Yngvar Stubø estaba tan cansado cuando se despertó que durante un rato dudó de si sería responsable conducir el coche de alquiler que habían puesto a su disposición. No era por el alcohol. Se había limitado a ese único trago. De todos modos, sentía pesadez en el cuerpo y una modorra persistente que le dificultaba dejar la cama. Era como si se estuviese preparando para algo.
Después de tres tazas de café, dos porciones de huevos revueltos con panceta y un cruasán recién horneado, todo resultó más fácil.
Se acercaba a Os.
No había querido avisar de su llegada. Un riesgo, por supuesto, ya que no era seguro que Lukas Lysgaard estuviese en casa. De todos modos, Yngvar quería mantener la ventaja psicológica que acompaña toda visita policial no anunciada. No había estado nunca en casa de Lukas y cuando la voz mecánica del GPS le sugirió con insistencia que girara a la derecha al pasar un campo sin otro indicio que un camino secundario en esa dirección, decidió preguntar. Le pareció que una mujer de unos sesenta y tantos, que se daba prisa a lo largo de un camino para bicicletas, tendría claro adónde se dirigía.
—Disculpe —dijo apretando el botón para bajar la ventanilla—, ¿conoce usted la zona?
La mujer asintió con desconfianza.
Él mencionó la dirección adonde se dirigía, sin que ello la volviese más comunicativa.
—Lukas Lysgaard —dijo él, rápido, ya que ella dio señas de seguir su camino—. ¡Busco a Lukas Lysgaard!
—¡Oh, sí! —contestó la mujer con una sonrisa compasiva—. Pobre muchacho. Tercer camino a la derecha. Sígalo durante unos trescientos metros. Gire hacia la izquierda cuando vea una casita roja algo destartalada y siga recto. Cuando vea una casa blanca allí donde el camino hace una curva, siga hasta arriba de la cuesta. Es allí. Casa amarilla. Garaje doble.
Yngvar repitió las indicaciones, recibió una inclinación de cabeza a modo de confirmación, le dio las gracias educadamente y puso el coche en marcha.
Cuando se acercaba a la casa, dejó caer la vista en el reloj del tablero.
08.10.
Quizás estaba retrasado.
Como Lukas trabajaba en Bergen, seguramente salía de su casa temprano. Yngvar sabía bien poco acerca de la infraestructura de Vestland, pero estos días después de Navidad lo habían hecho darse cuenta de que el tráfico de las horas punta desde el sur hacia Bergen podía ocasionar un atasco total desde Flesland hasta la ciudad. Flesland quedaba al noroeste de Os, pero de acuerdo con lo que él podía entender uno terminaba sentado en la misma cola y sin avanzar en cuanto se acercaba a la ciudad.
Torció frente a una casa de los años cuarenta, grande y pintada de amarillo, con verja y aleros, y todas las demás señales de ser una vivienda práctica y absolutamente antiestética.
Aparcó frente al portón y caminó hacia la puerta.
Dentro se escuchaban gritos de niños, seguidos de las quejas resignadas de quien imaginó sería la esposa de Lukas. Un maullido lastimoso lo hizo retroceder en la pequeña escalera de piedra y mirar hacia arriba. En el techo de la marquesina vio un gato con el pelaje atigrado. Cuando le miró a los ojos, verdes, el gato huyó hacia las canaletas del techo, descendió por la pared y acertó a entrar en la casa justo cuando la puerta se abría.
—Hola —dijo Yngvar, subió los escalones y alargó la mano.
Astrid Tomte Lysgaard lo miró sorprendida.
—Hola —dijo con docilidad, y tomó su mano.
—Yngvar Stubø. De Kripos. Trabajo en la investigación del asesinato de su suegra, y…
—Sé quién es usted —dijo Astrid sin dar señales de dejarlo entrar—. Pero Lukas no está en casa.
—¡Ah! ¿Ha salido ya para el trabajo?
—Es posible. Pasó la noche en casa de su padre.
—Ya veo.
Yngvar sonrió. Astrid Tomte Lysgaard no se había arreglado todavía para el día. La bata era demasiado grande, y los pies blancos como la leche indicaban que era enjuta. Arrugas secas le rodeaban los ojos, y las bolsas debajo de éstos eran demasiado perceptibles para su edad.
—Lo siento —dijo ella, y sacudió la mano, resignada—. Vamos un poco retrasados, así que si no tiene nada más…
Una criatura de tres años asomó la cabeza detrás de ella.
