Detective a pesar suyo

Sus calzoncillos yacían en el suelo. Las marcas de rozamiento se destacaban mugrientas, aun contra el algodón verde oscuro. Ella tomó la prenda haciendo una pinza con el pulgar y el índice, y fue hasta el baño para arrojarla en la cesta de la ropa sucia. Como estaba claro que él había estado indispuesto del estómago, haría lo mismo con los pantalones. Estaban justo frente a la puerta cerrada que daba al dormitorio. En el camino había recogido ya los calcetines. Con el bulto de ropa bajo el brazo, abrió la puerta silenciosamente y entró en la habitación.

Olía a enfermo.

Mal aliento, olor a sueño y a gases intestinales se mezclaban en una pestilencia que la obligaron a abrir de par en par la puerta del balcón. Se llenó los pulmones dos veces con el aire fresco antes de volverse hacia él.

Dormía tan profundamente que no se percató ni del ruido que ella hizo con la puerta ni de la corriente de aire helado. La colcha se elevaba lentamente y con ritmo acompasado, y lo cubría de manera que ella podía verle sólo la coronilla. Empezaba a perder el cabello. Las entradas de Lukas se habían profundizado durante los últimos dos años, pero aquélla era la primera vez que ella se fijaba en que iba camino de desarrollar una calva. La afectó. Le parecía tan frágil ahí tumbado.

—Lukas —dijo en voz baja y se acercó al lecho.

Él siguió durmiendo.

Ella se sentó al borde de la cama y le acarició el cabello.

—Lukas —repitió, más alto—. Tienes que despertarte.

Él gimió e intentó taparse la cabeza con la colcha.

—Quiero dormir —murmuró—. Vete.

—No, Lukas. Pronto iré a buscar a los niños y hay algo que debo hablar contigo cara a cara. Algo importante.

—Tendrá que esperar. ¡Me duele tanto… —tragó saliva ruidosamente y se quejó— la garganta!

—Ha llamado Yngvar Stubø.

La colcha se quedó inmóvil. Ella se percató de que él se tensaba y le acarició nuevamente la cabeza.

—Hizo una pregunta muy rara —dijo despacio—. Y yo tengo algo que preguntarte.

—Mi garganta. Me quema.

—Ayer —comenzó ella, y se aclaró la garganta—. Ayer por la mañana me dolía la cabeza. Como no teníamos más Paracet, decidí tomar una de tus píldoras para la migraña.

Él se sentó con brusquedad.

—¿Te has vuelto loca? —protesto él—. ¡Esas píldoras están recetadas y son solamente para mí! ¡Ni siquiera sé si alivian otro dolor de cabeza que no sea una migraña!

—Tranquilo —dijo ella con calma—. No tomé ninguna. Pero he de admitir que abrí tu cajón y…

—¿Qué hiciste qué?

La voz le laceraba la garganta.

—Yo sólo quería…

—Hacemos todo lo que podemos para enseñar a los niños que deben dejar en paz las cosas ajenas —dijo él, excitado; la voz empezaba a fallarle—, que no deben abrir la correspondencia de los demás, que no deben mirar en los cajones de las mesitas de noche de los otros. Y entonces…, y entonces vienes tú y…

Los puños golpearon la colcha.

—Lukas —dijo Astrid con calma—. Lukas, mírame.

Cuando finalmente él levantó la vista, la clavó en su mirada.

—Tenemos que hablar —dijo ella—. Has empezado a tener secretos conmigo, Lukas.

—No tengo opción.

—Claro que sí. Siempre tenemos opciones. ¿Quién es la mujer del retrato del cuarto de tu madre? ¿Y por qué quitaste el retrato de su marco y lo guardaste en tu cajón?

Puso su mano sobre la de él. Estaba fría y húmeda, aun en el dorso. Él no la retiró, pero tampoco la abrió para tomar la que ella ofrecía.

—Creo que tengo una hermana —susurró.

Astrid no podía creer lo que él estaba diciendo.

—Creo que es posible que tenga una hermana —repitió él con voz ronca—. Una hermana mayor que es hija de mi madre. Quizá también de mi padre. De cuando eran muy jóvenes.

—Creo que te has vuelto completamente loco —dijo Astrid con suavidad.

—No. Lo creo en serio. El retrato estuvo allí mucho tiempo, y nunca supe de quién era. Una vez le pregunté a mi madre…

Un ataque de tos lo obligó a inclinarse hacia delante. Astrid le soltó la mano, pero no se puso de pie.

—Le pregunté a mi madre quién era. No me contestó. Sólo dijo que era una amiga a quien yo no conocía.

—Sería cierto, entonces.

—¿Por qué tendría mi madre un retrato al lado de su cama de alguien a quien yo nunca conocí, si no es porque era mi hermana? Los otros retratos son de papá y de mí.

—Conocí a tu madre durante doce años, Lukas. Eva Karin era la persona más honesta, magnífica y absolutamente decente que he conocido. Ella no hubiese mantenido nunca, nunca, una hija oculta. Nunca.

—¡La puede haber dado en adopción! ¡No hay nada censurable en eso! Al contrario, explicaría el absolutismo de mi madre en lo que respecta al aborto y… —La voz se le debilitó del todo y se llevó la mano a la garganta—. ¿Qué preguntó Stubø? —susurró.

—Preguntó quién era la persona del retrato.

—¿Qué le contestaste?

—Nada.

—¿Nada?

—Dije que no lo sabía. Es cierto. No sé quién es. Pero si esto puede tener algún significado para la investigación, debes hablar con él.

—¡Es imposible que tenga algo que ver con el caso! No quiero que esto se haga público. ¡Es lo último que mi madre hubiese querido!

—Pero, Lukas —dijo ella despacio, y le estrechó otra vez la mano—. ¿Por qué crees que Stubø está tan preocupado con este retrato? Está claro que opina que debe tener algún significado. Y nosotros queremos que este asunto se solucione, ¿no es cierto? ¿Lukas?

Él no contestó. La expresión mohína de mirada condescendiente le recordó tanto a su hijo mayor que tuvo que sonreír.

—Fue mi padre quien lo retiró —murmuró él.

—¿Cuándo?

—Al día siguiente del asesinato. Cuando Stubø vino la primera vez, se equivocó y entró en el cuarto de mi madre; unos días después notó que el retrato ya no estaba.

Cogió un manojo de servilletas de papel de un servilletero que había puesto sobre la mesa de noche y se sopló la nariz, larga y profundamente.

—¿Cómo lo obtuviste? —preguntó ella—. ¿Si fue Erik quien lo guardó…?

—Es una larga historia —dijo él agitando las servilletas sucias—. Y ahora tengo que dormir, Astrid. En serio. De veras que me siento absolutamente mal.

Ella permaneció sentada. El viento soplaba tan fuerte a través de la puerta abierta que los periódicos sobre la mesita de noche temblaban. Había comenzado a llover otra vez y el ruido de las grandes gotas contra el suelo del balcón hizo que ella elevase la voz cuando dio dos palmadas sobre la colcha y dijo:

—De acuerdo. Pero tenemos que hablar más sobre esto.

