Cerca del mediodía del 9 de enero, sonó el timbre en la puerta de la vieja villa de Hystadveien, en Sandefjord.
Synnøve Hessel estaba recostada en el sofá. Se encontraba en ese estado que va del sueño a la realidad, en un letargo de sueños sombríos. Por las noches no lograba dormir. Las horas más oscuras del día le parecían tan eternas como perdidas. No era posible seguir buscando a Marianne cuando todos dormían y todo estaba cerrado, pero era igualmente imposible encontrar descanso. Los días se volvieron peores. De vez en cuando echaba un sueñecito, como ahora.
No había mucho más que hacer.
La cuenta común estaba intacta. Todavía no tenía acceso a la cuenta de Marianne. Había llamado a todos los hospitales de Noruega, sin obtener nada de ninguno. Ya no le quedaban más amigos a quienes llamar. Indagó hasta con los conocidos más lejanos y los familiares más remotos, y les preguntaba si habían sabido de Marianne a partir del 19 de diciembre. Dos días atrás, juntó coraje y llamó finalmente a sus suegros. Lo último que sabía de ellos era a través de una terrible carta que le habían enviado cuando quedó claro que Marianne abandonaría a su marido para mudarse a vivir con una mujer. La llamada telefónica fue en vano. En cuanto la madre de Marianne se dio cuenta de quién llamaba, le lanzó un reguero de incoherencias durante dos minutos y después colgó. Synnøve no pudo siquiera decirle qué era lo que quería.
Marianne se había ido, había desaparecido. Synnøve apenas había comido desde hacía una semana y media. Había usado los días transcurridos desde la desaparición para buscar. Por las noches daba eternos paseos con los huskys. Ahora ya no le apetecía. Durante los últimos dos días, los perros hubieron de contentarse con la jaula. La última noche se había olvidado de darles de comer. Cuando se acordó de repente, ya eran las dos de la mañana. Su llanto asustó al líder, que había gañido y meneado la cola y quiso tener toda su atención antes de siquiera tocar la comida. Al final Synnøve se metió en una de las casillas de los perros y se durmió ahí, con Kaja en los brazos. Se despertó media hora más tarde, aterida.
El timbre sonó otra vez.
Synnøve permaneció echada. No quería recibir visitas. Muchos habían tratado de venir, pocos habían logrado entrar.
Ding-dong.
Una vez más.
Tiesa, se incorporó del sofá y dobló la manta. Sentía un tirón en el cuello y se aplicó un masaje mientras arrastraba los pies hacia la puerta de entrada y se preparaba para convencer otra vez a un amigo de que quería estar sola.
Cuando abrió y vio a Kjetil Berggren en la escalera, el alivio hizo que se marease. Habían encontrado a Marianne, entendió, y Kjetil había venido a traerle la feliz nueva. Todo había sido un desagradable malentendido, pero ahora Marianne regresaría y todo sería como antes.
Sin embargo, Kjetil Berggren estaba muy serio. Synnøve retrocedió un paso en la entrada y la puerta se abrió del todo. Había una mujer detrás de él. Tendría cerca de cincuenta años y llevaba un abrigo encima. En la garganta, allí donde todo el mundo llevaba una bufanda para protegerse del frío de enero, ella llevaba un collar de pastora.
La pastora estaba tan seria como el policía.
Synnøve retrocedió otro paso antes de caer de rodillas y taparse la cara con las manos. Las uñas se le hincaron en la piel marcando rayas sangrientas en ambas mejillas. Gritó. Un aullido doloroso que no se parecía a nada que Kjetil Berggren hubiese oído antes. Cuando Synnøve comenzó a golpear la cabeza contra las baldosas del suelo de la entrada, él trató de sujetarla por debajo de los brazos para ponerla de pie. Ella lo golpeó furiosamente y con fuerza, y se desplomó nuevamente.
Y todo el tiempo ese aullido.
El intenso alboroto de dolor hizo que los perros en el patio trasero contestaran. Seis canes polares aullaron como los lobos que en realidad eran. El coro de lamentos se elevó hacia el bajo techo de nubes y se podría haber escuchado desde Framnes, al otro lado del fiordo gris y desolado.
Una sirena se impuso rumor de los coches detenidos ante la luz roja de un cruce. Lukas pudo ver en el espejo retrovisor la luz azul destellante y trató de llevar el automóvil más hacia la vereda, evitando cruzar sobre la vía peatonal. La ambulancia avanzaba con demasiada velocidad por afuera de la cola de vehículos y casi atropelló a un hombre mayor que pasaba delante del capó del gran BMW X5 de Lukas. Obviamente el hombre era sordo.
—Se salvó por un pelo —comentó Lukas a su padre, y siguió con la mirada al confuso peatón hasta que el coche de atrás empezó a tocar la bocina.
Erik Lysgaard no contestó. Estaba sentado en el asiento del copiloto, en silencio, como siempre. Las ropas que llevaba ya se habían vuelto notoriamente más grandes sobre el cuerpo. El cabello le colgaba en mechones lamentables; parecía diez años mayor de lo que era. Lukas hubo de recordarle a su padre, esa misma mañana, que debía darse una ducha: su cuerpo le había olido fatal cuando lo abrazó con renuencia la noche anterior.
Nada había cambiado.
Lukas había insistido una vez más en llevar a su padre a su casa, en Os. Erik había protestado una vez más y como antes, al final su hijo ganó. Los niños se angustiaron de la misma forma que antes al ver a su abuelo, y Astrid había estado a punto de perder la compostura un par de veces.
—Ahora debemos planear un poco lo que tenemos que hacer —dijo Lukas—. La Policía dice que podremos enterrar a mamá la semana que viene. Necesariamente va a ser una ceremonia importante. Muchos la querían.
