Pista

—Me temo que el sobre de Niclas Winter, sencillamente, ha desaparecido —dijo la secretaria del abogado Kristen Faber cuando entró en la oficina de su jefe la mañana del jueves 15 de enero—. Lo he buscado por todas partes y no he podido dar con él.

—¿Desaparecido? ¿Perdió usted la carpeta de un cliente?

El abogado Faber hablaba con la boca llena de cruasán. El hojaldre estaba relleno con chocolate, que se había depositado como un borde marrón sobre el labio superior.

—Yo no he tocado esa carpeta desde el lunes —respondió ella con calma—. Y entonces fue usted quien la recibió de mí. Aquí dentro.

—Jodida urraca —dijo Kristen Faber—. ¿Es tan difícil encontrar un sobre enorme?

—Por supuesto no he mirado en sus cajones —contestó ella igualmente indiferente—. Ésos los debe comprobar usted.

Irritado, él comenzó a abrir un cajón tras otro.

—Dejé el sobre en la pila del rincón —murmuró—. Usted lo debe de haber desordenado.

En lugar de contestarle, ella cogió el plato y salió con él.

—¡Eh! —gritó él antes de que ella llegase a la puerta—. ¡Esto está atascado! ¿Ha estropeado mi escritorio?

—No —respondió ella—. Como le dije, no he tocado sus cajones. Pero puedo intentar ayudarle.

Dejó el plato y trató de ayudarlo. En lugar de tirar del cajón, como él había hecho, intentó destrabarlo. Al no lograrlo, intentó forzar la cerradura.

—Con un abrecartas —dijo, y pensó nuevamente—. O un destornillador. Tenemos una caja de herramientas en el archivo.

—¿Está loca?

Él la empujó a un lado y, empecinado, trató de abrir nuevamente el cajón.

—¿Usted sabe lo que cuesta este escritorio? Tiene que buscar un carpintero. O un cerrajero. No tengo idea de a quién debemos llamar para esto, pero lo quiero arreglado antes de que regrese por la tarde. ¿De acuerdo?

Sin mirarla, metió los documentos del caso en el maletín. Cogió el abrigo y una toga de abogado del gancho al lado de la puerta.

—Probablemente no terminemos boy, pero puede que el juez quiera alargar el tiempo. Puede que se haga bastante tarde. Usted esperará, ¿verdad? Voy a tener una serie de cosas que deberá investigarme después de la reunión de hoy en la corte, y debería ser suficiente con que se quede hasta entonces.

La secretaria sonrió y asintió como respuesta.

La puerta se cerró con un golpe. Ella se sentó cómodamente y se tomó su tiempo con el café de la mañana y el periódico del día. Cuando por fin hubo terminado, entró en la página de Internet de Camino del carné de conducir. Su marido comenzaba a tener mala visión y había llegado el momento de que ella obtuviese su permiso antes de que su fiel conductor perdiese la vista del todo.

«Uno nunca es demasiado viejo», pensó. Y tenía por delante un mar de tiempo.

Inger Johanne esperó impaciente hasta que se hicieron las ocho. La última media hora había pasado con la lentitud de un caracol, y no tenía la paz suficiente para leer el periódico. No podía, por vergüenza, llamar más temprano durante la mañana. Ya a las cinco estaba completamente despierta, después de un sueño profundo e ininterrumpido de siete horas. En una ocurrencia súbita, buscó su equipo para esquiar y condujo hasta Grinda para dar un pequeño paseo matinal. Dio la vuelta después de hacer 500 metros. Había nevado nuevamente sobre las pistas iluminadas, y los delgadísimos superesquís que Yngvar le regaló en Navidad eran inútiles en esas condiciones. Ella quería esquís de paseo, pero el vendedor convenció a Yngvar de que el estilo que se usaba ahora en Nordmarka era patinar con esquís. Al regresar finalmente al coche, se preguntó si sería posible cambiar las malditas tablas. Por no hablar de las botas; le apretaban en torno a los tobillos y parecían más unas botas de esquí alpino. Jamás habría podido patinar con esquís y tampoco tenía muchas ganas de aprender a hacerlo.

Sin embargo, el esfuerzo le sentó bien.

Había frito huevos y tocino para el desayuno, y no podía recordar una primera comida del día que le supiese mejor. Fue hacia el sofá con la taza de café en la mano. El teléfono estaba en el suelo, cargando baterías. Se estiró para recogerlo, desconectó el cable y tecleó hasta dar con un número en la lista de contactos.