Él se escabulló otra vez bajo la colcha y le volvió la espalda.

—¿Puedes cerrar la puerta?

—Sí —contestó ella.

La madera del marco se había hinchado durante el eterno periodo de las lluvias y era imposible cerrar del todo la puerta del balcón. La dejó entornada y salió de la habitación con los pantalones sucios y los calcetines de Lukas bajo el brazo.

El teléfono sonó en el piso de abajo.

Fue casi como si desease que fuera Yngvar Stubø quien llamara.

—¿Ha hablado usted con su marido sobre…? ¿Sabe Yngvar Stubø esto?

Silje Sørensen había escuchado a Inger Johanne durante casi tres cuartos de hora. Aquí y allá había anotado algo, y en ciertas ocasiones le había hecho una o dos preguntas. El resto del tiempo la había escuchado, con tensión creciente. Bastante inmersa en el riguroso e increíble relato, un ligero rubor se había extendido en torno a su garganta. Ahora Inger Johanne podía ver claramente cómo le latía el pulso en la base del cuello.

—No —admitió Inger Johanne tras una pausa casi imperceptible—. Está en Bergen, por el momento.

—Eso había entendido, pero esto es realmente… —Silje se peinó el cabello con los dedos. El diamante brilló—. Déjeme ver si logro resumirlo correctamente.

Una pluma azul se balanceaba entre sus dedos corazón e índice.

—The 25'ers es… —comenzó—, por lo tanto, una organización de la que se sabe muy poco. Usted piensa que vinieron a Noruega, por razones que desconoce, y comenzaron a matar homosexuales o simpatizantes según un calendario aproximadamente fijo basado en los números 19, 24 y 27, que deben ser respectivamente un número críptico en relación con el Corán y dos versículos bíblicos de la carta de san Pablo a los romanos.

Levantó la vista de sus notas.

—Sí —dijo Inger Johanne, dócil.

—¿Se da cuenta de lo absurdo que suena todo esto?

—Sí.

—¿No se pregunta por qué estoy aquí sentada escuchándola durante ya casi… —echó una mirada a su reloj de pulsera Omega de oro y acero— una hora?

—Sí.

Inger Johanne se sentó otra vez sobre sus manos. Se arrepentía. Por supuesto, era Yngvar con quien debía de haber hablado. Yngvar, que la conocía y sabía de lo que ella era capaz y cómo pensaba. Ahora estaba sudando y se sentía más desgarbada que nunca en compañía de aquella policía de uñas largas y que lucía un cabello que un peluquero debía de haber peinado esa misma mañana.

Silje Sørensen se había puesto de pie.

Abrió un cajón del escritorio. Era tan bajita que casi ni precisaba agacharse. Se le ocurrió que debió de haber sido difícil pare ella satisfacer los requisitos de ingreso a la Academia de Policía. Se quedó de pie un momento en silencio, buscando algo. Inger Johanne no podía ver de qué se trataba desde su asiento. El cajón se cerró otra vez con un ruido y Silje Sørensen caminó hasta la ventana.

—El 27 de diciembre no tiene usted ningún asesinato —dijo dándole la espalda—. Es solamente algo por lo que usted apuesta, que este…

La pausa duró tanto que Inger Johanne murmuró.

—Niclas Winter.

—Que este Niclas Winter fuera asesinado, y que no murió por una sobredosis.

Inger Johanne se preguntó si debía irse. Su bolso yacía a sus pies, a medio abrir, y podía ver que había tres llamadas perdidas en su móvil.

—Por otro lado… —dijo Silje Sørensen de manera tan repentina y en voz tan alta que Inger Johanne se sobresaltó—, la experiencia de los norteamericanos apunta a que sólo matan a homosexuales y no a simpatizantes, ¿no es así?

—Pero saben tan poco sobre ellos, y tienen…

—¿Tiene usted alguna idea sobre si se sienten atados a las fechas?

—¡Sí! —Inger Johanne casi gritó—. Llamé a mi… —Se contuvo, ya tenía suficientes problemas de credibilidad como para aumentarlos haciendo referencia a una amiga—. Llamé a la abogada Winslow en APLC —se corrigió—. Esa oficina de la que le hablé.

Era cierto. Camino de la Central de Policía, Inger Johanne sintió la necesidad de hacerse con más argumentos para su magra historia y llamó a Karin a los Estados Unidos. En cuanto su amiga respondió la llamada, Inger Johanne comprendió que todavía era de noche en Alabama. No tenía ninguna importancia, le aseguró Karin, puesto que ella todavía tenía los horarios desfasados.

—Como dije, los que descubrieron el origen del nombre The 25'ers son especialistas en numerología. Por supuesto que tuvieron algo de donde partir. Algo en torno de lo que pudieron teorizar. Los seis asesinatos que por el momento se relacionan con esta organización se realizaron el 19, el 24 o el 27. Eso me dijo la abogada Winslow. —Se secó bajo la nariz y agregó, con cierto embarazo—: Ahora. Durante la mañana.

Silje Sørensen caminó nuevamente hasta el escritorio. Abrió el cajón. Miró dentro de él.

De pronto se sentó. El cajón continuó abierto.

—Si usted hubiese venido hace una semana —dijo—, la hubiese despedido amablemente después de cinco minutos. Si no lo he hecho ahora, es porque… —Se miraron. Inger Johanne se mordió los labios—. No sé si es muy correcto que yo le diga esto —dudó Silje sin apartar su mirada de la de ella—. Usted no tiene ninguna relación con la Policía. Formalmente, quiero decir.

Inger Johanne guardó silencio.

—Por otro lado, supongo que usted tiene mayor o menor consentimiento de las autoridades relevantes en relación con esta investigación suya. Imagino que obtuvo una autorización para acceder a nuestros casos penales, por lo menos a aquellos sobre los que sospechamos que se vinculan con crímenes de odio.

Inger Johanne abrió la boca para protestar. Silje levantó la mano en un gesto de desaprobación.

—¡«Imagino», he dicho! No tengo pensado preguntárselo. Simplemente le cuento lo que imagino. Así puedo mostrarle esto.

Sacó del cajón abierto una hoja. Todavía sentada, la observó por un momento antes de pasársela por encima del escritorio, repleto pero bien ordenado.

Ella la cogió y se puso bien las gafas.

La hoja tenía tres nombres y tres fechas.

Reconozco el nombre de Marianne Kleive —dijo ella—. Pero de estos otros dos no tengo ni idea…

—Runar Hansen —la interrumpió Silje—. Muerto a golpes en el parque Sofienberg el 19 de noviembre. Hawre Ghani. Solicitante de asilo menor de edad que…

—El parque Sofienberg —interrumpió Inger Johanne—. ¿Lado este u oeste?

—Este —dijo Silje con una sonrisa casi imperceptible—. Y de Hawre Ghani…, es probable que usted haya oído hablar de un cadáver que rescatamos de la bahía el último domingo de Adviento.

Inger Johanne tenía la boca seca. Buscó con la mirada algo para beber, pero una capa marrón y sólida en la taza era lo único que quedaba del cacao.

—Era —dijo Silje, y tomó aliento en un gesto artificial—, entre otras cosas, un prostituto.

