—Antes que nada he de mostrarte esto —dijo Kjetil Berggren, y colocó cuatro objetos frente a ella, sobre un trozo de tela blanca—. Tómate el tiempo que necesites.
La voz era baja y casi rebosaba de empatía, como si ya estuviesen en el velatorio de Marianne. Si hubiese sido el caso, ninguno de ellos hubiera estado vestido apropiadamente. Ya era sábado 10 de enero, y el gastado anorak de Kjetil Berggren colgaba de un gancho en la puerta. Cuando rodeó la mesa para sentarse otra vez, hubo de subirse uno de los calcetines altos.
—Me esperaban un maillot y botas de patinar —dijo Synnøve.
El policía no respondió.
—Ahora me siento mejor —dijo ella sin inflexión—. Tranquilízate.
Había dormido por primera vez después dos semanas. Dormido en serio. En cuanto Berggren y la pastora accedieron a dejarla en paz la noche anterior, les dio de comer a los perros y se zambulló en la cama. Se despertó catorce horas después. Estuvo recostada unos segundos sin saber bien cómo estaba o lo que sentía. Una vez que la evidencia de la muerte de Marianne la golpeó nuevamente, empezó a llorar otra vez. Esto era de todos modos diferente. Ya no había por qué angustiarse. Marianne estaba muerta y la búsqueda había terminado. En algún momento aquella pena se convertiría en algo con lo que vivir. Ahora lo entendía, al cabo de catorce días en un infierno. Lo que fue una inmovilidad dolorosa se había vuelto movimiento. Hacia algo. Y una vez que llegara allí todo estaría mejor.
Por la mañana se percató, en realidad, de cuánta tensión había acumulado en aquellas dos semanas. La espalda le dolía y le costaba mover la cabeza de uno a otro lado. Cuando trató de comer un poco de cereales a modo de desayuno tardío, sintió la mandíbula casi paralizada. Al final se rindió y tomó un baño con agua muy caliente. Reposó en la tina hasta que el agua se entibió y la piel de la punta de los dedos estaba por caérsele.
Synnøve Hessel había estado dando vueltas por la casa silenciosa. Había dejado entrar a Kaja por primera vez, para tener consuelo y compañía. Marianne había puesto como condición para quedarse con los perros polares el que estuviesen siempre fuera de la casa. Kaja dudó ante la puerta abierta hasta que al final se dejó encerrar y trepó al sofá. Ahí se habían lamentado juntas, Synnøve y la perra, hasta que Kjetil Berggren llegó a buscarla, tal como habían acordado, a las tres.
Ahora estaba sentada en la misma salita de la última vez. Un agente de Oslo estaba allí cuando ella llegó, pero no quería hablar con otro que no fuera Kjetil. No todavía.
—Entiendo que esto se ha vuelto demasiado para ti, Synnøve, y yo…
—Kjetil —lo interrumpió ella—. Esto lo digo con toda seriedad. Si te pudieras imaginar cómo lo he pasado desde que Marianne desapareció, comprenderías que es mucho más fácil…
Se calló y cerró los ojos.
—Dejemos esto bien claro, ¿vale?
—¿Te has tratado las heridas de la cara? —preguntó él.
—Son superficiales.
Pareció como que Kjetil Berggren fuera a protestar. En cambio, indicó con la cabeza el pequeño mantel sobre la mesa que los separaba.
—¿Puedo tomarlos? —preguntó ella.
—No. Lo siento.
La alianza de oro blanco era un poco más grande que la suya propia. El diamante engarzado era completamente opaco, y quizá no hubiese sido visible si ella no hubiese sabido que estaba allí. Fue Marianne la que quiso diamantes. Por su parte, Synnøve había querido una simple alianza de oro común, sin adornos. Ella quería un anillo de boda tradicional; Synnøve quería estar casada con Marianne igual que los demás, por lo que el anillo debía ser de oro y simple.
—Nunca llegamos a casarnos —dijo.
—Yo creí que ustedes eran…
—Éramos convivientes registradas. Como si manejásemos un negocio juntas, algo así. Con la nueva ley, habíamos planeado casarnos en verano.
Las lágrimas le quemaban en las heridas de la cara.
—En todo caso, ese anillo parece ser el suyo.