Al cabo de un solo tono, obtuvo respuesta.

—Wilhelmsen —dijo una voz inexpresiva.

—Hola, Hanne. Habla Inger Johanne. ¿Cómo estás?

De todas las maneras desastrosas de iniciar una conversación con Hanne Wilhelmsen, la pregunta acerca de cómo estaba debía de ser la primera de la lista.

—Muy bien —dijo la voz en el otro extremo, y a Inger Johanne se le atragantó el café.

—¿Qué? —tosió.

—Me va bastante bien. Gracias por el regalo de Navidad para Ida, ya que estamos. Le gustó. ¿Y tú? ¿Cómo te va a ti?

Hanne Wilhelmsen debía de haber asistido a un curso relámpago de buenos modales en Navidad, pensó Inger Johanne.

—Bien, bien. Ya sabes. Mucho que hacer. Yngvar se pasa ahora la mayor parte de la semana en Bergen, por lo que tengo mucho trabajo con las niñas cuando están solas conmigo.

Hanne no parecía haber avanzado mucho en el curso, porque ahora todo quedó en silencio en el otro extremo.

—Voy a ser breve —dijo Inger Johanne—. Sólo me preguntaba si me podrías ayudar con un pequeño asunto.

—¿Con qué?

—Necesito… hablar con alguien de confianza en la Policía de Oslo. Alguien que trabaje en la rama de Violencia y Delitos contra la Moral, en lo posible. Mejor si tiene cierta jerarquía.

—Yo hace seis años que…

—Ya lo sé. Pero yo…

—¿Por qué me preguntas a mí? ¿Yngvar no puede ayudarte?

Inger Johanne compró tiempo bebiendo un poco de café.

—Como te dije, está en Bergen —dijo al final.

—Hay teléfonos…

—Sí, pero…

—¿Es algo con Kristiane?

Hanne se rió. Se rió de veras, pensó Inger Johanne con asombro creciente.

—No exactamente, pero…

«Sí», pensó.

«No quiero hablar todavía con Yngvar. No quiero que me hagan preguntas críticas. Me niego a afrontar las objeciones y los escrúpulos. Hay que proteger a Kristiane mientras sea posible. Antes tengo que solucionar esto yo misma».

—Es tan fácil para él creer que soy un poco…

—¿Un poco histérica? —Otra vez la risa liviana, inusual—. Un poco demasiado ansiosa por creer que algo no fue mal entendido —profundizó Hanne—. ¿Es eso?

—Quizá.

—Silje Sørensen.

—¿Qué? ¿Quién?

—Debes hablar con Silje Sørensen. Si alguien puede ayudarte, es ella. Ahora debo colgar. Estoy ocupada.

—¿Ocupada?

La idea de que Hanne Wilhelmsen pudiese estar ocupada durante su exilio voluntario en un apartamento de lujo en el lado oeste de la ciudad era un absurdo.

—He empezado a trabajar un poco —aclaró ella.

—¿Trabajar?

—Tienes una manera peculiar de hablar por teléfono, Inger Johanne. Una sola palabra entre interrogantes. Sí, empecé a trabajar. Para mí. En pequeña escala.

—¿Con… qué?

—Pásate un día, así hablamos. Pero ahora debo colgar. Llama a Silje Sørensen. Hasta luego.

El teléfono quedó mudo. Inger Johanne no podía creer del todo lo que había escuchado.

Su amistad con Hanne Wilhelmsen había comenzado con una casualidad. Inger Johanne precisaba ayuda con uno de sus proyectos y había buscado a la inspectora jubilada y retraída. Por raro que parezca, se había sentido bienvenida. No se veían a menudo, pero con los años habían desarrollado una amistad silenciosa y alerta, completamente exenta de poses y obligaciones.

Inger Johanne no había oído jamás expresarse así a Hanne como en esta ocasión.

Se sorprendió tanto que ni siquiera preguntó más acerca de quién era Silje Sørensen. Le irritaba, hasta que cayó en cuenta que había leído algo sobre ella en los periódicos. Era la responsable de la investigación del asesinato de Marianne Kleive.

No podía haber sido mejor.

Probablemente era todavía demasiado temprano como para encontrarla. Yngvar no llegaba casi nunca al trabajo antes de las ocho y media, y ella se imaginó que lo mismo sucedía con los superiores en el distrito policial de Oslo.