—Tengo que beber algo —soltó Inger Johanne.

—No sabemos exactamente cuándo lo mataron, pero todo parece indicar que fue el 24 de noviembre. En esa fecha tenemos una observación de seguridad, después de la cual desapareció con un cliente. La fecha coincide con el cálculo de los forenses.

—Tengo que ir al baño —dijo Inger Johanne—. Simplemente tengo que beber algo.

—Tenga —dijo Silje, que cogió una botella de Farris de un armario que estaba a su espalda—. Me imagino que esto debe estar causándole cierta impresión. Fue más rápido para usted sumar dos más dos de lo que lo fue para nosotros. Todo esto tiene que…

—Les falta un asesinato el 27 de noviembre —dijo Inger Johanne.

Sentía cada vez más calor. La tapa de la botella no quería abrirse.

—Todo esto puede ser una mera coincidencia —continuó ella, que se dio cuenta de que su voz casi chillaba.

—Eso no se lo cree ni siquiera usted. Y se equivoca. No nos falta ningún asesinato el 27 de noviembre. Cuando el último martes mi colega y yo vimos un punto común llamativo entre los tres casos sobre los que tengo responsabilidad…

Se inclinó enérgica sobre el escritorio y gesticuló con los dedos señalando la botella. Inger Johanne se la entregó y con un giro decidido Silje quitó la tapa. Se la entregó nuevamente y continuó:

—Es bastante lamentable que un inspector sea responsable de tres casos. De hecho yo tenía cuatro, pero el último está ahora en manos de un colega. Yo no había avanzado mucho antes de entregarlo. Se trata del sabotaje sospechoso de un automóvil. Se salió del camino en Maridalen, y como nadie respeta el límite de velocidad en esa ruta tan peligrosa, el conductor se mató. Al principio, el caso se manejó como un accidente de tráfico normal y corriente. Después se descubrió que los frenos podían haber sido… alterados a propósito. Esto yo lo sabía de antes, pero lo que no me imaginaba era que la víctima, una sueca de nombre Sophie Erklund, convivía con Katie Rasmussen.

Inger Johanne precisó unos segundos. Ya se había bebido la mitad de su botella de Farris.

—Una representante del Parlamento —dijo finalmente—. La portavoz homosexual del Partido Popular. La portavoz, creo que prefiere ella.

—¿Cree usted que… el sabotaje estaba dirigido a ella? ¿Su… pareja murió por equivocación?

—Ni sé ni creo nada. Solamente le digo que esta absurda teoría suya parece demasiado lógica como para quedarme aquí sentada y desecharla.

—Pero puede, por supuesto, tratarse de alguna otra cosa —dijo Inger Johanne—. De alguna otra organización. O una copia de la otra. O…

—Escuche —le cortó la policía—. Escúcheme bien ahora. —Apoyó los codos sobre la mesa y juntó las palmas hacia abajo—. Usted tiene una buena reputación, Inger Johanne. Muchos en este edificio saben del trabajo que usted ha realizado para Kripos sin obtener ni premio ni reconocimiento por ello. Yo personalmente me interesé en usted cuando Kripos se ocupó del caso de unos niños asesinados, hace algunos años. El que su intervención fuera lo que al final salvó la vida de la niñita secuestrada no es un secreto en nuestro círculo.

Inger Johanne la miraba sin expresión. No tenía idea de adónde quería llegar la subinspectora con aquello.

—Pero se dice también que usted es bastante… —enderezó la espalda, y sus ojos se achicaron antes de encontrar la palabra que buscaba— reacia —completó—. ¿Sabe cómo la conocen en Kripos?

Inger Johanne se llevó la botella a los labios y bebió. Largamente.

—Como The reluctant detective, la detective reticente.

La risa de Silje era fuerte, cálida y contagiosa.

Inger Johanne esbozó una sonrisa y tapó finalmente la botella.

—No lo sabía —dijo con sinceridad—. Yngvar nunca me ha dicho algo así.

—Quizá no lo sepa. La cosa, en todo caso, es que está usted sentada demostrándome que el apodo es bien merecido. Primero me suelta una teoría que parece extraída de un film norteamericano de clase B, y después trata de abandonar toda la idea cuando le digo que quizás haya algo en ella. Tiene que admitir que…

Gritos desde la entrada. Una voz masculina que daba voces y pasos que corrían, seguidos de un alarido femenino. Inger Johanne miró aterrada hacia la puerta cerrada.

—Alguien que trata de escapar —dijo Silje con tranquilidad—. No podrá hacerlo.

—¿No debiéramos ayudar? O…

—¿Usted y yo? ¡No lo creo!

Alguien debió de haber alcanzado y reducido sin violencia al fugitivo, porque de pronto reinó el silencio. Inger Johanne jugueteaba con el borde de su jersey cuando sus ojos cayeron sobre un calendario a espaldas de Silje. Un círculo magnético rojo señalaba el jueves 15 de enero.

—Independientemente de mi teoría —dijo despacio—, está el hecho de que contamos con seis asesinatos entre noviembre y diciembre con… lo que bien podríamos llamar una u otra… conexión homosexual. El 19, el 24 y el 27 de noviembre. Los mismos días en diciembre. Hoy es 15 de enero.

Tenía todavía la mirada fija en el círculo rojo. Cuando parpadeó, se le grabó en los párpados como una «o» verde.

—Sí —dijo Silje Sørensen—. Dentro de cuatro días será 19 de enero. Puede que no tengamos mucho tiempo.

La idea no se le había ocurrido aún a Inger Johanne. Hizo que se le erizara la piel de los brazos y se bajó las mangas.

—¿Tienen alguna pista que seguir? ¿Alguna cosa? Según Yngvar parece que están bastante estancados allá en Bergen, en todo caso.

Silje Sørensen adelantó el labio inferior e inclinó la cabeza de lado a lado, como si no supiese del todo si podía llamar pista a lo que buscaba. Abrió tres cajones hasta que dio con el que quería y extrajo un fajo de dibujos. El cajón se volvió a cerrar cuando se puso de pie y caminó hacia el tablero vacío.

—Tenemos esto —dijo—. Retratos robot del hombre que estaba comprando favores sexuales de Hawre Ghani cuando éste fue visto por última vez con vida.

Fijó los dibujos en el tablero con chinchetas de un rojo brillante. Inger Johanne se puso de pie y esperó a que los cuatro dibujos estuviesen expuestos. Uno de cuerpo entero, uno de una cara de frente, otro de costado y un dibujo extraño de algo que parecía la solapa de una chaqueta con una insignia.

—¿Todo en orden?

La voz de Silje se oía como si viniese desde muy, muy lejos.

—¡Inger Johanne!

Alguien la tomó del brazo. Sentía la cabeza tan liviana que era como si se le fuese a soltar y ascender hasta el cielo raso como un globo de helio a menos que se repusiese.

—¡Siéntese! ¡Por amor de Dios, siéntese!

—No. Quiero quedarme aquí de pie.

Hasta su propia voz sonaba extraña.

—¿Tiene usted…, sabe usted quién es ésta persona, Inger Johanne?