Erik seguía en silencio y con expresión perdida.
—Papá, tienes que relacionarte con esto.
—Tú puedes ordenarlo todo —dijo su padre—. No me importa.
Lukas se estiró hasta la radio y la apagó. Agarraba el volante con tanta fuerza que los nudillos estaban blancos, y la velocidad que mantuvo durante el último tramo de Årstadveien le hubiera valido perder el carné en cualquier control. Al llegar a la entrada de Nubbebakken las cubiertas chillaron cuando giró a la izquierda, cruzó por encima del carril de la dirección contraria y frenó con brusquedad.
—Papá —dijo bajo, casi masticando las palabras—. ¿Por qué desapareció ese retrato?
Por primera vez en todo el viaje, su padre lo miró.
—¿Retrato?
—La foto del cuarto de mamá.
Erik bajó la vista nuevamente.
—Quiero ir a casa.
—Siempre hubo cuatro retratos en ese estante. Estaban ahí el día que yo estaba contigo, después de que matasen a mamá. Me acuerdo de eso porque el policía se confundió. Una de las fotografías ya no está ahí. ¿Por qué?
—Quiero ir a casa.
—Y a casa irás. ¡Pero contéstame, papá!
Lukas golpeó el volante con el puño. Un dolor helado le subió por el brazo y maldijo en silencio.
—Llévame a casa —dijo su padre—. Ahora.
La frialdad en la voz de su padre hizo que Lukas se callase. Puso el coche en marcha. Le temblaban las manos y se sentía tan alterado como cuando la Policía apareció en la puerta con el mensaje del deceso. Cuando al cabo de unos minutos llegaron, tras cruzar el portón abierto frente a la casa de su padre, recordó con claridad a la hermosa mujer del retrato perdido. Era robusta, y aunque la fotografía estaba en blanco y negro, él intuyó que debía de tener los ojos azules. Iguales a los suyos. La nariz era recta y estrecha, tal como la suya, y en la sonrisa uno podía ver con claridad que uno de los incisivos superiores parecía estar montado sobre el otro.
Como sucedía con sus propios dientes.
El retrato mostraba tan poco de las ropas que no era posible adivinar cuándo había sido tomado. Él no había reparado en la fotografía hasta que fue adolescente y, hasta ahora, cuando ya tenía hijos propios y sabía por ello cuán observadores son los niños, no concluyó que la foto no podía haber estado a la vista cuando él era menor que eso. Una vez preguntó quién era esa mujer. Su madre había sonreído y le había acariciado la mejilla diciendo: «Una amiga que no conoces».
Lukas detuvo el coche y descendió para ayudar a su padre.
No intercambiaron una palabra ni cruzaron las miradas.
Cuando la puerta se cerró tras Erik, Lukas permaneció en el coche. Estuvo allí quieto durante un buen rato, mientras el aguanieve caía sobre el parabrisas y la temperatura de la cabina descendía.
Indudablemente, la amiga de su madre guardaba un incómodo parecido con él.
—¡Cómo se te parece! Spitting image!
Karen Winslow se rió cuando Ragnhild le mostró el retrato. Lo sostuvo de lado para evitar el reflejo de la lámpara de techo e inclinó la cabeza. Ragnhild estaba en una tina de baño, con champú en la cabeza y un enorme pato de hule sobre la barriga. Parecía aplastada por el monstruo de un amarillo furioso.
—O sea, que ésta es la menor —dijo devolviendo el retrato—. ¡Veamos entonces a la mayor!
Habían tomado la fotografía durante las Navidades. Kristiane estaba sentada con cara seria en las escaleras externas de la casa en la calle Hauges. Por una vez miraba directamente a la cámara y se acababa de quitar el gorro. El cabello fino apuntaba para todos lados a raíz de la corriente estática, y con la luz que la ventana de la puerta arrojaba desde detrás, parecía como si la niña tuviese un halo.
—¡Guau! —dijo Karen, y se puso seria—. ¡Qué criatura tan preciosa! ¿Qué edad tiene? ¿Nueve? ¿Diez?
—Ya casi catorce —dijo Inger Johanne—. Pero no es como las otras niñas.
Le fue sorprendentemente fácil decirlo.
—¿Oh? ¿Qué le sucede?
—¡Quién sabe! —dijo Inger Johanne—. Kristiane nació con una afección cardiaca y tuvo que pasar por tres operaciones graves antes de cumplir el año. Si la lesión viene de allí o si es una limitación congénita que tiene, no hay nadie que lo haya podido descubrir todavía.
Karen sonrió otra vez y observó la foto más de cerca. La antigua compañera de estudios le recordaba a Inger Johanne todos los años que habían pasado. Karen había sido siempre delgada y de buena figura. Ahora tenía una expresión más tensa, más enjuta, y el cabello negro tenía hebras grises. Había empezado a usar gafas. Seguramente desde hacía poco, porque continuamente se las colocaba y se las quitaba, y no sabía muy bien qué hacer con ellas cuando no las estaba utilizando.
Habían pasado casi dieciocho años desde la última vez que se vieron. Igualmente, se habían reconocido de inmediato. Cuando Karen salió del taxi frente al restaurante Víctor en Sandaker, Inger Johanne recibió el abrazo más largo que podía recordar, y cuando entraron ella se sentía dichosa.
Casi excitada.
El camarero colocó una copa de champán frente a cada una de ellas.
—¿Desean que les haga una pequeña presentación del menú ahora? —sonrió.
—Podemos esperar un poco —dijo rápido Inger Johanne.
—Por supuesto. Regresaré.
Karen levantó su copa.
