Miedo

Quizá no debía haber tenido hijos.

Sólo pensarlo hizo que los jugos gástricos le corroyesen el duodeno. Levantó las rodillas y colocó ambas manos allí donde cuando era más joven podía sentir que terminaban las costillas y comenzaba el abdomen. Ahora todo estaba flojo, aunque yaciese de espaldas, una panza fofa y demasiado grande con un dolor punzante detrás de una capa de grasa.

Toda la vida de Marcus Koll giraba en torno a su hijo.

El trabajo, la empresa, la gran familia; todo perdía su valor sin el pequeño Marcus. Cuando Rolf llegó a sus vidas, fue como si llegase a una existencia compartida. De todos modos, pronto los tres se volvieron una familia, una familia a la que Marcus haría lo que fuera por proteger. Pero el muchacho era y fue el problema de la familia de Marcus Koll.

El pequeño Marcus quiso a Rolf desde el principio. Su afecto era mutuo. Al cabo de un tiempo, Rolf había dado señales de querer él también adoptar a su hijastro.

A partir de entonces él había aparcado la cuestión.

Marcus no había contado jamás a nadie los sueños que tenía de joven.

Quería hijos.

Había sido un muchacho fuerte; la ruptura con su padre le había convertido en un hombre. Le había costado sorprendentemente poco presentarse tal y como era. Como adolescente podía mostrarse terco en su obstinación; como adulto se volvió más astuto y flexible. Lo que era terquedad, se volvió determinación. La altivez se hizo orgullo. Amortiguó su peculiaridad con autoironía y nunca sintió la necesidad de acercarse al ambiente homosexual que sabía que podía encontrar tanto en Bergen, donde había estudiado, como en Oslo, adonde regresó una vez que pasó su examen en NHH. Al contrario, siempre había visto un desafío en seducir a los que sentía que lo atraían. Hasta que encontró a Rolf, había conquistado exclusivamente a hombres heterosexuales. El que antes de conocerlo ellos se hubiesen limitado a las mujeres, era algo de lo que se congratulaba en su fuero interno. El que luego volviesen a su existencia heterosexual, no le hacía sentirse tan orgulloso.

Marcus Koll junior había sido un homosexual atípico en su época.

Por otro lado lo que más deseaba era un hijo. La única pena que sintió cuando con dieciséis o diecisiete años tomó la decisión de no disimular más fue que el futuro no le daría una descendencia. Nunca compartió esa pena con nadie. Su madre la percibió, desde luego, de la forma que las madres suelen leer a sus hijos; mejor que ellos mismos. Pero jamás habían hablado del pequeño vacío en el corazón de Marcus: la falta de un hijo propio a quien amar.

Durante varios años, Marcus Koll fue, sin embargo, un joven satisfecho.

Le fue bien, y jamás se sintió atacado por sus inclinaciones. Ni en su vida laboral ni entre sus amigos o colegas. Con el tiempo fue para ellos una coartada políticamente correcta. Durante la segunda mitad de los ochenta y al comienzo de los noventa, la homosexualidad evidente no era muy común, y su permanencia en la vida de otras personas les brindaba de alguna manera algo de lo que presumir.

Disfrutaba tanto de la vida que ni siquiera notó que comenzaba a cansarse. Era tan bien recibido que no comprendió que utilizaba demasiada energía para manejar su condición de ser diferente. En la vida completamente heterosexual que vivía, con el pequeño añadido de que se acostaba con hombres sin ocultarlo, su espíritu progresó lentamente hacia un colapso por fatiga que no vio venir.

Entonces sus amigos comenzaron a tener hijos.

Marcus Koll también quería tenerlos.

Siempre lo había deseado.

Tomó una decisión.

Cuando viajó a California para cerrar un trato con una madre de alquiler y donante de óvulos, acababa de tomar el control de la vieja empresa de su padre. El futuro estaba frente a él, bendecido con dinero, y además podía explicar los sucesivos viajes a los Estados Unidos en el año que siguió como viajes de negocios que era preciso hacer.

Una noche de enero de 2001, sencillamente apareció en casa de su madre con el niño en brazos. Ella lo entendió todo apenas abrió la puerta y comenzó a llorar. Tomó con cuidado a su nuevo nieto, lo estrechó contra su pecho y caminó dentro del gran apartamento que sus hijos y su hija le habían comprado cuando se hicieron ricos. Jamás había esperado algo semejante, pero cuando Marcus apareció en la puerta con el pequeño, se sentó en medio del suntuoso sofá en el que nadie se había sentado nunca. Pegó la nariz a la mejilla del pequeño y susurró casi inaudible:

—Ahora has llegado a casa, mi muchacho. La abuela está en casa. Y tú estás con ella.

—Se llama Marcus —había dicho su hijo, y ella lloró y lloró—. No por mí, sino por mi abuelo.

La idea de perder al pequeño Marcus era impensable.

Quizá jamás debía haberlo tenido.

—¿Estás despierto? —murmuró Rolf, y se volvió en la cama—. ¿Qué hora es?

—Duerme —susurró Marcus.

—Pero ¿por qué no puedes dormir?

Se recostó de costado, la cabeza sobre la mano.

—Te quedas despierto casi todas las noches —dijo, y dio un largo bostezo.

—No, vamos. Duérmete.

Sólo la luz de las cifras digitales del despertador hacía posible ver algo en el cuarto. Marcus se miró las manos. La piel adquiría un tinte verdoso en la oscuridad. Intentó sonreír.

La angustia llegó con el hijo. Su condición de diferente, el hecho incontestable de que no era como los otros y nunca lo sería, se hizo más evidente. Siempre le había parecido que defenderse a sí mismo era fácil. Cuando su hijo llegó a su vida, se percató de lo impotente que podía sentirse a veces en presencia de prejuicios frente a los que en el pasado hubiese vuelto la espalda, convencido de que eran secuelas de un tiempo perdido. El mundo avanza, había sido siempre su opinión. Llegado el pequeño Marcus, de vez en cuando tenía la sensación de que el desarrollo de la sociedad tomaba una curva asimétrica e imprevisible que era difícil seguir. La alegría y el amor en torno al niño eran universales. La angustia por no poder protegerlo contra la maldad del mundo y los prejuicios era desgarradora. Entonces llegó Rolf, y muchas cosas mejoraron. Nunca del todo; todavía Marcus se sentía como un hombre marcado en todos los sentidos. Rolf era a la vez fuerza y alegría, y el pequeño Marcus gozaba de una vida fantástica. Eso era lo más importante, y Marcus decidió guardarse para sí sus períodos de depresión y pérdida de energía. Le ocurrían cada vez menos.

Hasta Georg Koll, su propio y maldito padre muerto, le había dado un último chasco.

—¿Qué sucede? —dijo Rolf, más despierto ahora.