—Hola —dijo el niño, risueño—. Me llamo William y mi abuelo está completamente muerto.
—Yo me llamo Yngvar. Soy policía. ¿Es tu gato el que he visto?
—Sí. Se llama Borghild.
El chiquillo no lo decía bien, y en realidad dijo: «Bojgil».
Yngvar sonrió todavía más ampliamente.
—Buen nombre para un gato —asintió—. Ahora debes vestirte, jovencito. ¿No debes ir pronto al parvulario?
—¿Lo oyes? —Astrid sonrió pálida y revolvió el cabello de su hijo—. El policía ha dicho que debes vestirte. Siempre tenemos que hacer lo que dice la Policía, ¿sabes?
El chiquillo se dio la vuelta rápido y dio un brinco.
—¿Va todo bien? —preguntó Yngvar en voz baja.
Ella no hizo aún ninguna indicación para dejarlo entrar. Pero tampoco cerró la puerta.
—Bueno, ya sabe. —Los ojos estaban a punto de desbordarse de lágrimas—. Es difícil para Lukas —dijo, y se secó el ojo izquierdo con un movimiento veloz—. Una cosa es que Eva Karin haya muerto. Pero casi igual de malo es ver a Erik tan… —Sus manos eran pequeñas y tenían dedos largos y delgados. Tenía los brazos sobre el pecho y se alisaba el cabello detrás de las orejas con un movimiento nervioso y repetido—. Y además Lukas piensa que…
Un coche hizo sonar su claxon desde la calle. Yngvar se volvió y vio a un hombre con el asiento trasero lleno de niños saliendo del acceso de la casa vecina mientras saludaba con el brazo a Astrid. Ella levantó la mano como respuesta.
—¿Qué piensa Lukas? —preguntó Yngvar cuando ella no continuó.
—Bueno…, no lo sé, realmente.
El gato Borghild salió de la casa y se frotó contra las piernas desnudas de Astrid.
—Tengo que irme, de veras —dijo ella retrocediendo un paso—. He de preparar a los niños para ir al parvulario y al colegio. Lamento que haya hecho el viaje hasta aquí para nada.
—¡No es culpa suya! —Yngvar retrocedió otra vez por los escalones—. Disculpe la molestia —dijo—. Sé perfectamente cómo son estas mañanas.
Sin decir otra cosa, ella cerró la puerta tras de sí. Yngvar caminó hasta el coche, que se abrió automáticamente. Se sentó en él y sacó la ridícula tarjeta que la fábrica Renault consideraba mejor que una llave de contacto. La introdujo en la abertura y apretó el botón de arranque. No pasó nada.
—¡Has de funcionar, quieras o no!
Sacó la tarjeta y la golpeó con fuerza contra el tablero. Lo intentó de nuevo. El motor arrancó.
Cuando había conducido cinco minutos sin otra idea que la de volver a Bergen, decidió ir a Nubbebakken. Ir a buscar a Lukas a la universidad hubiera parecido demasiado dramático. Como Astrid le había confirmado que el estado de Erik era cada vez peor, podía ser que Lukas hubiese elegido quedarse con su padre, a pesar de que era un día laborable. Aceleró.
Había comenzado a llover, y detrás de las pesadas nubes el sol comenzaba a pintar el mundo de gris.
Lukas se despertó cuando el tragaluz del altillo ya no era negro, sino de un gris sucio. Su brazo derecho había desaparecido. Con cuidado, lo movió hacia delante. Se había dado la vuelta en el sillón hasta dormirse con el brazo apretado entre el respaldo y el peso de su propio cuerpo. Cuando le volvió la circulación, fue como si hubiese metido la mano en un nido de avispas. Le pinchaba y le dolía, e hizo una mueca cuando se incorporó y comenzó a sacudir el brazo con tanta energía que el hombro protestó.
Va pasaban diez minutos de las diez de la mañana del martes 13 de enero.
Debía de haber estado en una reunión en el instituto a las nueve. Cuando miró la pantalla de su teléfono móvil, vio que tenía cinco llamadas perdidas. Tres de un colega que debía asistir a la misma reunión y dos de Astrid.
Se estiró rápido de lado a lado para sacudirse el entumecimiento de la noche.
No lograba oír ningún ruido desde abajo. Quizá su padre dormía todavía.
