Chico de la calle

El problema era que mucha gente había empezado a quejarse de la mala ventilación. Del mal olor, propiamente. El conserje había tenido más que suficiente trasladando huéspedes a medida que éstos regresaban de las habitaciones asignadas y que no podían ocuparse. Lo extraño era que no se trataba de un sector del hotel. Por el contrario, las quejas llegaban de una habitación por aquí y otra por allá, y al final el esquema de distribución se estancó. Teniendo en cuenta el número de habitaciones que ya no podían utilizarse, el hotel estaba críticamente superpoblado.

El hotel Continental de Oslo era un establecimiento orgulloso, que definitivamente no aceptaba el mal olor en las habitaciones de sus huéspedes.

El factótum Fritjof Hansen había tratado de encontrar una solución durante más de cincuenta minutos. Empezó con la primera habitación rechazada: el cliente era un irritado francés que amenazaba con mudarse al Grand. Un olor dulce y empalagoso lo golpeó en cuanto abrió la puerta. Hasta donde podía ver, no había nada que pudiese explicar el hedor. El baño estaba recién limpiado. Todos los cajones estaban vacíos, a no ser por la edición obligatoria del Nuevo Testamento y algunos folletos sobre la vida nocturna en Oslo y otras posibilidades de entretenimiento. Era cierto que encontró un parche de algodón sucio bajo la cama, además de un condón, embarazosamente oculto por una de las patas del mueble. Pero nada que oliese. Hasta donde pudo comprobar, no había zonas de la habitación en donde el olor fuese más pronunciado que en otras. Y en cuanto se salía al pasillo, olía otra vez a lujo, sequedad y limpiador de alfombras. En la habitación vecina todo estaba en orden. Cuando abrió otra puerta más cercana a la entrada, la pestilencia estaba otra vez allí.

Simplemente no se podía creer.

Precisamente ahora estaba abajo en el vestíbulo, con las piernas separadas y con las manos a la espalda, mientras olisqueaba el aire. Si bien Fritjof Hansen era un hombre de sesenta y tres años y tenía el olfato algo debilitado después de haber fumado un buen número de cigarrillos diarios durante cuatro décadas, una vez que hubo terminado con eso, hacía ya tres años, tanto ese sentido como el del gusto se le habían aclarado.

—Edvard —dijo, reteniendo con un gesto de la mano al botones que pasaba vacilante con una cartera bajo el brazo y una maleta en cada mano—. ¿Notas un olor raro por aquí?

—No —jadeó Edvard sin detenerse—. ¡Pero el sótano huele que apesta!

—¡Ajá!…

Fritjof Hansen juntó los pies como un soldado y se sacudió una mota de polvo imaginaria del mono que vestía. Era verde, estaba recién planchado y las rayas en las piernas del pantalón se marcaban como cantos afilados. Los zapatos negros le brillaban. La tarjeta de identidad, que combinada con su cinta magnética y el poco sabiamente elegido código 1111, le permitía tener acceso a todos los cuartos del edificio, colgaba de un mosquetón en el cinturón mediante un cordón extensible. Cuando empezó a caminar lo hizo también a la estricta manera militar.

El sótano del Continental era un laberinto poco claro, aunque no para Fritjof Hansen. Había manejado grandes y pequeños detalles en el hotel durante más de dieciséis años. Cuando le dieron el título de gerente de mantenimiento el año anterior, entendió que, de algún modo, era sólo para premiar su lealtad. Realmente no era jefe de nada. Antes de obtener ese trabajo en el Continental, había precintado paquetes para una empresa de seguridad en Groruddalen. Como parecía ser muy hábil con las manos, se convirtió en una especie de conserje informal del lugar. Hasta que su jefe lo recomendó para un puesto en el Continental. Se había presentado a la entrevista recién afeitado, con su caja de herramientas y un buen traje. Consiguió el puesto, y desde entonces no faltó un solo día.

No le gustaba el sótano.

