Carpeta hallada esta mañana. La tomó prestada el maestro para niños especiales y se equivocó. Lamento las molestias. Live Smith.
Inger Johanne leyó el SMS dos veces sin saber si sentir alivio o fastidio. Por un lado, era, por supuesto, bueno que hubiesen encontrado el archivo de Kristiane. De todas maneras, le asustaba que la escuela manejase datos sensibles de un modo tan relajado. En cuanto cerró la puerta de su oficina, se le ocurrió que tendría que haberse sentido muy contenta. Que la carpeta de Kristiane no se hubiese perdido amortiguaba la sensación de que alguien vigilaba a su hija.
Se metió el móvil en el bolso y se escabulló del edificio sin que la viesen. Eran sólo las dos y no lograba concentrarse en otra cosa que no fuera en hablar con Yngvar. No había dado señales de vida todavía y no respondía el teléfono cuando lo llamaba.
No podía contar las veces que lo había intentado.
La secretaria del abogado Faber decidió llamar y hacer el encargo, para estar segura. La tienda de especialidades Laksen, en Bjølsen, era el mejor lugar para conseguir hígado de ternera, y a su marido le gustaba comer un buen guiso de hígado en la cena del domingo. Debía ser ternera, porque si no sabía a rancio. Quizá la tienda todavía tuviese también bacalao en soda, pese a que ya había pasado la temporada. Así prepararía pescado el sábado y carne el domingo, pensó satisfecha. Estaba a punto de llamar por teléfono cuando éste sonó. Lo levantó rápido y dejó escapar la frase acostumbrada:
—Oficina del abogado Faber, ¿en qué puedo ayudarle?
Kristen había intentado que desterrara la formalidad del usted, que según él daba un tono arcaico a la oficina. Pero ella se mantuvo firme, no le parecía natural tutear a personas a las que no conocía.
—¡Hola, querida!
—Hola —respondió ella de buen humor—. Estaba a punto de llamar a Laksen para encargar bacalao e hígado de ternera. Así los disfrutamos el fin de semana.
—Excelente —dijo su marido al otro extremo—. Estoy ansioso. ¿Tienes por allí al abogado Faber?
—¿Kristen? ¿Quieres hablar con Kristen?
No se hubiese sorprendido más si él se le hubiese aparecido de repente delante. Su marido no había puesto jamás los pies en la oficina, y tampoco había visto nunca a Kristen Faber. La oficina era su dominio. Cuando la vista de su marido comenzó a debilitarse y se jubiló anticipadamente, sugirió un par de veces ir al centro para ver cómo pasaba ella los días. «Ni hablar de eso», dijo ella. La casa era la casa, la oficina era la oficina. Era cierto que ella hablaba sin tapujos sobre lo que hacía y que se divertían a costa de los documentos que de vez en cuando se permitía dejarle ver, pero no estaba dispuesta a aceptar ningún contacto entre su marido y su jefe descortés y gritón.
—¿Para qué?
—Sí, ya sabes… Hay algo sospechoso en este testamento que trajiste ayer a casa.
—¿Sospechoso? ¿A qué te refieres?
Se lo había leído en voz alta anoche. Su marido todavía podía leer, pero la visión en túnel hacía que le pidiese cada vez más frecuentemente que le leyera. En realidad era agradable. Le leía en voz alta los periódicos después del telediario, interrumpiendo la lectura con discusiones breves o extensas sobre los acontecimientos del día.
—Hay algo…
El abogado Faber entró como un torbellino.
—Tengo que comer algo —dijo atropelladamente—, la pausa para el almuerzo termina dentro de sólo media hora y me lié con unos documentos. Una baguette o algo así, ¿vale?
La secretaria asintió con una mano sobre el teléfono.
—Voy enseguida —dijo.
En cuanto la puerta del despacho del abogado se cerró, ella volvió a su marido.
—Es absolutamente innecesario hablar con Kristen, querido.
—Pero tengo que…
—Hablaremos de esto cuando regrese a casa, ¿te parece? Tengo que irme. Hay muchísimo que hacer hoy. Hablemos por la tarde, ¿sí?
Sin esperar respuesta, colgó.
Mientras se ponía el abrigo lo más rápidamente posible, sintió un inusual ataque de mala conciencia. Probablemente no era muy correcto llevarse papeles confidenciales a casa. Nunca había pensado el asunto en serio; ella tenía acceso a todos esos documentos, y su marido era, al cabo de todos estos años, lo más próximo a una parte suya que se le podía ocurrir.
De todos modos no era completamente correcto, pensó, y cogió su cartera antes de salir rumbo a Baker Hansen. En todo caso no quería que se produjera ningún contacto entre su marido y Kristen Faber.
Bjarne se iba de la boca con mucha facilidad.
—¿Has venido corriendo, mi vida? ¡Estás sudando!
Inger Johanne abrazó a su hija, que la rodeó con sus brazos y se negó a soltarla.
—Todo el camino desde las Galerías Tasen —dijo ella—. Y me lo he pasado muy bien en casa de papá. ¿Te pudiste arreglar bien sin mí?
—Más o menos —contestó Inger Johanne, y la besó en el cabello—. ¿Y tú?
Lo último estaba dirigido a Isak. Había dejado la bolsa de Kristiane sobre el suelo de la entrada y estaba parado con las manos en los bolsillos de la chaqueta. Parecía cansado. La sonrisa no se correspondía del todo con los ojos, y parecía que no podía decidirse entre quedarse o irse inmediatamente.
—Todo bien —dijo vacilante.
—¿Quieres entrar un rato?
—Gracias, pero… —Sacó las manos de los bolsillos y le dio un beso a Kristiane—. ¿Puedes ir con Ragnhild, tesoro, así puedo hablar un poquito con mamá? Te quiero. Gracias.
Kristiane sonrió, tomó su bolso y subió con él la empinada escalera.
—Iré a la montaña este fin de semana —dijo Isak—. ¿Te parece bien si me llevo a Jack?
—Claro.
El perrazo amarillo estaba sentado en la escalera y ladeaba la cabeza.
—Pero ¿qué sucede? —preguntó Inger Johanne—. ¿Hay algún problema?