Estiró con indolencia su mano para mostrar el anillo gemelo. Después tomó aliento y continuó con ritmo vehemente y rápido:
—El collar también. El llavero es definitivamente el suyo. Nunca vi antes ese lápiz de memoria, pero seguramente tenemos unos treinta similares dando vueltas por ahí. ¿Puedes llevarte eso ahora? ¡¿Puedes llevártelo?! —Se llevó las manos a la cara—. Me imagino —dijo casi ahogada— que tengo que identificar estas cosas porque no quieren que vea a Marianne.
Kjetil Berggren no contestó. Rápido, y sin tocar los cuatro objetos, guardó cada uno en una bolsa de plástico individual y dobló el mantel con cuidado sobre ellos.
—Por supuesto, también haremos análisis de ADN. Pero lamento decirte que es bastante seguro que la persona muerta es Marianne.
—Dijeron que había pagado —dijo Synnøve llevando finalmente las manos a la falda—. ¡El hotel dijo que Marianne había pagado la habitación!
—Sí, fue pagada. Pero no por ella.
—¿Por quién, entonces? Si alguien lo hizo, debe ser probablemente el asesino, y entonces debe ser bastante fácil… ¿No tienen cámaras de seguridad? ¿Un listado de clientes? Debe de ser lo más fácil del mundo…
Se calló al ver la expresión en el rostro de Kjetil.
—El hotel Continental tiene vigilancia por vídeo en lugares específicos del edificio —dijo él lentamente—. En la recepción, entre otros. Pero las grabaciones se borran al cabo de una semana, desgraciadamente. La próxima semana van a cambiar a vídeo digital, y entonces todo se guardará durante mucho más tiempo. Pero hasta ahora han utilizado un equipo antiguo. VHS, simplemente. No pueden guardar las cintas eternamente, ya lo sabes.
—VHS —dijo ella, incrédula—. ¿En un hotel de lujo?
Él asintió y continuó:
—La cuenta la pagaron la noche del 19. Eso se deduce de la caja. El conserje dijo que el que pagó la habitación era un hombre. Al contado. Le cuesta dar una descripción más precisa. Había mucha gente esa noche en el lugar, estaban en medio de la temporada de los banquetes navideños. El Theatercafeen estaba que reventaba de gente, y uno puede pasar directamente de allí al salón de estar, donde también hay servicio. Ahí es donde uno pasa por la recepción.
—¿Eso quiere decir que…?
La misma Synnøve no sabía lo que eso quería decir.
—Además, esa misma noche se celebraba una boda —siguió el policía—. Mucho ruido y movimiento. Parece que también se produjo un episodio bastante dramático con una niñita que había salido del hotel y que casi fue atropellada por un bus o un tranvía. En todo caso hubo una conmoción, y el conserje no puede recordar mucho más que el pago en sí.
—Pero ¿quién…, quién en el mundo puede tener interés en hacer todo esto? Simplemente no puedo entender que… matarla, esconderla, pagar la cuenta…, es tan absurdo, tan… ¡¿Quién puede hacer algo así?!
—Eso es lo que tratamos de averiguar —dijo Kjetil con calma—. La clave está en saber por qué mataron a Marianne. Si tienes alguna información que pueda ayudarnos para…
—Por supuesto que no la tengo —interrumpió ella—. ¡Por supuesto que no tengo la menor idea de por qué alguien querría matar a Marianne! ¡En todo caso deben de ser sus jodidos padres!
Él dejó pasar la exagerada acusación sin contradecirla.
Synnøve estiró su jersey. Levantó el vaso con agua y lo volvió a dejar sin beber. Jugó con su anillo. Se peinó con los dedos.
Trató de hacer que el tiempo pasara.
Era en eso en lo que debía concentrarse en los días venideros. En hacer pasar el tiempo. El tiempo cura todas las heridas, pero cada vez que miraba el reloj había pasado solamente medio minuto desde la última vez que lo viera.
Y ninguna herida estaba curada.
—¿Puedo irme? —murmuró.
—Por supuesto. Te llevaré a casa en el coche. Tendremos que molestarte con algunas preguntas de ahora en adelante, pero…
—¿Quién?
—¿Quién qué?
—¿Quién me molestará?
—Bueno, como el cuerpo se encontró en Oslo y como todo parece indicar que el delito tuvo lugar allí, es un caso para la Policía de Oslo. Desde luego que colaboraremos en lo que precisen, pero…
—Quiero irme.