Las complejas máquinas de allí abajo las mantenían especialistas. Podía suceder que Fritjof Hansen cambiase una lamparita o reparase una puerta que se hubiese salido de registro, pero el hotel tenía contratos con firmas externas para el mantenimiento y la continua modernización del cuarto de calderas. También del sistema de ventilación. En el techo y en su propio local en el piso superior estaba el módulo que tomaba aire fresco de fuera. En el sótano estaba el sistema mecánico. Con los años, se habían construido y suplementado de tal manera que en la práctica funcionaban como dos sistemas separados. En la última modernización, se había aconsejado que el hotel lo cambiase todo de una vez. Resultó demasiado caro, y a través de un acuerdo entre la dirección del hotel y el proveedor del equipo, en su lugar se proveyó un nuevo agregado menor para aliviar el viejo sistema. Fritjof Hansen podía oír el rumor monótono desde mucho antes de llegar al pasillo más alejado, donde estaba la puerta cerrada que se abría al cuarto de las máquinas.

En cuanto bajó las escaleras, arrugó la nariz. No olía igual que en las habitaciones contaminadas, pero aquí también había un olor extraño, dulce, mezclado con polvo y humedad, además del olor característico de lo viejo.

Fritjof Hansen no creía en fantasmas. Creía en su hermano, en el Partido Socialdemócrata y en la dirección del hotel, que le había prometido que tendría trabajo allí mientras pudiese sostenerse en pie y caminar. Con los años había empezado también a confiar en sí mismo. Los fantasmas eran invisibles. Lo que no se podía ver, no existía. De todas maneras siempre sentía esta extraña incomodidad cuando buceaba en los largos pasillos estrechos con las muchas puertas de estancias que escondían cosas que conocía, pero que, por lo general, no comprendía.

Cuando torció el pasillo hacia la izquierda, el olor se hizo más penetrante. Se acercaba al sistema de aire acondicionado, que se encontraba en dos cuartos separados, uno al lado del otro. A cada paso que daba, la incomodidad iba en aumento. Pensó que tal vez debería buscar a alguien. Edvard era un buen tipo al que le gustaba conversar cada vez que podía.

Sin embargo, era sólo el botones. Él era jefe de mantenimiento, con un cartel identificatorio sobre el pecho y un código para entrar a cualquier lugar en todo el edificio. Aquél era su trabajo, y el conserje había dicho que tenía una hora para solucionar el asunto antes de que la dirección del hotel llamase a un servicio profesional.

Como si él no fuese un profesional.

Aunque casi todo era viejo en el sótano, la cerradura del cuarto era un moderno lector de tarjetas. Pasó la suya por el lector de la puerta más cercana e introdujo el código con tanta decisión como pudo.

Abrió la puerta.

La fetidez lo golpeó con una fuerza que le hizo retroceder un par de pasos. Se tapó la nariz con la mano antes de adelantarse de nuevo con obstinación.

Se quedó parado en el vano de la puerta del cuarto oscurecido, y con la mano libre buscó el interruptor. Cuando lo halló, casi se quedó ciego por el resplandor de los tubos fluorescentes, que, de pronto, inundó el cuarto con una incómoda luz azul.

Cuatro metros más allá, medio ocultas tras un artefacto que no sabía qué era, vio unas piernas, de la rodilla hacia abajo. Era difícil decir si pertenecían a una mujer o a un hombre.

Fritjof Hansen tenía un ritual nocturno. Diariamente, a las nueve y treinta y cinco de la noche, veía CSI en TV Norge. Una cerveza, una pequeña bolsa de patatas fritas y Crime Scene Investigation antes de irse a la cama. Le gustaban tanto la versión de Miami como la de Nueva York. Aunque, de todos modos, su favorito era Gil Grissom, en la serie original de Las Vegas. Ahora, cuando estaban a punto de cambiar a Grissom por el negro, no estaba tan seguro de querer seguir viéndola.

Grissom era el mejor de todos.

En todo caso, a Gil Grissom no le hubiera gustado que el jefe de mantenimiento de un hotel respetable entrase en el lugar del crimen y destruyese las muchas pruebas microscópicas que podían encontrarse allí. Fritjof Hansen estaba seguro de que aquello era la escena de un crimen. En todo caso, la persona de ahí, al lado de la pared, estaba muerta. Recordó un episodio en donde Grissom había establecido la hora exacta de un asesinato estudiando el desarrollo de las larvas de las moscas que pululaban sobre un cadáver descompuesto. Había sido suficientemente desagradable por televisión.