—No, pero… —Él tomó aliento y empezó de nuevo—. En serio que no pretendo preocuparte, pero…
Inger Johanne lo tomó de la mano. Estaba helada.
—¿Sucede algo con Kristiane? —preguntó rápido.
—No —dijo él—. Más bien… no. Se lo ha pasado muy bien. Es sólo que…
Se balanceó sobre las piernas y se inclinó hacia el otro lado de la puerta.
—Hace mucho frío —dijo Inger Johanne—. Entra. ¡Quédate ahí, Jack! ¡Quédate ahí!
Tanto el perro como Isak obedecieron. Él se colocó de espaldas a la pared. Inger Johanne se sentó en la escalera, delante de él.
—¿Qué sucede? —preguntó ella en voz baja—. Dilo ya.
—Creo que…
Se interrumpió otra vez.
—¡Dilo ya! —susurró Inger Johanne.
—Tuve la rara sensación de que alguien me vigilaba. Quiero decir… que alguien vigilaba…
Parecía un muchachito, ahí de pie. La chaqueta le colgaba suelta y no lograba estarse quieto. La mirada erró un poco hasta que finalmente encontró la de ella. Inger Johanne sólo esperaba a qué él comenzase a escarbar con el pie.
—Espera, no te puedes ir así —dijo con calma, y se puso de pie.
Él sacó otra vez las manos de los bolsillos y las golpeó, desvalido.
—Pero no puedo explicarlo bien —dijo débilmente—. Es como si…
—Te quedas —dijo ella—, dejó entrar a Jack y echó la llave a la puerta. —Sacudió el picaporte para verificar que la cerradura estaba echada—. Hablarás con Yngvar.
—Inger Johanne —dijo él tomándola del brazo—, ¿quieres decir que estoy en lo cierto? ¿Sabes de alguien que…?
—No quiere decir nada más que lo que te he dicho —dijo ella sin soltarse—. Le contarás esto a Yngvar, porque a mí no va a creerme.
La soltó. Ella se dio la vuelta y subió las escaleras delante de Isak.
«Tampoco le di la oportunidad», pensó ella, y decidió tratar de llamarlo por séptima vez en tres horas.
Probablemente estaba furioso.
Por su parte, ella estaba tan asustada que le costaba caminar erguida.
El hombre en el oscuro coche de alquiler no había tenido problemas con el mapa. En el fondo se trataba solamente de seguir el mismo camino todo el tiempo, desde Oslo hasta Malmö, para luego mantenerse a la derecha por el estrecho, hacia Dinamarca.
A pesar de que en aquel país oscurecía impíamente temprano, y pese a que la nieve había caído sin parar desde poco después de Navidad, pudo mantener la velocidad sin problemas. No muy rápido, por supuesto; o tres dos kilómetros por encima del límite era lo menos sospechoso. El tráfico había estado saturado a la salida de Oslo, aún a las tres, pero en cuanto hubo conducido unos veinte kilómetros por la E6, se hizo más fluido. El mapa mostraba que, en principio, él seguía la costa, por lo que supuso que las tardes de los viernes, durante la mitad estival del año, esa ruta debía de ser un caos de tráfico. Claramente el mar no era tan tentador bajo el viento y con ocho grados bajo cero.
Se acercaba a Svinesund. Faltaban diez minutos para las cinco.
Su intención era conducir hasta Copenhague y entregar allí el coche en las oficinas de Avis en Kampmannsgade. Luego caminaría unas calles antes de pedirle a un taxista que lo llevara a un lugar razonable para dormir, en las afueras. De todos modos iba demasiado retrasado como para alcanzar el último vuelo a Londres. Había abandonado las ropas oscuras. Le había llevado más de dos horas cortarlas en tiras, que luego dividió en pequeños montoncitos que metió en los bolsillos de la llamativa cazadora roja. Parecía más gordo, lo que le convenía. En el plazo de casi una hora se había desembarazado de un retazo aquí y otro allá, en los contenedores públicos de basura que encontró en su recorrido por Oslo.
La partida había llegado abruptamente.
No hablaba mucho noruego, no más de lo necesario como para enviar simples mensajes de texto. De todos modos, una mirada durante la mañana al escaparate del pequeño mostrador de la entrada le había hecho comprender que las cosas apremiaban. No es que hiciese nada precipitadamente, pero las instrucciones eran claras.
A buen seguro los otros ya estaban también saliendo del país. Él no sabía cómo, pero como un mero pasatiempo durante las noches diseñaba rutas alternativas. Sólo en su cabeza, por supuesto. No había un solo pedazo de papel en Noruega con su caligrafía, a no ser por las firmas distorsionadas en los recibos de su tarjeta Visa, que era de por sí legítima, pero que estaba extendida a un nombre falso. El frío noruego había sido una bendición. Procuraba firmar cuando tenía el abrigo puesto, de manera que no pareciera extraño que llevara puestos los estrechos guantes de piel de jabalí.
Los que debían estar en Bergen (aunque tal vez fuera sólo uno) tenían, por ejemplo, que conducir hasta Stavanger, en su opinión, para tomar desde allí un avión hasta Ámsterdam. Pero especular sobre los viajes de regreso de los otros no era asunto suyo, como tampoco lo era saber quiénes eran los demás.
Había actuado solo, pero sabía que no lo estaba.
Aprendió a dejar huellas falsas y a ocultar las propias. Se mantenía alejado de las cámaras de vigilancia en la medida que le era posible. Cuando en alguna ocasión poco común debía moverse dentro de una zona vigilada, procuraba alterar su modo de andar, abultar un poco los labios, agrandar las fosas nasales. Y mirar hacia abajo.
Además tenía una bienaventurada apariencia común.
Frente a él estaba el puente de Svinesund. Aquí no había barreras, no había controles. Es cierto que había una estación de peaje al otro lado del camino, donde una grúa se estaba llevando un coche, pero a él nadie le pidió la documentación. Cuando en mitad del alto puente cruzó la línea imaginaria que separa Noruega de Suecia, sonrió.