Con la taza de café entre ambas manos, se quedó sentada y esperó la luz del día mientras pensaba sobre qué diantres podía haber sucedido con Hanne Wilhelmsen.

—¿Qué ha pasado? —susurró Astrid Tomte Lysgaard cuando abrió la puerta y vio a Lukas allí fuera.

Eran sólo las once; él debía de estar en el trabajo. Tenía el aspecto de alguien que ha recibido la noticia de una nueva muerte.

—Estoy enfermo —dijo Lukas casi tropezando en la entrada—. La garganta. Fiebre. Tengo que acostarme.

—Me has asustado —dijo Astrid llevándose su delgada mano al corazón antes de extenderla para acariciarle la mejilla—. Parece que has visto un fantasma.

—Sólo estoy enfermo —contestó él, de mal humor, y se apartó de su mujer—. Me siento absolutamente miserable.

—Eso pasa cuando pasas toda la noche fuera. Con este clima. Seguramente has cogido algo.

Ni siquiera la miró cuando se adentró en la sala. Le venía bien que ella le echase la culpa al trabajo nocturno en el frío garaje. Tenía pocas ganas de contarle nada acerca de la estúpida aventura en la casa de su padre bajo la lluvia gélida de enero. Aún menos necesidad sentía de comentarle que había estado sentado más de un cuarto de hora en un automóvil casi tibio para ser examinado por Yngvar Stubø, empapado y muerto de frío.

—¿Tenemos Paracet? —se quejó—. ¿Y Coca-Cola?

—Las dos cosas. Compré Paracet ayer, después de… —Ella se interrumpió—. Hay Coca-Cola en la nevera —dijo—. Encontrarás Paracet en el armario del baño. ¿Quieres que te llene una bolsa de agua caliente?

—Si eres tan amable. Me siento completamente…

No era necesario describir su estado con mayor detalle. Sus ojos estaban rojos y tenía la piel más pálida de lo que la estación del año podía justificar. Las fosas nasales estaban lastimadas y húmedas, y tenía los labios cubiertos de láminas de piel seca. Sobre las comisuras se había depositado una capa gruesa y blanca, y cuando ella se acercó a él para darle un vaso, sintió el aliento desagradable que escapaba de su boca.

—Eres muy poco hábil para enfermarte, Lukas.

Ella sonrió con cautela.

La espalda de su marido proclamaba obstinación cuando se arrastró hacia la escalera que subía al segundo piso.

Ella lo siguió hasta el baño. Mientras él maniobraba con la cerradura del botiquín, ella dejó correr el agua para calentarla al máximo antes de llenar la bolsa.

—Sinceramente —dijo ella—, no te estás muriendo, Lukas. Debes sobreponerte.

Sin contestar, él sacó tres píldoras del envase, se las metió en la boca y se las tragó junto con media botella de Coca-Cola. La cara se le contrajo con una mueca del dolor que le producía tragar. Comenzó a desvestirse mientras caminaba, y las ropas quedaron en el suelo detrás de él, como mojones que marcaran la entrada al fresco dormitorio. Allí se arrojó sobre la cama como si hubiese agotado sus últimos esfuerzos, se cubrió hasta la garganta con la colcha y se dio la vuelta.

—Aquí tienes la bolsa de agua caliente —dijo ella—. ¿Dónde la quieres?

Él no contestó.

—Lukas —dijo ella dudando—. Hay algo de lo que quisiera hablar contigo.

El día anterior, ella había ardido por dentro con la duda de quién era la mujer del retrato que estaba guardado en el cajón. Había estado varias veces a punto de preguntar. Simplemente, las circunstancias se lo habían impedido. Todo el tiempo. Los niños. La cena. Las tareas del colegio. El garaje. Cuando por fin estuvieron ellos dos solos y ya eran más de las diez y media, Lukas quiso ver a toda costa un programa de televisión sobre un negocio de tatuajes en Los Angeles. Ella se había ido a acostar y se durmió antes de que él la siguiese.

Hoy pensaba que debería haberle preguntado de todas maneras. En el fondo, había permitido que cualquier cosa se interpusiese porque estaba avergonzada de haber abierto su cajón sin permiso. Ahora estaba enfadada consigo misma. No tenía por qué sentirse abochornada; buscar medicinas que estaban razonablemente guardadas bajo llave estaba bien dentro de lo que podía permitirse.

—Me siento tan mal —gimió Lukas desde debajo del nórdico.

—Sólo quiero preguntarte una cosa —dijo ella un poco más decidida.