La colcha se había deslizado sobre él hasta la mitad. Estaba desnudo y todavía yacía de costado, con una rodilla doblada y la otra pierna estirada. Aun con esa luz débil, el contorno de los músculos del abdomen era claro.

—Nada.

—Vamos, ¿qué pasa?

La colcha crujió cuando él la recogió impaciente sobre su cuerpo atlético.

—¿No me lo puedes decir? No has sido tú mismo últimamente. Si es algo del trabajo, algo de lo que no puedes hablar, ¡pues dilo! No podemos seguir con esto de…

—No pasa nada, de verdad —dijo Marcus, y se volvió de costado—. Sigamos durmiendo.

Sabía que Rolf se había quedado tal como estaba, y sintió su mirada taladrándole la espalda.

Debió haber hablado con él cuando el problema apareció. Ahora, después de tantos meses y preocupaciones, se daba cuenta de que ni siquiera una vez había evaluado la posibilidad de compartirlo todo con su marido. Se sorprendió; Rolf era una de las personas más inteligentes que conocía. Rolf hubiese encontrado seguramente una salida. Hubiese analizado con tranquilidad la situación y hubiera discutido consigo mismo hasta dar con la solución. Rolf tenía una actitud positiva, era optimista y tenía una fe invencible en que todo, incluso las tragedias más oscuras, tiene su lado bueno. Uno sólo debía tomarse el tiempo para encontrarlas.

Por supuesto que debería haber hablado con Rolf. Es lo primero que debería haber hecho. Juntos, podían solucionarlo todo.

Rolf estaba todavía inmóvil. Marcus tenía la mirada fija en el reloj. Parpadeó cuando los números cambiaron de 3.07 a 3.08. De pronto tomó aliento en una aspiración rápida y buscó las palabras que pudiesen transmitir la dolorosa historia que debió de haber compartido hacía mucho.

Antes de que encontrase alguna, Rolf se dio la vuelta. Se quedaron tumbados, espalda contra espalda. Tan sólo unos minutos después, Rolf volvió a respirar con ritmo acompasado.

De pronto Marcus se percató de por qué era demasiado tarde para contarle algo: Rolf no le perdonaría jamás. Jamás.

Si se sinceraba con su amante, la vida que Marcus conocía y amaba terminaría. No hubiese perdido sólo a Rolf; hubiese perdido también a su hijo. El miedo lo traspasó y se quedó como estaba, sin dormir hasta que finalmente los números pasaron de 6:59 a 7:00.

Cuando Inger Johanne se despertó con un respingo, estaba empapada en sudor. Las sábanas se le pegaban al cuerpo. Intentó liberarse del abrazo húmedo, pero sólo logró meter los pies en la abertura de la funda de la colcha. Se sintió atrapada y pateó desesperada para soltarse. La funda se desgarró. Al final logró liberarse y trató de recordar qué clase de pesadilla podía haber tenido.

El pensamiento estaba totalmente en blanco. Las manos le temblaron cuando las estiró hacia la mesita de noche en busca de un vaso de agua y lo vació. Cuando lo devolvía a la mesa, el vaso cayó al suelo. Cerró los ojos en un gesto de resistencia hasta que recordó que Kristiane estaba en casa de Isak. Ragnhild no se despertaba nunca a aquella hora.

Todavía respiraba pesadamente cuando apoyó nuevamente la cabeza en la almohada e intentó relajarse.

A pesar de que la noche anterior había hablado por teléfono con Yngvar durante más de veinte minutos, no le mencionó su charla con Kristiane. Tampoco había dicho nada a Isak cuando llegó conduciendo desde la escuela, bastante irritado. Se había olvidado de avisarle de que ella había ido a buscar a Kristiane, fuera de todo plan y arreglo. Cuando él subió las escaleras con la mirada inusualmente torva, sólo le dijo que se había tomado un día libre del trabajo y por una vez había aprovechado la oportunidad para pasar sola un poco de tiempo con Kristiane.

Por supuesto que lamentaba mucho haberse olvidado de avisarle.

Como de costumbre, lo aceptó todo, y cuando la dejó para volver a su casa con la niña, estaba igualmente risueño.

Kristiane había sido testigo de algo en relación con la muerte de Marianne Kleive. Eso era seguro. En todo caso debió de ver a la mujer la noche en que la mataron. Igualmente, Inger Johanne no sabía muy bien qué les diría a Yngvar y a Isak. Su hija no le había dicho directamente lo que había sucedido. Habían sido el lenguaje corporal de Kristiane y la expresión de su cara, las palabras que había elegido y el tono de su voz los que habían sido críticos.

Exactamente el tipo de cosas que hacían que Isak se riese de ella y que Yngvar intentase ocultar lo deprimido que estaba.

Y si uno de ellos o ambos creyesen, contra lo que era de esperar, que ella tenía razón, en todo caso Yngvar insistiría en que contactaran de inmediato con la Policía. Isak también, probablemente. Era un buen padre en muchas cosas, pero nunca había entendido lo frágil que era Kristiane.

Si había algo que la niña no podría tolerar era que personas extrañas se entrometiesen en su esfera y le preguntasen sobre algo que ella, de una manera u otra, había logrado encerrar dentro de sí. Aclarar un asesinato era desde luego importante, pero Kristiane lo era más.

Esto era algo que Inger Johanne debía resolver sola. Ahora el pulso estaba más calmado. Empezó a tener frío por el sudor de la noche y decidió cambiar la ropa de cama. Halló un juego limpio y con manos expertas preparó un lecho seco y cómodo en sólo cuatro minutos. No se tomó el trabajo de cambiar la colcha de Yngvar. Se veía rara con la funda diferente, pero eso podía esperar hasta mañana. Se acostó de nuevo y cerró los ojos. Estaba totalmente despierta. Dio una vuelta en la cama e intentó pensar en otra cosa.

Kristiane había visto algo terrible. Un crimen, o su resultado. Alguien vigilaba a Kristiane.

Dio otra vuelta sobre la cama. El pulso se le aceleraba. Se sentó con brusquedad. Aquello no podía continuar. Aquí y ahora no había nada que ella pudiese hacer. Tampoco podía llamar a nadie a aquella hora, y por otro lado, Kristiane estaba segura en casa de Isak. De una u otra forma, tenía que pasar la noche.

Por la mañana hablaría con Yngvar. La decisión la calmó.

Le rogaría que volviese a casa. No era necesario decirle por qué; él escucharía en su voz que tenía que regresar. Yngvar regresaría a casa desde Bergen, ella se lo contaría todo. No podía decirle nada.

Si estaba en lo cierto, lo que seguiría destruiría a Kristiane. Era imposible vivir así. Agarró la almohada de Yngvar, la colocó sobre su barriga y la apretó contra sí como si fuera una de las niñas.

Podía levantarse y trabajar. No.