—Remuerto —murmuró para convencerse—. Aquí apesta a muerte.

Retrocedió despacio y cerró la puerta. Verificó mediante el picaporte que la cerradura estuviese echada y comenzó a caminar de regreso hacia las escaleras. Antes de llegar a la esquina donde el pasillo formaba un ángulo de 90 grados, empezó a correr.

—De hecho consideré dejar que se escapara. Pero entonces encontramos el hachís. Tuve que hablar seriamente con él, y entonces me di cuenta de que…

El oficial Knut Bork alcanzó un informe personal a Silje Sørensen mientras caminaban juntos hacia la zona azul de la Central de Policía. Ella lo tomó y se detuvo mientras dejaba que sus ojos recorriesen la hoja.

Tras hacer una verificación más precisa, habían comprobado que Martin Setre tenía quince años y once meses de edad. Había pasado la primera parte de su vida con sus padres biológicos. Ya en el parvulario destacó como un pájaro de mal agüero. Infracciones constantes. Cardenales. Estaba claro que el muchacho era negligente también en el parvulario, pero la mayor parte de las heridas las traía de su casa. Cuando el director de Pedagogía pidió un informe sobre el niño, se sugirió un diagnóstico de TDAH. Antes de que la investigación comenzase, la familia se mudó. Martin comenzó a ir a la escuela en un pequeño distrito de Østfold y al cabo de sólo medio año lo internaron en el hospital con dolores de estómago que nadie podía explicar. Durante la primavera del primer año, la familia volvió a mudarse, después de que una de las maestras llegase de visita sin haberse anunciado, para encontrar al niño encerrado en un depósito para bicicletas y vestido con muy poca ropa. La mujer denunció el caso a Protección de Menores, pero antes de que el expediente alcanzase a llegar al tope de la pila, la familia se había mudado de nuevo. La vida de Martin continuó así hasta que, a los once años, le internaron en el hospital de Ullevål con una fractura de cráneo. Por suerte se le pudo salvar la vida, pero darle una resultó ser mucho más difícil.

Desde entonces, el muchacho entró y salió de instituciones y orfanatos. La última vez que se escapó fue durante las Navidades, de una institución de protección de menores en la que lo habían internado contra su voluntad.

Se había sobreseído a los padres por falta de pruebas.

Ptm —murmuró Silje levantando de nuevo la vista.

—¿Cómo?

—Puta madre —dijo ella más claramente.

—Puede decirse eso —contestó Knut Bork invitándola a avanzar—. Está aquí sentado.

Sacó una llave y la introdujo en la cerradura.

—Estrictamente, no tenemos derecho a encerrarlo —dijo en voz baja—. En todo caso, no sin supervisión. Pero el tipo hubiera andado por todos lados si yo hubiera dejado esta puerta abierta por un segundo. Trató de escaparse tres veces cuando lo traíamos de Protección Infantil.

—¿Estuvo allí desde el lunes?

—Sí, en Agudos de Protección Infantil. Aquí no ha estado solo más de cinco minutos.

La puerta se abrió.

Martin Setre no levantó la vista. Estaba sentado balanceándose en una silla y había puesto un pie sobre la mesa. La bota sucia descansaba sobre un pequeño charco de nieve derretida. El respaldo de la silla golpeaba rítmicamente la pared detrás de él y ya había comenzado a marcarla.

—Para —dijo Bork—. Ahora. Ésta es la subinspectora Silje Sørensen. Quiere hablar contigo.

El muchacho mantuvo la mirada baja. Tenía una cajita de tabaco para mascar entre los dedos, sin que pareciese estar usándolo ahora. Como contrapartida se le había agravado la infección de herpes.

—Hola —dijo Silje desde el otro lado de la mesa—. Puedes saludarme si quieres.

Se sentó.

—Entiendo —dijo ella, y comenzó a reírse.

Ahora el muchacho levantó la vista, pero sin encontrar la mirada de Silje.