Escandinavos ingenuos. Estúpidos e ingenuos europeos. Le habían asignado aquella tarea porque entre otras cosas había asistido a un curso de idiomas escandinavos en la academia militar, pero nunca había estado allí. Y no tenía ganas de repetir.
Siguió conduciendo durante casi un cuarto de hora. Salió de la ruta en una desviación suave. El camino era estrecho y poco transitado, y no pasó mucho antes de que apareciera un pequeño sendero sobre la derecha. Despacio, dejó que el automóvil avanzara cien metros por entre los troncos de los abetos antes de detenerlo y apagar el motor. A pesar del espeso bosque, la nieve era bastante profunda, y sólo una huella de tractor reciente le había permitido entrar conduciendo por el pequeño sendero.
Salió.
Hacía frío, pero casi no había viento.
Aspiró el aire puro y limpio, y sonrió. Cuando levantó la vista, pudo ver las estrellas y un pedazo de la luna decreciente entre dos copas de árbol que ondeaban suavemente.
Cerró los ojos y apoyó los antebrazos sobre el techo del coche antes de descansar la cabeza sobre las manos entrelazadas.
—Dear Lord —murmuró—. Thank You for all Your blessings.
La calidez conocida le subió por el cuerpo, como una embriaguez, y susurró una plegaria:
—Gracias por haberme dado fuerzas para cumplir tu encargo, dulce Señor. Gracias por haberme dado energía y voluntad para satisfacer tus órdenes. Gracias por dejarme ser un instrumento en la lucha contra la oscuridad de Satán. Gracias por haberme dado entendimiento para separar lo bueno de lo malo, lo positivo de lo pérfido, lo verdadero de lo falso. Gracias porque me castigas como merezco y me recompensas cuando lo merezco. Gracias por… —Dudó un momento. Apretó las manos entrelazadas todavía con más fuerza y cerró de nuevo los ojos apasionadamente—. Gracias porque pude evitar lastimar a esa niña preciosa, ese ángel puro de inocencia. Gracias, oh, Señor, porque me has hecho sentir otra vez la cercanía de Jesús. Porque todo es tuyo, y la pureza es la meta. Amén.
Levantó despacio el rostro hacia el cielo. El poder que lo atravesaba le produjo escalofríos, era casi como si se hiciese etéreo. Un pájaro voló desde una rama nevada que se extendía hacia dentro del sendero emitiendo un graznido desagradable al desaparecer con rumbo al cielo negro. El hombre enderezó la espalda, aspiró el olor del frío y los abetos y extrajo un pequeño trébol rojo de metal esmaltado. Se enfundó las manos en un par de guantes que había encontrado en la estación de Nationaltheatret y frotó bien la insignia antes de tomar impulso y arrojarla entre los árboles. Cuando se sentó de nuevo en el coche, se sentía feliz.
Purificado.
Hubo de retroceder los cien metros hasta el camino rural, pero no tuvo problemas. Quince minutos más tarde estaba otra vez en la E6, en dirección a Gotemburgo. Al cabo de dos días estaría de regreso en los Estados Unidos, y no habría quedado una sola huella de él en Noruega.
De eso estaba seguro.
—Ésta es la pista más segura que tenemos.
Yngvar se recostó en el sofá y sostuvo el retrato del salvador de Kristiane frente a sí.
—Pero no es poco.
Inger Johanne se acurrucó más contra su marido. Él olía a largo día de trabajo, y ella apretó la nariz contra su brazo y aspiró profundamente.
—Gracias por no estar ya tan enfadado —murmuró.
Él no respondió.
—¿O lo estás?
Ella sonrió débilmente y levantó la vista hacia él.
—No, sólo estoy… decepcionado. Más que nada, decepcionado.
—Ahora parece que estuvieras reprendiendo a una cría.
—De alguna manera, es lo que estoy haciendo.
Ella se enderezó con brusquedad.
—¡Desde luego, Yngvar! Ya te he dicho que lo siento. Debí haber acudido antes a ti. ¡Es solo que tú… eres siempre tan… escéptico! Pensé que pondrías en duda toda mi teoría, y…
—¡Déjalo ya! —la interrumpió él con un movimiento impaciente de la mano—. Lo hecho, hecho está. Por lo que parece, fue una suerte que contactases con Silje Sørensen.
Ella sonrió, con la esperanza de que él le devolviese el gesto.
No sucedió. Yngvar se rascó la cabeza con ambas manos y resopló desanimado. Luego recogió otra vez el retrato del hombre calvo con ropas oscuras. Lo inspeccionó un rato largo antes de decir súbitamente:
—Sabes que tengo una buena relación con Isak. Por supuesto que puede quedarse aquí. Sin embargo, no entiendo que lo utilices como un escudo contra mí, y que lo tengas aquí sentado esperando a que yo regrese al cabo de varios días de trabajo fuera de la ciudad, cuando no nos hemos hablado desde hace más de treinta horas y tenemos, por decirlo suavemente, mucho… de qué hablar. Esto no debe suceder otra vez.
—¡Pero no me ibas a creer! ¡Tengo esta mala sensación desde el 19 de diciembre y no me he animado a contarlo, ni a ti ni a Isak! La conversación que tuve el lunes con Kristiane, cuando entendí que ella era una testigo central, fue tan vaga, tan poco… verbal que yo… Cuando Isak me contó que él también… ¡No me hubieses creído, Yngvar!
—No es cuestión de creer o no creer, Inger Johanne. Por supuesto que no tengo problemas en creer que tú, y luego Isak, habéis tenido la sensación de que alguien observa a Kristiane. O en que tú creas que Kristiane vio algo que es significativo para él o los que mataron a Marianne Kleive. ¡Pero que tengáis esa impresión no es lo mismo que decir que eso es realmente así! Y más aún, ya que ninguno de los dos puede hablar más que de una «sensación».
Se había enderezado y dibujaba círculos con los dedos frente a las mejillas de Inger Johanne.
—La carpeta había desaparecido, y el hombre de…
—La carpeta apareció, eso lo dijiste tú misma. Hablaste de que sólo había sido un descuido.