El retrato de su hermana estaba en el lado interno de la camisa, ahí donde lo había puesto antes de dormirse. Se había combado durante la noche, pero no estaba doblado. Ajustó un poco más el cinturón para mantenerlo en su lugar antes de trepar a la banqueta y abrir el ventanuco.
Aquella mañana de enero era deprimente.
Todo estaba mojado. Todos los colores invernaban. El roble era un contorno negro contra todo el gris. Lukas se deslizó a través de la estrecha abertura y pasó el resto de su cuerpo ayudándose con los brazos. Se sentó bien arriba del techo y descansó buscando aliento. Acomodó los talones en la escalera del deshollinador y se sintió mucho más angustiado que lo que se había sentido cuando era un chaval. Cuando había descendido la mitad del camino hacia los canalones de desagüe, oyó que un vehículo se acercaba. Se quedó rígido.
El motor se detuvo y la portezuela de un coche golpeó al cerrarse.
El portón chilló y Lukas pudo escuchar con claridad los pasos en dirección a la puerta de entrada de su padre.
Alguien llamó al timbre. Podía oír la campanilla sonando allí abajo, atenuada y distorsionada a través de dos pisos, pero lo suficientemente clara. Hasta ahora no se había animado a mover los ojos. Finalmente miró hacia abajo. Desde donde estaba sentado, podía ver justo la pequeña cornisa con la escalera de piedra hasta la parrilla de alambre moldeado para secar los zapatos.
Vio enseguida de quién se trataba.
Finalmente, la puerta se abrió.
Lukas contuvo el aliento con los ojos puestos en el hombre de ahí abajo. Si a Yngvar Stubø se le ocurría mirar hacia arriba, lo vería de inmediato.
Las voces le llegaban con claridad.
—Buenos días —dijo el policía—. Y disculpe la molestia. Estoy buscando a Lukas. Quería charlar con él sobre un par de detalles. ¿Está aquí?
La voz de su padre era, como de costumbre, plana y desinteresada.
—No.
—¿No? Hablé con su esposa y…
Stubø dio un paso atrás. Lukas cerró los ojos.
—Disculpe —dijo el hombre robusto allí abajo—. Debía haber llamado. ¿Está usted bien? ¿Hay algo que podamos…?
—Está todo bien —lo interrumpió la voz del padre antes de que la puerta se cerrase nuevamente.
Lukas ya estaba empapado. Había dejado su abrigo en el coche y la lluvia helada le caía sobre el cuello para correr espaldas abajo. Se inclinó hacia delante instintivamente para proteger la fotografía. Abrió los ojos otra vez.
Yngvar Stubø estaba parado a cinco metros de la pared con la cabeza inclinada. Cuando sus ojos se encontraron, el policía curvó varias veces el índice de la mano derecha. Él sonrió levemente y sacudió despacio la cabeza antes de señalar la puerta.
Lukas tragó saliva y sintió frío y calor alternativamente.
Le llevaría tres minutos bajar del techo. Para entonces debía preparar una explicación increíblemente buena. Además debía evitar que su padre lo descubriera. Ya era más que suficiente tener que explicarse ante Yngvar Stubø.
Cuando llegó abajo después de haber saltado desde una rama gruesa a casi dos metros del suelo, todavía no se le había ocurrido qué decir.
La verdad, quizá, pensó por un segundo antes de abandonar la idea y rodear la casa para encontrar al policía, que lo esperaba frente a la puerta.
Inger Johanne había reconocido hacía ya mucho que la verdad es la primera víctima en la guerra. Igualmente era difícil aceptar que la realidad pudiese tergiversarse hasta tal punto como en el artículo que trataba de leer mientras Ragnhild le daba el desayuno a su osito.
—Mira —dijo su hija embelesada, y señaló el hocico manchado—. ¡Al osito le encanta la papilla!
—No hagas eso —murmuró Inger Johanne—. Come tú.
Bebió un sorbo de café. Todavía sentía el cuerpo pesado y somnoliento por las píldoras para dormir, y ya iba con retraso. Igualmente no lograba desprenderse del periódico.
—¿Qué lees, mamá?
Ragnhild había metido el hocico del osito en el bol con papilla, leche y mermelada de frutillas. Inger Johanne ni siquiera miró. No sabía cómo iba a explicarle la guerra en la franja de Gaza a una niña de cinco años.