—¿Quién hizo estos retratos?

—Nuestro retratista. Se llama…

—No, no es eso lo que quiero decir. ¿Quién es el testigo sobre el que se basaron para hacerlos?

—Un muchacho. Un muchacho de la calle. Un prostituto. ¿Sabe usted quién es esta persona?

Todavía sostenía el brazo de Inger Johanne. Apretó los dedos.

—Yo le di una bofetada a este hombre —dijo Inger Johanne.

—¿Cómo?

—O bien su testigo me juega un mala pasada, o es la persona más observadora del mundo. No podría a olvidar jamás a este hombre. Él… —La sangre le volvió a la cabeza. Se sentía más coherente de lo que se había sentido durante bastante tiempo. La invadió una calma extraña, como si por fin hubiese decidido lo que quería y en qué creía—. Él salvó la vida de mi hija —dijo—. Salvó a Kristiane de ser arrollada por el tranvía, y yo le di una bofetada para agradecérselo.

La secretaria del abogado Kristen Faber se había tomado finalmente tiempo para ocuparse del cajón de su jefe. Por supuesto, no fue necesario llamar ni al cerrajero ni al carpintero. Todo lo que precisó fue trabajar un poquito con la cerradura con un cortaplumas que ella tenía como adorno sobre su escritorio. Un chasquido y el cajón se abrió.

El sobre estaba allí. Grande y marrón, con el nombre de Niclas Winter escrito a mano y la fecha de su nacimiento debajo. Estaba cerrado a la antigua, con un sello de lacre. Como garantía suplementaria contra los dedos ajenos, alguien había estampado una firma absolutamente ilegible atravesando el borde donde la solapa estaba pegada.

Cuando Kristen Faber se hizo cargo del bufete del viejo abogado Skrøder, hubo mucho de qué ocuparse. Ulrik Skrøder había estado totalmente senil durante el último medio año antes de que su hijo lograse finalmente declarar incapaz al pobre viejo para poder vender la oficina. Eso fue en todo caso lo que se dijo. Según ella, sobre quien recayó la tarea de poner orden en los casos y las prescripciones que, o bien habían pasado, o bien estaban a punto de vencer, parecía como si el hombre se hubiese enmarañado durante muchos años. No había ningún orden y le llevó varios meses arreglar lo más grueso.

Una vez que eso estuvo finalmente hecho, Kristen se dio cuenta de que había pagado de más por la práctica. La cantidad de casos activos era mucho menor de lo que le habían hecho creer, y la mayor parte de sus clientes tenía la misma edad que había tenido su abogado. Murieron, simplemente, uno tras otro, veteranísimos y consumidos por la edad, con embarazoso desorden en sus asuntos y sin ninguna necesidad de ayuda legal. Año y medio más tarde, Kristen ganó una demanda por el resarcimiento de la mitad del dinero que había pagado.

La secretaria podía entender sin problemas la frustración de Kristen por haber comprado un gato por liebre. De todos modos, no podía evitar recordarle de vez en cuando la cantidad de sobres lacrados que estaban acumulados en un armario en el archivo. Algunos parecían viejísimos, y el hijo del abogado Skrøder había sostenido que algunos de ellos podían tener mucho valor. Habían sido recibidos en consignación de alguna de las más antiguas y ricas familias de la ciudad. Su padre siempre había dicho que el pesado armario de roble con todos los documentos confiados en él era una prueba de su renombre. Como estaban lacrados, todos, con el nombre del dueño legal de su contenido prolijamente anotado, Kristen Faber quedó satisfecho con abrir diez o doce, una vez que estaba bastante desesperado por haber comprado un paquete de casos que no rentaba nada.

Aparte de certificados por acciones de empresas que ya no existían, pactos matrimoniales entre cónyuges que ya habían fallecido y una pila de billetes que habían perdido hace mucho su curso legal, encontró el borrador de una novela de autor desconocido de la que pudo constatar, al cabo de solamente diez páginas, que carecía totalmente de valor. A partir de allí había cerrado otra vez el armario, decidido a olvidar su pérdida humillante y a recuperarse.

Desde entonces, el armario se había quedado allí.

Fue ella misma quien lo abrió por primera vez en casi nueve años, cuando el joven Niclas Winter llamó por teléfono. Parecía frustrado y fue bastante descortés, y quería saber si existía un sobre archivado a su nombre. Como tenía tiempo y era curiosa por naturaleza, ella echó una mirada. Y allí estaba. Si se miraba bien, parecía más nuevo que el resto de los que había en el armario.

Ahora lo sostuvo contra la luz.

Era imposible discernir lo que contenía. Niclas Winter tampoco había dicho nada sobre ello la vez que la abrumó mandándole besos por teléfono antes de Navidad, cuando ella lo llamó para contarle el hallazgo.

La tentación de abrir el lacre era casi más de lo que podía soportar. Apoyó la palma sobre el papel grueso. Ese tipo de sobres admitían, por lo general, que se los humedeciera, pero el lacre era un problema.

Con un suspiro leve dejó el sobre en el escritorio de Kristen Faber y regresó al suyo.

Por lo menos ella estaría allí cuando lo abriese.

—No podemos hacer esto público —dijo Silje Sørensen, que apoyó toda la palma sobre el retrato del hombre misterioso—. En todo caso, no todavía. Si lo hacemos, perderá mucho de su valor. Todos se formarán una opinión y un parecer, las pistas nos inundarán, y según mi experiencia estaremos considerablemente empantanados antes de poder dar con algo sustancial mediante semejante procedimiento. Ahora, en cambio… —Contempló el retrato durante unos segundos más antes de sentarse otra vez—. Ahora tenemos un as en la manga. Tenemos algo que nadie sabe que poseemos.

Inger Johanne asintió. Una vez que se hubo recuperado tras reconocer al hombre en los retratos robot, recorrieron el caso punto por punto una vez más. Ahora estaba a mitad de una nueva botella de Larris y trataba de reprimir un regüeldo.

—¿Y usted está completamente segura?

Debía de ser la tercera vez que Silje hacía la pregunta.

—Estoy totalmente segura de que el tipo del retrato es increíblemente parecido al hombre que salvó a Kristiane, sí. Es como si hubiese posado para el modelo. Que estemos de hecho hablando del mismo hombre, como ya le he dicho, no puedo garantizarlo. La cosa es que… —El aire se abrió paso a través de su esófago y eructó—. Perdón —dijo llevándose el puño a la boca—. La cosa es que aquí están empezando a aparecer tantas relaciones que ya no se puede hablar solamente de pura coincidencia. El ubicar al último hombre que vieron con Hawre Ghani en el lugar donde Marianne Kleive fue asesinada puede llamarse en todo caso un triunfo. En ambos casos, tengo que agregar.

—Usted podría encontrar trabajo aquí. —Silje sonrió antes de que se le formase otra arruga entre las cejas y dijera—: Y ya que está inspirada, ¿puede decirme qué es esa insignia? —Señaló el dibujo con un dedo—. Nos tiene bastante confundidos.

—Ésa es la idea —dijo Inger Johanne—. Los bigotes falsos y los cabellos teñidos ya han pasado de moda. ¿Ha visto Extraños en un tren, de Hitchcock?

