Antes de que amanezca

Inger Johanne se sentía sorprendentemente satisfecha cuando el reloj despertador sonó a las cinco y media de la mañana del lunes 12 de enero. Al principio no entendió qué era lo que la despertaba tan temprano, y se quedó recostada en la cómoda tierra de nadie entre el sueño y la realidad, mientras Yngvar se lanzaba sobre el estruendo y lo acallaba. La calidez seca bajo la colcha hizo que se arropase mejor con él. Cuando Yngvar se recostó otra vez en la cama con un quejido, ella se acurrucó contra su espalda.

—Tengo que irme —murmuró él—. El vuelo a Bergen saldrá dentro de dos horas.

—Ragnhild duerme —susurró ella—. Kristiane y Jack están en casa de Isak. ¿No puedes esperar quince minutos?

Eso le costó el desayuno, y cuando casi una hora más tarde estaba sentado en el coche camino de Gardermoen, con retraso y con el estómago enojado y ardiendo, casi se arrepintió.

Inger Johanne, por el contrario, se sintió mejor que lo que se había sentido desde hacía mucho tiempo. La velada con Karen Winslow no había terminado antes de las tres de la mañana del sábado. Hubiese durado más si Karen no hubiese tenido que conducir los casi doscientos kilómetros hasta Lillesand al día siguiente. Yngvar llevó a Ragnhild a visitar a su yerno y a su nieto Amund el sábado por la mañana, y estuvo fuera todo el día. Inger Johanne durmió más de lo que recordaba haberlo hecho alguna vez. Después de un largo desayuno y de tres horas con los periódicos del sábado, fue a Tøyenbadet y allí nadó kilómetro y medio. Por la noche, Sigmund Berli llegó de visita. Sin haber sido invitado. Traía consigo pizza de Dolly Dimple y cerveza tibia. La inesperada visita le dio a Inger Johanne un pretexto para acostarse antes de las diez.

Había hecho buen uso de él.

La alegría del encuentro con su antigua compañera de estudios estaba todavía con ella. Ragnhild se había ido a la cama muy tarde el domingo, y ya estaba en esa edad en que recuperaba algo del sueño perdido al día siguiente. Inger Johanne deambuló en el enorme pijama de Yngvar, preparó una gran jarra de café y se sentó en el sofá con el ordenador sobre las rodillas. Todavía no habían comenzado las clases tras la pausa navideña, y ella decidió pasar el día en casa. Ragnhild podía dormir hasta que se despertara, aunque el jefe de pedagogía no estaría contento si la niña no llegaba al parvulario antes de las diez.

Inger Johanne verificó su correo electrónico. Tenía nueve mensajes nuevos. La mayoría no tenían interés. Uno era de la Policía. Lo leyó rápidamente y entendió de inmediato que era el mismo que Yngvar había recibido el sábado por la mañana. Hacía referencia al asesinato de Marianne Kleive. La Policía había recibido una lista completa de los invitados a la boda en el hotel Continental y, como era rutina, quería saber si alguno de ellos había observado algo que fuese de relevancia para el caso. Inger Johanne lo borró enseguida. Yngvar ya había respondido por los dos. Por su parte, ella quería pensar lo menos posible en esa noche fatal en la que Kristiane casi había sido arrollada por un tranvía.

Karen Winslow ya había tenido tiempo para contestar a la pregunta que ella le había mandado el día anterior. Inger Johanne se abrigó mejor con la manta y abrió el mensaje mientras daba pequeños sorbos al café bien caliente.

¡Querida Inger!

¡Fue tan maravilloso verte! ¡Una velada deliciosa y un interesante (!) paseo por la ciudad! Fue fantástico conocer a tu marido, y debo decir: el mío tiene un par de cosas que aprender de él. Su calidez y generosidad una vez que aparecimos en medio de la noche excedieron todas mis expectativas.

Te escribo esto desde el aeropuerto de Oslo. La boda fue increíble, pero el viaje de ida y vuelta conduciendo hasta Lillesand fue una pesadilla…

Como acordamos, en cuanto pueda te haré llegar información acerca de los aspectos más importantes de tu investigación. Sólo para responder a las preguntas de tu mensaje de esta mañana: el nombre de The 25'ers se basa en la suma de los dígitos 19, 24 y 27 (¿eso se me olvidó, no?). Nuestra teoría es que los números 24 y 27 apuntan a la epístola de san Pablo a los romanos, primer capítulo, versículos 24 y 27. Los puedes buscar tú misma. El número 19 parece tener cierto significado «mágico» en el Corán. Es demasiado complicado de explicar en este mensaje, pero si buscas en Google «Rashad Khalifa», comprenderás de lo que te hablo. Si nuestros especialistas en números tienen razón, el nombre The 25'ers es bastante aterrador…

Están llamando a mi vuelo, o sea, que tengo que correr.

¡¡¡Y no te olvides de que tú y tu familia PROMETISTEIS venir este año a visitarnos!!!

Os mando un gran abrazo,

KAREN

Inger Johanne leyó de nuevo el mensaje. Necesitaba una copia impresa para recordar la extraña referencia. La impresora estaba en el dormitorio. En cuanto abrió la puerta, la golpeó el olor encerrado de mantas, sueño y sexo. Yngvar se negaba a dormir con la ventana abierta cuando la temperatura bajaba de cinco grados bajo cero. Rápidamente, conectó el ordenador a la impresora. Cuando el ruido le indicó que el documento ya estaba impreso, arrastró los pies hasta la ventana y la abrió.

Cerró los ojos contra el frío.

«La Biblia», pensó.

Ni siquiera estaba segura de que tuviesen un ejemplar. Sabía que en la biblioteca de Yngvar había una edición del Corán. Él había insistido en tener su propia estantería en el dormitorio, con cinco metros de anaqueles llenos de una absurda mezcla de libros. Ahí estaba la preciosa serie de libros sagrados del Club del Libro junto a libros de referencia sobre armas, tratados de heráldica, casi veinte libros sobre caballos y la cría de caballos y una edición vetusta de la Enciclopedia Británica, junto a todo lo que alguna vez fue dibujado y publicado por Frode Øverli.

Sin cerrar la ventana, se sentó en cuclillas frente a los estantes en el lado de la cama que correspondía a Yngvar. Era fácil encontrar el Corán; la edición estaba cubierta de dorados a la hoja y adornos orientales. Al lado había un libro tan gastado que ni siquiera tenía lomo. Cuando lo cogió con cuidado, sintió las tapas afinadas por el paso del tiempo.

La Biblia.

Abrió el libro despacio. En el lado interno de la tapa se leía: «Para Yngvar, de sus abuelos paternos, 16 de septiembre de 1956», escrito con letra elegante. Calculó velozmente que debía tratarse de la fecha del bautismo; Yngvar había nacido la noche de San Juan de ese mismo año.

Cerró la ventana a medias y se colocó los dos libros bajo el brazo. Con el mensaje impreso en una mano y el ordenador portátil en la otra, regresó al sofá.