—Sobre unas personas malas —dijo distraída.
—Las personas malas van a la cárcel —dijo Ragnhild alegremente—. ¡Papá los atrapa y los pone directamente en el calabozo!
—¿En el calabozo?
Inger Johanne miró a su hija por encima del periódico.
—¿Dónde aprendiste esa palabra?
—Calabozo, arresto, prisión, cárcel. Quieren decir lo mismo. También hay una que se llama «prisión perceptiva».
—Prisión preventiva —corrigió Inger Johanne—. ¿Fue Kristiane la que te enseñó esto?
—Mmm —dijo Ragnhild lamiendo el hocico del osito—. ¿Por qué hablan de las malas personas?
—Es una entrevista —dijo Inger Johanne—. Con un hombre que se llama… —Miró el retrato de Ehud Olmert. Pasó las hojas con presteza—. No tenemos tiempo para esto —dijo sonriendo—. ¿Puedes empezar a cepillarte los dientes? Luego voy yo y terminamos.
Su hija se puso el osito bajo el brazo y desapareció camino del baño. Inger Johanne debió de haber doblado el Aftenposten cuando su mirada cayó sobre un anuncio en la primera página que la hizo buscar la página cinco a pesar suyo: «El caso Marianne aún es un misterio. Hasta ahora han declarado más de trescientos testigos».
Si algo no necesitaba durante esas primeras horas de la mañana era otro terrible asesinato con el que relacionarse. De todos modos, no pudo dejar de leer por encima el artículo. La Policía no tenía todavía ninguna pista segura en el caso, por lo menos ninguna que quisiera hacer pública, pero por el momento concluía que el asesinato había tenido lugar en el hotel. No había nada que indicase que el cuerpo había sido trasladado. La subinspectora Silje Sørensen aseguraba que el asesinato de la maestra de primaria Marianne Kleive, de cuarenta y dos años, tenía la más alta prioridad y que la investigación avanzaría en los días siguientes. Se daba por descontado que el caso se solucionaría, pero aclaraba que podría llevar su tiempo. Un largo tiempo.
Inger Johanne había dejado conscientemente de seguir el asunto. Desde el momento en que hallaron el cadáver, pasaba rápido las hojas de los titulares llamativos en los tabloides y los artículos más objetivos sobre el caso en el Aftenposten. La boda de su hermana había sido lo suficientemente mala como para sumar a eso que un asesinato hubiese ocurrido cerca de Kristiane.
No entendía bien qué era lo que la forzaba a cambiar esa decisión. Dejó el periódico, irritada.
Un pensamiento, un pensamiento muy pequeño, se le apareció. No quería tenerlo.
Se puso de pie súbitamente.
—No —dijo en voz alta, y entrelazó los dedos—. No.
Sin limpiar la mesa del desayuno, tropezó hasta el baño como si el ruido de sus pies contra el parqué pudiese ahuyentar el germen de reconocimiento que se extendía en ella.
—Ahora mamá va a cepillar el resto —dijo con voz innecesariamente fuerte y agarró el cepillo de dientes con tanta energía que Ragnhild casi se puso a llorar—. No tienes por qué llorar, Ragnhild. Abre la boca.
«La señora estaba muerta».
Inger Johanne escuchó la voz de Kristiane con tanta claridad como si estuviese al lado de ella.
—Albertine —dijo Inger Johanne en voz alta—. Se refería a Albertine.
—No quiero una niñera —gritó Ragnhild mordiendo el cepillo de dientes.
«La señora estaba muerta, mamá».
Kristiane lo había dicho varias veces cuando la recogieron en Stortingsgaten, congelada y confundida, durante la boda de su tía.
—Mamá —aulló Ragnhild mordiendo con fuerza—. ¡Me haces daño!
—Perdón —dijo Inger Johanne, y soltó el cepillo como si le quemase en la mano—. ¡Perdón, mi vida, mamá es muy torpe!
Cayó de rodillas y abrazó a la niña. Escondió el rostro en el cuello de la criatura y se apretó a ella.
—Ahora me asfixias —suspiró Ragnhild—. ¡No puedo respirar, mamá!
Inger Johanne se soltó y en su lugar tomó a Ragnhild por ambos hombros. La miró directamente a los ojos y forzó una sonrisa.
—Ahora tienes que ayudarme —dijo tragando con dificultad—. ¿Puedes ayudar a mamá?