—¿De qué coño se ríe?

—No es de ti. Es de Knut, aquí.

Señaló con la cabeza a su colega más joven. Él, por su lado, levantó las cejas tanto como era posible antes de adoptar la misma expresión indiferente. Había dado la vuelta a la silla sobre la que estaba sentado y se inclinó sobre el respaldo con los brazos en cruz; una delgada carpeta de casos colgaba de una de sus manos.

—El asunto es… —dijo Silje— que cuando él me mostró tus papeles hicimos una apuesta. Yo aposté cien coronas a que te ibas a balancear en la silla, juguetearías con una cajita de tabaco y te negarías a saludarme. Después le aposté otras cien a que durante el primer cuarto de hora no me ibas a mirar a los ojos. Me parece que me voy a forrar. Por eso me río.

Se rió de nuevo.

El muchacho quitó el pie de la mesa, dejó caer al suelo con un ruido las dos patas delanteras de la silla y la miró directamente a los ojos.

—Todavía no han pasado quince minutos —dijo—. Perdió.

—Sólo a medias —sonrió ella—. Es uno a uno entre Knut y yo. Cómo será entre nosotros dos, está por verse.

Un golpe débil en la puerta hizo que el muchacho mirase hacia allí.

—Entre —dijo Knut Bork en voz alta, y la puerta se abrió.

Una mujer de aproximadamente treinta años, muy por encima de su peso y con ropas más que holgadas, entró respirando pesadamente.

—Disculpen la tardanza —se excusó—. Mucho que hacer hoy. Soy Andrea Solli, de Protección de Menores.

Lo último lo dijo en dirección a Martin, y la mujer alargó una mano frente a él. Él levantó la suya vacilante, hasta encontrar un apretón flojo. No se puso de pie.

—Con eso todas las formalidades deben de estar en orden —dijo Andrea Solli cogiendo la última silla del cuarto.

El muchacho cerró los ojos e hizo como si bostezara. En realidad, ponía al día sus propias cuentas. En la sucesión de empleados de Protección al Menor, peritos, abogados y miembros de juntas que habían pasado por la vida de Martin Setre, Andrea Solli era la número 62. La primera había logrado hacerlo hablar. Le había contado tanto como quiso, y terminó describiendo cómo su padre le había encajado la cabeza dentro de una taza de retrete hasta que él no había estado seguro de estar vivo todavía.

Esa vez la mujer le había dicho que le creía y que todo saldría bien. Nada había salido nunca bien y ya hacía mucho que él había dejado de creer en nada de lo que le dijeran.

—Entiendo que te trajeron hace tres días —dijo Silje Sørensen—. Por posesión de tres gramos y medio de hachís, dice aquí. Para serte franca, esto no me interesa lo más mínimo. Tampoco estoy especialmente interesada en tu carrera como prostituto. Tampoco en este… —tomó la hoja que Knut Bork sacó de la carpeta que sostenía—, esto de aquí. Un informe de detención del 21 de noviembre del año pasado.

—¿Eh? ¿Ahora también van a empezar a sacar asuntos del tiempo de Maricastaña?

Martin se agitó en la silla.

—De esto hace un mes y medio, Martin. Aquí en la Policía, esto no es un asunto muy antiguo. Pero de hecho tampoco es esto lo que me interesa de tu caso.

El muchacho estaba inclinado hacia delante y empujaba la cajita de tabaco sobre la mesa, enviándola de una mano a la otra como si fuese un disco de hockey.

—Es Hawre. Hawre Ghani. ¿Lo conoces, verdad?

El movimiento de la cajita entre las manos aumentó de velocidad.

—Vamos, Martin. Os detuvieron juntos. En este informe está claro que os conocíais. Sólo quiero saber…

—No he visto a Hawre desde hace muchísimo —dijo el muchacho con amargura.

—Bueno, eso me lo creo.

—No sé nada de Hawre —murmuró Martin.

—¿Erais amigos?

El muchacho esbozó una mueca.

—¿Eso quiere decir sí o no?

—No es muy fácil hacer amigos cuando se vive como yo. ¡No puedo vivir en el mismo sitio durante más de unas semanas!