La Biblia de Yngvar era una traducción de 1930, según se leía en el colofón. Recorrió las hojas hasta dar con la epístola de san Pablo a los romanos y dejó correr sus dedos hacia abajo en la página:

24. Por lo cual también Dios los entregó a la inmundicia, en las concupiscencias de sus corazones, de modo que deshonraron entre sí sus propios cuerpos…

Ella dudó.

… deshonraron entre sí sus propios cuerpos…

—Significa que se acostaron el uno con el otro —murmuró antes de que sus ojos hallasen el versículo 27.

… y de igual modo también los hombres, dejando el uso natural de la mujer, se encendieron en su lascivia unos con otros, y cometieron hechos vergonzosos hombres con hombres, y recibieron en sí mismos la retribución debida a su extravío…

Pese a que lo entendía, cerró el gastado libro y se fue al ordenador. Tenía que haber pensado en esto de inmediato, en vez de desordenar el estante de Yngvar. Había hecho algo así sólo una vez, y a su marido el enfado le había durado horas.

Le llevó dos minutos encontrar el mismo texto en la Red, pero en una traducción más moderna.

24. Por lo que Dios los entregó también a la suciedad, de modo que siguieron sus propios deseos y deshonraron entre sí sus propios cuerpos…

«Mucho más claro», pensó, y sacudió despacio la cabeza. También el versículo 27 quedaba más claro en un lenguaje más moderno:

Del mismo modo, los hombres dejaron de tener convivencia natural con las mujeres y se encendieron de deseo unos por otros, fornicaron con hombres y hubieron de recibir castigo por su aberración.

Inger Johanne se consideraba a sí misma agnóstica. Algo que para ella sonaba mejor que indiferente. De vez en cuando estaba obligada a relacionarse con personas creyentes en el trabajo y procuraba siempre hacerlo con el debido respeto. Aparte de un devaneo religioso en su adolescencia, la fe en Dios era simplemente algo que nunca le había interesado demasiado.

Hasta ahora.

Durante los últimos meses, había tenido que relacionarse con las religiones en sus formas más intensas. Los textos como los que acababa de leer no la asustaban en sí. Como investigadora y no creyente, los colocaba en un contexto histórico y le parecían interesantes por sí mismos. Como narraciones literales relevantes para las personas vivas en 2009, encontraba atroces las palabras de san Pablo.

Si Karen y el APLC estaban en lo cierto, y la interpretación del nombre de The 25'ers surgía realmente de estos textos, debía tratarse de una organización dirigida directa y exclusivamente contra los homosexuales y las lesbianas. Sin gilipolleces. Ni una congregación ni una feligresía.

Propiamente, un grupo de odio.

Si realmente sucedía que los cristianos ultraconservadores se habían unido a los radicales musulmanes para formar una organización, había razones para creer que el odio era más violento que cualquiera de las expresiones en cuyo análisis había estado ocupada los últimos meses.

Inger Johanne leyó la última línea otra vez.

… y hubieron de recibir castigo por su aberración.

Se le erizó la piel y tomó el mensaje impreso.

El número 19.

El nombre (posiblemente árabe) Rashad Khalifa.

Los dedos pulsaron el teclado.

Aparecía en Google 4400 veces.

—Hola, mamá. Quiero papilla.

Ragnhild cruzó la sala como una flecha, con los pies descalzos. Inger Johanne apenas alcanzó a dejar el ordenador sobre la mesa antes de que su hija se arrojase en sus brazos.

—Hoy no quiero ir al parvulario —rió la niña—. ¡Hoy tendremos juntas un día de ositos!

Inger Johanne alejó de sí a su hija con cuidado para poder mirarla a los ojos antes de decir:

—No, preciosa. Debes ir. Hoy es lunes.

—Día de ositos —insistió Ragnhild, adelantando el labio inferior.

—En otra ocasión, mi vida. Hoy mamá tiene que trabajar. Irás al parvulario. ¿Te has olvidado de que iréis a Solemskogen para hacer esquí? ¿Asar salchichas en un fuego y todo?

La cara mohína de la niña se deshizo en una gran sonrisa.

—¡Cierto! ¿Y cuántos días faltan para mi cumpleaños?

—Nueve días. Faltan sólo nueve días y cumplirás cinco años.

Ragnhild rió, contenta.

—Entonces tendré el mejor cumpleaños del mundo con crema encima.

—Y para que seas tan grande, haremos papilla de avena. Pero antes las dos nos daremos una ducha.

—Muy bien —contestó su hija, y saltó como un conejo camino del baño.

Inger Johanne sonrió ante aquel espectáculo. Había sido un delicioso fin de semana e iba a disfrutar de una hora de soledad compartida con su hija menor antes de comenzar en serio una nueva semana.

Si tan sólo pudiese sacarse de la cabeza a The 25'ers.

La última persona que abrió la puerta de acceso a la pequeña capilla del Crematorio del Este se llamaba Petter Just. Se quedó inmóvil un momento y se preguntó si estaba en el lugar correcto. Faltaban tres minutos para las doce, pero no podía haber habido más de veinte personas en el lugar. Petter Just, un compañero de clase de Niclas Winter que no había visto a su viejo amigo desde hacía muchos años, había creído que estaría lleno de gente. Había leído que a Niclas le había ido bastante bien. Sus obras las compraban museos y colecciones privadas. El periódico del barrio había publicado un año atrás un largo reportaje sobre el atelier de Niclas, y de allí él había sacado la idea de que el tipo estaba en camino hacia un gran debut internacional.

Un hombre mayor, delgado y con gafas, que indicaban que era casi ciego, le puso un pedazo de papel en la mano. Un retrato de Niclas adornaba la portada del folleto, con el nombre y las fechas de nacimiento y muerte escritos debajo en letra anticuada.

Petter Just tomó el pequeño fascículo y se sentó, callado, en el último banco.

Las campanas tañeron cuatro veces antes de silenciarse, y entonces comenzó el órgano.

La capilla era simple, casi árida. Baldosas en el suelo y paredes de estuco beis que en el último par de metros hacia el techo se convertían en angostas ventanas rectangulares. En lugar de un altar, la pared frontal estaba adornada con un fresco del que Just no entendió nada. Más que nada le recordaba a un anuncio del Partido del Centro, con árboles y trigales, granjeros y sembradíos, y un caballo que por encima de todo se parecía a un fjording noruego. «En todo caso, un animal así no anduvo jamás dando vueltas por Oriente Medio», pensó tratando de encontrar una posición cómoda en el duro banco tapizado con un género rojo lleno de manchas.

Realmente creía que Niclas se había hecho famoso. No famoso como para aparecer en el Se og Hør o en el VG, por supuesto, pero bien conocido en su campo. Un artista en serio, algo así. Cuando Petter decidió pasar por el entierro, fue más que nada porque alguna vez se había divertido mucho junto con el tipo. Quizá se habían divertido un poco demasiado durante un periodo, en uno y otro sentido, podría decirse. Niclas había sido muy loco en cuanto a drogas y esas cosas. No reparaba mucho en a quién se follaba, tampoco.

Petter Just se sonrojó ante aquel pensamiento.