—Pero…
—Escucha, ahora dejemos esto, ¿vale? Para estar seguros he pedido que una patrulla pase por aquí de vez en cuando durante las veinticuatro horas. Aparte de eso, es poco lo que podemos hacer. A menos que quieras que expongamos a Kristiane a un interrogatorio judicial como corresponde, con la carga que eso supondría para la niña. Olvídate. En todo caso por ahora. Please!
Su mano se cerró en torno a la copa de vino.
—No —dijo ella—. No puedo. Entiendo que te sientas ofendido. Entiendo que enseguida debí de acudir a ti con todo esto. Pera, aun así, Yngvar, se me han ocurrido algunas ideas sobre…
—No —la interrumpió él con dureza—. ¡Ahora me has de escuchar! Si de veras es cierto que Kristiane fue testigo de algo en relación con el asesinato de Marianne Kleive, ¿por qué cuernos no la mataron, sin más?
Lo último lo dijo en un tono tan alto que ambos se sobresaltaron. Se quedaron sentados reflexionando e intentando percibir alguna señal de que Kristiane se pudiese haber despertado. Todo lo que oyeron fue que el vecino estaba viendo un DVD de Mamma Mia. Por enésima vez desde Navidad, le pareció a Inger Johanne.
—Porque creen —dijo Inger Johanne—. Porque creen en Dios.
—¿Qué?
—O en Alá.
—Porque creen. ¿Y?
Ahora parecía más interesado. O quizá confundido.
—Porque creen —dijo Inger Johanne—, por eso no matan a ciegas. Creen con una pasión que sería desconocida para el resto. Son fanáticos, profundamente creyentes. Arrebatar la vida de personas adultas que, según su opinión, son pecadores que deben ser castigados con la muerte, de acuerdo con un imperativo que proviene de Dios, es totalmente distinto a matar a una criatura inocente.
Hablaba con lentitud, como si aquello no se le hubiese ocurrido hasta entonces, y parecía estar eligiendo las palabras con gran esmero. La mirada de Yngvar ya no expresaba tanto rechazo cuando preguntó:
—Pero estas personas, estos grupos, ¿son realmente… religiosos? ¿No son sólo pervertidos que utilizan a Dios o a Alá como una especie de… pretexto?
—No —dijo Inger Johanne sacudiendo la cabeza—. Nunca desestimes el poder de la fe. Y de alguna forma mi teoría se hace más creíble si… —retrajo los pies hasta apoyarlos en el sofá y se agarró uno, como si tuviese frío—, si Kristiane, de hecho, vio algo. El que mató a Marianne Kleive posiblemente comprendió ahí y entonces que ella no es como todos los demás. Si es cierto que el hombre que salvó a Kristiane del tranvía es el asesino, en todo caso él ya sabía entonces de su… diferencia. Y si hay algo que impresiona en mi hija más que cualquier otra cosa, es precisamente…
Sus ojos casi se desbordaron de lágrimas cuando miró a Yngvar.
—El candor —completó él—. Es la encarnación de la inocencia. El propio niño ángel de Dios.
—La señora me ayudó —dijo Kristiane en voz baja desde la puerta.
Yngvar se quedó rígido. Inger Johanne volvió despacio la cabeza y la miró.
—Ajá —dijo en un susurro.
—Albertine dormía —dijo Kristiane—. Y yo quería encontrarte, mamá.
Yngvar casi no se animaba a respirar.
—Tenía que esconderme de todas las personas, porque no quería irme a dormir sin ti. Y entonces encontré, de pronto, una puerta que estaba abierta. Había una escalera. La bajé, porque quizá tú estabas ahí, y en todo caso no había nadie más. Estaba rodo en silencio allí abajo. Era el sótano, en realidad, y no era bonito. Entonces apareció la señora en la puerta de la escalera y me saludó.
Kristiane tenía un pijama nuevo. Era demasiado grande, y las mangas le ocultaban las manos. Comenzó a tironearlas.
—Ahora tengo que dormir —dijo.
—¿Qué hiciste cuando la señora te saludó? —sonrió Inger Johanne.
—Ahora tengo que dormir. Dam-di-rum-ram.
—Ven aquí, mi niña.
Finalmente Yngvar se había vuelto hacia Kristiane y la saludaba agitando la mano suavemente.
—Soy la niña de mi papá —dijo ella—. Aparte, ya no soy ninguna niña. Soy una jovencita. Eso dice papá.
—Puedes ser mi niña y la niña de tu papá —dijo Yngvar, y rió por lo bajo—. Eso lo serás siempre. No importa cuánto crezcas. ¿No has escuchado cómo el papá de mamá llama «mi niña» a la abuela?
—Mi abuelo llama «mi niña» a todas las mujeres. De hecho, es una mala costumbre que tiene. Eso dice la abuela.
—Ven aquí —dijo Inger Johanne—. Ven con mamá.
Kristiane avanzó dudando.
—Me gritó —dijo trepando al sofá entre los dos—. No sabía cómo me llamaba, porque no me conocía. Sólo gritó: «Ven», y sonrió.
—Y entonces… —dijo Inger Johanne sonriendo.
—Yngvar —dijo Kristiane con seriedad—. Tú seguramente pesas… —pensó rápido—. Cerca de un doscientos treinta por ciento más que yo.
—Creo que ése es bastante precisamente mi peso —contestó él echando una mirada avergonzada a Inger Johanne—. Pero me gustaría que fuera mi propio secreto.
—Yo peso treinta y un kilos, mamá. Así que simplemente puedes calcularlo.
—Prefiero escuchar lo que pasó, mi vida.
—La señora llamó y yo subí otra vez. Tenía las manos muy cálidas. Pero yo había perdido una pantufla.
—¿Pantufla? —dijo Yngvar, inquisitivo—. ¿Entonces no habías…?
—¿La señora fue a buscarla? —le interrumpió Inger Johanne.
—Sí.
—Y ¿dónde estabas tú, mientras?
—Da-di-rum-ram. ¿Dónde está Sulamitt?
—Sulamitt se murió, mi vida. Eso lo sabes.
—La señora también estaba muerta. Da-di-rum-ram.