Se puso de pie. Kjetil Berggren notó que el jersey era demasiado grande y que colgaba de sus hombros. Debía de haber perdido cinco o seis kilos en sólo un par de semanas. Había seis kilos que de hecho ella no tenía.
—Tienes que comer —dijo—. ¿Comes algo?
Sin responder, ella retiró la cazadora del respaldo de la silla.
—No tienes que llevarme —dijo—. Caminaré.
—Pero me llevará sólo tres minutos el…
—Caminaré —lo atajó ella.
Se volvió hacia él desde la puerta.
—No me creíste —dijo—. No me creíste cuando te dije que algo terrible le había pasado a Marianne.
Él se miró las uñas, sin contestar.
—Espero que te moleste —dijo ella.
Él asintió, todavía sin levantar la vista.
«No me molesta en lo más mínimo. No me molesta para nada; Marianne había muerto hacía tiempo cuando acudiste a nosotros», pensó.
No había nada que decir acerca de la efectividad. Los dibujantes de la Policía no sólo habían terminado ya un esbozo de la cara, sino también un perfil, una imagen de frente de toda la figura y además un dibujo más detallado de una especie de emblema o broche que, según Martin Setre, el hombre llevaba en la solapa. Silje Sørensen hojeó rápidamente los cuatro dibujos antes de colocarlos juntos sobre el escritorio, frente a sí.
Desconfiaba de ese tipo de esbozos, pese a que era ella quien los había encargado.
La mayor parte de la gente son testigos lamentables. Una misma situación o una misma persona pueden ser descritas de maneras totalmente distintas. Los testigos pueden contar cosas que no estaban ahí y relatar hechos que nunca sucedieron. Vívidamente y con detalle. No mienten, simplemente recuerdan mal y llenan el vacío de su memoria con sus propias experiencias o con su fantasía.
Al mismo tiempo, los retratos robot podían ser a veces determinantes. El dibujante tenía que ser bueno, y el testigo debía ser especialmente observador. Existían programas informáticos muy avanzados que podían facilitar la tarea y en algunos casos hacerla más precisa, pero ella prefería los dibujos hechos a mano.
Eso era lo que tenía.
Observó el retrato.
El hombre era blanco y podía tener cualquier edad entre treinta y cinco y cincuenta años. En las notas que seguían a la carpeta, pudo leer que Martin Setre no estaba totalmente seguro de si el tipo llevaba la cabeza afeitada o si, en realidad, había perdido el pelo. En todo caso iba calvo. Cara redonda. Ojos oscuros, sin gafas. La nariz era recta y la mandíbula ancha, casi cuadrada. La parte inferior de la cara estaba enmarcada por una papada. Era pesado, eso ella también lo podía ver en la figura completa, pero no era particularmente gordo. La altura estimada era de 1,70.
Un tipo sonriente y pequeñajo, algo gordo.
Silje imaginó que el retrato estaba hecho de ese modo porque el sujeto sonreía todo el tiempo. Miró las notas y encontró en ellas la confirmación de su teoría.
Buenos dientes.
Las ropas eran oscuras. Un abrigo oscuro sobre una camisa oscura. También la corbata era oscura, y el nudo parecía flojo.
El dibujo era en blanco y negro, y tantos tonos grises hicieron que se sintiera pesimista. Cuando sostuvo el dibujo de la figura completa y lo observó más profundamente, se le ocurrió que debía de haber miles de hombres parecidos a ése. Era cierto que Martin había dicho que el hombre hablaba inglés o norteamericano, pero utilizar una lengua distinta que la propia era un truco viejo y muy utilizado.
Había atisbos de hoyuelos en las mejillas.
Knut Bork entró sin llamar y la sobresaltó.
—¡Disculpa! —dijo, perplejo—. ¡No sabía que estabas aquí! ¿No tienes nada mejor que hacer un sábado por la tarde?
—Si yo no hubiese estado aquí, la puerta tampoco hubiese estado abierta.
—Yo…
Bork era alto y de piel clara, casi pálida, tenía cabellos rubios rojizos y ojos de un azul hielo. Cuando se sonrojaba, lo hacía intensamente. Parecía un semáforo.
—No es tan importante —sonrió Silje, estirando la mano—. ¿Qué es lo que me ibas a dejar?