—Eres tú el que se escapa —lo interrumpió la asistente social—. Yo entiendo que las cosas son muy difíciles para ti, pero no es fácil comprender…

—De eso se puede hablar más tarde —interrumpió Silje Sørensen—. Tengo que preguntarte otra vez, Martin: ¿conocías bien a Hawre?

Él retomó el hockey de mesa, sin contestar.

—Te sonrojas. ¿Erais amantes?

—¿Eh?

La herida de la nariz había empezado a sangrar. Una línea delgada y roja zigzagueaba hacia abajo por la costra irregular y amarilla que bajaba desde la fosa nasal izquierda hasta el labio.

—¿Yo y… Hawre? ¡Hawre ni siquiera es verdaderamente homo! ¡Sólo necesita dinero!

—Pero ¿tú lo eres?

—¿Qué?

—Homo.

—Eso usted no me lo puede preguntar.

Una sirena empezó a sonar en el patio trasero. Dos urracas se sentaron en el marco externo de la ventana y los miraron con ojos negros como el carbón, sin hacer caso del ruido. Los ojos de Martin se achicaron, y finalmente dejó las manos quietas.

—Pero ya que pregunta, la respuesta es sí. No es nada de lo que avergonzarse.

Todo el cuerpo tenso irradiaba obstinación y ahora era él el que no quería perder su mirada.

—En eso estoy totalmente de acuerdo —dijo Silje.

Si el muchacho hubiese pesado diez kilos más y la herida en la cara estuviese curada, quizás hubiese sido guapo. Desgraciadamente tenía los dientes destruidos, un espectáculo raro entre los jóvenes noruegos en 2009. Cuando hablaba, podía vérsele la capa de sarro gris que, de todos modos, no lograba ocultar las malas amalgamas en los incisivos. Pero los ojos eran grandes y azules, y las largas pestañas se curvaban con gracia, como las de un niño pequeño.

—¿No puede irse esta gente? —preguntó.

—¿Quién?

Martin señaló a la asistente social y al policía.

—Yo puedo irme —dijo Knut Bork—. Pero Andrea Solli tiene que quedarse. No disponemos de permiso para interrogarte sin que un custodio esté presente.

Sin decir más, se puso de pie. Dejó la carpeta al lado de la hoja frente a Silje Sørensen y empujó la silla nuevamente debajo de la mesa.

—Llámame cuando hayáis terminado —dijo—. Estaré en mi oficina.

Cuando la puerta se cerró tras él, Martin miró mohíno a Andrea Solli.

—No necesito custodia —dijo—. También puedes irte.

Silje se adelantó a la representante de Protección al Menor.

—No va a hablar —dijo con decisión—. Olvídate. Mejor cuéntame cosas sobre ti y Hawre.

Martin había empezado a lamerse la herida. La sangre de la nariz se volvió de un color rojo claro al mezclarse con la saliva, y de pronto un pedazo grande de la costra se soltó.

—¡Mierda! —gritó, y se llevó la mano a la boca.

La sangre fluyó y Andrea Solli extrajo un paquete de Kleenex de su espaciosa cartera. Martin agarró tres hojas y las apretó contra la herida.

—Hawre y yo no éramos amantes —dijo excitado, y gritó dando a entender que no había terminado del todo de cambiar la voz—. ¡Sólo éramos amigos!

—Los amigos suelen tener alguna idea sobre dónde está el otro —respondió Silje.

El muchacho no respondió. Tenía los ojos húmedos, pero Silje no sabía si era por el giro de la conversación o por el dolor del labio. Eso le hizo dudar sobre cómo continuar. Para ganar tiempo, abrió una botella de medio litro de Farris y escanció tres vasos sin preguntar si alguien quería.

—Hawre está muerto —dijo despacio.

Las urracas abandonaron juntas el marco de la ventana, graznaron y desaparecieron en la oscuridad sobre la ciudad. Finalmente había dejado de nevar. Se habían hecho las cuatro y cuarto de la tarde. Desde el pasillo podían oír los pasos ansiosos de la gente que se apresuraba para regresar a casa.

—Era lo que yo creía —susurró Martin.