La arruga de Silje se profundizó.

—Ésa de los dos desconocidos que se encuentran en un tren —le recordó Inger Johanne—. Ambos quieren acabar con la vida de alguien. Uno propone intercambiar los asesinatos, para asegurarse así una coartada perfecta. En ese caso, el asesino no tendría ningún motivo, y como sabemos, el motivo es una de las primeras cosas que ustedes los policías tratan de establecer.

Por segunda vez en poco tiempo la asaltó la idea de Wencke Bencke. La alejó y trató de sonreír.

—Yo… no veo mucho de esas cosas —dijo Silje.

—Debería hacerlo. En todo caso, la insignia está ahí porque no tiene nada que ver con el caso. Considere las ropas: oscuras, neutrales, sin ninguna característica específica. Cualquiera con capacidad de observación media se fijaría en esa insignia roja. Entonces ustedes gastarían un montón de energía en…

—Pero ¿de dónde la sacó?

—De cualquier lado. Y puede ser cualquier cosa. Algo que encontró en cualquier lugar. Si tenemos razón en nuestra teoría, éste es un asesino muy profesional. Su cabello, por ejemplo. ¿Es calvo o se rapó la cabeza? Yo me inclino por lo último.

—Es como si usted hubiera leído esto —dijo Silje que se abanicó con la nota explicativa del dibujante—. Martin Setre no estaba seguro.

—Pero ¿también lo pensó? Hasta ahí yo no había llegado, por decirlo así. ¡Si yo estuviese trabajando en la Policía, él sería seguramente testigo profesional! Yo diría que este tipo… —movió la cabeza indicando el tablero—, en realidad, tiene el cabello bastante normal. En lugar de utilizar una peluca o teñírselo, lo que precisa esfuerzo para que parezca natural, se lo afeita.

Silje sacudió despacio la cabeza.

—Nos preguntamos —dijo— si el hombre buscaba engañarnos.

Se quedaron en silencio. Inger Johanne sintió que los dedos estaban a punto de dormírsele y los sacó de debajo de sus nalgas. Una mirada rápida le confirmó que no sólo estaban descuidados, sino blancos y con manchas rojas.

—No puede actuar totalmente solo —dijo Silje, más como una pregunta que como una reflexión.

—No. No lo creo. Es un grupo, y actúan como tal. Pero nada está claro, por supuesto.

Encogió los hombros levemente.

—Tengo que comenzar —dijo Silje en voz alta apoyando ambas palmas sobre la mesa—. Tenemos que establecer una colaboración formal con Kripos cuanto antes. Y con la Policía de Bergen. Y… —Tomó aliento y lo dejó escapar a través de los labios casi cerrados—. Esto es tan jodidamente grande que no sé muy bien por dónde empezar.

Inger Johanne se sorprendió cuando aquella cara grácil y femenina pronunció la palabrota.

—Puede ser que me equivoque —dijo despacio.

—Sí. Pero no vamos a correr el riesgo.

Se pusieron de pie al mismo tiempo, como siguiendo una orden. Inger Johanne recogió su cartera grande, se la echó al hombro, tomó el abrigo y enfiló hacia la puerta.

No había mencionado su sensación de que vigilaban a Kristiane. Ahí parada, con la mano de Silje en la suya para despedirse, se le ocurrió que debía de haberlo hecho. Silje Sørensen era una extraña, sin las reacciones reflejas que Isak o Yngvar tenían ante la angustia exagerada de Inger Johanne. Silje misma era una madre, hasta donde podía deducir por las fotos familiares enmarcadas.

Quizás ella la hubiera creído.

Todo podía tener significado en el caso.

—Gracias por haberme querido escuchar —dijo soltando la mano de Silje.

—Somos nosotros quienes debemos darle las gracias —contestó Silje, y sonrió sin alegría—. Y hablaremos otra vez bien pronto.

Cuando dos minutos más tarde, Inger Johanne se sentó en su coche, entendió por qué no le había contado nada de la carpeta desaparecida, del hombre en la cerca y de ese sentimiento indefinible e intimidatorio de que había alguien allí fuera que no deseaba precisamente el bien para su hija.

Hubiera sido una traición a Yngvar no hablarlo primero con él.

Ahora, una vez que la Policía de Oslo la tomaba en serio, él escucharía con más atención.

Eso esperaba.

Astrid Tomte Lysgaard habría deseado que Lukas hubiese respondido de forma distinta. No dudaba que él decía la verdad, pues se conocían más que bien. Pero, de todos modos, algo sucedía con él, algo que ella no podía entender. Desde que iban a primer año de secundaria y eran novios, siempre lo había admirado. Primero porque era atractivo, bueno en el colegio y amable. Con los años llegaron las obligaciones económicas, la vida diaria y los tres niños. Lukas se lo tomaba todo seriamente. Nunca se atrasaban en las cuentas. Había acudido a todas las reuniones para padres desde que el mayor se iniciara en el parvulario, y se enroló voluntariamente como representante en la Comisión de Padres en cuanto el niño empezó el colegio. Lukas era trabajador y hábil con las manos, y había construido el anexo y el garaje él solo. No se le hubiera ocurrido jamás pagar algo en negro. Criticaba todas las formas de racismo y las habladurías.

Sus amigos podían dejar caer de vez en cuando un comentario sobre que Lukas era aburrido.

No lo conocían como ella.

No era para nada aburrido, pero ahora ella no lo entendía.

El shock por la muerte de Eva Karin le había afectado más y más, aparte de provocarle una profunda pena. Era incomprensible que no hiciese lo posible para ayudar a la Policía.

Simplemente, Lukas nunca hacía algo mal.

No ayudar a la Policía estaba mal.

Se sirvió más café y se sentó en el sofá. Sostuvo la taza cerca de su cara y sintió cómo el vapor húmedo se enfriaba al tocar su piel.

Lukas no tenía una hermana. Por supuesto que no. Si Eva Karin hubiese tenido una hija en su vida anterior, con o sin Erik como padre, la hubiese aceptado. Si la criatura hubiese sido dada en adopción, ella se lo hubiera dicho a los que le eran más cercanos. Era cierto que, en determinadas circunstancias, Eva Karin podía parecer distante, casi encerrada en sí misma. Pero Astrid siempre había atribuido esa fugaz ausencia de ánimo al hecho de que la pastora conocía los secretos de muchos otros. Eva Karin infundía confianza. Era discreta, también en el púlpito, con un discurso sobrio y musical que invitaba de por sí a la confidencia. Y Astrid no había experimentado nunca, ni siquiera una sola vez en todos estos años, que Eva Karin se expresase sin control.

Por otro lado, en lo que le atañía a sí misma, Eva Karin era generosa.