Había tres libros sobre la mesita de noche. Tomó uno. Lo hojeó hasta donde estaba marcado y comenzó a leer. The Road, de Cormac McCarthy, no la calmó en absoluto. Al cabo de tres hojas cerró el libro y con él los ojos.

Los pensamientos pasaban a toda velocidad, se sentía físicamente mal.

Yngvar había querido desde hacía mucho poner un televisor en el dormitorio. Ahora ella se arrepentía de no haber accedido. No es que hubiese logrado engancharse a nada, pero tenía una intensa necesidad de escuchar voces. Por un momento se sintió tentada de despertar a Ragnhild. En lugar de hacerlo, encendió la radio del reloj. Ya estaba sintonizada en la NRK P2 y la música clásica inundó la habitación, una música tan triste como la novela posapocalíptica de McCarthy. Jugó con la rueda del sintonizador hasta que la frecuencia cayó en una radio local que emitía música pop durante toda la noche, y subió el volumen; el dormitorio de los vecinos quedaba justo debajo del de ellos.

El Dagens Næringsliv había caído al suelo.

Se inclinó y recogió el periódico. Era la edición diurna, que no había leído. Tampoco era que hubiese mucho para leer; los titulares y las demás noticias en la primera plana se referían a la crisis financiera. Hasta ahora, el derrumbe de los mercados financieros del mundo no le había importado, a pesar de que lo reconocía de mala gana. Tanto ella como Yngvar trabajaban en el sector público, ninguno de los dos perdería su trabajo; y la renta estaba en caída libre. Ya notaban que tenían más dinero que desde hacía mucho tiempo.

Empezó por la última página, como solía.

El artículo principal de «Después de la bolsa» trataba sobre el fallecido artista Niclas Winter. Inger Johanne había visto varios de sus trabajos y Vanity Fair, reconstruction había preparado una impresión especial cuando toda la familia salió de paseo un domingo y se tomaron tiempo para ver, entre otras cosas, las tres instalaciones de Niclas Winter en Rådhuskaia. A Kristiane le había fascinado profundamente; Ragnhild estaba más ocupada con las gaviotas y las fuentes, pero Yngvar había sonreído con despecho y había sacudido la cabeza ante el hecho de que semejantes cosas se tildasen de arte.

Por lo visto, el hombre no tenía herederos.

Su madre y sus abuelos habían muerto. No tenía hermanos, y su madre había sido también hija única. Simplemente no había nadie para heredar la pequeña fortuna que Niclas Winter dejaba tras de sí, sin haber tenido idea de ello. Además de la ya finalizada I was thinking of something blue and maybe grey, darling, había cuatro grandes obras más en el atelier del artista fallecido.

Los artistas se expresaban con loores acerca de CockPitt, un tributo homoerótico al marido de Angelina Jolie. Al parecer ya habían presentado una oferta anónima de varios millones por la obra. Las fuentes de DN decían saber que era el propio actor quien quería comprarla.

A pesar de la crisis financiera, el dinero parecía fluir en lo relacionado con el arte de Niclas Winter, ahora que él estaba muerto. StatoilHydro ya había iniciado una demanda por la escultura rechazada y no quería darse por vencida antes de que el síndico revisase el contrato cancelado. Su cálculo liberal y altamente provisional del valor de la escultura oscilaba entre los quince y los veinte millones. Quizá más. El artículo resaltaba la ironía de que Niclas hubiera vivido de préstamos míseros y de la buena voluntad de los mecenas, y que en cuanto murió se hubiera convertido en un hombre rico. Un destino no del todo extraño en un artista, señalaba el empresario y coleccionista Christen Sveaas, dueño de dos instalaciones menores de Niclas Winter que integraban su extensa colección en Kistefos; el hombre ahora podía constatar con satisfacción que se había producido un radical aumento en el valor de ambas.

En un artículo destacado se mencionaba que Niclas había tenido suficientes demonios. Había vivido con VIH, que pudo mantener bajo control gracias a las medicinas. Desde los dieciocho años, había estado tres veces internado en clínicas para combatir la adicción. Su última estancia, cuatro años atrás, había tenido éxito. Sus mejores obras pertenecían a la época inmediata a esa cura, y dos de sus colaboradores expresaban gran sorpresa porque hubiese vuelto a utilizar heroína. Se hallaba frente a su gran debut internacional y especialmente durante las últimas dos semanas antes de su muerte había estado en paz, casi feliz. Como las recaídas previas habían sucedido en relación a reveses artísticos, era difícil entender que hubiese querido volver a las drogas.

Inger Johanne sintió que respiraba con más calma y que, de hecho, comenzaba a estar cansada. Leer sobre las desgracias de otros ponía por el momento las cosas en perspectiva. Dejó caer el periódico sobre la cama y cerró los ojos.

«Kristiane está segura», pensó, y reconoció que el sueño llegaba finalmente.

No se atrevió siquiera a recostarse mejor o a apagar la luz. Quería solamente deslizarse en la oscuridad detrás de sus párpados. Dormir. Sólo quería dormir.

«Kristiane está segura en casa de Isak, y mañana he de hablar con Yngvar. Todo saldrá bien».

Cuando se despertó cuatro horas más tarde, el periódico estaba aún a su lado sobre la cama, abierto por el artículo que hablaba del fallecido artista de instalaciones Niclas Winter.

—¿Ha visto usted este artículo?

El abogado Kristian Faber levantó contra su voluntad la vista de los documentos y tomó el periódico que su secretaria le alcanzaba.

—¿De qué se trata? —murmuró intentando terminar de comer los restos del bollo sin dejar escapar demasiadas migajas.

Una fina lluvia de migas grasas y almendras cayó sobre el pecho de la camisa y él se inclinó hacia delante tratando de sacudirlas sin provocar manchas.

—¿No es éste el periódico de ayer?

—Sí —dijo la secretaria—. Lo llevé a casa como acostumbro al terminar la jornada, y entonces encontré esto. ¡No es raro que su cliente no llegara nunca! Está muerto.

—¿Quién? —Masticó lo mejor que pudo y mantuvo el periódico frente a sí con una mano—. ¡Oh! —dijo con la boca llena de comida—. Ése. Sí, Dios mío. ¿No era bastante joven?

—Si lee el caso —dijo la secretaria con una sonrisa indulgente—, entonces…

—Nunca leo «Después de la bolsa». Déjeme ver. Niclas Winter, sí. Ajá. Sobredosis, digo yo. Pobre diablo. Parece que… —Ahora dejó de masticar—. ¡Caramba! Era muy conocido. No oí nunca nada acerca de este tipo. Aparte de como un cliente futuro, quiero decir.

Cuando dejó el periódico en el escritorio que tenía enfrente, la secretaria salió para buscar una escoba y una pala. Él siguió leyendo sin molestarse mientras ella barría el suelo en torno suyo y no terminó de leer antes de que saliera otra vez con el cepillo y la pala y regresase con una jarra llena de café recién hecho.