En todo caso él ya no hacía esas cosas. Tenía una mujer, una linda mujer, y esperaban su primer hijo en julio. En rigor, él no había sido nunca como Niclas, pero cuando su madre mencionó al pasar que su viejo amigo había muerto y que el entierro sería ese mismo día, quiso por lo menos rendirle los últimos honores.

Casi nadie cantó.

Él ni se tomó el trabajo de mover los labios, como le parecía que hacían los dos hombres sentados tres bancos por delante del suyo, en diagonal con él. Por lo menos durante un rato.

Sólo había una mujer en el local y no parecía demasiado afligida. Tampoco se había preocupado por encontrar algo negro en el ropero. El vestido era suficientemente elegante, pero el rojo no era color para un entierro. Estaba sentada bien adelante y parecía aburrirse.

La música terminó. El pastor caminó hasta el atril situado directamente frente al pasillo central. Parecía más bien un taburete de bar agrandado que pudiera tumbarse en cualquier momento.

Los dos hombres que estaban delante de Petter comenzaron a cuchichear.

Al principio aquello le irritó. No estaba bien hablar así durante una homilía. Quizá no se llamaba «homilía», por otro lado, pero de todos modos era de mala educación no guardar silencio cuando el pastor hablaba.

—… hallaron más obras…, ni hijos ni parientes…

Petter Just podía escuchar trozos de la conversación. Sin realmente quererlo, aguzó su concentración en los dos hombres.

—… en el atelier…, ningún heredero…

El pastor indicó con un gesto que la concurrencia debía ponerse de pie. Los dos de delante estaban tan ocupados que no reaccionaron. Se callaron por un momento antes de retomar el cuchicheo.

—… muchas instalaciones menores…, dibujos…, una última obra maestra…, nadie sabía que…

Los cretinos estaban a punto de destruir toda la conmemoración. Petter Just se incorporó con brusquedad y se inclinó por encima del banco que tenía frente a sí.

—¡Cállense, coño! —siseó—. ¡Muestren un poco de respeto, joder!

Los dos hombres se volvieron hacia él, confundidos. Uno andaba por los cincuenta años y tenía el cabello ralo, gafas pequeñas y una barbita que junto con el bigote le encerraba la boca en un círculo. El otro era algo más joven.

—¡Disculpe! —dijo el mayor, y ambos sonrieron cuando se giraron nuevamente.

Les debió de dar un susto, porque no dijeron una palabra más durante el resto de la ceremonia, que, de todos modos, no duró mucho. No hubo nadie aparte del pastor que tomase la palabra. Distinto a cuando lo de Lasse, el tercero del terceto que causaba estragos en Godlia durante los ochenta, ya de jovencito; murió en un accidente de tráfico hacía ya dos años. La ceremonia había tenido lugar en la capilla grande de al lado, y aun así no hubo lugar para todos los que quisieron acudir. Hubo ocho discursos y hasta una banda que tocó Imagine. Un mar de flores y lágrimas desmedidas.

Aquí no había nadie que llorase y había sólo una corona sobre el féretro.

El pensamiento provocó que le brotaran las lágrimas.

Tenía que haber retomado el contacto con Niclas. De no haber sido por los asuntos que prefería olvidar y que, de hecho, no eran nada para él, hubiese continuado la amistad con alegría.

De pronto no quiso estar ahí. Poco antes de que sonase la última nota de música, se puso de pie. Hizo a un lado al hombre mayor que veía mal y abrió con violencia la pesada puerta de madera.

Había comenzado a nevar otra vez.

Comenzó a correr, sin saber por qué corría tanto.

O de qué escapaba.

—De la una a la otra —dijo Sigmund Berli antes de sacarse los zapatos y apoyar los pies sobre la pequeña mesa entre las dos sillas del cuarto de hotel de Yngvar—, eso me pasa con las mujeres.

Yngvar se cogió la nariz, hizo una mueca y señaló varias veces en el aire con el índice hacia los pies de su colega.

—Te felicito… —dijo rápido, y casi ahogado por la risa detrás del puño cerrado—, pero tus calcetines huelen a momia y habas verdes. Sácalos de ahí. ¡Ponte de nuevo los zapatos!

Sigmund se inclinó lo más que pudo hacia sus pies. Olisqueó con energía y torció la nariz.

—No es para tanto —dijo plantando de nuevo los pies sobre la mesa—. La señora no se quejó, en todo caso. ¿Te ríes?

—¿Quién es ella? —preguntó Yngvar y se fue a la cama, lo más lejos posible de Sigmund Berli—. ¿Y cuánto tiempo lleva esto?

—Herdis —dijo Sigmund, animado—. Es… Herdis es… ¡Adivina! ¿Adivina qué tipo de trabajo tiene?

—Ni idea —dijo Yngvar, impaciente—. ¿En serio me vas a ofrecer algo de beber?

Sigmund extrajo del bolsillo interno una botella de plástico llena de whisky. Cogió uno de los vasos que Yngvar había encontrado en el baño y lo llenó generosamente antes de alcanzárselo a su amigo.

—Gracias.

Sigmund se sirvió.

—Herdis —repitió satisfecho, como si sólo nombrarla fuese una alegría en sí misma—. Herdis Vatne es profesora de astrofísica.

Prmfrr

Yngvar salpicó el whisky sobre la cama y sobre sí mismo.

—¿Qué has dicho? ¿Qué diablos has dicho?

Sigmund se enderezó y una expresión de abatimiento le cruzó los ojos.

—¿No creías que yo podía atraer a una científica, no? Tu error, Yngvar, es que eres siempre tan jodidamente prejuicioso. Defiendes a esos negros canallas a vida o muerte. Aunque estén sobrerrepresentados en casi cada una de las estadísticas criminales que tenemos, habrás de insistir siempre con lo difícil que es para ellos y…

—Déjalo ya —dijo Yngvar—. Y no utilices esa palabra.

—Eso también es un prejuicio, ¿sabes? ¡Siempre creer lo mejor de las personas solamente porque pertenecen a un grupo! Nunca crees lo mejor de nadie más que de ellos. Eres escéptico ante cualquier cretino blanco que arrestamos, pero en cuanto tiene la piel un poquito más oscura que la nuestra, entonces debes enfatizar cuán bueno probablemente es y cuánto…

—¡Para! ¡Lo digo en serio!

Yngvar se incorporó en la cama. Sigmund dudó, antes de agregar despacio:

—En todo caso, no crees que yo me haya agenciado una amante que trabaja en la universidad. Te parece cómico. A eso lo llamo yo ser auténticamente parcial. Y bastante insultante, para serte sincero.

—Perdona —dijo Yngvar—. Lo lamento, Sigmund. Por supuesto que me alegro. ¿Tienes…? —Señaló el móvil de Sigmund—. ¿Tienes una foto de la dama?

—¡Sí! ¡Claro!

Sigmund buscó la foto en el teléfono hasta encontrarla. Se la enseñó a Yngvar con una gran sonrisa.

—¡Una bella mujer, sí, señor! Bella e inteligente. Casi como Inger Johanne.