—Ehh… ¡Estoy a punto de perder la voz, Astrid! ¿Me puedes traer leche con miel? ¿Por favor?

Se quedó quieta un rato discerniendo qué era lo que sentía.

«Agotamiento», pensó. «Irritación», quizá.

«Inquietud».

—Sí —dijo con docilidad—. Por supuesto que te traeré leche con miel.

Cerró la puerta en silencio y bajó hasta la cocina. Antes de que regresara con la taza, Lukas ya se había dormido.

—Tome —dijo Silje Sørensen, y le alcanzó una taza de cacao caliente a Inger Johanne—. Me vuelve loca tanto café por la mañana, por eso tomo algo de esto en su lugar.

—Gracias —dijo Inger Johanne—. Huele bien. Y mil gracias por haberme recibido tan de repente.

—¡La curiosidad, ya sabe!

La risa de Silje Sørensen no encajaba del todo con su cuerpo delgado.

—Para empezar, he oído y leído sobre usted, y por otro lado yo haría lo mejor por quien hubiese llegado aquí recomendado por Hanne Wilhelmsen. De paso, ¿cómo está ella?

Inger Johanne abrió la boca para contestar, pero se quedó callada.

A Hanne no le gustaría que hablasen sobre ella.

—Ya sabe —dijo, y se encogió de hombros, con la esperanza de que la respuesta vacía hiciera cambiar de tema a Silje Sørensen.

Eso era, por otra parte, lo que ella debía hacer.

—Bueno —dijo, y se aclaró la garganta—. En realidad no sé muy bien por dónde comenzar.

—¿No?

—Soy criminóloga y trabajo como…

—Como le dije —la interrumpió Silje—. Sé quién es usted. ¿Está bien si la llamo Inger Johanne?

—Por supuesto. Estoy ocupada con una investigación sobre el odio.

—Interesante.

Casi parecía como si lo dijese en serio. La mirada era directa e inclinó la cabeza como enfocando los sentidos.

—Crímenes de odio —se corrigió Inger Johanne—. Recibí de la Dirección de la Policía el encargo de escribir un análisis desarrollado sobre los crímenes de odio.

Silje Sørensen pestañeó. Colocó su taza sobre el escritorio y la empujó con cuidado hacia delante. Sus ojos se achicaron y la punta de una lengua rojo pálido se deslizó sobre sus labios.

—Ajá.

—Como en los ataques a individuos donde el motivo del crimen es…

—Sé muy bien lo que son los crímenes de odio.

El peor de los malos modales de Silje Sørensen era interrumpir, pensó Inger Johanne.

—Desde luego —asintió—. Por supuesto que lo sabe.

Se quedaron así sentadas durante un tiempo notablemente largo. En silencio, mientras una esperaba a que la otra dijese algo. Inger Johanne intentaba adivinar la edad de Silje Sørensen. Debía ser más joven que ella, pero quizá no tanto. Treinta y cinco, quizá.

Probablemente algo más joven aún. Iba bien maquillada y bien vestida, sin que resultase fuera de lugar en un lugar como ése.

«Fina», pensó.

Inger Johanne no se había sentido fina en toda su vida.

Las manos de Silje eran pequeñas, y las uñas estaban tan bien cuidadas que Inger Johanne escondió las suyas tras dejar la taza y sentarse sobre ellas.

—¿Son los crímenes de odio dirigidos contra un grupo definido los que quiere usted investigar más en profundidad o solamente los casos en general?

Silje se había inclinado sobre el escritorio, con los codos apoyados sobre la superficie.

—¿Sabe? —dijo Inger Johanne, y tomó aliento—. Creo que comenzaré por el principio. ¿Tiene usted media hora para escuchar una historia muy especial?

Un diamante enorme en el anular izquierdo de Silje Sørensen brilló bajo la luz chillona de la oficina cuando hizo un gesto generoso e imperativo con la mano.

—Comience —dijo—. Soy toda oídos.

Inger Johanne bebió el resto del cacao y comenzó su relato sin saber que lo hacía, exhibiendo un enorme, marrón y muy poco elegante bigote de chocolate.

Yngvar no sabía nada de Inger Johanne y eso lo inquietaba. Regresaba a la habitación del hotel para buscar unas notas cuando la tentación de recostarse durante un rato fue demasiado grande. En lo más íntimo sospechó que había dejado los papeles allí a propósito. El almuerzo del hotel era mucho más elegante que lo que tenían para ofrecer en las oficinas de la Policía de Bergen, y como estaba incluido en el coste de su alojamiento, no tenía mala conciencia. Salvo en lo relativo al pudin de chocolate.