—Su desayuno no es del todo sano —dijo ella amablemente, y llenó la taza—. Debería desayunar en casa. Pan integral o cereales. No bollería industrial, si me permite. ¿Cuándo fue la última vez que bebió leche, por ejemplo?

—Si necesitase una madre aquí, habría empleado a una. ¿Dónde está el jodido expediente?

Había empezado a inspeccionar la pila con casos en curso. Estaba seguro de que había puesto el sobre marrón lacrado en el montón sobre el lado izquierdo del escritorio antes de irse a casa a darse una ducha después del fatigoso viaje desde Barbados. Ahora no estaba en ningún lado.

—Joder. Tengo que estar en la corte dentro de quince minutos. ¿No puede usted tratar de encontrar el expediente? Es un sobre lacrado. Pone solamente: «Pertenece a Niclas Winter», y tiene su número de identificación personal.

Se puso de pie, se echó encima la chaqueta y tomó el cartapacio camino de la puerta.

—Y Vera, ¡no lo abra! ¡Quiero ser yo quien tenga el gusto!

La puerta se cerró detrás de él con un golpe, y otra vez se hizo el silencio en la oficina del abogado Kristen Faber.

Astrid Tomte Lysgaard no sabía si le gustaba del todo que la casa se quedase tan silenciosa cuando Lukas se iba a trabajar y los niños estaban en el parvulario y en el colegio. Ninguna de sus amigas se pasaba el día en casa, a no ser por el año obligatorio que seguía a cada nacimiento, pero ella tenía la impresión de que la mayoría envidiaba la tranquilidad que presumían que se instalaba en su casa cada día, entre las ocho y media de la mañana y las cuatro y cuarto de la tarde.

Ella también había sentido eso durante mucho tiempo.

El trabajo diario del hogar raramente llevaba más de tres horas, por lo general menos. Pese a que ella también traía y llevaba a los niños y era quien se ocupaba de realizar todas las compras, le sobraba mucho tiempo. Leía. Le gustaba salir a pasear. Dos veces por semana, hacía ejercicios en Nautilus en Idrettsveien. Muy de vez en cuando podía sentir un asomo de aburrimiento, pero nunca duraba mucho. Que todo estuviese hecho y la comida estuviera sobre la mesa cuando Lukas llegaba a la casa hacía las tardes más tranquilas. El estar juntos, más alegre. La vida en familia era así mucho mejor. Podían utilizar el tiempo en cuidar de los niños, en vez de en dedicarse a las tareas hogareñas, y Lukas le demostraba diariamente lo agradecido que estaba porque ella hubiese elegido como lo había hecho.

Tras la muerte de su suegra, todo había sido distinto.

Lukas se afligía de una manera que la asustaba.

Parecía tan encerrado en sí mismo.

Mecánico.

Decía poco y podía mostrarse huraño, incluso ante los niños. Normalmente era siempre él quien se sentaba con el mayor a hacer los deberes, pero ahora le era claramente imposible lograr concentrarse en el programa del 2° grado. En su lugar, había comenzado a ordenar el garaje, donde quería construir una nueva estantería a lo largo de la pared más corta. Debía de congelarse trabajando ahí afuera cada noche, y cuando por fin entraba nuevamente en la casa, se comía un bocadillo en silencio y se acostaba sin tocarla.

La casa estaba demasiado silenciosa y a ella no le gustaba.

Apoyó verticalmente la plancha y fue hacia la ventana para encender la radio. Otro día deprimente presionaba contra los vidrios mojados. Ya pronto tenía que dejar de llover. Enero era siempre un mes triste, pero éste era peor de lo normal. La baja presión le influía de forma claramente física: hacía varios días que le molestaba un leve dolor de cabeza.

Ahora era peor. Le dolía detrás de cada sien, e intentó masajearlas con dedos suaves. No ayudaba. Iría hasta el baño a buscar un par de Paracets antes de seguir con el planchado.

El botiquín de medicinas, cerrado con llave, estaba vacío de analgésicos. Buscó confundida entre venditas de Asterix y Flux, botellas de Pyrisept y Vademecum. Nada contra el dolor, salvo supositorios para niños.

Era como si el dolor de cabeza se hiciese más fuerte al no poder dar con las medicinas.

«Las pastillas para la migraña de Lukas», pensó.

Eso ayudaría.

El problema era que no estaban allí. Lukas pensaba que la cerradura era demasiado simple y que la potente medicina podía ser peligrosa para una criatura de ocho años, curiosa y hábil con los dedos. En lugar de ponerla allí, guardaba la caja bajo llave en el cajón del enorme escritorio de la habitación que utilizaban como oficina. Astrid sabía dónde estaba la llave; detrás de una primera edición de La vuelta al mundo en ochenta días que Lukas había recibido de sus padres cuando cumplió veinte años.

Nunca había abierto el cajón de Lukas y dudó al introducir la llave en la cerradura.

No había secretos entre ellos.

Quizá debía llamar y preguntarle.

Era su marido, pensó vencida, y ella sólo quería una pastilla. Lukas no le hubiera prohibido nunca mirar en el cajón. Era algo ajeno a ellos el prohibir alguna cosa al otro.

La cerradura cedió casi sin ruido. Abrió el cajón y vio una fotografía. Una mujer, y la foto debía de ser antigua. Al principio se quedó quieta mirándola, luego la cogió con cuidado y la mantuvo contra la luz más fuerte de la lámpara del escritorio.

Había algo reconocible en el rostro. Astrid no podía concretar exactamente el qué. De algún modo, la forma de la cara y la nariz recta podían recordarle a Lukas, pero eso debía de ser una casualidad. La mujer del retrato tenía además la curiosa característica de que uno de los incisivos superiores casi cubría parte del diente vecino, pero muchos tenían ese rasgo. Lili Lindfors, por ejemplo, como solía decirle cuando eran jovencitos y ella estaba prendida de todo lo que tuviera que ver con él.

Pese a que no tenía idea de quién era la mujer de la fotografía, se le ocurrió que había visto esa foto con anterioridad. No lograba recordar dónde. Mientras miraba el retrato, se percató de que el dolor de cabeza se había ido. Puso rápidamente la foto en su lugar, cerró, echo llave al cajón y coloco la llave en su escondite habitual.

Cuando salió de la oficina de Lukas, cerró la puerta con cuidado tras de sí, como si realmente hubiese hecho algo ilegal.

La deprimente pila de delitos sin resolver que había en la oficina desalentaba a Silje Sørensen. Casi no había lugar para una taza de café sobre el atestado escritorio, pese a que todo estaba ordenado cuidadosamente en carpetas. Se sentó en la silla, empujó una pila de recortes de periódico y apoyó la taza antes de comenzar a revisarlo todo.