Hablaba abiertamente sobre los errores que había cometido y las locuras que había desechado. Tenía un respeto enorme por la vida, como por las vueltas que ésta podía dar y lo difícil que podía ser para algunos. Su ardiente fe en Jesús bordeaba el fanatismo, pero nunca se pasaba de la raya. Cuando unos años atrás utilizó una pequeña fortuna para comprar un extraño cuadro del Mesías que hoy colgaba en la pared de la sala de Nubbebakken, le lloraron los ojos de alegría. Era un bosquejo para el altar de una iglesia en algún lugar de 0stlandet, pero Eva Karin había dicho que era solamente en ese borrador en el que el artista le había dado ojos de azul hielo al Salvador. En un par de ocasiones, Astrid recordaba haber encontrado a su suegra conversando con la rubia figura del Jesús de cabellos cortos y revueltos. Eva Karin había sonreído con entusiasmo y se había reído un poco de sí misma, antes de cambiar de tema con un comentario liviano sobre el tiempo.

Hasta donde Astrid podía entender, en la realidad Jesús debió de haber tenido cabellos largos y negros, además de ojos marrones.

«Jesús es perdón», solía decir su suegra.

«Jesús considera que toda la vida es sagrada».

Ocultar un hijo hubiese sido deshonrar la vida.

Astrid dejó bruscamente la taza.

Si hablaban de una hija dada en adopción, ella debía de haber tenido un retrato de la niña cuando era bebé.

Lukas no era él mismo. Normalmente era él quien ponía las cosas en orden cuando el mundo se complicaba y todo se volvía un poco demasiado difícil. Ahora era su turno. Ella debía hacer lo correcto por él.

Llevó la taza a la cocina y la colocó en el lavaplatos.

Si esperaba, quizá se arrepentiría. Cuando cogió el teléfono, se percató de que ya entonces temblaba. El número de Stubø figuraba todavía como el primero en el registro de llamadas recibidas.

—Hola —dijo en voz baja cuando él respondió la llamada enseguida—. Soy Astrid, la mujer de Lukas. Creo que debe usted venir de inmediato.

—¡Debiste decírmelo enseguida!

Rolf no estaba furioso, pero sí excepcionalmente enfadado. Marcus podía oír de fondo el gañido dolorido de un perro y una voz de mujer que intentaba mantener al animal en calma.

—Lo olvidé —dijo Marcus débilmente—. Íbamos a salir a comer y, simplemente, lo olvidé.

—Cuando la Policía me pide que los llame acerca de un caso importante hace ya casi una semana… Esto me pone en la jodida situación… Puede parecer que no quiero devolverles la llamada.

—Lo entiendo, Rolf. Como te dije, lo siento.

—Simplemente no es suficiente. ¿Qué es lo que te pasa?

La voz de Rolf tenía un tono agresivo que Marcus no había oído nunca antes. Tomó aliento con fuerza y estaba a punto de insistir con otra parrafada de disculpas cuando Rolf se le adelantó:

—Estás ausente, murmurador, irritable. Te olvidas de las cosas más sencillas. Ayer ni siquiera le habías preparado a Marcus la comida para el colegio, cuando te tocaba a ti. Lo descubrí de pura casualidad y logré prepararle algo a toda velocidad.

—No puedo hacer otra cosa que lamentarlo. Hay… mucho que hacer. Ya sabes, la crisis financiera y…

Marcus escuchó pasos rápidos al otro lado.

—Espera —gruñó Rolf—. Tendré que ir yo mismo.

Rasguños. El golpe de una puerta. Marcus cerró los ojos e intentó respirar tranquilo.

—No hace ni tres semanas que te felicitabas por tu suerte durante toda la crisis financiera —dijo Rolf finalmente, en el mismo tono sibilante—. ¡Dijiste que eras el único que conocías que había dejado la crisis atrás! ¡Dijiste que la empresa bien podía izar un spinnaker, joder!

—Pero tú sabes que…

—¡Yo no sé nada, Marcus! No tengo idea de por qué te quedas despierto de noche. No tengo idea de por qué te has vuelto tan impaciente. No sólo conmigo, sino también con Marcus y con tu madre y…

—¡Ya te he dicho que lo siento!

Ahora también Marcus elevó la voz. Se puso de pie y fue hacia la ventana. El sol anaranjado oscuro estaba bajo en el cielo. El tráfico de las embarcaciones había dejado marcas en una y otra dirección sobre el hielo del fiordo. La nieve cubría el agua negra de la bahía. El ferry de Nesodden atracaba en ese momento en el muelle y un grupo de personas surgió tiritando en la tarde gélida y bella.

—Esto no funciona —dijo Rolf con resignación—. Estás en el trabajo casi todo el tiempo. Así, es imposible que …

Tenía razón.

Marcus se había sentido siempre orgulloso de respetar, por lo general, las horas normales de trabajo. Su filosofía era que si uno no lograba completar sus tareas entre las ocho y las cuatro, era porque había algo que no andaba bien, no era efectivo trabajando. Eso implicaba que a veces tenían que realizar grandes esfuerzos, tanto él como los otros. Como nada era tan importante como la familia, intentaba estar igualmente en casa en horario normal todos los días y tomarse libres los fines de semana.

Ahora se quedaba trabajando cada vez más a menudo hasta después de la cena y durante las noches. Sin que hiciera mucho. La oficina de Aker Brygge se había convertido en un refugio. Una protección contra las miradas inquisitivas y las acusaciones de Rolf. Cuando todos se habían ido y quedaba sólo él, se sentaba en el cómodo sillón al lado de la ventana y veía cómo la noche envolvía la ciudad. Escuchaba música. Leía poco, lo intentaba, pero le costaba concentrarse.

—¡Joder! —continuó Rolf con abatimiento—. ¡No eres un avaricioso, Marcus! ¡Siempre has dicho que el dinero está allí para que lo utilicemos, y no al revés! Si la empresa te devora, podemos vender toda esa mierda y vivir más simplemente de lo que lo hacemos.

—Es 15 de enero —protestó Marcus débilmente—. Dos semanas de estrés en el trabajo no es tanto, me parece, para que saques conclusiones drásticas. También pienso, para serte bien franco, que eres extremadamente injusto. Yo no cuento cuántas noches o fines de semana tienes que salir de improviso para entablillar las patas de un animal o recibir los cachorros de una perra que ya está tan vieja que no puede parir sola.

El otro extremo se quedó en silencio.

—Eso es completamente distinto —dijo Rolf—. Se trata de seres vivos, Marcus, y yo siento mi oficio. Siempre dije que los animales significan algo para mí. Tú mantienes siempre que el dinero no representa nada para ti. Por otro lado, siempre hablamos de que, justamente porque de vez en cuando tengo que salir, tú te quedarías en casa para estar con Marcus. Hemos… En esto estamos de acuerdo, Marcus. Pero, sinceramente, creo que no vamos mucho más allá. Por lo menos no por teléfono.

El tono frío de su voz lo asustó.

—Llegaré temprano a casa esta noche —dijo él rápidamente—. ¿Has logrado arreglar lo de la Policía?

—Por lo visto. Van a mandar a un policía a por las colillas, esta noche. Ya les mandé por correo las fotografías de las huellas. No es que piense que les será de ayuda, pero igualmente… Nos vemos.

Ni siquiera dijo hasta luego.

Marcus miró fijamente el teléfono mudo, antes de caminar despacio hasta el sillón y sentarse. Estuvo sentado hasta que el cielo se hizo negro y las luces de la ciudad se encendieron, una tras otra, convirtiendo el paisaje de fuera de la ventana en una estampa tan bella como una postal de la gran ciudad durante la noche.