—Sííí…
Ragnhild arrugó la frente como si alguien estuviese a punto de engañarla para hacer algo de lo que no podría escapar.
—Tu hermana Kristiane, ¿a quién suele llamar «señora»? —preguntó Inger Johanne, y trató de sonreír más ampliamente.
—A quienes no conoce —dijo Ragnhild—. Si no son hombres, claro.
—Y también a quienes no conoce muy bien, ¿verdad?
—No…
—¡Vamos, sí! Como Albertine, por ejemplo. Os cuidó solamente cuatro o cinco veces. Kristiane puede llamar señora a Albertine de vez en cuando, ¿no?
Ragnhild se rió con ganas. Las lágrimas brillaron en sus pestañas a la luz intensa del cuarto de baño.
—¡No seas tonta, mamá! A Albertine, Kristiane la llama Albertine. Pero no tendremos niñera hoy, mamá, ¿verdad? Tú te vas a quedar aquí y…
«La señora estaba muerta».
—Sí, sí —dijo Inger Johanne, y se incorporó—. Yo te voy a cuidar, quédate tranquila.
Ella ya no estaba allí.
No fue ella la que encontró una pastilla de flúor y la puso en la boca de Ragnhild. No fue Inger Johanne Vik la que caminó con calma hasta la cocina para buscar las cajas de la comida sin siquiera mirar hacia el periódico. Cuando se acercó a la escalera en la puerta de entrada, podía sentir apenas la mano suave de la niña en la suya.
«El alma. Uno no puede ver que se va».
La cena de Navidad.
Las palabras de Kristiane cuando hablaban de la muerte.
—Mamá —dijo Ragnhild bajito una vez que se puso las botas—. Ahora me pareces muy, muy rara.
Inger Johanne no quiso contestar.
Ni siquiera tuvo ganas de sonreír.
Lukas Lysgaard se había presentado siempre ante Yngvar como un hombre joven extremadamente serio. No tan raro, quizá, puesto que se habían encontrado en circunstancias trágicas. De todas formas él podía intuir algo meditabundo, casi melancólico, en la naturaleza de Lukas. Algo que no necesariamente tenía que ver con la muerte de su madre.
Jamás había visto a Lukas sonreír.
Ahora le parecía un gato ahogado, y la sonrisita torcida parecía estúpida.
—Hola —dijo él, alargando la mano antes de reflexionar y retraerla nuevamente—. Empapada y fría. Disculpe.
—Podemos sentarnos en mi coche. Está caliente.
Lukas se sentó, obediente.
—Bien —dijo Yngvar cuando se desplomó pesadamente en el asiento del conductor y apoyó las manos en el volante—. ¿Qué tipo de ejercicio era ése?
Lukas tenía todavía la sonrisita, un gesto adolescente que intentaba restar importancia a la situación y que indicaba que no tenía la menor idea de lo que debía decir.
—No —dijo—. Sólo quería… Cuando yo era pequeño…, antes de que nos mudáramos a Stavanger, lo hice algunas veces. Subir hasta allí. Para hacerme el valiente, quizá. Mi madre se aterró cuando lo descubrió. Era… divertido.
—Mmm… —asintió Yngvar—. Entiendo.
Tamborileó con los dedos en el volante.
—¿Y eso debiera aclarar el que rondando los treinta tratases de hacer lo mismo en un día lluvioso de enero, un par de semanas después de que tu madre haya muerto y mientras tu padre está a punto de romperse en pedazos?
Comenzó a granizar con violencia. El martilleo sobre el vehículo era ensordecedor. Yngvar utilizó la pausa para arrancar el vehículo y poner la calefacción al máximo. No había entendido mucho de las explicaciones de uso cuando el hombre de AVIS trató de explicárselas, por lo que mantuvo el pie en el pedal del freno y aceleró.
—Lukas, no tengo ganas de… —Resopló y se volvió a medias en el estrecho asiento—. No tengo ganas de seguir tratándote como si fueses de porcelana, ¿de acuerdo? —Fijó sus ojos en los de aquel hombre—. Eres un adulto, padre de tres hijos y tienes una buena educación. Ya hace un tiempo desde que tu madre murió. A decir verdad, estoy bastante harto de que no respondas a lo que te pregunto.