Tendría que asignar nuevas prioridades.

Los casos se complicaban.

Las acciones y protestas más o menos legales de la Asociación de Policías en contra de las malas condiciones laborales, los bajos salarios, la falta de efectivos y los planes de pensión amenazados habían endurecido durante los últimos años el tono entre la Policía y el Estado. Los agentes ya no estaban dispuestos a trabajar horas extras. Los casos ya no se movían con la misma velocidad. Los más de once mil miembros de la organización comenzaron lentamente a cambiar sus prioridades. Pese a que las cifras no estaban todavía procesadas, ya en enero se veía que el porcentaje de casos resueltos en 2008 había disminuido radicalmente en relación con el año anterior. Los miembros de la Policía insistían sobre sus derechos a tener tiempo libre y se ponían enfermos más a menudo, de vez en cuando, de manera conspicuamente simultánea, y con preferencia antes de los fines de semana en los que se esperaban esfuerzos extraordinarios por parte de los que debían velar por el cumplimiento de las leyes.

A los criminales se les hacía directamente más fácil.

La gente se sentía cada vez menos segura. La Policía, que siempre había registrado un nivel alto en el barómetro de la confianza, iba camino de perder la simpatía de la población. Los periódicos podían publicar cada vez más a menudo historias sobre víctimas de la violencia que no lograban denunciar sus casos porque las comisarias locales carecían de policías; había comisarías de distrito que cerraban durante los fines de semana y había víctimas de allanamiento que se veían forzadas a esperar varios días a que la Policía llegase para buscar posibles rastros. Cuando llegaba.

Silje Sørensen era miembro de la organización laboral, pero había renunciado hacía mucho a mantener el orden en su propio tiempo libre. El único patrón de medida que utilizaba eran las reacciones en su hogar. Cuando sus hijos empezaban a mostrarse ingobernables y su marido comenzaba a ponerse taciturno, ella intentaba estar más en casa. Si no, se escabullía hasta la oficina fuera de las horas normales de trabajo cuantas veces podía.

Era hija única de un armador, por lo que no parecía muy lógico que hubiese elegido ser policía. Su madre había caído en estado de shock e histeria cuando tuvo conocimiento de la elección de su hija. Duró todo el primer año de su educación. Aquí estaban, se lamentaba, habiendo utilizado una fortuna en escuelas privadas de Suiza e Inglaterra ¡y su hija venía a despilfarrar su futuro en la labor pública! Y debía ensuciarse primero con el contacto de delincuentes violentos y de lo peor que había, ¿por qué demonios no podía ser abogada? O si tenía necesidad, ¿abogada en la Policía?

Era exactamente la reacción que Silje buscaba. Su padre había sonreído con amplitud y le había besado la frente cuando ella le contó que había sido aceptada por la Academia de Policía. No era justamente lo que esperaba.

Silje Sørensen no había dado jamás problemas ni de niña ni de jovencita. Nunca una protesta. Ni siquiera cuando con diez años tuvo que mudarse al extranjero y conformarse con ver a sus padres durante las vacaciones. Ni cuando el verano en el que cumplió quince años debió pasar dos meses en una escuela de francés en Suiza, en donde la jornada comenzaba a las seis y media y donde las monjas católicas no despreciaban el uso de métodos de castigo que probablemente estuviesen prohibidos por las convenciones de Ginebra. Silje no contradijo jamás a su padre cuando él decidió que ella debía comprimir cinco años de escuela en dos años y medio; llegó a obtener una licenciatura en Inglés antes de cumplir diecinueve. Cuando alcanzó la mayoría de edad, y como premio a su callada paciencia y diligencia extrema, su padre traspasó más de la mitad de su fortuna a su única hija.

La Academia de Policía fue la primera acción de protesta de Silje Sørensen que tuvo un propósito.

Cuando en su primer año de servicio la pusieron a trabajar bajo la legendaria Hanne Wilhelmsen, comprendió rápidamente que su terca e insurrecta elección de carrera sería su felicidad. La disfrutaba enormemente. La mayor parte de lo que sabía de la labor policial lo había aprendido de su renuente e insociable mentora. Pese a que Hanne Wilhelmsen se hacía cada vez más impopular con su estilo obstinado, Silje no había dejado de admirarla nunca. Cuando la inspectora Wilhelmsen fue derribada a balazos durante una dramática acción policial en Nordmarka y quedó luchando entre la vida y la muerte, Silje la cuidó como si se tratase de su hermana. Que Hanne les hubiese vuelto luego la espalda a los pocos amigos que le quedaban en la grande y vetusta Central de Policía en Grønlandsleiret era algo a lo que Silje nunca se acostumbró.

Silje estaba orgullosa de su oficio, pero desalentada por los límites dentro de los que estaba forzada a operar.

Decidió empezar por acomodar los casos según su seriedad. Colocó en una pila separada los asuntos menores de cuchilladas y peleas de bar por cuestiones sin importancia que no tuviesen como secuela heridas graves.

«Probablemente éstos se salven», pensó con desánimo intentando olvidar que muchos de los casos incluían a conocidos delincuentes. Su sobreseimiento sería altamente provocador para las víctimas. Así se habían vuelto las cosas. De todas maneras y conforme a todas las directivas tanto de la Fiscalía del Estado como de la Dirección de Policía, ella estaba muy segura al decidir que lo serio debía preceder a lo menos importante. Tal vez la gente tenía problemas para entender la idea que la Policía tenía de lo que era serio, pero las cosas eran como eran.

Al cabo de una hora escasa, los casos estaban separados en cinco pilas.

Silje se bebió el último trago de café tibio antes de tomar tres de las pilas y colocarlas en el armario que tenía detrás.

Quedaban dos.

La más pequeña era la de los casos de asesinato. Tres carpetas. La primera era bastante delgada, la segunda era casi igual. La tercera era tan grande que tuvo que atarla con cuatro gomas elásticas para mantenerla cerrada.

De pronto se puso de pie y caminó hasta el tablero de corcho que colgaba en la pared, directamente frente a su lugar de trabajo. Recorrió rápidamente con la vista cada una de las notas colgadas en el tablero. Cogió una y la colocó sobre el escritorio Arrojó las notas restantes en el enorme cesto de papeles que tenía al lado. Sacó tres hojas A4 del armario. Cabían con justeza una al lado de la otra en la parte superior del tablero.

«Runar Hansen», escribió en la primera con un rotulador rojo.

«19.11.08.»

En la siguiente escribió: «Hawre Ghani».

«24.11.08.»

Mordió la tapa del rotulador y pensó, antes de agregar unos signos de interrogación: «¿24.11.08?».