Yngvar agarró el teléfono y examinó el retrato. Una mujer rubia de unos cuarenta años lo miraba con una amplia sonrisa. Los dientes eran blancos y parejos, la nariz apuntaba con gracia hacia arriba. Debía de ser bastante delgada, dado que en la pequeña pantalla él podía ver que las arrugas de la sonrisa eran profundas y que un pliegue bajaba a cada lado de la barbilla desde las comisuras de la boca. Tenía ojos azules con una pizca de exceso de maquillaje.

Se veía como cualquier otra mujer noruega de cerca de cuarenta años.

—¡Mira tú! —murmuró devolviendo el teléfono.

—Yo había pensado contaros esto el sábado, antes de que Inger Johanne se fuese de pronto a dormir. Entonces quise esperar, porque ayer Herdis iba a conocer por primera vez a mis chicos. Bueno, no por primera vez, realmente, porque su hijo juega al hockey con Snorre. Son buenos amigos desde hace tiempo. Pero yo tenía que ver cómo sería…, encontrarse en privado. Todos. No puedo andar con una mujer a la que no le gusten mis hijos, ¿sabes? Y viceversa.

—¿Y fue todo bien?

—Sííí. No podía haber ido mejor. Fuimos al cine y luego a cenar a casa de Herdis. Tiene «el» apartamento. Grande, hermoso. En Frogner. Me siento casi perdido en esa zona de la ciudad. Pero es elegante, hay que admitirlo. —Chasqueó la lengua satisfecho con el whisky y se recostó en la silla—. El amor es algo bello —dijo solemne.

—Cierto.

Se quedaron sentados en silencio mientras bebían hasta la mitad de la agradable bebida. Echado en la cama con tres almohadas como apoyo blando para su cuello y su espalda, Yngvar sintió descender el cansancio. Cerró los ojos y se relajó hasta que el vaso estuvo a punto de caérsele.

—¿Qué piensas de nuestra dama?

—¿De quién? ¿Herdis?

—Idiota. De Eva Karin Lysgaard.

Yngvar no respondió. Ambos habían dedicado el día para sistematizar la cantidad enorme de documentos que formaban el caso. Habían pasado diecinueve días desde que habían asesinado a la obispo de una cuchillada, y a decir verdad la Policía de Bergen no había avanzado un paso hacia la solución. No es que se le pudiera reprochar nada por ello, pensaba Yngvar; él estaba tan en blanco como ellos. El trabajo en colaboración había funcionado sin problemas hasta el momento. Al principio, Yngvar tuvo responsabilidad por las declaraciones de los testigos más importantes, mientras que Sigmund funcionaba como enlace entre Kripos y el distrito policial de Hordaland. Era una función que cumplía brillantemente. Era difícil encontrar una persona con capacidades múltiples que fuese más jovial que Sigmund Berli, y casi no existían atisbos de conflictos que él no pudiese solucionar antes de que se tornaran serios. Durante la última semana, ambos habían asumido una especie de responsabilidad de comprobación. La Policía de Bergen hacía toda la investigación y coordinación. Operaban de manera totalmente independiente, pero Sigmund e Yngvar intentaban continuamente echar una mirada suplementaria a toda la información que llegaba.

—Creo que cometimos un error —dijo de pronto Yngvar—. Un error opuesto al que cometemos un poco demasiado a menudo.

—¿A qué te refieres?

—Nos hemos «expandido» demasiado.

—¡Regla número uno, Yngvar! ¡Mantén abiertas todas las posibilidades!

—Lo sé —dijo Yngvar haciendo una mueca—. Pero escucha esto…

Cogió un bloc de notas y una pluma de la mesita de noche.

—Por lo que respecta a la teoría de uno o varios locos, incluso una de esas bombas latentes de las que todo el mundo habla tanto…

—Buscadores de asilo —añadió Sigmund, y estaba a punto de empezar a hablar del tema cuando una mirada asesina de Yngvar hizo que levantase la palma en un gesto conciliador.

—En ese caso ya lo hubiéramos encontrado hace tiempo —dijo Yngvar—. Este tipo de asesinato es típico de las personas con brotes psicóticos que, por lo general, se alejan corriendo por la calle después de cometer el crimen, cubiertos de sangre y acosados por sus demonios interiores hasta que simplemente los encontramos unas horas después. Ahora han pasado casi tres semanas sin que hayamos visto el hocico de un solo maniático. Nadie se ha escapado de las instituciones psiquiátricas; no se encontró nada sospechoso en los alojamientos de buscadores de asilo, está totalmente… —golpeó el bloc con la pluma— descartado que busquemos a un asesino de esas características.

—La Policía de Bergen piensa exactamente lo mismo.

—Sí. Pero todavía mantienen abierta la puerta.

Sigmund asintió.

—Deberían cerrarla —dijo Yngvar—. Junto con un montón de otras puertas que sólo crean tensión y caos con todas sus posibilidades. Esas cartas de odio, por ejemplo, ¿alguna vez se te ha ocurrido que uno puede encontrar un asesino entre todos los que las mandaron?

—Bueno —dijo Sigmund dudando—. En el caso de Anna Lindh, por lo menos, había un asesino que estaba insatisfecho con…

—A la ministro de Asuntos Exteriores sueca la asesinó un loco de remate —lo interrumpió Yngvar—. Sin cordura, desde un punto de vista jurídico, a todos los fines prácticos. Un misfit con antecedentes psiquiátricos que encontró de pronto un objeto para su odio. Lo arrestaron catorce días después, y había tantas pistas que lo señalaban que…

—Que tú y yo lo hubiésemos atrapado en menos de veinticuatro horas —sonrió Sigmund.

Yngvar le devolvió la sonrisa.

—Han sido realmente desafortunados, estos suecos, en algunos casos muy, muy importantes…

Otra vez se quedaron callados. Del cuarto vecino se oía el ruido de agua de una ducha fuerte y de un inodoro que se vaciaba.

—Yo creo que también ese montón de cartas es una pista ciega —dijo Yngvar—. Igual que esa pista del aborto a la que los periódicos le dan bombo. Son los antiabortistas los que pueden llegar a matar por su causa. Por lo menos en los Estados Unidos. No los que apoyan la libertad de elegir el aborto. Eso sería muy rebuscado.

—Pero ¿qué crees tú, entonces? ¡Enseguida habrás nombrado todas las posibilidades que tenemos! ¿En qué coño estás pensando?

—¿Adónde iba? —preguntó Yngvar mirando al vacío—. Tenemos que averiguar hacia dónde se dirigía cuando la mataron.

Sigmund vació el vaso y se quedó mirándolo durante un momento hasta que abrió con decisión la petaca de Famous Grouse y se sirvió más.

—Con cuidado —dijo Yngvar—. Tenemos que levantarnos temprano.

Sigmund no hizo caso de la advertencia.