Yngvar la estrechó contra sí y apoyó su cara en la cabeza de la niña.
—Estoy tan triste por haber atropellado a Sulamitt —susurró—. Pero ya hace tanto tiempo.
—Da-di-rum-ram.
La niña había retraído las rodillas hasta el mentón y abrazaba sus piernas balanceándose despacio de un lado a otro. Se tumbaba hacia Inger Johanne, esperaba un momento, se tumbaba hacia Yngvar. Una y otra vez.
—Ahora te acompañaré hasta la cama —dijo finalmente Inger Johanne.
—Dam-di-rum-ram.
—Ven.
Se puso de pie y tomó la mano de su hija. Kristiane la siguió, animada. Yngvar estiró el brazo hacia ella, pero ella no lo vio. Se quedó sentado escuchando la charla casual y paciente de Inger Johanne y el extraño balbuceo de Kristiane.
Se le ocurrió que la certeza de que Inger Johanne había tenido razón era casi peor que el que Kristiane hubiese sido testigo de algo traumático. Vencido, se desplomó de nuevo sobre los almohadones.
Había creído en lo que Inger Johanne le decía, pero no en lo que ella creía que significaba. Cínicamente, había sido su capacidad de juicio, precisamente, lo que lo había atraído una vez. Porque la necesitaba. La había convencido para participar en una investigación de la que ella no quería formar parte, y la había forzado a relacionarse con la pesadilla de todos los padres. Niños que estaban siendo secuestrados y asesinados, y él estaba totalmente atascado. Fueron la experiencia única de Inger Johanne con el FBI y su aguda forma de observar la conducta de las personas los que resolvieron el caso y salvaron la vida de una chiquilla. Se había enamorado de Inger Johanne por muchas razones, pero cuando recordaba a veces los tiempos de la dramática búsqueda de esa criatura desaparecida, se daba cuenta de que era principalmente su capacidad para combinar intelecto e intuición, razonamiento y emoción, lo que lo había atraído hacia ella con una fuerza que no había experimentado nunca antes.
Inger Johanne era la mezcla perfecta de sensatez y sentimientos.
Pero esta vez, después de tantos años trabajosos, simplemente no la había creído.
Sentía tanta vergüenza que tuvo que cerrar los ojos.
—¿Me crees ahora?
Su tono no era agresivo. Ni siquiera le censuraba. Por el contrario, su voz sonaba aliviada. Eso lo hizo sentirse aún más pequeño.
—Te he creído todo el tiempo —murmuró—. Sólo pensé que…
—Olvídalo —dijo Inger Johanne, y se sentó otra vez—. ¿Qué hacemos con esto?
—No sé. Simplemente no lo sé. Quizá lo mejor sea esperar. Ella habló contigo el lunes, y ahora con ambos. Probablemente deberíamos esperar a que decida por sí sola cuándo quiere decirnos algo más.
—No es seguro que lo haga.
—No. Pero ¿la expondrías a una declaración ante un juez?
Ella apoyó una mano en el muslo de Yngvar y con la otra levantó la copa de la que él bebía.
—No todavía. No si no es absoluta y totalmente necesario.
—Entonces estamos de acuerdo.
Ella sintió una ráfaga de ternura por él; una profunda gratitud porque él, sin reparos, protegería a su hija adoptiva en un caso donde era evidente que la cría podía tener información vital sobre un asesinato sin resolver.
—Gracias —dijo simplemente.
—¿Por qué están aquí? —preguntó Yngvar tan bajo que ella casi no lo entendió.
—¿Qué?
—¿Por qué están aquí? —repitió él—. The 25'ers. Aquí. En Noruega.
Ella dejó que el vino rotase dentro de la copa. El ritmo de Money, money, money golpeaba desde abajo, en el suelo. Por un momento, consideró golpear en respuesta. Si Kristiane no dormía bien ahora, se enfrentarían a una larga noche en vela.
—No lo sé —dijo—. Pero es posible que estén también en otros lugares.
—No.
Él tomó la copa que ella sostenía y bebió un trago.
—La Interpol no tiene ninguna información de que haya casos similares en el resto de Europa. En los Estados Unidos, en cambio, el FBI trabaja con un caso allí…
—Seis hombres homosexuales fueron asesinados, y parece que hay una especie de conexión entre todos —completó ella—. Y el caso es un rompecabezas.
Él sonrió.
—¿Es que sabes absolutamente todo lo que sucede en ese puto país?
—Estados Unidos no es ningún puto país. Bello, bello país, los Estados Unidos.
La risa de él subió de volumen; efusiva. La atrajo hacia sí. Ella sonrió. Hacía tiempo que no lo escuchaba reír de ese modo.
—Eso puede ser puramente casual, por supuesto.
Cuando él no contestó, agregó:
—Pero yo no lo creo.
—¿Por qué no? —preguntó Yngvar—. Si están decididos a… exportar su odio, somos tan buen lugar como cualquier otro país. Bien mirado… —Trató de sentarse más cómodamente—. Quizá seamos hasta mejores que otros países. Tenemos las leyes más liberales del mundo en lo que respecta a los derechos de los homosexuales, tenemos…
—Junto con otros —lo interrumpió ella—. Además de algunos estados en los Estados Unidos. No hay ninguna razón para que vengan aquí, de veras. Simplemente no creo que…
Yngvar estaba tan inquieto que ella se enderezó y le aflojó el cinturón.
—Te amo y no me importa cuánto peses —le dijo—. Pero es un poco cómico que te ajustes de ese modo la cintura. ¿No puedes comprarte ropa un poco más holgada, querido?
Podría haber jurado que lo vio sonrojarse.
Pero él dejó el cinturón suelto.
—Creo que están aquí con un propósito definido.
—¿Cuál?
—¡Si lo supiéramos! Pero ha de ser por algo.
—¡Joder! —dijo Yngvar, y se puso de pie con pesadez.
—¿Qué harás?
