedo siguiera el texto—. El derecho a reclamar la herencia caduca cuando el heredero no se presenta dentro de los diez años que siguen a la muerte del testador. Es tal como yo creía.
—El 15 de abril de este año —dijo Silje—. El plazo se cumple entonces.
La lámpara de la pantalla del ordenador se apagó de pronto en una silenciosa sesión de fuegos de artificio. Inger Johanne miró fijamente el círculo rojo magnético que marcaba el sábado 17 de enero. Le producía un efecto casi hipnótico. Dentro de dos días sería de nuevo el 19, y sintió que se le erizaba la piel de los brazos. Knut apoyó con decisión el pie en el suelo y se puso de pie.
—Pero ¿podría Niclas aparecer y demandar todo lo que sus hermanos han poseído durante casi diez años? —preguntó—. ¿No es jodidamente injusto?
Inger Johanne se había rendido.
—¿Por qué se peleó con los hijos? —dijo en voz baja mientras dejaba la vista vagar por el cuarto.
—¿Georg Koll?
—Sí.
—Como dije, era un mal tipo, en general. Además, seguro que no le gustaba que Marcus fuese homosexual. Los hermanos apoyaron a Marcus, que bien puede haber sido uno de los primeros que realmente… Bueno, fue uno de los primeros que yo sabía que era abiertamente homosexual. Se hablaba bastante del asunto. En los círculos. Ya me entendéis.
Knut sabía todavía bien poco de los círculos, e Inger Johanne parecía como si apenas hubiese escuchado lo que la policía había dicho.
—Niclas también era homosexual —dijo con simpleza.
—Eso Georg no pudo haberlo sabido.
—En el caso de los Estados Unidos había una relación entre… —La mirada, de pronto, pareció más clara—. Estos dos hombres son también hermanos —dijo tan bajito que Knut tuvo dificultad para oírla—. Medio hermanos. En un caso parecido, en los Estados Unidos, se descubrió que había una conexión extraña entre las víctimas. Puede… —Miró al uno y luego al otro—. ¿Podría ser que Marcus Koll fuese la próxima víctima? —Su mirada pasó de Knut al calendario—. Pasado mañana será 19. ¿Quizá…?
—¿Crees en tu propia teoría? —preguntó Knut, irritado—. ¿O ya la has abandonado? ¡Si de veras son The 25'ers quienes están detrás de estas muertes, ya hace tiempo que se llevaron a su gente fuera del país! El VG ha voceado prácticamente todo lo que sabemos, y los asesinos tendrían que ser idiotas si… ¡Demonios, Kripos ha estado continuamente en contacto con el FBI durante los últimos días! ¡Si bien los norteamericanos agradecen el que hayamos volcado todo el peso en la investigación y mañana mandarán a gente para apoyarnos, no ocultan su convicción de que los ejecutores ya están camino de casa!
Inger Johanne cerró el código con un ruido sordo.
—¡Si de veras creemos que tienen pensado seguir matando —dijo Knut irascible—, deberíamos seguir la invitación de esta hoja, aquí… —sacudió el VG—, y prevenir a todos los homosexuales y lesbianas sobre el próximo lunes! Y sobre el 24. Y sobre el 27. Sería totalmente…
—Enviar una patrulla no puede hacer daño —dijo Silje, corrigiéndolo—. Un automóvil civil. Con personal de paisano. Callados y tranquilos. Debiera orientar a Marcus Koll sobre…
—Se le debería orientar lo mínimo posible —la interrumpió Inger Johanne—. En todo caso no tendría que decírsele una palabra sobre este testamento. Creo que debería enfrentarse a él en otras circunstancias y a través de otras personas que no sean dos agentes de paisano. Ni siquiera sabemos si está al corriente de que tiene un hermano.
—De todos modos, mandaremos una patrulla —dijo Silje, decidida—. No digáis nada del testamento, porque por el momento sólo nosotros estamos al corriente. En su lugar podéis… dejar ver una preocupación general por los homosexuales que tengan un perfil destacado. Todos saben ya de este caso. Eso tendría que bastar.
Sonrió rápido y se puso de pie indicando que la reunión había terminado.
Inger Johanne se quedó sentada, sumida en sus propios pensamientos. Kurt salió del cuarto, pero Silje quedó parada con la mano sobre el picaporte.
—¿Se queda? —preguntó—. Si es así, estará bastante sola.