—To you —dijo, y rió—. Pensar que nos hemos reencontrado. ¡Fantástico!
Bebieron un sorbo de champán.
—Mmm. Delicioso. Déjame saber más de Kristi…, Krysti…
—Kristiane. Durante mucho tiempo los expertos pensaron que podía tratarse de una forma de autismo. Asperger, quizá. Pero no coincide del todo. Es cierto que tiene una gran necesidad de rutinas fijas y que puede ocuparse intensamente y durante largos periodos con sistemas y órdenes repetitivos. A veces casi puede parecer una savant, o sea, una autista con capacidades extremas. Pero entonces, de pronto, sin que podamos saber qué es lo que desencadena el cambio, puede portarse como una niña normal, algo retraída. Y si bien le cuesta trabar amistades reales, es muy flexible en relación con las demás personas. Es… —Inger Johanne levantó nuevamente la copa, asombrada por lo bien que le iba hablar de su hija mayor con alguien que nunca la había conocido— muy cariñosa con la familia.
—Es realmente adorable —dijo Karen devolviéndole la foto—. Eres muy, muy afortunada por tenerla.
Aquello hizo que Inger Johanne se acalorase y se sintiese casi avergonzada. Isak quería a su hija más que a nada en el planeta, e Yngvar era el padrastro más cariñoso del mundo. Los abuelos adoraban a Kristiane, y ella estaba tan bien integrada en el ambiente social de la familia Vik Stubø como era posible para una niña como ella. Sucedía de vez en cuando que alguien le dijese que Kristiane era muy afortunada por tener una familia tan buena. Live Smith le había dado la sensación de que disfrutaba de tener a su hija en la escuela.
Pero nadie había dicho nunca que Inger Johanne era afortunada al tener una hija como Kristiane.
—Es cierto —dijo Inger Johanne—. Soy…, somos increíblemente afortunados, los que la tenemos.
Parpadeó con rapidez para evitar que se le saltasen las lágrimas. Karen extendió la mano por encima de la mesa y la apoyó sobre su mejilla. El gesto le pareció extrañamente agradable, pese a los muchos años que habían estado separadas.
—Los niños son el mayor regalo de Dios —dijo Karen—. Son siempre, siempre, una bendición; independientemente de dónde vengan, de a quién le lleguen o de qué manera. They should be treated, loved and respected accordingly.
Una lágrima solitaria se soltó y rodó hacia abajo sobre la mejilla de Inger Johanne.
«Los norteamericanos y sus palabras», pensó. Ellos y su enorme, grandilocuente y bello uso de las palabras. Sonrió brevemente y se secó una lágrima con el dorso de la mano.
—¿Quieren pedir ya?
El camarero había aparecido nuevamente y las miraba alternativamente.
—Sí —dijo Inger Johanne—. Sería bueno si nos puede comentar el menú en inglés, así me evita tener que traducirlo para mi amiga.
Era el menor problema para el camarero. Durante casi diez minutos, explicó y describió los diferentes platos y respondió a todas las preguntas curiosas de Karen. Cuando finalmente estuvieron de acuerdo en la comida y en el vino, Inger Johanne se dio cuenta de que Karen estaba mucho mejor educada que ella. Hasta el camarero estaba sorprendido.
Comenzaron con las ostras.
Ni siquiera estaban en el menú, y el camarero no las había nombrado en su exhaustiva descripción de lo que el restaurante tenía para ofrecer. Karen había reflexionado cuando él terminó su presentación, había mostrado su sonrisa blanquísima y había concluido que todo chef que se precie tendría una reserva de ostras.
Miró el plato. Las medias conchas descansaban sobre una cama de hielo y olían levemente a resaca. Nadie podría haber dicho que la masa gelatinosa y gris blancuzca era tentadora. Miró a Karen, que utilizando una escudilla vertía una mezcla de vinagre y vino del Rin sobre cada ostra antes de llevarse la primera concha a la boca para absorber su contenido. Con los ojos cerrados, dejó que la ostra rodase en su boca antes de tragarla y exclamó:
—Perfect!
Inger Johanne la imitó.
Las ostras eran lo mejor que había probado en su vida.
—Inger —dijo Karen una vez que las conchas estuvieron vacías—. Cuéntame más. ¡Cuéntamelo todo! Absolutely everything!
Hablaron durante los dos platos siguientes. Sobre sus tiempos de estudiantes y acerca de sus amigos comunes de entonces. De sus familias y de sus padres, de sus alegrías y sus frustraciones. De los hijos. Hablaban interponiéndose, riendo juntas e interrumpiéndose. El pequeño local tenía una acústica lamentable; la risa fuerte de Karen estallaba contra las altas paredes de piedra importunando a los otros comensales. El camarero, de todos modos, se mostraba atento y escanciaba discretamente cada vez que las copas amenazaban con vaciarse.
—Karen, debo preguntarte acerca de algo.
Inger Johanne miró el cuarto plato cuando se lo colocaron delante, una codorniz sobre un lecho de puré de alcachofas. Pequeñas tiras de jamón de Parma circundaban al ave menuda, junto a algún que otro tomate macerado.
—Cuéntame cosas de APLC —pidió.
—¿Cómo sabes que trabajo ahí?
Karen se llevó a la boca la enorme servilleta de tela antes de retomar los cubiertos.
—Te busqué en Google —contestó Inger Johanne—. Justo ahora estoy ocupada con un proyecto en el que…
Karen se rió haciendo tintinear las copas.
—¡Hemos estado aquí sentadas durante más de dos horas y aún no nos hemos contado ni dónde trabajamos ni qué es lo que hacemos! ¡Cuéntame!