Todavía no era posible decir con precisión cuándo habían matado a Hawre Ghani, pero en todo caso era seguro que fue asesinado. Los forenses habían hallado claras pruebas de estrangulación, a pesar del estado lamentable del cadáver. Que el muchacho se hubiese colgado por sí mismo con un alambre hasta que la cabeza casi se le separase del cuerpo para después arrojarse al mar, era poco probable. Para el instituto, el momento de la muerte era sólo indicativo, pero hasta ahora la investigación mostraba que no había signos de que el muchacho estuviese vivo tras desaparecer con un cliente el lunes 24 de noviembre, en las cercanías de la estación central de Oslo. Desde luego que todas las cámaras de vigilancia se habían comprobado, pero en vano. Esto estaba en línea con la declaración de un muchacho de la calle, Martin Setre; el tipo los había abordado en la entrada.

«Astuto cretino», pensó Silje, y suspiró desanimada.

«Marianne Kleive», escribió en la última hoja.

«19.12.07.»

Tapó el rotulador y retrocedió dos pasos. Sintió el borde del escritorio detrás de sí y se sentó sobre él.

Tres asesinatos. Ninguno de ellos aclarado.

Runar Hansen era su mala conciencia. No quiso ni echar un vistazo dentro de la carpeta delgada. En lugar de eso miró el nombre, el nombre anónimo de un yonqui al que mataron y robaron en el parque Sofienberg sin que a nadie, aparentemente, le preocupara. Todo lo que se hizo con relación a Runar Hansen fue una rápida investigación del lugar del hecho, horas después de que lo encontrasen. Un informe de autopsia y una pequeña noticia en el Aftenposten. Además de dos interrogatorios de testigos que no pudieron atestiguar nada, aparte de que Runar Hansen no tenía un lugar de residencia fijo, carecía de trabajo y tenía una hermana que se llamaba Trude.

En la investigación del asesinato de Hawre Ghani, en todo caso, sucedía algo. Los retratos robot habían circulado internamente. Habían decidido que todavía no era el momento de publicar las semblanzas. Según su experiencia, eso provocaría un torrente de pistas. Las características del hombre eran tan comunes que se habría producido un auténtico alud de reconocimientos indudables. En cambio, Knut Bork trabajaba todavía en el ambiente de la prostitución. Por su parte, ella había ordenado una nueva y completa revisión de la vida del muchacho desde que llegó a Noruega, para hacerse, a ser posible, un cuadro todavía más preciso del desafortunado destino de Hawre Ghani.

El caso de Marianne Kleive estaba en boca de todos.

La muerte de la maestra de primaria de cuarenta y dos años tenía todos los ingredientes para constituirse en un buen caso para los medios. Las imágenes privadas que el VG obtuvo sólo dos horas después de que el caso se hiciese público mostraban a una mujer inusualmente bella. Cabello claro, grueso y ondulado, una figura delgada de piernas largas y estampa atlética. Precisamente el tipo de lesbiana que los medios adoraban. Tenía algo de Gro Hammerseng, pensó Silje, que colgó bajo el nombre en el tablero la primera hoja que había arrancado del VG algunos días atrás. Y si su pareja Synnøve Hessel no era precisamente famosa, sí que tenía una posición tan central en el ambiente del cine noruego que permitía que los periódicos utilizaran la vendedora frase «conocida y premiada» al referirse a la afligida viuda de la víctima, quien era bastante fotogénica, incluso en cazadora y con el cabello revuelto a 5208 metros sobre el nivel del mar, en el campamento Base Norte en Nepal.

Que el asesinato hubiera sucedido en el venerable hotel Continental también ayudaba. Dos días después del hallazgo del cadáver, el VG empleó toda una página para hablar de un hombre llamado Fritjof Hansen, a quien el hotel utilizaba para trabajos menores. Fue él quien halló el cadáver, y solamente gracias a su ardor entusiasta por la serie de televisión CSI, mantuvo a todos alejados del lugar hasta que la Policía llegó y pudo asegurar la zona. En la fotografía aparecía sentado en una mecedora con una lata de medio litro de cerveza y una bolsita de patatas fritas, y parecía llevar todas las penas del mundo sobre sus hombros.

A veces, Silje Sørensen deseaba que los medios de información no existieran. A veces odiaba la libertad de prensa.

Agarró la taza de café.

Estaba vacía.

Arrugó la frente y pasó la mirada de un nombre a otro. Destapó el rotulador con los dientes, caminó hacia delante y escribió «PARQUE SOFIENBERG» bajo el nombre y la fecha de la muerte de Runar Hansen. Bajo el nombre de Hawre escribió «PROSTITUTO», y al final, directamente sobre el retrato de Marianne Kleive bajo el sol brillante de Gaustatoppen, vestida con el sostén de un bikini, vaqueros recortados y grandes botas de montaña, escribió «EN PAREJA».

Cuando su trasero encontró nuevamente el escritorio, golpearon a la puerta.

Se quitó la tapa del rotulador de la boca y gritó:

—¡Entre!

Knut Bork obedeció.

—¡Hola! —dijo agitado—. Pensé que podría…

—Estar aquí —dijo Silje Sørensen—. Ponte a mi vera.

El oficial Bork encogió los hombros e hizo lo que ella le indicaba.

—¿Qué haces? ¿Qué es esto?

Él señaló el tablero con la cabeza.

—Éstos son los tres asesinatos de los que me ocupo por el momento —dijo Silje.

—Tres son demasiados.

—Tenía cuatro. Entregué uno. ¿Ves algo destacable en ellos?

—¿Destacable? Para eso tengo que hojear las carpetas y…

—No. Tú conoces los casos, Knut. Pero mira solamente eso que está ahí colgado.

Él arrugó la frente sin decir nada.

—¡Mira lo que he escrito bajo los nombres, vamos!

—Parque Sofienberg —leyó él—. Prostituto. En pareja.

Todavía no veía ninguna conexión entre las palabras.

—¿Por qué es famoso el parque Sofienberg? —preguntó ella.

—¡Ah, sí! Ese conductor de ambulancia que…

—No. Sí, también por eso. Pero ¿qué más? No estoy pensando en el área del parque que queda al oeste de la iglesia de Sofienberg, sino en la que queda detrás. Hacia el este.

—Sexo homosexual —dijo él, enseguida—. Compra y venta e intercambio. No es un lugar al que iría de noche.

—Exactamente —dijo Silje sonriendo levemente—. Ahí fue donde encontraron a Runar Hansen. Lo mataron una noche desapacible y lluviosa de noviembre, en algún momento entre la medianoche y las doce y media. Eso es casi todo lo que hicimos en el caso. Averiguar cuando lo mataron a golpes, digo.

—¿Era marica?

—No tengo idea. Pero una cosa por ahora: quédate con la fama del lugar. ¿Ves a lo que me refiero?

Lo miró. Un atisbo de asombro le cubrió los ojos cuando entendió el punto.

—Demonios —dijo él acariciándose la barba rala y rubia—. ¡Es raro que LLH no dijera nada!