Marcus Koll junior estaba solo en la gran casa de Holmenkollen. Los perros dormían en su cesta al lado del hogar. Se había duchado y se había puesto ropa limpia. Como no sabía cuánto tiempo estaría Rolf fuera, se afeitó con maquinilla eléctrica en lugar de hacerlo con navaja. Cuando terminó, se quedó unos minutos en el estudio antes de ocupar uno de los mullidos sillones, frente a la ventana panorámica que se abría a la ciudad y el fiordo.
Y esperó.
Se sentía tranquilo. Aliviado, de alguna manera. Un leve hormigueo en el cuerpo le recordaba más al enamoramiento que la pena que sentía y aspiró profundamente por la nariz.
Esa vista era la que en su momento lo conquistó.
El jardín descendía suavemente hacia los dos pinos altos que crecían contra el muro del jardín, en la parte más baja del terreno. Los demás árboles que enmarcaban la cerca lo protegían de la vista de la casa vecina de más abajo, pero no reducían el maravilloso panorama. Vivir aquí arriba era como vivir muy lejos de la ciudad, y era esa sensación de soledad, junto con esa vista, las que lo habían hecho comprar el lugar.
—¿Estás sentado aquí a oscuras? —escuchó detrás de él.
Una después de otra, las luces de la sala se encendieron.
—¿Marcus?
Rolf se acercó y se quedó allí de pie, frente a él, con una expresión levemente confundida en los ojos.
—¿Ya estás listo? Son sólo las dos y media, y…
—Siéntate, por favor.
—No entiendo, Marcus. Espero que esto no lleve mucho tiempo, porque tenemos mucho que hacer. Tu hijo decidió quedarse a dormir en casa de Johan, o sea, que…
—Bien. Siéntate. Por favor.
Rolf se sentó en un sillón mellizo, a un metro de distancia. Estaban vueltos a medias, el uno hacia el otro.
—¿Qué sucede?
—¿Recuerdas el disco duro que encontraste? —preguntó Marcus, y tosió levemente.
—¿Qué?
—¿Recuerdas que encontraste un disco duro en el Maserati?
—Sí. Tú dijiste que… No recuerdo lo que dijiste, pero… ¿Qué pasa con eso?
—No estaba destruido. Yo lo saqué de mi ordenador para que nadie pudiese ver los sitios de Internet que había visitado esa noche. En caso de que alguien quisiera verificarlo, pensé.
Rolf estaba sentado al borde del sillón, con la boca entreabierta. Marcus estaba recostado, las piernas sobre un puf que hacía juego y los antebrazos apoyados en los costados suaves del sillón.
—Porno —sonrió Rolf, inseguro, en obvia adivinanza—. ¿Te… descargaste algo ilegal que…?
—No. Había leído un artículo en Dagbladet. Totalmente inocente, por supuesto, pero quería estar seguro. Seguro del todo. —Emitió un bufido que era más una risa o un sollozo, antes de mirar a Rolf y decir—: ¿Puedes ser tan amable de sentarte un poco más cómodamente?
—¡Me siento como mejor me place! ¿Qué te pasa, Marcus? Tu voz suena rara, y tú estás… ¡raro! Aquí sentado con chaqueta y corbata, temprano una tarde de sábado, y hablas de unas páginas ilegales en…, ¡en Dagbladet! ¿Qué puede haber de ilegítimo en…?
Marcus se incorporó bruscamente. Rolf cerró la boca con un ligero ruido audible cuando los dientes chocaron entre sí.
—Te lo ruego —dijo Marcus, y se pasó ambas manos por encima de la cabeza en un gesto de impotencia—. Te ruego con toda el alma que escuches lo que tengo que decirte. Sin interrumpirme. Ya es muy difícil como es y, por lo menos, ahora he dado con un comienzo. Déjame continuar, ¿vale?
—Desde luego —dijo Rolf—. ¿Qué pasa con…? Por supuesto. Habla. Cuéntame.
Marcus miró fijamente el sillón durante unos segundos antes de sentarse de nuevo.
—Encontré una historia sobre un artista que se llamaba Niclas Winter. Había muerto. Por una sobredosis, se presumía.
—Niclas Winter —dijo Rolf, claramente confundido—. Fue una de las víctimas de…
—Sí. Es uno de los que asesinó ese grupo de odio estadounidense sobre el que el VG escribe en estos últimos días. Además era mi hermano. Medio hermano. Era hijo de mi padre.
Rolf se levantó lentamente de su asiento.
—Siéntate —dijo Marcus—. ¡Por favor, siéntate!