—Esto —dijo él mansamente, y le entregó una delgada carpeta de casos—. Tiene que ir en el caso de Marianne Kleive.
Ella tomó los papeles y los dejó al lado de los retratos robot sin examinarlos.
—Justo lo que necesitamos ahora —dijo—. Un asesinato espectacular en uno de los mejores hoteles de la ciudad. ¿Has visto los tabloides?
Él alzó las cejas y dejó escapar un suspiro largo.
—¿Algo nuevo? —preguntó ella señalando la carpeta con un movimiento de cabeza.
—Sólo un par de declaraciones nuevas de testigos. Parece que la mitad de Oslo estuvo en el jodido hotel esa noche. Y ya sabes cómo son, todos creen que tienen algo interesante que contar. Estamos cercados por personas que quieren declarar.
Silje levantó la taza de café.
—A veces ningún testigo es mejor que mil —dijo—. Lo peor es que los tenemos que tomar a todos seriamente. Uno u otro puede verdaderamente haber visto algo relevante. ¡Salud!
El café estaba tibio y amargo.
—¿No deberías irte a casa pronto?
—Gracias, lo mismo digo —dijo él—. ¿Te llegaron los dibujos? Déjame ver.
Rodeó el escritorio y se inclinó sobre los retratos.
—Ninguna marca característica —murmuró.
—No. Está por debajo de la estatura media, pero la propia expresión «media» indica que no está solo en eso…
—¿Crees que esto es una pista ciega?
Él sostuvo el retrato a la altura de su cara.
—Tal vez —suspiró ella—. Pero es la única que tenemos.
—¿Qué es eso? —preguntó él, indicando el dibujo de una solapa—. ¿Una insignia?
—Algo por el estilo. ¿La reconoces?
—¿No es un trébol?
—Sí.
—Todos los dibujos están en blanco y negro, pero el trébol es rojo.
—Martin estaba completamente seguro —dijo él—. Como norma general, no queremos colores en estos dibujos, porque tienden a confundir. Pero este alfiler, o lo que sea, era aparentemente, y sin dudas, rojo.
—¿Y estos… garabatos, qué representan?
Ambos observaron el dibujo. En cada una de las hojas del trébol había un dibujo que recordaba las letras de un alfabeto extraño.
—A Martin le pareció que había una letra en cada hoja —dijo Silje—. Pero no se acuerda de cuál.
Knut Bork agarró una caja de pastillas que había sobre la mesa.
—¿Puedo coger una? —preguntó, e introdujo un dedo en la caja antes de que ella llegase a contestar.
—Por supuesto —contestó Silje—. Coge cinco. Hay algo conocido en ese distintivo, ¿verdad?
—Sí —dijo Knut Bork, y comenzó de pronto a reír fuerte—. ¡Te diré lo que es! ¡Mi abuela tenía uno así en cada chaqueta que tiene y que le pertenece!
La risa se cortó en seco. Silje lo miró. Otra vez estaba rojo como un tomate y boqueaba como un pez en tierra.
—Knut —dijo ella con cuidado—. ¿Todo bien? ¿Te…? Se puso de pie tan rápido que la silla rodó hasta chocar contra la pared detrás de ella con un ruido. Bork era significativamente más alto que ella. Por un momento consideró subirse al escritorio, pero abandonó la idea. Lo rodeó desde atrás con un brazo y trabó sus manos sobre el pecho con el pulgar derecho apuntando hacia el cuerpo. Entonces apretó con toda su fuerza.
Tres proyectiles negros salieron despedidos de la boca de Knut.
Él tosió buscando aire y ella aflojó el abrazo.
—¡Gracias! —jadeó él—. No podía… ¡Mira eso!
Señaló hacia la pared opuesta. Las pastillas habían golpeado la pared y habían formado un triángulo, con menos de medio centímetro entre cada una.
—¡Justo en el blanco! —jadeó.
Ella lo miró con las cejas levantadas y se sentó nuevamente.
—¿Puedes decirme ahora qué es ese distintivo?
La voz de él estaba todavía alterada cuando se llevó la mano a la garganta, se la aclaró nuevamente y dijo:
—Asociación de Mujeres Noruegas.
—¿Qué?
—Las letras son A, M y N. Asociación de Mujeres Noruegas.