Arrojó el papel ensangrentado al suelo antes de poner los brazos sobre la mesa y esconder la cara.

—Era lo que yo creía —sollozó una vez más.

Silje Sørensen tenía más ganas de rodearlo con el brazo que de otra cosa. Hubiera querido contenerlo. Consolarlo, como si hubiese alguna forma de consolar a un muchacho de sólo dieciséis años que ya hacía mucho había perdido la posibilidad de llevar una vida decente.

—¿Cuándo lo viste por última vez? —insistió.

—No me acuerdo —lloró el muchacho.

—Esto es muy importante, Martin. A Hawre lo mataron.

Hubo una pausa en los sollozos.

—¿Lo mataron?

En la postura en la que estaba, su voz sonaba estrangulada.

—Sí. Y por eso es muy importante que trates de recordar.

—¿Usted cree que maté a Hawre?

No estaba siquiera enojado. No de manera acusadora. Martin Setre simplemente daba por hecho que todos pensaban que él tenía la culpa de todo.

—No, de ninguna manera. No creo, en absoluto, que hayas matado a tu amigo.

—Bien —moqueó el muchacho, y enderezó lentamente la espalda.

Andrea Solli señaló el paquete de Kleenex. Él no lo tocó.

—¡Porque nunca haría algo así!

—¿Puedes tratar de recordar cuándo lo viste por última vez? Podemos partir del 21 de noviembre. Entonces os trajeron juntos. Era un viernes. ¿Recuerdas algo de eso?

Él asintió casi imperceptiblemente.

—Aquí dice que os entregaron a Protección de Menores y os llevaron a Agudos. Hawre, sin embargo, logró escaparse durante el traslado. ¿Volviste a verlo desde entonces?

—Sí…

Realmente parecía como si pensase. Una arruga inclinada le dividía el ceño en dos.

—Yo me fugué al día siguiente. En todo caso, nos encontramos… el domingo. Y en… —Por primera vez cogió el vaso de agua mineral—. ¿Me pueden dar Coca-Cola en vez de agua? —preguntó.

—Claro. Aquí tienes.

Le alcanzó una botella. Él la abrió y bebió sin preocuparse del vaso. Una mueca de dolor le cruzó la cara cuando la boca del envase le tocó la herida, que todavía sangraba.

—Nos encontramos ese domingo. De eso estoy bien seguro, porque…

Se interrumpió bruscamente.

—¿Por qué? —preguntó Silje Sørensen.

—No se lo voy a decir.

—Tienes que entender que…

—No le voy a decir nada sobre esa noche, ¿vale? No es importante, de todas maneras, pues volvimos a vernos con Hawre al día siguiente.

—Muy bien —dijo Silje, y tecleó en su móvil hasta llegar al calendario—. Eso sería… ¿el lunes 24 de noviembre?

—No tengo ni puta idea de qué fecha era, pero era el lunes, después de que nos cogieran, en todo caso. Íbamos…

Finalmente tomó una de las servilletas y se la llevó con cuidado a la boca. Todavía tenía lágrimas en las pestañas. Ya no lloraba, pero el chico parecía todavía más miserable que antes, si eso era posible.

—Sólo queríamos ir a dar un par de vueltas. Después íbamos a ir al cine. Necesitábamos dinero.

Silje Sørensen tenía delante una pluma y un papel. Aun así, hasta ahora no había tomado una sola nota. Ahora cogió la pluma con cuidado, pero sin tocar la hoja.

—¿Qué película? —preguntó antes de agregar rápido—: Así podré verificar la fecha.

Max Manus.

—Vamos, Martin. El estreno de Max Manus fue justo antes de Navidad.

—Vale. No me acuerdo. Es cierto. No recuerdo qué íbamos a ver; de todos modos, no fuimos al cine.

—¿Qué hicisteis?

—Íbamos a… ¡Ah, sí! Sólo íbamos a conseguir algo de dinero. Fuimos a la estación central.

Ahora él buscó de nuevo la mirada de la policía, como para confirmar que entendía lo que le quería decir. Ella asintió con cuidado y él lo interpretó como un sí.