Rolf obedeció, pero se sentó al borde del sillón y con una mano sobre el apoyabrazos, como listo para saltar.
—Yo no sabía nada de él —dijo Marcus—. No hasta octubre. Él me buscó. Fue una sorpresa, por supuesto, pero bastante feliz. En especial al principio. Un hermano. Surgido absolutamente de la nada.
Fuera, el cielo se oscurecía. Hacia el oeste se veía una estrecha franja naranja que el sol había dejado tras de sí. Al cabo de media hora eso también habría desaparecido.
—No fue agradable por mucho tiempo. Me contó que era el heredero legal de todo. De todo.
Tomó aliento con fuerza. Todo quedó en silencio.
—¿Qué es todo? —se atrevió a susurrar Rolf.
—Esto —dijo Marcus, y abarcó el cuarto con los brazos—. Lo que es mío. Nuestro. Toda la herencia de nuestro padre.
Ahora Rolf comenzó a reírse. Una risa seca, extraña.
—Él no puede simplemente venir y sostener que es un hijo extraviado que…
—Un testamento —interrumpió Marcus—. Tenía un testamento. Es cierto que no lo tenía todavía, pero su madre le había dicho que ese documento debía de estar en alguna parte. Sólo tenía que encontrarlo. El tipo me pareció bastante desagradable y tampoco podía creer todo lo que me decía sin tener más datos, o sea, que lo eché. Se enojó muchísimo y prometió vengarse terriblemente en cuanto pusiera sus garras en el testamento. Casi parecía… —Marcus se cubrió los ojos con la mano derecha— traicionado. Parecía traicionado. Decidí olvidarlo, pero no tardé mucho tiempo en empezar a preocuparme. —Bajó la mano y miró a Rolf—. Niclas Winter no era del todo diferente a mi padre —dijo ronco—. Había algo en el tipo que me impulsó a averiguar que la historia que contaba era cierta. Por seguridad.
—¿Cómo?
Rolf estaba sentado todavía exactamente en la misma posición.
—Preguntándole a mamá.
—¿Elsa? ¿Cómo diablos podía ella…?
Marcus levantó la palma y sacudió la cabeza.
—En el momento en que le conté que me había buscado un tipo que no sólo sostenía que era mi hermano, sino que además pretendía tener derechos sobre toda la herencia de Georg, se derrumbó del todo. Cuando por fin logré hacerla hablar, me contó que ella había visto a mi padre cinco días antes de que muriese. Lo buscó para mendigarle…, para rogarle dinero para Anine. Mi hermana había roto con el hombre con quien convivía entonces y no quería desprenderse del pequeño apartamento que tenía en Grünerløkka. Trabajaba en una librería, y no tenía dinero, especialmente ahora que se había quedado sola.
—Creo que deberías terminar la historia —dijo Rolf, y tragó saliva—. Tienes el aspecto de un muerto viviente, Marcus. Deberías acostarte. Tendrías que…
—¡Tendría que continuar con mi historia! —Hundió el puño en el apoyabrazos. El golpe sordo hizo que Rolf regresase a su posición en el sillón—. ¡Y tú me vas a escuchar! —rugió.
Rolf asintió rápidamente.
—Mi padre echó sin contemplaciones a mamá —dijo Marcus, que tomó aliento.
«Tranquilo —pensó—. Cuenta tu historia y haz lo que debes hacer».
—Pero alcanzó a contarle que había redactado un testamento a beneficio de…, del bastardo, como le llama mamá. Ella supo de su existencia todo el tiempo. Mi padre tampoco tenía ninguna relación con él. Sólo quería castigarnos. Castigar a mamá, ésa es mi conclusión.
Uno de los setters se levantó de su cesto. El material trenzado crujió y el animal bostezó con pereza antes de acercarse hasta Marcus y apoyar la cabeza en sus rodillas.
—Cuando llegué a la conclusión de que el tipo decía la verdad, no supe qué hacer.
Apoyó la mano sobre la cabeza suave del perro.
Rolf respiraba con la boca abierta. Le raspaba la garganta, como si estuviese a punto de sufrir un ataque de asma.
—Resumiré la historia —dijo Marcus, y empujó al perro.
Despacio, como si fuese un anciano, se levantó del sillón. Dio un paso al frente y se quedó parado, vuelto a medias hacia Rolf. El perro se sentó al lado de él como si los dos estuviesen mirando juntos la misma cosa allí afuera, en la oscuridad.