Ella atrajo hacia sí el dibujo de la marca, como si él la hubiese ofendido. Un trébol rojo con tallo, y una letra en cada hoja.
—Tengo que verificarlo —murmuró, dejó la hoja y tecleó el nombre de la asociación en el campo de búsqueda de un ordenador.
—Ahí lo ves —dijo Knut—. Es lo que te dije.
Ella miró la página de acceso de la asociación.
El logotipo era un trébol rojo, con las letras A, M y N en blanco. Una en cada hoja.
—Joder…
Los pensamientos se le enredaban.
—Un cliente de prostitución y posible asesino —comenzó ella en staccato—. De sexo masculino. Que deambula. Que se va con muchachitos. En Oslo Sentrum.
—Con un distintivo de la Asociación de Mujeres Noruegas visible en la solapa de su chaqueta. ¿Qué coño es esto? ¿Nos está tratando de tomar el pelo?
Bork cogió los dibujos y se dirigió al tablero de corcho que había al lado de la ventana. Pegó allí los retratos y retrocedió dos pasos. Se quedó ahí quieto con la cabeza inclinada, hasta que, de pronto, se volvió hacia Silje y asintió diciendo:
—Quizás eso es justamente lo que hace, Silje. Tal vez este tipo nos quiere gastar una broma.
Cuando el hombre que llamó dijo ser de la Policía, Marcus Koll junior creyó por un confundido momento que alguien trataba de gastarle una broma. Cuando al cabo de unos segundos se dio cuenta de que estaba equivocado, se puso de pie y comenzó a caminar hacia un lado de la sala. Al principio estaba tan concentrado en parecer tranquilo que no entendió del todo lo que el hombre le decía.
Era imposible que supieran algo.
Trató de convencerse de que era, simplemente, impensable.
Se detuvo ante el ventanal grande encarado al sur.
El jardín en pendiente estaba iluminado. Los abetos de la cuesta, pesados de nieve, se volvían de un azul casi fluorescente contra la oscuridad compacta al otro lado de la cerca. Un techo de nubes bajas ocultaba la ciudad y el fiordo. Ahí desde donde él estaba, no había más mundo fuera de su propiedad.
Salvo en el teléfono.
—Disculpe —dijo Marcus, y trató de imponer una sonrisa a su voz—. ¿Podría ser tan amable de repetir lo que me dijo? Tenía mala recepción justo en ese momento.
—La denuncia —dijo la voz, claramente impaciente—. El lunes pasado, usted hizo una denuncia sobre una banda de atracadores de casas.
Una ráfaga suave hizo que la nieve cayese del árbol más cercano, y los cristales secos resplandecieron a la luz de la lámpara. En el sector más bajo del jardín había dos pinos altos de troncos desnudos y rectos como reglas y copas con forma de balón, como soldados erguidos en su puesto.
Marcus trató de serenarse.
Había tenido razón. Por supuesto que no sabían nada.
No había razón para preocuparse.
—¡Ah! —dijo simplemente, y tragó saliva—. No fui yo.
—¿Estoy hablando con Rolf Slettan? —contestó la voz en el otro extremo—. ¿En el teléfono 2307****?
—No —dijo Marcus, y se concentró en respirar despacio—. Es mi marido. Rolf. Él fue quien les llamó. Yo me llamo Marcus Koll. Como le dije cuando contesté el teléfono.
Se hizo un silencio de un par de segundos en el otro extremo.
«La pausa de los que somos diferentes», pensó Marcus; ese pedacito de tiempo de confusión silenciosa. O de menosprecio. O de ambos. Estaba acostumbrado, como todos lo están a sus estigmas cuando los han llevado durante suficiente tiempo. Antes de que el pequeño Marcus comenzase la escuela, Koll junior se había dejado retratar en el Dagens Næringsliv como el único hombre homosexual con marido e hijo en una lista de las cien personas más ricas del país. La esperanza era que el pequeño Marcus estuviese protegido porque todos lo sabían y que no precisasen andar murmurando.
Algunas semanas después, se le ocurrió que no todos leían el Dagens Næringsliv.
—¡Ah, entiendo! —se oyó por fin al otro lado de la conversación—. ¿Está… él ahí, Rolf Slettan?
—Sí. Pero está acosando a nuestro hijo.
El silencio al otro lado de la línea fue tan largo que Marcus creyó que la comunicación se había interrumpido.