—El problema es, por supuesto, que no podemos preguntarle a ella —dijo—. Y el viudo se niega, todavía, rotundamente, a decir nada acerca de cuál era el objetivo del paseo. Nuestros colegas aquí en la ciudad le dijeron que tiene el deber de explicarlo y hasta lo amenazaron con un interrogatorio legal. Pero las consecuencias de eso…

—No arrastrarán jamás a Erik Lysgaard hasta la corte. No tendría sentido. Ha sufrido y sufre lo suficiente. Debemos encontrar otra cosa.

—¿Qué?

Yngvar vació su vaso y sacudió la cabeza cuando Sigmund tomó la botella para llenarlo de nuevo.

—Campaña de puerta a puerta —dijo brevemente.

—¿Dónde? ¿En todo Bergen?

—No. Debemos…

Abrió el cajón de la mesita de noche y extrajo un mapa de la ciudad.

—Tenemos que crear un campo de tiro más o menos así —dijo dibujando un círculo con el índice mientras le mostraba el mapa a su colega.

—Es la jodida mitad de Bergen —dijo Sigmund, desanimado.

—No. Es el lado este del centro. La parte noreste.

Sigmund agarró el mapa.

—¿Sabes?, Yngvar, ésta es la proposición más ridícula que se te haya ocurrido jamás. Se ha dicho con la mayor claridad posible en los medios que existe gran incertidumbre sobre por qué la obispo estaba caminando por la calle durante la noche de Navidad. Si hubiese alguien allí afuera que supiese que iba camino de él o de ella, ya hubiera tomado contacto hace mucho. Eso en el caso de que no tengan nada que esconder, y entonces no se gana nada con ninguna maldita campaña de puerta a puerta, en todo caso.

Arrojó el mapa sobre la cama y bebió un largo trago del vaso.

—Además —agregó—, puede ser que simplemente haya salido a pasear. Y entonces estamos exactamente en el mismo lugar.

Los ojos de Yngvar adquirieron una vez más esa mirada vidriosa que Sigmund conocía tan bien.

—¿Tienes otras buenas ideas? —preguntó, saboreando el whisky en los labios—. ¿Ideas que yo pueda torpedear aquí y ahora?

—La foto —dijo Yngvar con decisión antes de echar una mirada al reloj.

—La foto. Ajá. ¿Qué foto?

—Son las once y media. Tengo que dormir.

—Pero ¿de qué hablas?

Sigmund no dio señales de querer irse a su propia habitación. Por el contrario, se acomodó mejor en la silla y trasladó los pies hasta el borde de la cama.

—La que desapareció —dijo Yngvar—. Ya te conté algo de la fotografía que estaba en el «cuarto de servicio»… —Dibujó las comillas en el aire—. Ahí donde Eva Karin solía ir, según dicen, cuando no lograba dormir. La primera vez que entré, había cuatro retratos; y tres cuando regresé dos días más tarde. Lo único que puedo recordar es que se trataba de un retrato.

—Pero seguramente Erik Lysgaard no…

—Definitivamente, tenemos que olvidarnos de Erik. Es un lost case. Durante demasiado tiempo creí que él era la clave para saber más sobre la caminata misteriosa. Pero el tipo está totalmente cerrado. Lukas, por otro lado…

—Tampoco parece tener muchas ganas de colaborar, si me preguntas.

—Te doy la razón en eso. Y entonces debemos preguntarnos por qué un hombre que sufre abiertamente, y que con tanto placer vería cómo se aclara el asesinato de su madre, es tan hostil con la Policía. Ese tipo de cosas tienen, como regla, solamente una explicación.

Miró a Sigmund con las cejas levantadas, como invitándolo a seguir el razonamiento.

—Secretos de familia —dijo Sigmund con voz dramática.

—Bingo. Generalmente no tienen nada que ver con el caso, pero en esta ocasión no tenemos razones para suponer nada. Mi impresión es que Lukas no está del todo… —la pausa se alargó. Sigmund esperó con paciencia, el vaso no estaba todavía vacío—, del todo seguro acerca de su padre —terminó finalmente Yngvar.

—¿Qué quieres decir?

—Obviamente se quieren. Son muy parecidos, físicamente y en su forma de ser, y no veo ninguna razón para pensar que existe algo problemático en la relación entre padre e hijo. De alguna manera hay, sin embargo, algo entre ellos que no se pronuncia. Algo nuevo. Uno lo nota enseguida cuando está en la misma habitación con los dos. No es para nada una enemistad, sino una especie de… —otra vez tuvo que buscar la expresión correcta— falta de confianza.

—¿Sospechan el uno del otro?

—No lo creo. Pero algo va mal entre ellos, un tipo de desconfianza profunda que… —De nuevo, y casi como un reflejo, miró el reloj—. Lo digo en serio, Sigmund. Tengo que dormir. Te vas.

—Aguafiestas —murmuró su colega recogiendo las piernas.

Su habitación quedaba dos cuartos más allá y no se tomó el trabajo de ponerse los zapatos. Los agarró del talón con dos dedos de la mano derecha y cogió la botella de whisky con la otra.

—¿A qué hora nos encontramos para desayunar?

—Yo desayuno a las siete. Luego iré a Os. Espero pillar a Lukas antes de que se vaya al trabajo. Ahí es donde reside nuestra esperanza: en que Lukas, una vez que todo se ha dicho, nos quiera ayudar.

Bostezó con lentitud y se llevó despacio dos dedos a la frente. Sigmund se volvió en la puerta.

—Yo dormiré un poco más —dijo—. Iré directamente a la Central de Policía a eso de las nueve. Diré que tú te has ido otra vez a hablar con Lukas. La gente de Bergen piensa que está bien que te muevas de manera independiente. ¡Jamás hubiese funcionado así en casa!

—Excelente. Buenas noches.

Su amigo murmuró algo inaudible antes de que la puerta se cerrase tras él con un ruido apagado.

Mientras Yngvar se desvestía y se preparaba para la noche, recordó que se había olvidado de llamar a Inger Johanne. Maldijo en voz baja y comprobó su reloj de pulsera, a pesar de que hacía sólo dos minutos que había constatado que eran seis minutos después de las doce.

Era demasiado tarde para llamar, y se acostó.

Pero no logró dormirse.

Fue el número 19 lo que mantuvo despierta a Inger Johanne. Había pasado toda la noche leyendo acerca de Rashad Khalifa y su teoría sobre el origen divino del Corán. Sin importar lo que tratase de pensar para encontrar el sueño, el maldito número 19 se le aparecía otra vez más para despertarla totalmente.

Al cabo de una hora se rindió. Podía hallar algo insustancial en la televisión. Una serie policial o un drama ligero que le devolviese el sueño. Ya era la una pasada, pero TV3 también solía emitir alguna basura a esta hora.

Sobre el sofá reinaba un caos absoluto.

Papeles por todos lados, y todos eran impresos de artículos de la Red.

Inger Johanne amenazaba a sus propios estudiantes con el degüello u otra muerte terrible y súbita si alguna vez utilizaban Wikipedia como fuente para un trabajo científico. Por su lado, ella utilizaba la Red a menudo. La diferencia entre ella y los estudiantes, pensaba para sí, era que ella sabía ser crítica. Esta noche había sido complicada. La historia de Rashad Khalifa era una lectura fascinante, y todos los enlaces la habían hecho adentrarse cada vez más en el extraño relato.