—Tres días después yo estaba en los Estados Unidos —dijo Marcus; la voz había adquirido una resonancia metálica—. Era business as usual, pero no lo pasé bien. Una noche me emborraché junto con uno de los directores de Lehman Brothers que acababa de perder su trabajo. La idea era que… —La pausa fue larga—. Olvídalo. La cosa es que le conté la historia. Él tenía una solución.
Una pausa más larga todavía.
El perro gimió y barrió el suelo con el extremo de la cola.
Hacia el sur, la luz parpadeante de un avión se movía lenta contra el cielo.
—¿Qué…? —Rolf se aclaró la garganta—. ¿Qué solución?
—Contratar a un asesino —dijo Marcus.
—¿Contratar a un asesino?
—Sí. Contratar a un asesino. Yo estaba, como te dije, borracho.
—Y al día siguiente, por supuesto, le dijiste que era una broma.
El perro miró a su amo. Gimió otra vez antes de levantarse y arrastrar las patas otra vez hasta el cesto.
—Marcus. Contéstame. Al día siguiente los dos estabais con resaca y os desdijisteis bromeando. ¿No es cierto? ¿No es cierto, Marcus?
Marcus no contestó. Se quedó quieto, los brazos a los lados y los hombros caídos, en traje y corbata y totalmente apático.
—Liberé un monstruo —susurró sin tono—. No podía tener ni idea de que dejaba libre un monstruo.
Rolf completó por fin su salto y agarró a Marcus del brazo.
—¿Qué estás diciendo? —rugió.
Marcus no se dejó inmutar ni por el dolor en el brazo ni por la violenta explosión de Rolf.
—¡No encargaste un jodido asesinato, Marcus!
—Me lo iba a quitar todo. Niclas Winter iba a robarme todo de lo que me he hecho acreedor. Todo. La fortuna de Anine. La de Mathias. La nuestra. Todo lo que será del pequeño Marcus.
La voz era ahora totalmente monótona, inexpresiva, como si cada palabra estuviese siendo leída por separado en una grabación, para después unirlas todas en oraciones. Rolf levantó la otra mano y apretó el puño hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Era más alto que Marcus. Más fuerte. Estaba mucho más en forma.
—¡Si me dices que pagaste por un asesinato, te mato! ¡Te mato, Marcus, te lo juro! ¡Dime que mientes!
—Dos. Millones. Dólares. Por dos millones de dólares, mi problema desaparecería. Pagué. El hombre de Lehman Brothers se ocupó del resto. Todo fue tan… impersonal. Una transferencia a las islas Caimán y ni el dinero ni el… encargo tuvieron que ver conmigo nada más.
Rolf le soltó el brazo de pronto.
—Esta noche —siguió Marcus sin notar que el perro había comenzado a dar vueltas emitiendo gemidos y ruidos—, obtuve la confirmación que necesitaba. Ahora se escribe sobre The 25'ers, y mucho de lo que se dice no es fiable. Pero los sitios serios de Internet me dieron la confirmación que necesitaba.
—¿De qué? —sollozó Rolf, retrocediendo despacio como si no quisiese a estar más al lado de Marcus, o como si no se animase a ello—. ¿Qué te confirmaron?
—The 25'ers realizan asesinatos por encargo, a cambio de dinero. Exactamente como el Ku Klux Klan y La Orden y… —Aspiró con fuerza—. Ganan dinero matando a personas que liquidarían de todos modos —susurró—. Así es como yo los traje aquí. Mi contacto, o ése al que él contactó, debe de haber descubierto que la persona que yo quería ver muerta era homosexual, y debe de haber puesto a The 25'ers en el caso. Tan fácil. Tan… clínico. Es como si yo hubiese financiado el asesinato de seis noruegos. Yo ni siquiera sabía que Niclas Winter…, mi hermano…, también era homosexual. Liberé un monstruo. Yo…
Se tambaleó hacia atrás cuando el enorme ventanal panorámica se abrió con un estruendo. El viento helado irrumpió dentro de la habitación. Había cristales por todas partes, como grandes pedazos de hielo. Los perros aullaban. Rolf estaba todavía con la lámpara de pie en las manos, listo para levantar la pesada base para asestar un nuevo golpe.
—¿Mataste a alguien por eso? —gritaba—. ¿Elegiste contratar a un asesino por dinero? ¿Por una puta y rejodida madriguera nazi en Holmenkollen? ¿Por tus coches caros y una ridícula cava de vinos? ¡Te has convertido en eso, Marcus! ¡Te has convertido en un maldito avaricioso!