Él murmuró algo que ella no entendió y se dirigió a la puerta. Desde el primer piso, Inger Johanne escuchó Super Trouper y empezó a tararear siguiendo la música. Para expulsar aquella enervante melodía de su cabeza, tomó una pluma de la mesa y un periódico de la cesta que estaba sobre el suelo. Garabateó unas notas en el margen de la primera plana del Aftenposten. Cuando terminó, se quedó sentada pensando con tanta intensidad que no se percató de la presencia de Yngvar hasta que él se deslizó a su lado. Ahora llevaba puestos unos amplios pantalones de pijama y una enorme camiseta de fútbol americano.
—Mira —dijo golpeando la pluma contra el periódico.
—No entiendo nada de lo que dice ahí —dijo él arrugando la nariz ante la caligrafía ilegible.
—Modus —aclaró ella.
—¿Sí?
—A Sophie Eklund la mataron saboteando un automóvil. Lo que es también un intento de camuflar un asesinato.
—Sí…
—Niclas Winter fue descartado como la víctima de una sobredosis. Algo que aparentemente también era así, pero todo indica que lo que lo mató fue el curacit. En otras palabras, otro intento más de camuflar el asesinato.
—¿Cómo se puede aplicar una inyección de curacit a un hombre adulto y relativamente saludable? —murmuró Yngvar, e intentó nuevamente entender lo que ella había escrito—. Yo me hubiese resistido de una manera infernal.
—Lo primero que se me ocurre es que se le puede engañar diciéndole que es otra cosa. Heroína, por ejemplo.
—Sí…
—O uno puede cogerlo desprevenido. El curacit surte efecto muy rápidamente. Si se aplica en la boca, donde hay muchos vasos sanguíneos, sólo pasan unos segundos hasta que surte efecto.
—¿En la boca? Uno no puede hacer que alguien abra la boca para darle un poco de curacit, ¿no?
—Me temo que eso no lo sabremos nunca. Lo incineraron. Pero, escúchame, tesoro. Escucha ahora. El asunto es que se intentó camuflar el asesinato, tal como en el caso que mencioné antes.
Ella recogió las piernas hasta la posición de loto y mordió la pluma.
—Runar Hansen, pobre, es simplemente alguien del que nadie se ocupó mucho. El yonqui al que golpearon y que murió de sus heridas ya casi no llama la atención. Y en lo que respecta a Hawre Ghani, lo arrojaron al mar, y se volvió irreconocible. Para serte sincera, creo que su caso hubiese terminado bastante al fondo de la pila en la Central de Policía si no fuera porque Silje Sørensen sintió algo… especial por el muchacho.
—¿Adónde vas con todo esto, Inger Johanne?
—Quisiera tener mi propio vino. ¿Te molestaría ponerme una copa?
Él se incorporó sin decir nada.
Inger Johanne miró sus notas. Seis asesinatos. Dos de ellos trataron de camuflarse, dos de ellos fueron minimizados en su importancia. Simplemente porque las víctimas estaban en lo más bajo de la escala social. Inger Johanne trazó de pronto un enérgico círculo en torno a los dos últimos nombres.
—Aquí tienes —dijo Yngvar, y le alcanzó una copa medio llena—. No es precisamente una noche común de viernes, ésta. Aparte del vino, quiero decir.
—Lo que puede casi asegurarse —contestó Inger Johanne, y tomó la copa sin levantar la vista— es que algo imprevisto sucedió cuando mataron a Marianne Kleive. Kristiane, de algún modo, sorprendió al autor. En otras palabras, no podemos saber con certeza si también este asesinato debía de camuflarse, como los otros. Un accidente. Una enfermedad. Algo. Para que la alarma no fuese inmediata, el asesino envió mensajes desde el teléfono de la víctima. Eso le dio una semana entera.
—¿Significa eso solamente que no querían que los atraparan, que querían comprar tiempo, o que quieren…?
—Pero mira la obispo —dijo Inger Johanne, y descubrió que la hoja sobre la que había escrito tenía un retrato de Eva Karin Lysgaard en la columna derecha.
Giró noventa grados el viejo periódico y trazó un rectángulo enmarcando el pequeño retrato en la referencia de la primera página.
—Este asesinato no se intentó ocultar —dijo, más para sí.
Yngvar permaneció en silencio.
—Al contrario —continuó—. Una cuchillada en plena calle. Es cierto que tuvo lugar en el único momento en que uno puede estar bien seguro de que nadie anda fuera, pero, de todos modos… La idea fue que la encontrasen rápido. Ésa era la idea del asesinato en…
Dejó de respirar durante tanto tiempo que Yngvar se preguntó si algo no iba bien.
—Por supuesto —dijo de pronto en voz alta, y lo miró—. Supongamos que mi teoría es correcta. Los otros asesinatos debían de entenderse como otra cosa, de una u otra forma. El sentido con ellos fue simplemente… —lo miró como si acabara de descubrir que él estaba allí— que debían morir —dijo asombrada—. ¡El único sentido es que debían morir! ¡La muerte es el objetivo en sí mismo!
Yngvar pensó que era bastante obvio que uno mataba para que la víctima muriese, pero permaneció en silencio.
—Son pecadores —dijo, ahora casi maravillada—. ¡Y tienen que ser castigados! Para The 25'ers no significa nada si nosotros encontramos alguna conexión o si, en todo caso, entendemos que murieron por un crimen. Lo importante es que mueran, y después que a los asesinos, los verdugos de Dios, por decirlo así, no los alcancen las leyes seculares.
—Sí —probó Yngvar con cuidado.
No se le ocurrió nada más.
—Entre estas víctimas hay sólo una que es públicamente conocida: Eva Karin Lysgaard. Es la única entre ellas que fue asesinada de una forma que hasta llama la atención. ¿Cuál puede ser la razón, Yngvar?
Encogió las rodillas y se recostó contra él. Se le encendió el rostro. Los ojos le brillaban y tenía la boca entreabierta. Tomó una de las manos de Yngvar y la apretó con tanta fuerza que casi le dolió.
—¿Por qué, Yngvar?
—¿Por qué? —repitió él—. Porque…
—¡Porque quieren que investiguemos su vida! ¡La investigación sobre el asesinato de Eva Karin Lysgaard es una investigación inducida, Yngvar! ¡La intención es que revolvamos en su vida de la misma forma que desmenuzamos las vidas de todas las víctimas de asesinatos con la esperanza de que aparezca algo!