Era demasiado fascinante.

Fue en silencio hasta la cocina y decidió seguir el viejo consejo casero de su madre. Leche en un cazo, dos cucharadas grandes de miel. Poco antes de que todo comenzase a hervir, echó dentro unas gotas de coñac. De niña, ella no había tenido idea sobre la posibilidad de añadir este último ingrediente. Como adulto, había confrontado a su madre con la total falta de responsabilidad que suponía dar alcohol a una criatura para hacerla dormir. Su madre le restó importancia a todo el asunto señalando que el alcohol se evapora y que, de todos modos, el alcohol era algo que cabía tener en cuenta como medicina. En todo caso, ante circunstancias similares. Por otro lado recibían la mezcla láctea muy de vez en cuando, agregó cuando Inger Johanne siguió sin parecer convencida.

Se rió y sacudió la cabeza al pensarlo.

Lo sirvió en un tazón grande.

Estaba demasiado caliente como para tomarlo.

Lo dejó sobre la mesa de la sala e hizo lugar en el sofá. Encendió el televisor y recorrió los canales hasta encontrar TV3. Era difícil entender de qué iba la película. Las escenas eran oscuras y mostraban árboles que caían durante una terrible tormenta. Cuando un vampiro surgió de pronto en uno de los troncos, ella apagó el aparato.

Sin realmente quererlo, tomó una pila de hojas que reposaba al lado del tazón de leche. A pesar de que era una idiotez en relación con el día que le esperaba mañana, se acomodó mejor para leer más acerca de Rashad Khalifa y sus extrañas teorías sobre el número 19.

El egipcio había llegado a los Estados Unidos en su juventud y allí se había formado como bioquímico. Una vez que encontró insuficiente la traducción inglesa del Corán, lo tradujo nuevamente de su propia mano. A mitad del trabajo, a fines de los años sesenta, se le ocurrió la idea de que el libro sagrado precisaba un análisis. Puramente matemático. La idea había sido comprobar que el Corán era un texto divino. Algunos años y mucho trabajo después, apareció con su teoría sobre el número 19 como una especie de combinación divina y directa hacia la palabra de Alá.

Inger Johanne no tenía ningún antecedente para seguir los enormes saltos de pensamiento de aquel extraño musulmán. Por algunos momentos parecían matemáticas relativamente avanzadas, pero en otros lugares hacía observaciones totalmente banales, como resaltar que el primer verso del Corán, Basmalah, se menciona 114 veces, un número divisible por 19. En ciertos lugares era más textual en su aproximación, como cuando decía que el sura 74:30 dice: «Allí se encuentran diecinueve».

Bebió con cuidado de la leche caliente. La teoría de su madre no era válida: el alcohol le quemó la lengua y le picó la nariz.

Encontró nuevamente información acerca de que Rashad Khalifa hacía innumerables cálculos. El más absurdo era sumar todos los números que se mencionan en el Corán y demostrar que también esa suma es un múltiplo de 19. Al principio ella no entendió para nada dónde estaba lo espectacular de eso, pero una vez que comprendió que 19 era un número primo y, por lo tanto, solamente divisible por sí mismo y por la unidad, se le hizo más fácil admitirlo.

—Pero existen infinitos números primos —murmuró para sí.

Hacía frío en la sala.

Habían instalado interruptores cronométricos en todos los radiadores en un intento de ahorrar dinero y preservar el ambiente. Mientras que Yngvar incrementaba constantemente la gradación para mantener el calor durante la noche, ella la reducía para hacer que el sistema funcionase de acuerdo con su propósito. Ahora se arrepintió. Por un momento consideró encender el horno, pero, en cambio, fue hasta el dormitorio y buscó la colcha.

La leche había comenzado a enfriarse. Bebió un trago largo antes de dejar la taza y comenzar a leer nuevamente.

Al principio, el mundo musulmán estaba encantado con el hallazgo de aquel excéntrico. Su trabajo fue tomado seriamente. Musulmanes de todo el mundo abrazaron la idea de la prueba matemática de la existencia de Alá. Hasta el conocido escéptico Martin Gardner, en uno de sus artículos en Scientific American, alabó el hallazgo matemático de Khalifa como asombroso e interesante.

A partir de allí, comenzó a irle peor al egipcio americano Rashad Khalifa.

Se incluyó en el Corán.

No fue suficiente que se creyese un profeta al mismo nivel que el Profeta; fundó una nueva religión. Conforme a los sumisos, todas las otras religiones, incluido el corrupto islam, debían, simplemente, perecer, ahora que el profeta anunciado tanto en el Corán como en la Biblia había llegado, y el islam podía resucitar de manera pura y auténtica.

Se Je cerraban los ojos. Inger Johanne dejó los papeles.

Quizá podía dormir en el sofá.

No quería pensar más en Rashad Khalifa.

«No es extraño que de todas maneras encuentre seguidores», pensó intentando acomodarse al pensamiento. Muchos musulmanes modernos daban la bienvenida a su ataque al sacerdocio musulmán. Por otro lado, el misticismo de los números sería siempre tentador para todos aquéllos con disposición al fanatismo; extremistas de todas las formas y modos. Las teorías de Khalifa se mantendrían, a pesar de que el hombre fue asesinado en 1990. El asesino fue un musulmán fanático que siguió una fatua, declarada en la misma reunión en que se lanzara una en contra de Salman Rushdie.

—¡Por Dios! —murmuró tratando de cerrar los ojos—. ¡Las religiones!

Detrás de sus párpados bailaban números 19.

Eran las dos y diez de la madrugada.

El día siguiente sería terrible si no lograba dormirse pronto. Se irguió con brusquedad, y con la colcha bajo el brazo fue hasta el baño y buscó una pastilla para dormir. Normalmente le bastaba con pensar que existían. Ahora se tomó una y medía; se las tragó con agua corriente del grifo.

Quince minutos más tarde dormía pesadamente en su cama, sin soñar en nada.

Lukas Lysgaard esperó a que todos estuvieran durmiendo. Una vez más dejó un mensaje para Astrid, en el que le decía que estaba preocupado por su padre y que quería verificar que todo estuviese en orden, pero que regresaría más tarde durante la noche. Había dejado el coche en la calle de forma que el motor de la puerta del garaje no despertase a nadie.

El paseo le sentó bien. Mientras que su madre había sido siempre una amante de la luz, Lukas era un hombre que disfrutaba con las noches. De niño, siempre se había sentido seguro en la oscuridad. La noche era su amiga y lo había sido siempre desde que era pequeño y vivía en la casa grande en Nubbebakken. Desde que tenía seis o siete años, a menudo se despertaba y se fascinaba con las sombras que bailaban sobre la pared del dormitorio. El roble grande que arañaba el vidrio de la ventana quedaba iluminado desde atrás por la luz solitaria y amarilla de un farol de la calle y trazaba las figuras más bellas sobre su cama. Así, cuando no lograba dormir, se escabullía de puntillas del dormitorio y subía la empinada escalera del altillo. En la penumbra, entre baúles de viaje y muebles viejos, ropas apolilladas y juguetes que eran tan antiguos que nadie sabía bien a quién habían pertenecido originariamente, podía sentarse durante horas y perderse en ensoñaciones.