Con un rugido, levantó la lámpara de dos metros de altura con seis kilos de plomo en la base y la arrojó con todas sus fuerzas contra la ventana vecina.
—¡Podríamos habernos arreglado sin nada de esto! ¡Yo soy veterinario, coño! ¡Tú tienes una educación! Hubiéramos estado igual de bien sin…
Estaba a punto de emprenderla contra la otra ventana cuando sonó el timbre de la puerta.
Se quedó como congelado.
El timbre sonó otra vez.
Marcus no oyó nada. Se había desplomado sobre el sillón, entre los trozos de cristal y los pedazos de una pantalla de lámpara rota. Los perros corrían ladrando hacia la puerta. Uno se había lastimado seriamente una pata. La sangre dibujó una línea discontinua sobre el suelo cuando el aterrado animal desapareció hacia la entrada.
—Liberé un monstruo —susurró Marcus cerrando los ojos.
Oyó voces en la entrada, pero no oía lo que decían.
—Un monstruo —susurró otra vez, y comenzó a caminar.
—Es la Policía —gritó Rolf desde la puerta—. ¡Marcus! La Policía está aquí.
Pero Marcus ya no estaba allí. Había caminado hasta su oficina y se había sentado en la silla tapizada en piel de becerro, detrás del escritorio de abedul pulido. La puerta estaba cerrada, pero sin llave. Cuando oyó a Rolf, que lo llamaba otra vez, abrió el cajón superior, donde esa misma noche había colocado la pistola que había sacado del armario de las armas.
Quitó el seguro y se dirigió el cañón a la sien.
—Cuéntales toda mi historia —dijo sin que nadie lo oyese—. Y cuida bien de nuestro hijo.
Lo último que Marcus Koll junior escuchó fue el grito de Rolf y el comienzo, apenas, de un estallido súbito.
Un hombre pequeño seguido por un afroamericano enorme se aproximó a Richard Forrester cuando éste se acercaba al control de pasaportes en el Aeropuerto Internacional John F. Kennedy. La cola parecía no terminar nunca y, por un momento, se le ocurrió que quizá le ofrecerían algún servicio especial como pasajero de primera clase. Hacerlo pasar por delante de todos los demás viajeros, probablemente. Sonrió animadamente cuando el más bajo lo miró y preguntó:
—¿Richard Forrester?
—¿Sí?
El hombre extrajo un comprobante de identificación que era fácilmente reconocible. Comenzó a hablar. La voz desapareció para Richard; le silbaban los oídos y sintió calor. Demasiado calor. Se aflojó la corbata y le costaba respirar.
—… the right to remain silent. Anything you say can and will be used against you in…
Tiene derecho a permanecer en silencio. Richard Forrester cerró los ojos y escuchó el Miranda warning monástico como si estuviese siendo emitido desde un lugar muy lejano. Algo había salido mal, y por su vida que no podía entender qué había sido. No había huellas de él en ningún lado. Nada. Ninguna foto. Había estado solamente en Inglaterra, de viaje por cuenta de su pequeña pero bien manejada agencia de viajes.
—Do you understand?
Abrió nuevamente los ojos. Era el más alto quien preguntaba. La voz era potente y profunda, y los ojos lo miraban desconfiados cuando repitió:
—Do you understand?
—No —dijo Richard Forrester, que alargó las manos como el más bajo le pedía—. No entiendo nada.
—Yngvar —susurró Inger Johanne trepando sobre el cuerpo dormido—, ¿no hay nada que pudiéramos haber hecho para evitar ese suicidio?
—No —murmuró él, y se dio la vuelta—. ¿Qué podríamos haber hecho?
—No sé.
Eran las dos y treinta y cinco, la noche del domingo 18 de enero de 2009. Yngvar chasqueó un poco la lengua y se sentó a medias para beber agua.
—No puedo dormir —susurró ella.
—Me doy cuenta —sonrió él—. Ha sido un día bastante intenso.
—Estoy tan contenta de que hayas podido coger el último vuelo de regreso a casa.
—Yo también.