—Con la esperanza de que aparezca algo —repitió de nuevo, en voz baja—. Espera un momento.
Inger Johanne lo siguió con los ojos mientras él cruzaba el piso hacia la entrada. Se sentía agitada y notaba pinchazos en las palmas de las manos cuando él regresó y le entregó una fotografía, antes de sentarse otra vez.
—¿Quién es? —preguntó ella.
—No sé quién es —respondió él—. Pero es la copia de un retrato importante.
Le contó lo del refugio nocturno de Eva Karin. Lo de la fotografía, que estaba allí al día siguiente del crimen, pero que ya no estaba cuando él regresó un par de días más tarde. Cuando llegó a la aventura de Lukas bajo la lluvia de enero, comenzó a reírse. Finalmente tomó de nuevo el retrato y lo colocó sobre su rodilla.
—Lukas creyó que era su hermana desaparecida —dijo—. Pero puedes ver tanto por la calidad del retrato como por las ropas que lleva que la foto no fue tomada en los ochenta. Tampoco el peinado es de esa época.
—¿Tú qué crees? —preguntó Inger Johanne sin quitar los ojos del retrato.
—He especulado sobre si, en lugar de ser la hermana de Lukas, pudiera ser una tía desconocida. Una falsa hermana de Eva Karin. Eso aclararía el que se parezca un poco a Lukas.
—¿Se le parece? A mí me da que se parece a Lili Lindfors.
Yngvar sonrió ampliamente.
—No eres la única que piensa así. En todo caso no llevará mucho tiempo hasta que sepamos quién es. Tanto la Policía de Bergen como Kripos están trabajando en el caso. Si esta mujer vive todavía, sabremos quién es dentro de unos pocos días. Si no antes.
—¿Y adónde nos conducirá eso?
—¿Qué? ¿El que sepamos quién es?
—Sí. ¿Cómo puedes saber que ella tiene algo que ver con el caso?
—Eso no lo sé —dijo Yngvar, desconcertado—. Pero has de admitir que es extraño que Erik Lysgaard lo ocultase en cuanto tuvo la oportunidad.
—¿Le preguntaste?
—No… Quiero mantener la ventaja que me brinda el que ni siquiera sepa que presté atención al retrato.
Abajo, la película ya estaba por Knowing me, knowing you. Finalmente alguien había bajado el volumen, pero los bajos vibraban todavía a través del suelo. Inger Johanne tomó de nuevo la fotografía.
—Un rostro muy interesante —murmuró—. Fuerte.
Él se inclinó hacia delante y tomó un puñado de patatas fritas. Hasta entonces había logrado reprimir la tentación.
—¿Puedes quitar ese bol? —preguntó mientras masticaba las hojuelas crocantes—. Las patatas fritas son una obra del demonio.
En lugar de hacer lo que él pedía, ella se puso de pie y comenzó a recorrer el cuarto con la fotografía en la mano izquierda.
—Yngvar —dijo sin inflexión, casi como ausente—, la muerte de Eva Karin es diferente a las demás en lo que respecta al método. ¿Qué otra cosa tiene de distinto?
—¿En qué?
—La obispo era la única persona pública entre las víctimas. La mataron de una forma más espectacular que a los demás. ¿Qué otra cosa separa este caso de los otros?
—Yo…, yo no lo sé muy bien.
—Hay razones para creer que los demás eran homosexuales. Que tenían una vinculación directa con el modo de vida homosexual, en todo caso.
Yngvar dejó de masticar. De pronto las patatas fritas fueron una desagradable y pastosa bomba de calorías en la boca. Tomó de la mesa una servilleta ya utilizada, escupió en ella la repulsiva masa amarilla y trató de envolverla. Algo de ella cayó al suelo y se inclinó, avergonzado, a recogerla.
Inger Johanne ni se dejó inmutar por aquella escena. Se había detenido frente a la ventana. Estuvo parada de espaldas a él durante un buen rato antes de volverse y dejar caer la mano que sostenía el retrato.
—Eva Karin es la única víctima heterosexual —dijo—. En todo caso, la única «aparentemente» heterosexual.
—¿Qué quieres decir… con «aparentemente»?
—Esto —dijo Inger Johanne sosteniendo el retrato frente a él—. Ésta no es la hermana ni de Lukas ni de Eva Karin. Es la amante de la obispo.
La casa se quedó en silencio. Nadie veía más películas en el piso de abajo. El viento se había calmado. Las tablas del suelo crujieron otra vez cuando ella caminó nuevamente hasta el sofá y se sentó al lado de él con cuidado, como sin querer abandonar un razonamiento complejo.
—No es posible —dijo Yngvar finalmente—. No hemos oído ni un solo rumor. Este tipo de cosas circula, Inger Johanne. De estas cosas se habla. No es posible que…
Se apoderó del retrato, un poco más bruscamente de lo que era su intención.
—¿Por qué se parece entonces tanto a Lukas?
—Casualidad, simplemente. Además, tú, y probablemente también Lukas, habéis observado este retrato con tanta intensidad buscando una u otra clave que hasta un parecido lejano os hubiese impresionado. Cosas así suceden. La gente se parece entre sí de vez en cuando. Tú, por ejemplo, te pareces mucho a…
—Pero ni siquiera hemos pensado en que Eva Karin llevase una doble vida, ¿cómo podrían saber esto los de The 25'ers? En caso de que tuvieses razón en esta absurda…, en caso de que de veras tuvieses razón en… —Tragó saliva y se pasó los dedos por el cabello en un gesto inseguro de capitulación—. ¡En todo caso no hay nadie que lo haya sabido! ¿Cómo saben The 25'ers… de una… amante lesbiana… —escupió las palabras, como si supieran amargas— cuando nadie más lo sabe?
—Alguien lo sabía. Una persona sí lo sabía.
—¿Quién?
—Erik Lysgaard. El marido. Tiene que haberlo sabido. Uno no convive durante cuarenta años sin saber algo así. Deben de tener…, de haber tenido alguna especie de arreglo.