Lukas Lysgaard condujo desde Os hacia un Bergen transido de sueño a través de la húmeda oscuridad invernal. Había tomado una decisión.

Cuando recordaba su propia infancia, pensaba que tenía poco de qué quejarse.

Era un hijo amado y lo sabía. La fe religiosa de sus padres le había hecho bien cuando era pequeño. Adoptó el Dios que ellos tenían, tan fácilmente como todos los niños hacen suyos los ideales de sus padres hasta que crecen y pueden rebelarse. Su insurrección había sido silenciosa. Al principio vio al Señor como una figura paternal sólida, misericordiosa, vigilante y omnipresente, pero a los doce años comenzó a dudar.

Y en la casa de Nubbebakken no había lugar para la duda.

La fe religiosa de su madre había sido absoluta. Su dulzura frente a otras personas independientemente de su credo o sus convicciones, así como su generosidad y su especial indulgencia hacia los pecadores débiles, se cimentaban en su certidumbre del Salvador como Hijo de Dios. Cuando Lukas entró en su adolescencia, descubrió que, en realidad, su madre no era creyente. Ella sabía. Eva Karin Lysgaard estaba segura, y él nunca se animó a confrontarla con su propia incertidumbre. Dios dejó de escuchar sus plegarias. La cristiandad se le hizo cada vez más cerrada y él comenzó a buscar en otros lados la respuesta a los misterios de la vida.

Después del servicio militar, comenzó a estudiar Física y abandonó la religión. Todavía sin decir nada. Se había casado por la Iglesia, por supuesto. Todos los niños estaban bautizados. Ahora se alegraba de eso; su madre había estado tan contenía cada vez que sostenía a un nieto frente a la congregación después de haberle dado ella misma los sacramentos del bautismo.

Cuando se acercaba a la casa de su padre, pensó que algo en su hogar había sido siempre distinto.

Cuando era un chiquillo no lo había notado. Tras la muerte de su madre trató de recordar cuándo había aparecido esta sensación velada de que su madre escondía algo. Quizás había llegado gradualmente, en paralelo con su propia fe declinante. Pese a que ella había sido una madre atenta, siempre en lo psíquico y a menudo en lo físico, a medida que él crecía le quedó cada vez más claro que la compartía con alguien. Era como una sombra sobre la casa. Algo que faltaba.

Él tenía una hermana. No podía ser otra cosa.

Era difícil comprender por qué o de qué manera, pero de algún modo debía de tener algo que ver con la redención de su madre a los dieciséis años. Quizá se había quedado embarazada. Tal vez Jesús le había hablado cuando quiso abortar. Eso podía aclarar esa área en donde era intransigente y en ocasiones casi fanática: no le estaba dado a las personas poner fin a una vida creada por Dios.

Calculó que su madre tenía dieciséis años en 1962.

No debía de ser fácil estar embarazada siendo soltera en 1962, especialmente para una jovencita.

La mujer del retrato se le parecía mucho; él lo recordaba, pese a que las pocas veces que prestó atención especial a la foto había sentido rechazo, casi aversión, contra aquella mujer sin nombre de dientes bellos y un poquito torcidos.

Lukas hallaría el retrato. Entonces encontraría a su hermana.

Aparcó el coche en Nubbebakken, algo alejado de la casa de su padre.

Ahora estaba de pie frente a la puerta y trataba de no hacer ruido con el llavero.

Una vez dentro se quedó quieto y escuchó.

La casa de sus padres no había estado nunca en completo silencio. Las maderas crujían, las bisagras chillaban. Las ramas golpeaban contra los vidrios por efecto del viento. El reloj de pie hacía normalmente tanto ruido que uno podía oírlo en gran parte del primer piso. Las cañerías suspiraban con intervalos desparejos; la casa de la infancia de Lukas había sido siempre una casa viva. Los suelos eran viejos y él todavía recordaba donde tenía que pisar para no despertar a nadie.

Ahora todo estaba muerto.

No había viento fuera, y a pesar de que pisó una tabla del suelo que normalmente cedía bajo su peso, sólo pudo oír su propio pulso golpeándole los tímpanos.

Caminó hacia la escalera angosta y contuvo el aliento hasta llegar al segundo piso. La puerta del dormitorio de su padre estaba entornada. La respiración acompasada y larga le indicó que dormía pesadamente. Con cuidado, Lukas se dirigió hacia la puerta de la escalera del altillo. La vieja llave de hierro forjado estaba allí, como siempre, y él levantó el picaporte tirando hacia sí mientras la giraba, como sabía que debía hacer. El ruido del cerrojo al abrirse le hizo contener nuevamente la respiración.

Su padre seguía dormido.

Abrió la puerta con lentitud infinita.

Al final pudo colarse dentro.

En cada paso apoyaba los pies tan cerca de la pared como podía, tal como había aprendido ya cuando tenía seis años. Subió en silencio al cuarto enorme y polvoriento. Extrajo una linterna de su cinturón y comenzó a buscar.

Fue un reencuentro con su niñez.

En las cajas que estaban amontonadas al lado de la pequeña ventana redonda en el aguilón, había ropas y zapatos que él había usado de pequeño. Al lado había más cajas con más ropas; su madre no se había desprendido de nada. Trató de recordar cuándo era la última vez que había visitado el altillo y concluyó que no lo había hecho desde la primera vez que se mudó de la casa, cuando tenía doce años, cuando durante dos meses se había dormido llorando por haber tenido que dejar Bergen.

De todos modos, todo le parecía extrañamente conocido.

El olor del altillo era aún el mismo. Polvo, polillas y metal empalagoso se mezclaban con betún para zapatos e indefinibles aromas.

Se alejó repentinamente de las cajas cercanas a la ventana y caminó silenciosamente hacia la escalera. Dejó que la luz de la linterna iluminase el suelo, allí donde los escalones terminaban.

Podía ver con claridad sus propias huellas en la gruesa capa de polvo. Además vio otra huella sin forma, como la de una pantufla. Podía observar varias, si miraba bien, e iban en ambos sentidos. Alguien había estado allí no hacía mucho tiempo.

Lukas esbozó una sonrisa. Su padre siempre creyó que el altillo era un lugar seguro. Cuando era niño, cada Nochebuena, Lukas debía mostrarse sorprendido ante los regalos que recibía. Su padre los escondía allí arriba hasta que la noche esperada llegaba por fin; el hombre ni se imaginaba que Lukas se había convertido en un mago en abrir regalos y en envolverlos nuevamente sin que nadie notase la diferencia.

Irguió la espalda y miró a su alrededor.

El altillo era enorme, cubría casi toda la superficie de la casa. Cien metros cuadrados, si no recordaba mal. El desánimo lo inundó ante el pensamiento del tiempo que le llevaría buscar entre los trastos, los cachivaches y los recuerdos hasta dar con algo tan pequeño como un retrato.