E Inger Johanne se lo contó. Habló de su trabajo en el Instituto de Criminología; del doctorado que había cursado en el año 2000, de cuánto le gustaba la investigación, y de cómo no podía escapar a los compromisos docentes que acompañaban a su trabajo, y de las alegrías y frustraciones que resultaban de combinar su carrera con las necesidades de dos niñas exigentes. Finalmente llegó al proyecto que la ocupaba entonces. Cuando terminó, las codornices se habían convertido en dos osamentas minúsculas y los platos estaban casi vacíos.
—Tienes que visitarnos —dijo Karen con decisión—. Las cuestiones de que nos ocupamos son sumamente importantes para tu investigación.
—Y ahora es tu turno —dijo Inger Johanne—. A ver.
Le pidió al camarero que hiciese una pequeña pausa antes del plato siguiente. Sentía que había bebido un poquito de más, pero no importaba. No podía recordar cuándo fue la última vez que había comido en un restaurante, y ciertamente tampoco cuándo se había sentido tan bien. Cuando el camarero llenó la copa, se lo agradeció con una sonrisa.
—La empresa se estableció en 1971 —empezó Karen, y sostuvo la copa de vino tinto contra la luz para evaluar el color—, y está en Montgomery, Alabama. Los dos fundadores, que incidentalmente son blancos, estaban en el movimiento de derechos civiles. En principio, empezaron con la oficina para luchar contra el racismo. Una empresa claramente deficitaria, por supuesto.
Se interrumpió, como buscando la manera de contar una larga historia en el menor tiempo posible.
—Al comienzo, bien podría decirse que funcionábamos como una oficina de apoyo legal gratuito. ¡Tampoco es que yo estuviese ahí en aquel tiempo!
La risa resonó otra vez entre las paredes, y una pareja mayor sentada dos mesas más allá las miró con enojo.
—En ese entonces yo no había acabado ni siquiera la elementary school. En 1981, la oficina abrió un departamento de información. Sencillamente para estar en mejores condiciones de alcanzar nuestra única meta real: unos Estados Unidos que funcionen de acuerdo con su otrora tan revolucionaria constitución. En los primeros años, la lucha fue principalmente contra los white supremacy groups.
—Ku Klux Klan —dijo despacio Inger Johanne.
—También ellos. Hemos ganado una serie de casos contra miembros del Klan. Un par de veces hasta llegamos a conseguir que cerraran campos de entrenamiento y también les destruimos células bastante importantes. El problema es, por supuesto… —Aspiró aire y tomó un pequeño trago—. Los del KKK no son los únicos en esta lucha. Tenemos a los Imperial Klans of America, Aryan Nations, Church of the Creator…, you name it! Con los años, nuestro servicio de información se ha vuelto bastante completo, y hoy por hoy sabemos de 926 grupos de odio distintos, distribuidos por todos los Estados Unidos. Algunos son «muy» activos.
—¿No todos están dirigidos contra los afroamericanos, entiendo?
—No. ¡Tenemos, por ejemplo, movimientos separatistas negros que quieren echarnos a todos los demás! De la misma manera, los judíos tienen enemigos por todos lados. También entre nosotros.
De pronto Karen le pareció más vieja. Las arrugas en torno a los ojos no eran arrugas de sonrisa, como Inger Johanne había creído. Cuando estaba seria, eran más profundas.
—Institute for Historical Review, Noontide Press…, demasiados. Por su parte, los judíos tienen la Jewish Defense League, que definitivamente es una organización de odio. En todo caso: There is hate enough to go around in this world. Tenemos grupos contra los sudamericanos, contra los native Americans, a favor de los native Americans, en contra de todos los inmigrantes, con fundamentos más generales y menos prejuiciosos.
Terminó la frase con una sonrisa irónica. Ahora hablaba más bajo. La pareja que estaba sentada contra la pared les dirigió de todos modos una mirada de reproche antes de ponerse de pie para irse. Cuando pasaron a espaldas de Inger Johanne, pudo oír que murmuraban algo acerca de una cena arruinada y de que deberían existir límites, en especial para los norteamericanos.
—Y por supuesto tienes además a todos los que odian a los homosexuales —dijo Karen.
Los postres llegaron a la mesa.
—Carpaccio de frutas en corteza de vainilla —dijo el camarero colocando los platos frente a ellas—, acompañado de un pequeño sorbete de champán. ¡Buen provecho!
—¿Cómo de grandes son estos grupos, en realidad? —preguntó Inger Johanne en cuanto volvieron a quedarse solas.
Karen introdujo la cuchara entre las rodajas de fruta. Apoyó el codo sobre la mesa y hurgó en el postre mientras respondía despacio:
—De hecho no es tan simple responder a eso. En lo que respecta a las organizaciones puramente racistas, son más grandes de lo que querrías imaginar. Algunas son realmente antiguas y están organizadas como fuerzas paramilitares. Otras, en especial los antigay groups, son difíciles de… —Se llevó la cuchara a la boca y cerró los ojos de placer mientras masticaba—. ¿Qué puedo decir? —soltó finalmente—. ¿Definir?
Inger Johanne asintió. Ella luchaba con lo mismo, y preguntó:
—¿Por las fuertes conexiones que existen entre ellas y sus comunidades religiosas legítimas?
—Sí —dijo Karen—. Entre otras cosas por eso. Para comenzar, definimos un grupo de odio como una organización más o menos estable que agita o que, de alguna otra forma, apoya el odio hacia otros grupos. No se vuelven criminales, a menos que crucen los límites de libertad de expresión a que se atienen la mayoría de los países, cometan delitos o los promuevan, y donde los blancos individuales de esos crímenes sean elegidos por pertenecer a un grupo mayor de personas con características específicas y registrables.