Se había servido dos veces, y un ligero malestar lo convenció de tomarse una pequeña pausa para descansar. Se quitó los zapatos y se dejó caer sobre la cama. Era un poco demasiado mullida, especialmente con la colcha sobre el colchón, pero se adormiló en cuanto se acomodó bien.

No quería dormirse.

Quería hallar a Lukas.

Desde el episodio de la casa de su padre, parecía como si el tipo jugase con él al gato y al ratón. Después de la lamentable entrevista que tuvieron en Os, Yngvar había decidido no molestar innecesariamente a Astrid. Por ello había llamado a Lukas solamente a su móvil, sin lograr respuesta. El hombre no contestaba. Finalmente Yngvar llamó a la universidad, pero tampoco allí sabían dónde podía encontrarse Lukas Lysgaard. Probablemente lo trataban con bastante indulgencia por las trágicas circunstancias que acababa de atravesar.

Los ojos de Yngvar volvieron a cerrarse.

Le preocupaba que Inger Johanne no lo hubiese llamado.

Había sonado tan extraña por teléfono la noche anterior.

Se incorporó con energía.

No tenía tiempo para eso.

El enfado que sentía contra el terco hijo de la obispo lo despertó completamente.

—Aunque no quieras, lo harás —murmuró con indignación mientras buscaba el número del domicilio en Os. Lo tecleó y se llevó el móvil a la oreja. La campanilla sonó tantas veces que Yngvar estuvo a punto de rendirse.

—Lysgaard —dijo finalmente una débil voz femenina.

—Hola. Soy Yngvar Stubø. Lamento molestarla un martes, espero que no…

—No hay problema. Nada que lamentar. Finalmente encontró usted a Lukas, entiendo.

—Eso parece. Pero ahora necesito hablar con él nuevamente. No contesta en su número, por lo que me preguntaba si usted tendría una mejor idea de dónde se encuentra.

—Está aquí.

—¿En casa? ¿A esta hora?

—Sí. Está enfermo. Sólo dolor de garganta, pero con fiebre y…, en realidad, está bastante mal.

—¡Ah!

Yngvar vio en un relámpago al Lukas Lysgaard de hacía dos días, empapado y tiritando.

—¿Hay algo en lo que yo pueda ayudar? —preguntó Astrid.

—No, a duras penas. —Podía escuchar agua corriendo y el ruido de un armario que se cerraba—. Sí —dijo de pronto—. Se trata sólo de un detalle menor. Nada importante, en realidad, pero quizás en lugar de molestar a un hombre enfermo, pueda usted ayudarme. Se trata de la habitación de… «escape» de su suegra.

Se rió con ganas. En el otro extremo sólo había silencio.

—Ya sabe, la habitación del primer piso donde iba cuando no podía dormir. Allí donde…

—Sé a qué habitación se refiere. Casi no he entrado allí. Unas pocas veces, quizá. ¿De qué se trata?

—Allí había cuatro retratos —dijo Yngvar como de paso—. Tres retratos de familia y uno más, si mal no recuerdo. Simplemente me preguntaba de quién era ese retrato.

—La mujer con…

La voz se interrumpió de pronto, como si la hubiesen cortado con una tijera.

—¡Hola! —dijo Yngvar—. ¿Está usted ahí todavía?

—Sí. No, no sé quién es. Puedo preguntarle a Lukas cuando se despierte.

—No, no se preocupe. No lo molestemos con detalles. Yo lo llamaré dentro de un par de días.

—¿Hay algo más?

—No. Deséele una pronta recuperación.

—Gracias. Eso haré. Hasta luego.

La comunicación se cortó antes de que él alcanzase a despedirse. Dejó el teléfono y se recostó sobre la cama otra vez, con las manos entrelazadas bajo la nuca.

Ahora por lo menos sabía que el retrato era de una mujer.

Sintió un pequeño remordimiento cuando pensó que, de hecho, había engañado a Astrid. Igualmente inesperado fue darse cuenta de que ella también le había mentido. La forma en que se interrumpió en mitad de la frase indicaba que había cambiado de intención al ocurrírsele algo.

Algo que no quería compartir con él.

Si no era otra cosa, esto podía querer decir que estaba sobre la pista correcta.