—Entonces él puede haber… contado…, si él hubiese tenido…, en caso de que él hubiese supuesto que…
Casi parecía como si aquel hombre tan grande estuviese a punto de romper a llorar. Inger Johanne seguía imperturbable.
—Él debe de habérselo contado a alguien —dijo ella—. No a The 25'ers, desde luego, pero sí a alguien que está cerca de ellos. Por eso desean que se investigue totalmente el caso, Yngvar. Quieren que descubramos el… pecado de Eva Karin. Y es justamente lo que acabamos de hacer.
Yngvar sumergió la cara en las manos. Respiraba a golpecitos cortos. Inger Johanne no había reparado nunca en que la alianza de su marido estaba tan ajustada en el anular de la mano izquierda que probablemente no le fuese posible sacársela.
—Tienes que encontrar a esta mujer —susurró ella, que se sentó tan cerca de él que sus labios le rozaron la oreja—, y luego has de hacer que Erik te confiese a quién le contó ese gran secreto.
—Lo primero será fácil —dijo él, casi ahogado detrás de las manos—. Lo segundo creo que será imposible.
—Pero debes intentarlo —insistió Inger Johanne—. En todo caso, tienes que hacer un esfuerzo para hablar con Erik Lysgaard.
El marido de la obispo estaba sentado en su sillón de costumbre y miraba sin ver hacia el salón casi oscurecido. Sólo uno pequeña lámpara al lado del televisor y una vela encendida sobre la mesita para el café arrojaban un resplandor moderado y amarillo sobre el suelo. Lukas se había sentado en el sillón de su madre. Era como si sintiese el calor de ella en la espalda; el contorno de la madre que añoraba tan intensamente como apenas podría haber imaginado que lo haría antes de que ella muriese.
—Entonces, por lo menos, sabemos la razón —dijo en voz baja—. Mamá murió porque mantuvo una posición. Murió por su generosidad, papá. Por su fe en Jesús.
Erik continuó sin contestar. Casi no había pronunciado palabra desde que su hijo había llegado, hacía tres horas, y se negó a probar la comida que Lukas le había traído. Lo único para lo que se dejó convencer fue para tomar una taza de té.
Como mínimo, había accedido a leer el periódico.
Lukas pensaba que eso era, de algún modo, un signo vital.
—¿Por qué nadie me llamó? —dijo el padre, tan de improviso que Lukas se manchó un poco con su té—. Debiera eximírseme de leer estas cosas en los periódicos, me parece.
—Me llamaron a mí. El inspector Stubø me llamó esta mañana desde Flesland. Tenía que regresar cuanto antes a Oslo, y yo pensé que no sería una buena idea mandar a otro que no fuese él para que hablase contigo. Estás… acostumbrado a él. Yo sabía que no escuchas ni la radio ni la televisión. Tampoco respondes al teléfono, por lo que venir personalmente me pareció lo mejor. Vine en cuanto pude, papá.
Erik lo miró fijamente. Tenía la piel roja en torno a los ojos, y desde cada lado de la boca una arruga profunda y oscura le bajaba hacia el cuello. Se le había afinado la nariz, que parecía más grande. Bajo la luz vacilante de la vela, parecía un muerto en vida.
—Pareces enfermo —dijo él—. Resfriado.
—Sí. —Lukas sonrió débilmente—. No estoy en forma. Pero es bueno saber esto, papá, que existió una razón específica por la que mataron a mamá. Tenemos que estar orgullosos de que ella…
Su padre soltó un sollozo. Un ronquido, un bufido fuerte, y se pasó el dorso de la mano por encima de los ojos.
—No quiero hablar de esto —dijo en voz alta.
—Pero, papá, ahora será más fácil. Stubø piensa que éste es un adelanto concreto, y están casi seguros de que podrán solucionar el caso. Será más fácil para nosotros dos seguir viviendo una vez que sepamos lo que…
—¿Me has oído? ¿Has oído lo que he dicho?
Su padre intentó gritar, pero la voz le falló.
—¡No quiero hablar de esto! No ahora. Nunca.
Lukas tomó aliento para decir algo, pero cambió de opinión.
No había nada más que decir.
En algún momento, su padre llegaría a un punto de inflexión en su pena. Lukas estaba seguro de eso. Del mismo modo en que él había sentido un alivio notable cuando Stubø lo llamó en medio del proceso matinal de levantar a William; con el tiempo su padre también hallaría consuelo en que su esposa hubiese muerto por algo en lo que ella creía.
Ya no tenía sentido seguir molestándolo por la fotografía.
Cuando tarde, la noche anterior, Astrid le contó que le había entregado la foto a Yngvar Stubø, él gritó, se enfureció y lanzó juramentos. En medio del arrebato había estrellado un vaso de cristal contra el suelo. Explotó en mil pedazos, y enseguida se calmó, cuando vio la cara de espanto que su esposa tenía y comprendió su miedo a que la emprendiese contra ella.
Ahora eso tampoco era tan importante.
El asesinato de su madre estaba a punto de aclararse, y no tenía nada que ver con ninguna hermana desaparecida. Yngvar Stubø le había prometido por teléfono que le devolvería la fotografía en cuanto se hicieran copias, y que probablemente no fuera tan central para el caso como él había creído al principio. Liberarían el cuerpo y el entierro podía tener lugar en los próximos cinco días.
Eso los ayudaría a todos.
También a su padre, pensó. Era más importante para él que para ningún otro que se pusiese un punto final.
En cuanto todo esto hubiese pasado, Lukas podría buscar a su hermana, con calma y a su debido tiempo. Independientemente de lo que Astrid pensase. En todo caso, él no precisaría molestar una vez más a su padre con preguntas sobre por qué había quitado el retrato del cuarto de su madre y lo había escondido.
Todavía le dolía la garganta. El té sabía amargo y lo alejó de sí.
Su padre dormía. En todo caso, eso parecía; tenía los ojos cerrados y el pecho magro se alzaba y descendía con ritmo lánguido y acompasado.
Lukas decidió quedarse. Cerró los ojos, se echó encima la vieja manta que su madre usaba para amodorrarse y se durmió.