—¡Hola! —dijo en voz alta.
—Sí, sí —contestó el hombre—. Aquí estoy. ¿Puede pedirle que me llame? Su denuncia quedó aquí desde entonces y hay un par de preguntas que me gustaría…
—¿Debe llamar al número que aparece aquí, en la pantalla? —lo interrumpió Marcus.
—Ehh…, sí, puede hacer eso. Pídale que pregunte por el inspector Pettersen. ¿Llamará esta noche?
—Es difícil que sea así —dijo Marcus—. Tenemos planes esta noche. Pero si es importante, por supuesto que puedo procurar que llame. Dentro de media hora, más o menos.
—Sí, eso estaría bien. Pasó algo anoche, y podría ser…
—Perfecto. Se le diré.
Cortó la comunicación sin dar las gracias y dejó el teléfono sobre la mesa. Se dio cuenta de que el cuarto estaba muy oscuro. Recorrió despacio la habitación yendo de lámpara en lámpara, encendiéndolas todas hasta que la sala estaba tan iluminada que la visión del jardín casi desapareció en el contraste abrupto entre el exterior y el interior.
Rolf le había contado lo de las huellas de automóvil en el portón. Al principio Marcus se asombró, casi se irritó porque Rolf se hubiese obcecado con los rastros insignificantes de alguien que se había detenido a la entrada del camino. El lugar no estaba dentro del perímetro de la cerca y formaba un espacio natural para dar paso al tráfico en sentido inverso. Una vez que la nieve empezó a caer pesada en Año Nuevo, él había visto cada vez más huellas en ese sitio.
Cuando Rolf tuvo oportunidad de explicarse mejor, Marcus accedió a discutir. Tuvo que aceptar que era raro que alguien aparcase allí, como indicaban las huellas de distinta profundidad y las colillas de cigarrillos. Cuando Rolf afirmó con persistencia que el mismo vehículo había estado directamente más arriba en el camino mientras él inspeccionaba las huellas frente al portón, y que desapareció en el momento en que él mostró interés en él, Marcus se quedó callado.
La fuerte sensación que Rolf tenía acerca de que alguien los había vigilado coincidía demasiado bien con su propia y creciente inquietud. Le dio por mirar cada vez más seguido sobre su hombro, buscando no sabía bien qué o a quién. Hasta ahora no había podido determinar nada concreto, pero desde antes de las Navidades, la sensación de tener una sombra viviente se había vuelto más fuerte. Después de Año Nuevo entendió que el ataque de pánico que casi lo había derribado al suelo cuatro días antes de Navidad, después de años de tranquilidad, no se debía sólo a la conciencia torturada que lo agotaba.
Era como si alguien lo estuviese mirando.
El problema, tal como Marcus Koll junior lo veía, era que probablemente esa vigilancia no tenía nada que ver con robos o bandas de ladrones.
Si era cierto que alguien lo espiaba.
—No —dijo en voz alta, y se sentó de nuevo en el sillón.
Tenía que ser una fantasía.
Debía ser una fantasía.
De vez en cuando era asustadizo, demasiado asustadizo, y las observaciones de Rolf podían muy bien referirse a una pareja joven de enamorados que se hubiera detenido para hacerse mimos. Una pausa para besarse y fumar; o quizá simplemente se trataba de un conductor responsable que se detuvo para contestar el teléfono.
Sonó el timbre.
«La niñera», pensó, y cerró los ojos.
Eran las diez, se sentía cansado como para salir.
Dentro de tres meses y cinco días se cumplirían diez años desde la muerte de su padre.
Marcus Koll abrió los ojos, se puso de pie y tiró con fuerza de sus orejas para despertarse. El timbre sonó otra vez. Mientras cruzaba la sala, decidió que el 15 de abril sería el día en que todas sus preocupaciones terminarían. Pese a que el día ya había perdido su significado original, él lo utilizaría, de todos modos, como un hito en la vida. El 15 de abril sería el punto de inflexión, y todo volvería a ser como antes. Sólo tenía que llegar hasta allí. La casa en la colina sería otra vez un fuerte; su cerco de seguridad en torno a la familia, bien lejos del dominio de su padre.
Era una promesa que se hacía a sí mismo, y por una u otra razón hizo que se sintiera un poco mejor.