Respiró.
—Te conoces bien el discurso —sonrió Inger Johanne.
—¡Ya lo he empleado algunas veces!
Ahora comía más despacio. Inger Johanne estaba saciada y empujó el postre a medio terminar un poco más hacia el centro de la mesa.
—Por tomar un ejemplo —dijo Karen—. Sucedió en 2007. Un hombre joven, Satender Sing, estaba de vacaciones en Lake Natoma, en California. Venía de Fiyi y un día estaba con unos amigos en un restaurante. A un grupo de individuos que hablaban ruso les pareció que Satender era homosexual, y para hacer corta una historia dramáticamente larga: lo mataron.
Inger Johanne se quedó en silencio.
—Que se elimina a homosexuales por ser homosexuales no es algo nuevo —continuó Karen—. Lo especial en este caso es que los asesinos pertenecían a un grupo muy grande de inmigrantes eslavos religiosos de la región de Sacramento. La congregación a la que pertenecen se opone radicalmente a los homosexuales. Hablamos de cerca de cien mil personas distribuidas en setenta congregaciones fundamentalistas, en una región que ya desde antes estaba dominada por el sector homosexual de la población. Decir que las relaciones actuales entre estos grupos son tensas es presentar la situación muy suavemente. Los cristianos hacen una intensa propaganda antihomosexual, con emisoras de radio y televisión propias, y tienen una enorme capacidad movilizadora. En algunas de las reuniones de protesta que mantienen las organizaciones de homosexuales hay más antidemostrantes que demostrantes —Tomó aire pesadamente y recogió el resto de la salsa del plato con el tenedor, y continuó—: Pero ¿cuándo pasan estas congregaciones a ser criminales? Por un lado, es evidente que odian. El lenguaje que utilizan y, no menos, la atención absolutamente desproporcionada que prestan en especial a ese campo subrayan que se trata claramente de un odio alienado.
Por otro lado, muchos de sus líderes espirituales se niegan directamente a tomar distancia de los asesinatos de, por ejemplo, Satender. Por otro lado, la libertad de expresión llega, y llegará, muy lejos; y dentro de congregaciones como éstas, a lo largo de todos los Estados Unidos, muchos se cuidan bien de exhortar al asesinato o a la violencia.
—Ellos asientan las bases para los casos de odio, se niegan n tomar distancia cuando suceden y después se lavan las manos porque nunca dijeron expresamente «matadlos».
—Precisamente —asintió Karen—. Y cuando un cura grita en el éter que los homosexuales se revuelcan en el pecado y que han de sufrir una muerte dolorosa, que arderán en el Infierno, que se…, bueno, entonces ahí puede decir que se refería a la palabra y la voluntad de Dios. Y que si alguno de los hijos de Dios se lo tomó al pie de la letra, no es problema suyo. Y la libertad de credo y expresión son, como bien sabes…
—La propia base de la existencia de los Estados Unidos —concluyó Inger Johanne.
—¿Más café?
El camarero debía de tener un máster en paciencia. Habían estado sentadas solas en el local durante más de media hora. El servicio esperaba sólo a que terminasen. Aun así, el hombre se tomó el tiempo como para llenar las tazas de café e ir a por más leche caliente.
—Todo esto es malo —dijo Karen cuando el camarero se hubo retirado otra vez—. Y aparte de las congregaciones extremistas en muchos lugares de los Estados Unidos, existen organizaciones más establecidas, como la American Family Association. Tampoco incitan al asesinato, por supuesto, pero hacen un ruido increíble y crean un clima progresivamente peor en el debate público. Hace un tiempo iniciaron una acción de boicot nada menos que contra McDonald’s.
—Eso, en el fondo, suena bastante bien —sonrió Inger Johanne—. Pero ¿por qué?
—Porque la cadena había comprado espacio de propaganda en uno de esos arreglos de Pride.
—¿Y cómo salió?
—Por suerte todo el asunto falló. Esa vez. Pero algunos de los grupos son poderosos, tienen dinero y son influyentes, y no le hacen ascos a nada. Ciertamente odian, pero no puede decirse que sean criminales. Lo que es más temible por el momento es… —Levantó su copa para un brindis mudo—. Últimamente hemos hallado pistas de un acoso más sistemático. Seis asesinatos de homosexuales en este último año, tres en Nueva York, uno en Seattle y dos en Dallas, están aún sin solucionar. Cada uno de estos casos ha sido investigado por la Policía local durante mucho tiempo. Los métodos usados por los asesinos fueron distintos, y las circunstancias, por lo demás, variadas. Entre tanto, en nuestras oficinas descubrimos que dos de las víctimas eran primos, la tercera había ido al colegio con la primera, la cuarta había viajado por Europa en Interrail con la segunda, y las dos últimas habían tenido relaciones breves con la cuarta, con dos años de diferencia. El FBI se encargó del caso, por decirlo así. No es que hayan avanzado mucho para encerrar a quienes cometieron los asesinatos. Mientras tanto, nuestra oficina no va a desentenderse del caso hasta verlo resuelto.
—¡Vaya! —murmuró Inger Johanne—. Pero ¿tenéis alguna teoría?
—Muchas.
Los ruidos de la cocina se habían hecho más evidentes. Batidoras y cucharones golpeaban contra las mesas metálicas y el estrépito de un lavavajillas industrial era apremiante. Inger Johanne miró el reloj.
—Me parece que debiéramos irnos —dijo. Dudó un momento antes de agregar—: ¿Todavía te gusta caminar, Karen?
—¿Yo? ¡Camino y camino!
Inger Johanne pidió la cuenta. Hacía rato que estaba preparada, y Karen la tomó antes de que Inger Johanne se diese cuenta de que el camarero la había traído.