Lo peor era que Rolf lo había llamado avaricioso.

«Si sólo estuviera al corriente», pensó Marcus, y no supo cómo juntaría fuerzas para levantarse.

—¿Sabe qué es? —preguntó el abogado Faber a sus secretaria, realmente sin necesidad.

El lacre estaba intacto.

—Por supuesto que no —dijo ella mansamente—. Usted dijo que debía dejarlo ahí hasta que usted lo abriese. Pero… ¿no sería propiamente violación de correspondencia? La dirección de destino está claramente escrita en el sobre, y aunque esté muerto, es…

—«Violación de correspondencia» —murmuró Kristian Faber despectivamente mientras buscaba un abrecartas en el desorden del escritorio—. ¡No es violación de correspondencia abrir un sobre que encontré en mi propia oficina, que me costó tan cara! ¿Cómo logró abrir el cajón, ya que estamos?

—Aquí —dijo ella alcanzándole un cuchillo largo y afilado—. Usé la astucia femenina.

El hombre abrió el sobre. Introdujo dos dedos en él y sacó un documento. Tenía sólo dos hojas, y al principio de la primera página estaba escrito «TESTAMENTO», en letras grandes.

—Esto es un testamento —dijo él, decepcionado, sin necesidad.

La secretaria estaba de pie a su lado y vio exactamente lo mismo que él. El hombre se alejó de ella con irritación, y enseguida le pidió una taza de té. Ella asintió severa y salió a la antesala.

A Kristen Faber, el nombre del redactor del testamento le sonaba conocido, a pesar de que no lograba ubicarlo. Niclas Winter era único heredero. Una lectura rápida indicaba una vasta herencia, aunque frases como «todo el portafolio» o «todos los edificios» no decían mucho.

El documento satisfacía todos los requerimientos de forma. Estaba paginado y firmado por el redactor y dos testigos que, según el contenido, no eran beneficiarios. Cuando el abogado vio la fecha original del testamento, arrugó por un momento la frente antes de escribir una pequeña nota en un papelito.

La secretaria volvía con una taza. «Enojoso», pensó el abogado Faber; la taza debía de estar ya preparada cuando preguntó. Guardó rápidamente el testamento en su sobre y lo selló con una ancha cinta adhesiva. Pegó al papelito escrito en la cara del sobre.

—Guarde esto en la caja fuerte —dijo—. He de verificar lo que haremos con ello. Niclas Winter está muerto, pero puede que tenga herederos.

—No —dijo la secretaria—. En el periódico dicen que no tiene ningún heredero. Hasta donde yo entiendo, el Estado es quien heredará todo lo que deja.

—Bueno —dijo Kristen Faber, encogiéndose de hombros—. Entonces no es tan peligroso. El Estado ya saca lo suficiente de casi toda la gente. Pero en todo caso creo que este documento tiene que llevarse al juzgado de sucesiones. Lo investigaré mañana.

—Mañana tiene que ir a la corte con un nuevo caso —le recordó ella—. Quizá yo podría…

—Sí —dijo él, cortante—. Hágalo. Llame al juzgado de sucesiones y pregúnteles qué debemos hacer.

—Por supuesto —dijo ella con una sonrisa—. Haré eso mañana por la mañana. ¿Estaba bien el té?

Su jefe ni siquiera le contestó.

—Mil gracias por haberse molestado en venir hasta aquí otra vez —dijo en voz baja, y sonrió suavemente al robusto policía—. Mandé a los dos niños mayores a la casa del vecino, y William está a punto de irse a dormir. Lukas, el pobre, ha dormido durante todo el día.

Yngvar Stubø se quitó los zapatos y le entregó el abrigo antes de entrar en el salón agradable y luminoso. Aquí y allá había juguetes, libros infantiles y cosas así, y sobre el respaldo de una silla del comedor colgaba un jersey, secándose. De todas maneras, el salón daba una impresión de orden. «Placentero», pensó Yngvar, y cayó en la cuenta del enorme dibujo infantil que colgaba enmarcado sobre un sofá beis lleno de almohadones de colores.

—¿Quién es el artista? —sonrió indicando el cuadro con la cabeza.

—La del medio —dijo ella—. Andrea.

—¿Qué edad tiene?

—Seis.

—¿Seis? ¡Caramba, tiene talento!

Astrid levantó una mano hacia el sofá.

—Siéntese, por favor. ¿Un café?

—No, gracias. No tan tarde.

Ella miró de reojo el reloj de pared sobre la mesa de la cocina. Eran las siete pasadas.

—¿Agua? ¿Alguna otra cosa?

—No, gracias.

Él retiró un par de almohadones antes de sentarse. Olía a bollitos y levemente a limón, y en el hogar la leña reseca ardía con viveza. Había algo particular en aquella casa. La atmósfera era de alguna manera más calma de lo que él estaba acostumbrado a ver en familias con niños pequeños; a pesar del limitado desorden, todo parecía bien arreglado. Levantó la vista cuando ella, a pesar de su negativa, le puso enfrente una taza de café, una jarrita con leche y una bandeja con panecillos.

—Esto no me sucede a menudo —dijo él cogiendo un panecillo.

Ella sonrió y fue hasta una estantería vecina a la ventana que daba al jardín. Cuando regresó, dudó por un momento antes de sentarse a su lado en el sofá amplio y profundo. Yngvar ya estaba por la mitad de un bollito.

—Buenísimos —dijo con la boca llena de comida—. ¿Qué les pone dentro?

—Mermelada común y corriente —dijo ella—. De fresa. Mire.

Le mostró una fotografía. Confundido, él dejó el resto del bollo en el platillo y se limpió los dedos en el pantalón antes de tomar el retrato y apoyarlo con cuidado sobre la rodilla derecha.

La fotografía era de papel grueso y sepia, y había sido tomada desde bastante cerca.

—Espero estar haciendo lo correcto —dijo ella con voz casi inaudible.

—Lo está haciendo.

Él examinó la foto con cuidado. Si bien no podía tildársela precisamente de bella, había algo simpático en aquel rostro joven. Los ojos eran grandes y él hubiese apostado a que eran azules. Tenía una linda sonrisa, con indicios de hoyuelos en una de las mejillas. Uno de los incisivos frontales ocultaba al vecino y, por un momento, él arrugó la frente, profundamente concentrado.

—Es casi como si la hubiese visto antes —murmuró.

Astrid no contestó. En lugar de hacerlo lo miró, con la boca entreabierta y sin respirar, como tomando impulso para decir algo que se resistía a pronunciar.

Él se le adelantó.

—Se parece a Lukas, ¿verdad?

Ella asintió.

—Lukas cree que es su hermana —dijo—. Por eso no deseaba mostrarle esta foto. Quería encontrarla por sus propios medios y evitar que se hiciera pública cualquier cosa en torno a este asunto. Piensa que la familia ya ha tenido suficiente y que esto no debería salir a la luz. En lo primero que piensa es en su padre. Pero también en la reputación de su madre. Y en sí mismo, creo.