El cono de luz bailó nuevamente sobre las huellas cercanas a la escalera.

Marcas de pantuflas, casi invisibles, iban en sentido inverso al que Lukas había seguido. Hacia el lado oeste del altillo, allí donde la pequeña ventana había sido tapiada. Las siguió con cuidado.

Un ruido proveniente de abajo hizo que se quedara rígido.

Pisadas claras. Se detuvieron.

Lukas contuvo la respiración.

Su padre se había despertado. Era como si pudiese escuchar su respiración, pese a que debía haber más de quince metros entre ellos. Se oía como si su padre estuviese al lado de la puerta del altillo.

—¡Coño! —dijeron los labios de Lukas sin emitir un ruido.

No había cerrado la puerta del todo, temeroso de que hiciera ruido cuando bajase más tarde. Probablemente su padre iba al baño. Por supuesto se habría percatado de que la puerta del altillo estaba abierta.

De vez en cuando, cuando habían olvidado cerrarla con llave, la puerta podía abrirse por sí sola. Lukas cerró los ojos y rogó a Dios por primera vez desde hacía mucho tiempo.

«Deja que papá crea que se abrió sola».

Esta vez su ruego fue escuchado.

Oyó el murmullo bajo de su padre antes de que cerrase la puerta.

Y girase la llave.

Así pues, Dios no había escuchado el ruego de Lukas del todo. Ahora estaba encerrado, y sólo los dioses sabían cómo se las iba a apañar. Una corriente de juramentos silenciosos salió de su boca antes de que se le ocurriera que podía utilizar la ventana del altillo. Ya con seis años había trepado por primera vez a través de la pequeña ventana en el techo, que estaba justo al lado de la chimenea, había descendido la escalera de deshollinar y había recorrido el canalón de desagüe hasta el gran roble, junto a su propio cuarto.

Llegar al suelo desde allí era asunto fácil.

Primero debía hallar el retrato de su hermana.

Esperó diez minutos para asegurarse de que su padre estaba durmiendo.

Entonces se deslizó en silencio.

Todo fue tan fácil que realmente no podía creerlo. Bajo una caja de plátanos llena de periódicos viejos, sobre una vieja banqueta que le pareció recordar de los tiempos en Stavanger, estaba la fotografía. El marco brilló cuando la luz cayó sobre él. Entonces se percató de que era de plata. El metal se había oxidado con los años, pero el peso y el matiz del metal cincelado lo convencieron.

Se sobresaltó cuando dejó descansar la luz sobre el rostro sonriente.

La mujer rondaba los veinte años, si bien era difícil de precisar. Lo único que uno podía ver de sus ropas era una blusa con un pequeño cuello con algo que quizá fuesen flores bordadas en cada punta, blanco sobre blanco. Encima llevaba una chaqueta más oscura, ligera y tejida, parecía. De un solo color.

«No precisamente moderna», pensó.

Extrajo con presteza la foto del marco. Quería buscar el nombre del fotógrafo u otra anotación que le permitiese avanzar en la búsqueda de aquella hermana que durante tanto tiempo había pensado que quizá tenía, y a la que no renunciaría a encontrar.

Nada.

La foto era totalmente anónima. Dejó el marco y camino hasta un viejo sillón que estaba contra la pared sur. Se sentó y colocó la linterna sobre el hombro de manera que iluminase directamente a la fotografía.

Si su madre se había quedado embarazada en 1962, aquella mujer debía de tener ahora cuarenta y seis, quizá cuarenta y siete; nunca había sabido en qué época del año su madre había tenido la pretendida revelación.

La foto tenía que haber sido tomada por lo menos veinticinco años atrás.

1984.

Cuando él tenía cinco años. Sabía muy poco de la moda en esa época. No mucho, aparte de que la hermana mayor de su mejor amigo llevaba suéteres de mohair en colores pastel que se metía por dentro del pantalón, además de una fabulosa permanente en el cabello.

Acarició el rostro de la mujer con la punta de los dedos.

No tenía rizos falsos; a pesar de que era difícil adivinar colores en una fotografía en blanco y negro, hubiese apostado a que la chaqueta era roja.

Lukas jamás había echado de menos no tener hermanos. Creció con la sensación de que era único; el único hijo con que sus padres habían sido bendecidos. Tenía facilidad para hacer amigos, y la casa había estado siempre abierta para ellos. Sus compañeros lo habían envidiado; Lukas tenía toda la atención de sus padres y generalmente recibía lo más reciente de las novedades antes de que los otros padres pudiesen siquiera considerar si tenían o no el dinero suficiente como para comprarlas.

Sentía que la mujer del retrato le hablaba.

Había algo entre ellos: un amor común.

Metió bruscamente el retrato dentro de su camisa, apretándolo contra la cintura del pantalón. Dejó el marco allí donde encontró la foto y fue hacia la ventana, con la esperanza de que todavía fuese posible abrirla, después de tantos años.

No tuvo problemas.

El aire frío y húmedo lo golpeó, por lo que cerró los ojos por un momento. Cuando los abrió de nuevo, empezó a preguntarse si le sería posible todavía escurrir su cuerpo a través de la estrecha abertura. Miró en torno a sí buscando algo sobre lo que detenerse, y su mirada cayó enseguida sobre una pequeña banqueta-escalera que recordaba a la de la cocina en Stavanger. La separó con cuidado de la pared, la desplegó y la puso directamente bajo la ventana. Le pareció que podría pasar los hombros a través del ventanuco. Una vez que el torso hubiese pasado, el resto no sería problema.

Pero había otros desafíos.

Comprendió enseguida que sería una locura tratar de atravesar el techo y el roble grande en la oscuridad. Tan sólo la luz débil del farol solitario hacía posible ver algo. No era suficiente. Como necesitaba las dos manos para cruzar el techo y llegar hasta el árbol, la linterna le sería de poca ayuda. La podía asegurar al cinturón, por supuesto, pero allí no le sería tan útil.

Lukas Lysgaard era padre de tres hijos; tenía veintinueve años, ya no era un muchachito sin miedo ni sensatez. Retrajo el cuerpo nuevamente con cuidado y logró volver al altillo sin hacer demasiado ruido.

Se sentó otra vez en el sillón. Extrajo su móvil y tecleó un mensaje para Astrid.

«Dormiré en casa de papá. Llamaré mañana. Lukas».

Luego colocó el aparato en modo silencioso.

Esperaría a que se hiciese de día, a pesar de que la luz diurna llegaba tarde en esta época del año. Extrajo nuevamente el retrato de la que ya sabía que era su hermana y lo examinó largamente bajo la luz blanco-azulada de la Maglite.

Quizá tenía sobrinos y sobrinas.

En todo caso tenía una hermana.

El solo pensamiento lo mareaba, y sintió enseguida cómo el cansancio crecía dentro de él. Sentía los miembros pesados, plúmbeos, y ya no lograba mantener el retrato derecho. Lo volvió a guardar dentro de la camisa, apagó la linterna y se recostó en el confortable sillón.

Cuando comenzó la hora de los lobos, dormía.