—Pero ya he respondido a todo lo que usted…
—¡Cállate! —rugió Yngvar inclinándose hacia él—. Se habla mucho de mi paciencia, Lukas. Algunos piensan que soy demasiado amable. Amable hasta la estupidez, dicen a veces. Pero si crees por un instante que voy a dejar que te vayas de aquí antes de que me expliques de qué va todo este asunto, te equivocas de cabo a rabo.
Las ventanillas se empañaban. Lukas estaba callado.
—¿Qué hacías allí arriba? —repitió Yngvar.
—Bajaba del altillo.
Yngvar golpeó tan fuerte el volante con los nudillos que éste tembló.
—¿Qué hacías en el altillo y por qué coño no podías bajar las escaleras como hace todo el mundo?
—No tiene nada que ver con la muerte de mi madre —murmuró Lukas apartando la vista—. Se trata de otra cosa. Algo… personal.
Los dientes le empezaban a castañetear, y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Eso voy a decidirlo personalmente —gruñó Yngvar—. Y ahora tienes veinte segundos para darme una buena respuesta. Si no lo haces, te aseguro que te encerraré hasta que empieces a cooperar.
Lukas lo miró con una mezcla de incredulidad y algo que empezaba a parecer miedo.
—Tenía que buscar algo —susurró casi inaudible.
—¿Qué?
—Algo…, algo que…
Hundió el rostro en las manos.
—Un retrato —afirmó, más que preguntó Yngvar—. Una fotografía.
Lukas dejó de respirar.
—La que solía estar en el dormitorio de tu madre —dijo Yngvar—. La que estaba allí cuando yo os visité al día siguiente del crimen, pero que después desapareció.
La granizada era ahora un aguacero. Gotas enormes caían sobre el parabrisas. El mundo fuera del coche era borroso y sin contornos. Estaban allí sentados como dentro de un capullo, e Yngvar sintió que un enojo extraño y poco común se escurría de él con la misma facilidad con que había llegado.
—¿Cómo lo supo?
—No lo sabía. Lo adiviné. ¿Lo encontraste?
—No.
Yngvar suspiró y trató una vez más de hallar una posición en la que le fuera posible relajarse.
—¿Quién está en el retrato?
—No lo sé. Es la verdad. En serio que no lo sé.
—Pero tienes una teoría —dijo Yngvar.
Otra vez se hizo el silencio entre ellos. Un automóvil avanzaba hacia donde estaban y sus faros delanteros convirtieron el parabrisas en un caleidoscopio de oro y gris claro antes de que la penumbra volviese al interior del coche.
Lukas no dijo nada.
—Lo digo muy en serio —dijo Yngvar, despacio—. Voy a hacer todo lo que esté a mi alcance para complicarte la vida si no empiezas de inmediato a mostrarte más comunicativo.
—Creo que tengo una hermana en algún lado. Quizá la loto es de mi hermana. De mi hermana mayor.
«Una hija», pensó Yngvar, tal como venía pensando desde hacía varios días.
Una hija desaparecida. Una hija que quizá, de todos modos, no había desaparecido.
—Gracias —dijo casi inaudible—. Hubiese querido que encontraras la foto.
—Pero no lo hice. Probablemente mi padre se desprendió de ella. ¿Qué hubiera hecho usted con ella, si yo la hubiese encontrado?
Por primera vez desde que se había topado con Lukas, Yngvar sonrió. Se pasó los dedos por el cabello y sacudió despacio la cabeza.
—Si tuviésemos una foto, Lukas, encontraríamos rápidamente a tu hermana. Si todavía vive y no lo hace muy lejos de Noruega. Si es tu hermana. Eso no lo sabemos. No sabemos siquiera si la foto tiene o no algo que ver con el asesinato de tu madre. ¡Pero te aseguro que hubiera intentado averiguarlo!
—Pero ¿qué harían ustedes…? ¿Cómo podrían utilizar una foto anónima para…?
—Tenemos enormes bases de datos. Programas de gran capacidad. Y si no lo lográsemos con la mejor tecnología del mundo, entonces… —El pie sobre el freno estaba a punto de dormírsele, por lo que puso el vehículo en la primera marcha y apagó el motor—. Aunque tuviese que ir puerta por puerta por todo Bergen y pegar carteles por todo el país con mis propias manos, o llamar a cada canal de televisión y a cada periódico, la… encontraría. Tenlo por seguro.
Lukas asintió.