—Una hermana —dijo Yngvar, pensativo—. Una hermana desconocida podría tener cabida en esta historia, pero ella es…

—No es posible —interrumpió Astrid, que se enderezó.

Estaba sentada a su lado como una reina: de costado en el sofá, relajada y sin apoyar la espalda, con las piernas juntas.

—Eva Karin no habría mantenido jamás en secreto una hermana de Lukas.

—Eso creo —dijo Yngvar sin quitar la mirada del retrato—. Porque esta mujer es demasiado mayor hoy, si vive, como para ser la hermana de Lukas.

—¿Demasiado mayor? ¿Cómo lo sabe? La fotografía no tiene fecha, y…

Esta vez fue Yngvar el que interrumpió.

—De hecho, hemos considerado que había un hijo o una hija. Esa historia de que encontró a Jesús cuando tenía dieciséis años fue claramente muy importante en la vida de Eva Karin. Puede pensarse que en ese momento estaba embarazada y que fue salvada, en ese sentido. Lo común en ese entonces era dar en adopción los hijos de las jóvenes madres solteras. Pero… —Hizo una mueca y sacudió lentamente la cabeza—. Me he hecho una idea bastante buena de la obispo en estas semanas. Y tengo que estar de acuerdo con usted. Si existe un hijo o una hija de esa época, ella probablemente se lo hubiese dicho a Lukas. En todo caso cuando creció. Hoy nadie la condenaría. Muy al contrario, una historia así apuntalaría todo lo que ella dice…, todo lo que dijo en referencia a la cuestión del aborto.

Astrid tomó el retrato y lo alzó con cuidado.

—El parecido puede ser puramente casual —dijo—. Siempre pensé que Lukas se parecía a Lili Lindfors, y en todo caso ellos no están emparentados.

—¿Lili Lindfors?

Yngvar sonrió con amplitud mientras examinaba el retrato una vez más.

—Ella también se le parece —dijo sorprendido—. ¡Y ahora que lo dice, Lukas no está tan lejos de parecérsele, tampoco! Una versión masculina de Lili Lindfors, con el cabello oscuro.

—Y usted se parece a Brian Dennehy —sonrió Astrid—. El actor norteamericano. Aunque seguramente no es su hermano.

—No es usted la primera persona que lo dice —rió Yngvar, y se enderezó con energía—. Pero él es un poco más gordo que yo, ¿no cree?

Ella no contestó. Él tomó otro bollo.

—¿Cómo puede saber que ella es demasiado mayor? —preguntó ella.

—Una mujer nacida en 1962 o 1963 tendría hoy en día… —calculó rápido— alrededor de cuarenta y seis. Cuarenta y seis años. ¿Qué edad cree usted que tenía cuando tomaron esta foto?

Una inclinación de cabeza hacia el retrato hizo que Astrid lo sostuviera de nuevo ante sí.

—No estoy segura —dudó—. ¿Veintitrés? ¿Veinticinco?

—Probablemente menos. Quizá sólo dieciocho. En esa época parecían mayores en los retratos hechos en las tiendas de fotografía. Tiene que ver con la ropa, el peinado y esas cosas. Yo nací en 1956 y me animaría a jurar que esta mujer del retrato es mayor que yo.

—Pero ¿cómo…? Usted no puede…

—Para comenzar, tiene usted la calidad del papel —dijo él, y sujetó el retrato cuidadosamente por uno de los bordes—. En caso de que esta mujer hubiese nacido en efecto a principios de los sesenta, el retrato debió de tomarse… —Otra vez calculó rápidamente—. Cerca de 1980. ¿Cree que esta foto parece, de algún modo, haber sido tomada tan tarde?

Astrid sacudió levemente la cabeza.

—Yo tampoco lo creo —dijo Yngvar—. Me parece que es de alrededor del comienzo de los años sesenta. Quizá de 1965, pero como mucho. ¡Mire la ropa! ¡Fíjese en el peinado!

—Yo nací en 1980 —dijo ella despacio—. No sé gran cosa acerca de la moda en los sesenta. Pero eso quiere decir que esta mujer…, esta señora…, ¡tiene la misma edad que Eva Karin!

—Sí —dijo Yngvar, y se contuvo de tomar otro bollo—. Y entonces…

Dejó el retrato nuevamente sobre la rodilla. Se inclinó sobre él y analizó cada trazo. La nariz fina y recta. La frente, que era amplia y sin una sola arruga. Los pómulos eran lisos y el cabello parecía como pintado sobre el cráneo, en bellas ondas y con rizos en las sienes.

—¿Puede haber habido una hermana? —murmuró enderezándose finalmente—. No se parece a Eva Karin, pero puede explicar de alguna manera el parecido con Lukas. De vez en cuando estos genes nuestros toman atajos notables, y…

Astrid lo miró, asustada.

—¿Hermana? Eva Karin tiene dos hermanos, ambos menores que ella. Einar Olav, que debe andar por los cincuenta y cinco, y Anne Turid, que cumplió cincuenta el año pasado. No. El año antes. ¡Y ésta no es ella!

Hubo ruidos en la entrada. Voces de niños. Alguien se rió y la puerta de calle se cerró de golpe.

Astrid colocó rápidamente el retrato dentro del sobre del que lo había sacado. Dudó sólo un momento antes de entregárselo a Yngvar.

—En silencio, niños.

No quitó su mirada de la de él.

—Papá y William duermen. En silencio, ¿de acuerdo?

Yngvar se puso de pie. Caminó hacia la puerta y los dos niños casi lo atropellaron cuando entraron corriendo. Lo miraron con curiosidad.

—¿Quién eres? —preguntó la menor.

—Soy Yngvar. Y tú eres Andrea, la nueva Picasso.

La niña rió.

—No, yo dibujo las orejas y los pies ahí donde deben ir.

—Eso está bien —dijo Yngvar, que le revolvió el cabello—. Siempre es bueno tener esas cosas en el lugar que corresponde.

—Gracias por haber venido —dijo Astrid.

Se apoyó contra el marco de la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho. Parecía aliviada, de alguna manera. La sonrisa ya no era tan medida como cuando él había llegado, y rió un poco cuando el niño de ocho años le mostró un tatuaje con el logo de Brann que le cubría todo el antebrazo.

—Soy yo quien debe darle las gracias —dijo él, levantó el sobre como en un gesto de despedida y salió a la escalera de piedra.

La puerta se cerró tras él, que caminó hacia el coche. Antes de que se sentase y hubiese puesto el motor en marcha, Astrid lo alcanzó, corriendo. Él bajó la ventanilla y miró hacia afuera.

—Pensé que querría tener esto —dijo ella, y le alcanzó una bolsa de plástico con bollos—. Realmente son mejores cuando están frescos, y me ha parecido que le gustan.

Antes de que alcanzase a darle las gracias, ella se alejó corriendo hacia la entrada. Se quedó sentado un momento antes de abrir la bolsa y tomar uno de los deliciosos bollos. Cuando estaba a punto de morderlo, lo golpeó la mala conciencia.

Pero es que esos bollos…

Y la mermelada era de lo mejor que había probado nunca.