—Yo pago.
Inger Johanne ni siquiera protestó.
—¿Te parece que caminemos hasta casa para tomar un último trago? —preguntó mientras Karen extraía su tarjeta de crédito—. No nos llevará más de veinte minutos. Quizás un poco más, en estas condiciones.
—¡Fantástico! —contestó Karen, entusiasmada, antes de abrumar al camarero con felicitaciones, tomar su abrigo y empezar a caminar hacia la salida.
—Oslo es una ciudad muy tranquila —dijo con asombro, una vez que salió a la calle.
El semáforo del cruce entre la calle de Hans Nielsen Hauge y Sandakerveien pasó de amarillo a rojo sin que hubiese automóviles que detener. La suciedad acumulada por los escapes del tráfico del día estaba oculta por una fina capa de nieve reciente y casi no había huellas en las aceras. Las nubes bajas colgaban todavía sobre la ciudad y hacia el sudoeste se veía el amarillo enfermizo de las luces del centro.
—Ésta es fundamentalmente un área residencial —dijo Inger Johanne—. Y por otro lado, la vida de la ciudad se calma así durante las Navidades. En diciembre los noruegos se dan sus gustos, por decirlo de algún modo. Enero es el mes de las buenas acciones.
Doblaron la esquina de la tienda de vídeos y subieron por Sandakerveien.
—¿Dónde estábamos? —preguntó Karen.
—En las teorías —le recordó Inger Johanne—. Sobre los asesinatos de homosexuales.
—Exacto.
Karen se ajustó la bufanda en torno al cuello mientras caminaban. Inger Johanne había olvidado que su amiga era muy alta y que tenía las piernas muy largas; debía aumentar el ritmo para seguirle los pasos.
—En lo referente al antigay movement, descubrimos algunas extrañas constelaciones nuevas. Los judíos, los cristianos, los musulmanes y, para el caso, las agrupaciones extremistas de derechas no lograron mantener la paz entre sí durante muchos siglos, pero ahora tienen un enemigo común: the gay community. Acabamos de detectar un grupo que se autodenomina: The 25'ers. Lo especial en ellos es que trabajan con un perfil muy bajo.
—¿Bajo? ¿No es la intención de esos grupos hacer el mayor ruido posible?
—Como regla. Pero éstos son distintos. Creemos que provienen de ambientes fundamentalistas, más tradicionales, tanto del lado islámico como del cristiano. Es como si pensasen que las cosas van demasiado lentas, que ya es tiempo de hacer algo dramático. Las mismas personas de antes, pero en otro escenario, por decirlo así. Con los mismos objetivos, pero dispuestos a utilizar medios muy diferentes para alcanzarlos.
Siguieron caminando en silencio durante un rato. La conversación había tomado un giro que Inger Johanne no estaba segura de querer seguir.
—¿Qué medios? —preguntó igualmente, una vez que llegaron adonde Sandakerveien se nivela y doblaron hacia el noroeste.
Karen se detuvo tan de improviso que Inger Johanne siguió caminando un par de metros antes de darse cuenta.
—Oslo no es una ciudad muy bella —dijo Karen, y miró a su alrededor.
Inger Johanne esbozó una sonrisa.
—Creo —dijo— que ésta, donde estamos ahora, es la parte más fea y más deslucida de Oslo. No es que yo piense que nuestra ciudad es especialmente bella, pero no la juzgues por lo que vemos aquí.
A la derecha había varios edificios de almacenes en forma de latas para bebidas, que por pura vergüenza trataban de ocultarse bajo la nieve. Frente a ellos, ahí donde Nycoveien utiliza un par de cientos de metros para llegar a una rotonda desierta, la mitad de la pared de las galerías Storo estaba derrumbada a raíz de una ampliación. La enorme reparación inconclusa de un centro de compras parecía más una ruina que un área en construcción. Desde el techo, una gigantesca «O» roja parpadeaba en la oscuridad como un ojo ciclópeo e inflamado. Entre las dos calles, las franjas verticales en turquesa de un edificio de oficinas producían reflejos estridentes sobre la nieve. A la izquierda, un grupo de edificios de ladrillo amarillo se erguía en diagonal a la calle. Por una u otra razón, al arquitecto le había parecido buena idea tender todas las cañerías por encima del exterior de las edificaciones. Parecían el bastidor de un film barato de ciencia ficción.
—Todo mejorará cuando lleguemos a Nydalen —dijo Inger Johanne—. Ven.
Siguieron marchando por el centro de la calle.
—Por ahora sabemos muy poco de The 25'ers —dijo Karen cuando alcanzaron velocidad—. Pero tenemos razones para creer que se ha formado una alianza desafortunada (por decirlo con suavidad) entre los fundamentalistas musulmanes y su contraparte cristiana. Tenemos una teoría según la cual el nombre surge como la suma de los dígitos 19, 24 y 27, donde el primer número tiene que ver con el Corán y los otros dos se refieren a fragmentos de la Biblia, a la carta de san Pablo a los romanos. Algo bastante complicado. No se trata de ninguna congregación, por supuesto. Tampoco de una agrupación política.
—¿De qué se trata, entonces?
—De un grupo militante. Una fuerza paramilitar. Creemos conocer la identidad, en todo caso, de tres miembros: dos cristianos ultraconservadores y un musulmán. Los tres tienen experiencia militar. Uno, de hecho, era un Navy Seal. Lo problemático es que ellos saben que sabemos quiénes son, y se han obligado al silencio. Por ahora no hacen nada, aparte de comportarse de forma bastante normal. Pero lamentablemente hay razones para sospechar que el grupo es bastante grande. Grande y muy bien organizado. El FBI se da de cabeza contra la pared con el caso, y no hay mucho que nosotros, en APLC, podamos hacer. Pero lo intentamos. Lo intentamos tanto como podemos.