—Eso es lo que pensaba —dijo—. Es exactamente lo que pensaba. ¿Puedo irme? Tengo el coche aquí delante, en el camino.
Los ojos de Yngvar se achicaron cuando volvieron a atrapar la mirada de Lukas.
—Sí, pero no te olvides de lo que te he dicho. Desde ahora tendré tolerancia cero para los secretos, ¿de acuerdo?
—Vale —asintió Lukas, y abrió la portezuela—. Hablamos.
Ya fuera, se volvió apoyándose de nuevo en el coche.
—Gracias por no haberme llamado a gritos ante mi padre —dijo.
—Bien —dijo Yngvar, y lo despidió agitando la mano antes de poner otra vez el motor en marcha, salir al camino y comenzar a alejarse despacio.
Lukas trotó hasta su coche. Se llevaba una mano al estómago todo el tiempo, ahí donde podía sentir los bordes de la fotografía que por el momento no planeaba compartir con nadie.
En todo caso no todavía.
—La escuela no ha terminado todavía —dijo Kristiane, seguramente por quincuagésima vez, cuando finalmente llegaron a casa—. La escuela no ha terminado todavía.
—No —contestó Inger Johanne con calma—. Pero tengo algo muy importante que hablar contigo, mi niña. Por eso te he recogido más temprano hoy.
—La escuela no ha terminado todavía —repitió Kristiane subiendo las escaleras como una muñeca mecánica—. La escuela termina a las cuatro, y entonces iré a casa de papá. Hoy vivo en casa de papá. La escuela termina a las cuatro.
Inger Johanne la siguió sin decir nada más. Cuando llegaron a la sala, abrió los brazos y le aclaró:
—¡Mamá y Kristiane tendrán un día de ositos hoy! ¡Las dos solas! ¿Quieres chocolate caliente con crema?
—Dam-di-rum-ram —dijo Kristiane, y comenzó a menearse despacio de lado a lado sobre el sofá.
Inger Johanne se acercó hasta su hija y se sentó a su lado. Le levantó el jersey y la camiseta por encima de la cintura del pantalón y dejó que sus dedos bailasen con cuidado sobre la espalda tierna y angosta. Kristiane sonrió y se recostó sobre su falda. Estuvieron así sentadas varios minutos hasta que Kristiane empezó a cantar.
—«Hazte una corona de flores, ven luego a jugar y a bailar, el violín suena tan bello en la arboleda».
—Bonita canción —susurró Inger Johanne.
—«No te quedes sentada grande y pesada, piensa que tú también eres joven…».
Se quedaron calladas.
—Una bonita canción de primavera —dijo Inger Johanne—. Una canción de primavera en enero. Eres tan inteligente, niña mía.
—Si cantas sobre la primavera, ella viene.
La risa de Kristiane era fina como el cristal. Inger Johanne dejó que su dedo índice se deslizase por la perceptible columna de su hija, todo el camino hacia abajo desde el cuello.
—Hace cosquillas —sonrió Kristiane—. Hazlo más.
—¿Recuerdas la boda de la tía Marie?
—Sí, sí. ¿Dónde está Sulamitt?
—Sulamitt se rompió, tesoro. Te acuerdas.
Cuando tenía un año, a Kristiane le regalaron un pequeño carro de bomberos rojo. Ella decidió que el cochecito era un gato y lo llamó Sulamitt. La siguió fielmente durante más de ocho años. Al final las ruedas se cayeron y perdió el color. La escalera del techo se había perdido hacía tiempo, los faros delanteros estaban ciegos y el pequeño Sulamitt no parecía ni gato ni carro de bomberos cuando Yngvar, sin querer, pasó sobre él con el coche en la entrada de la casa.
Kristiane había estado inconsolable.
—Sulamitt era un gato precioso —dijo ahora—. ¿Puedo tener un nuevo gato, mamá?
—Tenemos a Jack —contestó Inger Johanne—. A él no le gustan mucho los gatos, ¿sabes?
—Yo soy la niña invisible —dijo Kristiane.
Inger Johanne dejó que sus dedos flotasen como mariposas sobre la delgada piel de la espalda de Kristiane.
—A veces nadie me ve.
—¿Cuándo? —preguntó Inger Johanne en un susurro.
—Sulamitt, sulamatt, sulatullamitt en bandeja.
—¿Fue en la boda de Marie cuando nadie te vio?
—Más. Más cosquillas, mamá.