Ella lo besó en la mejilla y se acurrucó en el hueco de su brazo. El pequeño y gastado libro de cuero reposaba todavía en la mesita de noche de Yngvar. Se lo había mostrado sin que ella pudiese leer nada. Nadie más, aparte de ella, sabía que existía. El contenido profundamente personal lo había impresionado. Especulaciones religiosas, reflexiones filosóficas e historias cotidianas. Relatos de cómo un hombre homosexual había tenido un hijo con una mujer lesbiana, de la alegría de ello, del dolor. De la vergüenza. Todo en una caligrafía elegante, pequeña, casi femenina. Apenas aterrizó en Gardermoen, Yngvar decidió escribir un informe personal sobre los aspectos más relevantes relacionados con el asesinato de Eva Karin; lo redactó como si Erik Lysgaard se lo hubiese contado todo. Nadie tendría ese libro.
—No creo que se convierta después de esto —dijo despacio.
Ya en su segundo encuentro, Lukas le había hablado de la fascinación de Erik por el catolicismo. De hecho, el joven había sonreído un poco cuando le habló del viaje de sus padres a Boston el otoño anterior. Mientras Eva Karin era delegada ante un congreso ecuménico mundial, Erik había recorrido las iglesias católicas de la ciudad. Lo que ni Eva Karin ni Lukas supieron era que se había confesado. Había sido educado de un determinado modo y podía hacerse pasar por católico cuando quería. La conversación con el padre en el confesionario estaba reproducida con detalle en el librito de cuero marrón. Había sido la primera conversación sincera de Erik acerca de la gran mentira de su vida.
—¿El cura, crees? ¿Estará relacionado con The 25'ers?
Inger Johanne susurraba, pese a que había dejado que las niñas se quedasen en casa de sus padres. Las habían cuidado mientras ella estaba con Silje Sørensen, y ambas se habían negado de plano a salir cuando llegó para buscarlas, casi sin aliento.
—¿Por qué no? El cura está relacionado con él. Los católicos tienen algo así como una… tradición por lo ilegal, por decirlo así. En todo caso está claro que Erik no habló jamás con nadie más acerca de esto. Que Eva Karin tuviese alguna otra confidente, además de Martine, me parece improbable. Conocí a Martine. Eva Karin no necesitaba a nadie más, créeme. Una mujer fantástica. Muy sabia. Cálida. —Él sonrió en la oscuridad—. En todo caso, los norteamericanos se encargan de solucionar todo esto a partir de ahora. Parece que el FBI tenía bastante información desde antes. Necesitaban sólo esta… clave. Les dimos tanto material que posiblemente puedan desmantelar toda la organización. Aquí en casa, la investigación continúa a toda vela. Vamos a registrar todos los movimientos de ciudadanos norteamericanos en los últimos meses. Vamos a cruzar la información de los seis asesinatos, ahora que sabemos que están relacionados. Vamos a…
—El retrato —lo interrumpió Inger Johanne—. El retrato robot abrió todo el caso. Tanto para nosotros como para los norteamericanos. Silje me contó que al FBI le llevó sólo nueve horas identificar al asesino. Los permisos de conducir, conectados con la información de viajes entre Europa y los Estados Unidos en los últimos meses, fueron suficientes para deducir la identidad del tipo. Fue el dibujo lo que desencadenó todo.
—Sí. Realmente asusta comprobar cómo trabaja la vigilancia. Esto será el punto de partida para quienes quieren más cosas de este tipo. —Yngvar le besó el cabello—. El retrato fue importante —continuó él—. Tienes razón en eso. Pero es mérito tuyo, querida, por encima de todo.
Ambos se quedaron ambos en silencio.
—Yngvar…
—Sí.
—Si acaban con The 25'ers, tarde o temprano aparecerá otra organización que defienda lo mismo. Con el mismo mensaje. Que haga lo mismo.
—Sí. Seguramente.
—¿Aquí en Noruega, también?
—En cierto modo, eso lo decidimos nosotros.
El silencio duró tanto que la respiración de Yngvar cayó en un ritmo lento y más profundo.
—Yngvar…
—Ahora deberíamos dormir, mi vida.
—¿Has creído alguna vez en Dios?
Ella pudo oír que él sonreía.
—No.
—¿Por qué no? ¿Ni siquiera cuando Elisabeth y Trine murieron y…?
Él levantó el brazo con cuidado y la empujó con cautela alejándola de sí.
—En serio, ahora me encantaría dormir. Y tú deberías hacer lo mismo.
La cama se bamboleó cuando él se recostó de lado, dándole la espalda. Ella se acercó y lo sintió como una gran pared cálida contra su propio cuerpo desnudo. A él le llevó menos de un minuto volver a dormirse.
—Yngvar —susurró ella tan bajo como pudo—. De vez en cuando yo creo en Dios. Un poquito.
Él sonrió, pero fue en sueños.