—Pero ¿qué es lo que hace esta gente? —preguntó Inger Johanne, impaciente.
—Matan homosexuales y lesbianas —dijo Karen—. The 25'ers es el club de los descontentos. De los que quieren acción, no palabras.
Hizo una pausa cuando tuvieron que subir a la nieve para evitar un coche que venía en dirección contraria.
—En Noruega, por suerte, nos contentamos con insultarnos los unos a los otros —dijo Inger Johanne.
Karen sonrió de medio lado y se detuvo frente a una nueva rotonda.
—Así es como comienza —dijo—. Es precisamente así como comienza.
No se veía un solo vehículo, y cruzaron la calle.
—El movimiento antihomosexual en Noruega es más que nada religioso, ¿no? —preguntó Karen.
—Más o menos. Te diría que lo que puede definirse como un movimiento está lleno de conservadores cristianos. Algunos tratan de construir una plataforma más moral o filosófica para sus argumentos homofóbicos, pero cuando uno analiza el argumento ve que todo empieza con una profunda fe religiosa. —Aspiró profundamente—. Y luego tenemos el clamor continuo de las caravanas.
—¿Las caravanas?
—Es sólo una expresión. Quiero decir «la gente vulgar». Ni especialmente cristianos ni especialmente filosóficos. Simplemente no les gustan los homosexuales.
Habían llegado al edificio de BI, y Karen se detuvo frente a un escaparate de G-Sports. Estaba claro que no estaba interesada en las ofertas de equipo de esquí alpino de enero, porque observaba fijamente el reflejo de la cara de Inger Johanne sobre el vidrio.
—Siempre pensé que vosotros estabais tan adelantados… —dijo—. En cuestiones de igualdad entre sexos. Antirracismo. Derechos de los homosexuales.
Se inclinó de pronto hacia la ventana mientras murmuraba algo que podía interpretarse como una cuenta aritmética.
—¿Mil cien dólares? ¿Por esos esquíes? Tengo exactamente los mismos, y me costaron cuatrocientos cincuenta. ¡Empiezo a entender por qué el salario medio es tan elevado en este país!
—Algo pasó cuando los homosexuales empezaron a tener hijos —dijo Inger Johanne, pensativa—, como si de pronto hubiesen entendido que sucedía algo nuevo. Antes todo iba sobre ruedas. Esto de los hijos les supuso un tremendo revés.
La capa de nubes se había rasgado. Una mancha oscura dejó ver tres estrellas sobre Grefsenkollen. El viento había comenzado a soplar cuando empezaron a caminar, y la temperatura debía de haber descendido. Inger Johanne juntó las manos y sopló aire caliente dentro de sus guantes de lana. El gesto dejó una humedad fría tras de sí; metió las manos en los bolsillos sin quitarse los guantes.
—Cada vez son más las lesbianas que tienen hijos —continuó—. A fin de año se sancionó una ley de matrimonios que es neutra en lo concerniente al sexo y que les confiere los mismos derechos para la inseminación que tienen los heterosexuales. En los últimos años, los homosexuales también entraron en el juego, van a los Estados Unidos y buscan allí donantes de óvulos y madres de alquiler. Todo esto ha llevado a que… —Comenzaron a caminar otra vez—. ¿Sabes cómo llaman a esos niños? —preguntó súbitamente y con vehemencia—. ¡Semihechos! ¡Niños construidos!
Karen se encogió de hombros.
—La historia se repite —dijo débilmente—. Nada nuevo bajo el sol. Cuando se celebró el primer matrimonio entre blancos y negros también se argüía que eso estaba en contra del mensaje divino. En contra del deseo de Dios y de la naturaleza, de las maneras y los usos, y en contra de todo a lo que estábamos acostumbrados. A sus hijos también les ponían nombres: Half-castes. En realidad suena como «a medio cocinar». —Suspiró profundamente—. Ya pasará, Inger Johanne. ¡Dentro de pocos días tendremos un presidente half-caste! Hace seis años, nadie, absolutamente nadie, creía que primero tendríamos una presidenta y después un afroamericano. Una pena lo de Helen Bentley, a propósito, que no quiera seguir durante más tiempo. Todo lo que tengo que decir de Obama es bueno, pero en el fondo…
Se habían hecho las doce. Un bus se aproximó coleando. El conductor bostezó cuando pasó por su lado, pero las salpicó cuando un gato saltó de improviso al camino y lo obligó a frenar bruscamente.
—En el fondo pienso que era una victoria todavía más grande tener una presidenta, una mujer —dijo Karen en voz baja, como confiando a Inger Johanne un secreto peligroso—. Y cuando la persona más poderosa entre los líderes mundiales dice que va a arrojar la toalla para cuidar de su familia después de estar tan sólo cuatro años en la Casa Blanca, me reservo el derecho a no creerla.
Inger Johanne trató de mantener la sonrisa. No sentía muy a menudo la necesidad de compartir con alguien la historia de los dramáticos acontecimientos de mayo de 2005. Los días que había pasado con Helen Bentley en un apartamento de Frogner, mientras todo el mundo suponía que la presidenta estadounidense había muerto, se habían vuelto con los años un recuerdo encapsulado que abría muy de vez en cuando para observarlo de cerca. Estaba obligada a callar, en atención a la seguridad tanto de Noruega como de los Estados Unidos, y había cumplido todas las promesas que había realizado. Ahora, por primera vez, estaba tentada de romperlas.
—No había oído nada de The 25'ers —dijo, en cambio—. Cuéntame más.