—¿Dijiste algo entonces? ¿Aunque nadie te veía?
Inger Johanne trataba desesperadamente de averiguar qué había dicho Kristiane realmente esa noche en el hotel, cuando ella misma había estado aterrada, indignada e incapacitada para poder acordarse de algo.
—Mataron a una señora allí —dijo Kristiane, y se sentó repentinamente al lado de su madre—. Marianne Kleive. Maestra de primaria. ¡Casada con la conocida y premiada autora de documentales Synnøve Hessel! Las mujeres se pueden casar entre sí en Noruega. Los hombres también.
La voz había regresado de improviso a su monotonía de misa.
—Lees demasiados periódicos —sonrió Inger Johanne, y estrechó a su hija contra el hueco de su hombro.
—Muy querida; se la añora profundamente.
—¿Has comenzado a leer las esquelas?
—Una cruz significa que el muerto era cristiano. Una estrella de David que era judío. ¿Qué quiere decir el pájaro, mamá?
Kristiane levantó por fin la mirada, que rozó la de su madre.
—Que uno desea paz para el que falleció —susurró Inger Johanne.
—Yo quiero un pájaro en mi esquela.
—Tú no vas a morir.
—Alguna vez me moriré.
—Como todos.
—Tú también, mamá.
—Sí. Yo también. Pero falta mucho.
—Eso no lo puedes saber.
Se quedaron calladas. Sólo susurraban. Estaban sentadas bien juntas en el sofá, la madre con el brazo como un cinturón de seguridad sobre la frágil niña de catorce años mientras la luz del día se derramaba sobre el suelo de la sala, casi cegándolas. Ella podía sentir los pechitos asomando en la criatura, las señales inescapables de que también Kristiane se volvería adulta, a pesar de que la pubertad hubiese llegado con retraso.
—No —dijo finalmente Inger Johanne—. No lo puedo saber. Pero creo que falta mucho todavía. Estoy sana, Kristiane, y no soy particularmente vieja. ¿Alguna vez has visto a una persona muerta?
—Tú vas a morirte antes que yo, mamá.
—Sí, eso espero. Ninguna madre quiere morir después de sus hijos.
—¿Quién me cuidará entonces?
Desde sólo horas después de que Kristiane naciese, e Inger Johanne fuera la única en comprender que algo malo le sucedía a su hijita, ella se había hecho la misma pregunta. Una y otra vez.
—Entonces serás mayor, mi vida. Podrás cuidarte sola.
—Nunca podré cuidarme sola. No soy como las otras niñas. Voy a una escuela especial. Yo soy autista.
—Tú no eres autista, tú eres…
Inger Johanne se enderezó de improviso en el sofá y colocó una mano bajo la barbilla de Kristiane.
—No eres como las otras niñas. Es cierto. Eres simplemente tú. Yo te quiero precisamente por lo que eres. ¿Y sabes qué, mi vida?
Se sonrieron. La mirada de Kristiane se enfocó.
—Yo tampoco soy del todo como los demás. En realidad creo que en el fondo todos nos sentimos así. Ninguno de nosotros se siente exactamente igual al otro. Y siempre habrá alguien que te cuidará. Ragnhild, por ejemplo. Amund también. ¡Es tu sobrino!
Kristiane soltó su risa tierna y cristalina.
—¡Son menores que yo!
—Sí, pero cuando yo muera, serán adultos. Ellos podrán cuidarte.
—Yo vi una persona muerta. El alma pesa veintiún gramos. Pero uno no la ve cuando se va.
Inger Johanne no dijo nada. Tenía todavía la mano bajo la barbilla de su hija, pero la mirada de Kristiane se había encerrado nuevamente allí donde nada llegaba del todo, y su voz era otra vez plana y mecánica cuando continuó:
—Marianne Kleive, cuarenta y dos años, murió el 19 de diciembre de 2008. La obispo Eva Karin Lysgaard, muy querida y profundamente extrañada, nos dejó abruptamente la Nochebuena de 2008. El entierro tendrá lugar más tarde. La cruz significa que era cristiana.
—Basta —susurró Inger Johanne, y la atrajo bruscamente hacia sí—. Ya está.
Eran las doce, y una nube ocultó el cegador sol de enero. Inger Johanne cerró los ojos mientras se aferraba a su hija meciéndola de un lado a otro.
—Yo soy la niña invisible —susurró Kristiane.