La Asociación Nacional de Lesbianas y Homosexuales trataba desde hacía tiempo que el Departamento de Justicia tomase en serio la violencia contra los homosexuales. Silje Sørensen siempre pensó que el problema era que los asaltos contra homosexuales pocas veces se diferenciaban de manera significativa de todas las otras agresiones que ocurrían entre borrachos. Contra mujeres. Contra hombres. Contra heterosexuales y contra homosexuales. La gente bebía. Se volvía agresiva. Golpeaba, acuchillaba, violaba y mataba. Por cada víctima homosexual, Silje podía contar cien víctimas heterosexuales. No lograba entender por qué molestaban tanto con la cuestión. Pero esto era llamativo.

—Runar Hansen está en un parque conocido por la compra, venta e intercambio de sexo homosexual —dijo ella despacio—. Hawre Ghani desaparece con un hombre que es cliente de prostitución masculina. Marianne Kleive está casada con una mujer. Todos mueren de manera distinta, en lugares diferentes, y ninguno había tenido que ver con el otro durante el tiempo que vivieron. Hasta donde sabemos. Pero… —Achicó los ojos—. Bajo mi responsabilidad tengo tres investigaciones de asesinato independientes, y las tres tienen, posiblemente, algo que ver con los homosexuales. ¿Cuáles son las posibilidades de eso?

—Jodidamente altas —dijo Knut, y comenzó a morderse la uña de un pulgar—. ¿Qué coño es esto? Y en serio, Silje, ¿por qué nadie vio esa posible relación antes?

Ella no contestó. Se quedaron quietos en silencio mirando el tablero. Mucho tiempo.

—A nadie le preocupa el primer caso —dijo ella de pronto—. Del segundo nadie sabe nada. Es decir, la gente pudo haber leído en los periódicos algo acerca de un cadáver hallado en la bahía, y también se ha mencionado que resultó ser un solicitante de asilo. Pero nada más. En cuanto a Marianne Kleive, el caso. Dudó durante tanto tiempo que él completó la frase: —El caso es tan especial y absurdo que nadie reparó en que se trata de una lesbiana.

Silje caminó hasta el tablero. Descolgó las hojas blancas y el recorte del periódico, los arrugó y los arrojó a la papelera. Knut Bork se quedó inmóvil con los brazos cruzados sobre el pecho mientras ella rodeaba el escritorio y se sentaba.

—Esto —dijo ella con decisión—. Esto queda entre tú y yo. Por ahora. Todo puede ser una coincidencia, y como toda coincidencia puede ser solamente el azar, o ser…

—Algo verdaderamente sospechoso —completó Knut; su pulgar había comenzado a sangrar.

Por segunda vez en tres semanas, Inger Johanne estaba totalmente sola en casa. Se sentía un tanto asustada. El apartamento parecía siempre tan distinto sin los ruidos habituales de las niñas. Se movía despacio sobre el suelo para evitar hacer ruido ella misma.

—Contrólate —murmuró para sí, y colocó un CD que Line Skytter había compilado y grabado para ella como regalo de Navidad.

Kristiane se quedaría con Isak hasta el viernes, y Ragnhild estaba en casa de sus abuelos maternos, como cada miércoles, y se quedaba a dormir allí.

Durante varias horas intentó hablar con Yngvar, pero siempre le respondía el contestador. Probablemente estaba en una reunión. Cuando por fin se hizo de noche, inquieta y llena de angustia, concluyó que tenía que hablar con él. No había lugar para más dudas, como esa noche, en la que había cambiado de opinión varias veces. Ahora había tomado una decisión y el haberlo hecho le permitía pensar con un poco más de claridad sobre todo el asunto.

Si sólo hubiese sabido lo que Kristiane había presenciado.

Algo había visto, pero ¿qué? No le pareció aconsejable presionar más a su hija. Quizá más tarde, pensó mientras caminaba descalza y de puntillas sin saber del todo qué ponerse encima.

La música que Line había reunido no era precisamente del gusto de Inger Johanne. Fue hacia el aparato y redujo el volumen de Kurt Nilsen en medio del estribillo de una balada.

Debía comer algo, pero no tenía hambre.

La reunión de Yngvar era larga: hacía ya tres horas desde que había dejado el primer mensaje en el que le pedía que la llamase.

Por supuesto, podía ponerse a trabajar.

O leer.

Quizá ver una película.

Cogió el teléfono y tecleó el número de Isak sin pensarlo. Él contestó de inmediato.

—Hola, soy Inger Johanne.

—Hola. —Supo que sonreía al otro extremo de la línea.

—Llamaba sólo para…

—Para saber cómo está Kristiane —completó él—. Lo está pasando de maravilla. Fuimos a la piscina de Bislett, a pesar de que no se puede ir con niños sino durante los fines de semana. Es tan tranquila que la mujer de la entrada la dejó pasar.

—¿La dejaste sola en el vestuario de mujeres?

—Sí, por supuesto. ¡Es demasiado grandecita para entrar en el de hombres! Ya está a punto de desarrollar sus pechos, ¿te has dado cuenta de eso? ¡También tiene algo de vello en el pubis! Nuestra hijita está creciendo, Inger Johanne, y por supuesto que la mandé sola al vestuario de mujeres.

Ella no contestó.

—Inger Johanne —dijo él, abatido—. ¡Se maneja perfectamente! Ahora estamos preparando tacos y ella ha cocinado sola toda la carne picada, sin ninguna ayuda. Pica las verduras y colabora. Cuando está aquí, en casa, siempre preparamos la comida juntos. Va a cumplir catorce años, Inger Johanne. No puedes tratarla como a una criatura durante toda la vida.

«Es una criatura. La criatura más frágil del mundo».

—¿Hola?

—Sí, sí —murmuró ella—. Aquí estoy. Es fantástico que lo estéis pasando tan bien. Quería saber solamente si…

—¿Quieres hablar con ella? Está aquí.

Se oyó un gran ruido por detrás.

—¡Ooops! —dijo Isak—. Algo se nos ha caído al suelo. ¿Puedo pedirle que te llame un poco más tarde?

—No, déjalo. No es necesario. Pasadlo bien. Nos vemos el viernes.

—¡Nos vemos!

Él colgó y ella dejó el teléfono un poco descuidadamente sobre la mesa. Cuando se dirigió hacia el ventanal ya no lo hizo de puntillas. Caminaba pisando fuerte y con irritación, sin estar segura de si el blanco de esa agresión era ella o Isak.

Seguía sin colocar cortinas.

Había tanta nieve que la cerca que iba hacia la calle Hauges ya no se veía. Los montones levantados por los quitanieves eran enormes. La gente había comenzado a tener problemas para recolocar la nieve que quitaban de los accesos a sus casas. A falta de otro sitio, la esparcían en medio de la calle, lo que provocaba que volviese a su lugar original cada vez que el tractor pasaba con su pala de barrer.