Habían llegado a Gullhaug Torg.
Karen cambió de hombro el bolso. Abrió la boca un par de veces sin decir nada, como si no supiese del todo qué palabra elegir.
—Ira —dijo finalmente—. Mientras que el resto de los movimientos de odio crecen en la rabia, los prejuicios y la religiosidad tergiversada, las organizaciones como The 25'ers se basan en «la santa ira». Es otra cosa. Algo mucho más peligroso.
Se detuvieron en el puente sobre el río Aker y se apoyaron en las barandas. El caudal era escaso, y en las márgenes se habían formado hermosas esculturas de hielo.
—¿Cómo…, cómo financian sus actividades estas organizaciones?
—Varía —respondió Karen—. En lo que respecta a las sociedades religiosas extremistas, lo hacen como todas las otras sociedades de credos. Regalos limitados y partidarios espléndidos. No son tan caras de manejar. Cuando se trata de grupos más militantes, ellos también recolectan dinero de sus seguidores. Hay, sin embargo, buenas razones para creer que algunos de los medios con los que cuentan provienen en parte de crímenes importantes.
Hizo una pausa y examinó un hermoso arco de hielo azul oscuro que se había formado entre dos rocas.
—El Ku Klux Klan y Aryan Nations, por ejemplo. Mientras que como tradición el KKK dirigió su odio fundamentalmente contra los afroamericanos (y todos sabemos cuántas vidas han segado a lo largo de la historia), Aryan Nations se basa en una noción pseudoteológica según la cual los anglosajones, no los judíos, son el pueblo elegido por Dios. También odian a los negros, por supuesto, pero los judíos son para ellos como un virus en el cuerpo sano de la humanidad. Cuentan con una enorme adhesión en las cárceles, lo que es una política deliberada por parte de los líderes. El dinero lo obtienen de… —Se inclinó hacia Inger Johanne y le mostró la mano izquierda, contando con los dedos—. Estafa, atracos, drogas, robos de bancos. —Los cuatro dedos se extendieron frente a ella antes de que finalmente extendiese también el pulgar—. Y asesinato. Encargos, por ejemplo. Hay intermediarios en estas cosas, ¿sabes?
Inger Johanne sabía muy poco sobre asesinatos por encargo, y no contestó.
—Un intermediario obtiene una orden para un asesinato —explicó Karen—. Si la víctima es por casualidad homosexual, uno puede alquilar a uno de los que cree que ese tipo de persona debería morir de todas maneras. Si la víctima es negra, uno busca una organización que… —Encogió los hombros significativamente—. Entiendes el cuadro —dijo, y aspiró aire por la nariz.
Un pato solitario se había echado sobre la orilla izquierda para pasar la noche. Sacó el pico del ala y las miró con la esperanza de que algunos trozos de pan duro le llegasen de las damas del puente. Al ver que no sucedía nada de eso, escondió la cabeza de nuevo y se hizo otra vez una oscura bola de plumas.
—Por lo que respecta a The 25'ers, podemos decir muy poco de ellos —aseguró Karen—. Hasta ahora sabemos, por lo menos, que nos recuerda a The Order, que en los ochenta apareció como una facción del KKK y AN. Querían montar una revolución y manejar el Gobierno de los Estados Unidos. Nada menos. La diferencia más sobresaliente entre ellos y estos grupos nuevos es la colaboración entre las diferentes religiones. Y desgraciadamente no están solos. Tenemos, por ejemplo, otra facción de…
Inger Johanne apoyó el brazo sobre el hombro de Karen.
—Detente —sonrió—. No quiero escuchar más. Ha sido una dosis más que suficiente sobre el odio para una noche. Quisiera hablar más de tus chicos, de tu marido, de…, ¡de tu hermano! ¿Todavía es tan Don Juan?
—You bet! Ya va por su tercer matrimonio.
Inger Johanne colocó su mano bajo el brazo de Karen mientras seguían caminando.
—Ahora ya falta poco —dijo guiándola hacia la derecha—. Yngvar se va a alegrar tanto de que hayas venido.
Era cierto. Él se iba a alegrar, independientemente de lo tarde que ya era.
Una vez que las niñas, el trabajo, la casa y el resto de la familia estaban servidos, Inger Johanne se quedaba generalmente exhausta. Junto con Yngvar asistían a alguna que otra cena, en su mayor parte en casas de antiguos amigos de ella, pero Inger Johanne siempre temía esas ocasiones. No solían invitar a nadie. Era siempre agradable, pero a ella le quitaba fuerzas durante varios días, antes y después. Yngvar, por el contrario, era hábil para dedicarse a sus cosas, apenas le sobraba una hora. A pesar de que también ocupaba mucho de su tiempo con Amund —su nieto, que todavía era un bebé cuando la hija mayor de Yngvar y su primera mujer fallecieron en un accidente trágico—, tenía muchos amigos, con los que se encontraba con frecuencia. Últimamente y además de eso, había empezado a insistir en que quería comprar de nuevo un caballo. Como si tuviese diez o doce horas a la semana que no supiese bien en qué gastar.
Y él siempre insistía a su mujer: «Sal. Invita a alguien. Busca un amigo y ve al cine». Y más a menudo de lo que ella quería pensar le decía: «Kristiane se las puede arreglar perfectamente sin ti durante un par de horas».
Era considerado.
Se acercaban a Maridalsveien. Las nubes navegaban por el cielo y el murmullo de las copas de los árboles casi ahogaba el ruido de los coches en el Ringveien, un poco hacia el norte.
Dentro de tres minutos llegarían a casa.
Casi estaba tentada de despertar a Kristiane.
Sólo para presentársela.