Fuera no había nadie. El frío de las ventanas le dio escalofríos. El enorme muñeco de nieve que los niños de la casa de enfrente habían levantado la semana anterior la miraba con sus ojos de carbón. Había perdido la nariz. Los brazos hechos de ramas se erizaban a cada lado como las garras de una bruja. Sobre la cabeza llevaba un sombrero viejo y la bufanda de rojo intenso le cubría la mitad de la cara.

Le recordaba al hombre junto a la cerca.

Mañana compraría las cortinas.

De pronto se le ocurrió que estaba completamente equivocada.

La angustia que tanto la consternaba desde Navidad no había llegado con el hombre de la cerca. La sensación de que alguien vigilaba a Kristiane no había surgido con el extraño que apareció para preguntarle qué había recibido como regalo de Navidad. La razón por la que ella reaccionó tan violentamente esa vez era que el miedo ya estaba en ella. La búsqueda del maldito costillar de cerdo y todo el follón para preparar una cena de Navidad con la que su madre estuviese satisfecha solamente lo había desplazado.

No fue el hombre de la cerca lo que desató la angustia. La sensación había estado con ella desde la boda. Desde el instante en que Kristiane estaba parada en las vías del tranvía e Inger Johanne se convenció de que su hija moriría, había sentido que su propia confusión se debía a algo más, y aún más grande que el hecho de que su hija hubiese estado en peligro de muerte. A pesar de todo, había salido bien, y si ella había estado casi fuera de sí de la angustia, no podía recordar sentirse así desde que Wencke Bencke la amenazara de manera sutil hacía ya casi cinco años.

Inger Johanne corrió hacia el ordenador y lo encendió.

Pareció que transcurría una eternidad hasta que apareció la página de inicio, y cuando tecleó en el campo de búsqueda de Google el nombre de la mundialmente conocida autora de novelas policiacas, lo tecleó erróneamente cuatro veces hasta que logró escribirlo correctamente. 26 900 enlaces. Intentó limitar la búsqueda. Lo único que quería saber era si la escritora vivía todavía en Nueva Zelanda.

Wencke Bencke se había escapado, a pesar de ser una asesina. Con sangre fría, y sin que por una vez Inger Johanne hubiese entendido completamente sus motivos, le había quitado la vida a una serie de personajes conocidos a lo largo del invierno y la primavera de 2004. Inger Johanne había ayudado a Yngvar y a Sigmund en la profunda investigación, que nunca los llevó más allá de la convicción de que Bencke era culpable. No pudieron probar nada. La célebre autora la había encontrado un precioso día de primavera, una vez que pareció claro que nunca atraparían al asesino. Inger Johanne estaba fuera y llevaba a Ragnhild, recién nacida, en su cochecito cuando Wencke Benck tranquila y con una sonrisa, reconoció su culpabilidad. No de forma que pudiese considerarse válida en un juicio, pero lo suficientemente clara para Inger Johanne. La amenaza velada que dejó tras ella cuando se separaron bajo el sol primaveral también fue artificiosa, pero no más ambigua que lo necesario para asustar seriamente a Inger Johanne. El miedo no desapareció hasta que la autora se casó con un maorí quince años más joven que ella al año siguiente y emigró a Nueva Zelanda. Volvía a Noruega sólo por el lanzamiento de sus libros, algo que había hecho que Inger Johanne evitase consecuentemente las páginas culturales de los periódicos durante gran parte del otoño.

Ahí.

Un titular del VG en septiembre.

Wencke Bencke bajo el sol, junto a unas ovejas. Ella y su marido habían comprado una granja en Te Anau. El último otoño no había vuelto a casa ni siquiera para promocionar su último libro. En cambio, el VG la había visitado:

«Mi casa ahora es aquí —dice la mundialmente famosa escritora, y nos enseña con orgullo el enorme rebaño—. Escribo mejor aquí. Vivo mejor. Aquí me he de quedar».

Inger Johanne respiró un poco más aliviada.

Esto no tenía nada que ver con Wencke Bencke.

La angustia que sufría ahora había aparecido el 19 de diciembre, la misma noche que mataron a Marianne Kleive. Inger Johanne parpadeó, y vio el número 19 como un aguafuerte brillante en el reverso de los párpados.

El maldito número 19.

Abrió de nuevo los ojos y fijó la vista en el vacío.

Sonó el teléfono.

A Eva Karin Lysgaard la asesinaron el 24 de diciembre.

Niclas Winter, acerca de quién había leído la noche anterior, el 27.

Murió. No lo mataron. Murió de una sobredosis.

El teléfono no se rendía. Lo cogió. Era Yngvar.

19, 24 y 27.

La combinación de los dígitos llevaba a 25.

Suministrar una sobredosis a un adicto era una forma conocida de disimular un asesinato.

El teléfono quedó en silencio. Segundos más tarde, volvió a sonar.

—Hola —dijo iniciando la conversación mientras se llevaba el aparato a la oreja.

—Hola, tesoro. He visto que me has llamado un montón de veces. Disculpa que no haya podido atenderte hasta ahora. Estuve toda la tarde en una reunión. No llegamos a ningún lado y…

—Está bien —respondió ella—. No era nada importante.

—¿Va todo bien? Se te nota un poquito… rara.

—No, no. Sí. Todo está en orden. Sólo… estaba durmiendo. Me ha despertado el teléfono. Me parece que me voy a acostar, sin dar más vueltas.

—¿Ya?

—Falta de sueño. ¿Está bien si lo dejamos aquí? No quisiera quitarme la modorra del cuerpo.

—Sí, claro…

La decepción era tan evidente que ella casi se arrepintió de la decisión.

—Que duermas bien —dijo él finalmente.

—Hasta luego, querido. Hablamos mañana, ¿vale? Buenas noches.

Se quedó sentada un rato largo con el teléfono muerto en la mano. Tony Braxton gemía Un-Break My Heart en el estéreo. Un coche aceleró en la calle Hauges. El viento debía de haber virado, pues el silbido distante, incesante de Maridalsveien y del Ringveien cargado de tráfico era tan claro que se escuchaba como si una cañería se hubiese roto en el baño.

A pesar de que el artículo del Dagens Næringsliv no mencionaba nada acerca de las inclinaciones de Niclas Winters, mucho podía leerse entre líneas. El hombre era VIH positivo. Podía achacársele al abuso de heroína, pero también podía provenir de practicar sexo inseguro con otros hombres. La instalación CockPitt apuntaba, en todo caso, en esa dirección.

Eva Karin Lysgaard era una mujer heterosexual, casada y con hijos, pero se había distinguido como una ardiente defensora de los derechos de los homosexuales.

Marianne Kleive estaba casada con otra mujer.

Inger Johanne se incorporó del sofá y se sintió hambrienta.

Ya no tenía miedo.