—Había un montón de gente. Lleno de personas.

—¿A qué hora era esto?

—No sé. Por la tarde, quizá. En todo caso no era tan tarde. Después íbamos a ir al cine. Nos quedamos donde estamos normalmente, y…

—¿Dónde es eso?

—En la entrada del andén.

—¿Y entonces?

—No vino nadie.

—¿Nadie? Pero dijiste que…

—Nadie de los que buscábamos. Nadie que…

Jugueteó con la cajita de tabaco. Ella reparó en que los dedos eran inusualmente largos y delicados, casi femeninos.

—O sea, que decidimos irnos a City. Oslo City. Pero justo cuando estábamos saliendo, llegó un tipo que nos habló en inglés. O, más bien, hablaba en norteamericano. No estoy seguro. Norteamericano, creo.

—Bien. ¿Qué quería?

—Lo común —dijo Martin con terquedad—. Pero sólo que no se decidía a decirlo de una vez. Por lo menos no usaba las mismas… Creepy type. Había algo raro en él.

—¿Como qué?

—No sé bien. En todo caso yo no quería irme con él. Era…

La pausa fue tan larga que Silje le hizo otra pregunta:

—¿Recuerdas cómo era?

—Parecía un viejo libidinoso. Ropas caras. Un poco gordo, en realidad.

—¿Qué quieres decir con viejo?

—¡Por lo menos de cuarenta! Asqueroso. Como preguntón. No me gustan los viejos. Veinticinco está bien. No mucho más, en todo caso. Pero Hawre necesitaba el dinero más que yo, así que se fue con él. —Miró la botella de Coca-Cola—. Estaba vestido como para que se pudiese ver lo rico que era, ¿entiende?

Silje Sørensen entendía perfectamente. Era la subinspectora de Policía más rica del país, tras haber heredado una fortuna cuando tenía dieciocho años. No le afectaba mucho. Cuando eligió la academia de Policía, en principio fue para atemperar su esnobismo. Ahora ya estaba tan acostumbrada que compraba sus ropas, por lo general, en Hennes & Mauritz. Pero sabía bien lo que él quería decir, y asintió.

—¿Y desde entonces?

Él levantó la mirada. Sus ojos la asustaron; la confusión por su compañero muerto se había convertido en total apatía. El muchacho se encogió de hombros y murmuró algo que ella no entendió.

—¿Qué?

—No me acuerdo mucho más de ese día.

—Pero ¿no volviste a ver a Hawre desde entonces?

No podía dejar de tocarse la herida con la lengua. Sacudió la cabeza en lugar de responder.

El informe de la autopsia preliminar mostraba que Hawre Ghani murió probablemente entre el 15 y el 25 de noviembre. Martin Setre había visto a Hawre el 24 de noviembre, cuando desapareció con un cliente desconocido.

—Tienes que ayudarme —dijo Silje.

Él siguió sentado en silencio.

—Tengo que hacer un dibujo del hombre que se fue con Hawre. ¿Puedes ayudarme con eso?

—Ok —dijo por fin el muchacho—. Si antes puedo comer algo.

—Te daremos de comer. ¿Qué quieres?

Por primera vez, ella vio la insinuación de una sonrisa sobre el rostro desfigurado.

—Un bistec con cebolla y muchas patatas asadas —le contestó—. Estoy muerto de hambre.

Yngvar Stubø tosió tratando de acallar los ruidos que hacía su estómago. Apenas una hora antes había comido una manzana y un plátano, pero ya se sentía otra vez vacío. La noche de Año Nuevo había utilizado la balanza del baño por primera vez en dos años. Los números que brillaron frente a él en el visor tenían tres cifras, y lo asustaron. Como no era posible encontrar tiempo en su ya ajustada agenda para ejercitarse de forma sistemática, tuvo que renunciar a comer. En absoluto secreto se había enrolado en vektklubb.no, un sitio de Internet que le había informado rápidamente y sin misericordia que su consumo diario era de 4000 calorías. Bajar hasta 1800 era simplemente infernal.

Todavía tenía tres Kvikklunsj en el escritorio. Abrió el cajón y miró los paquetes envueltos en papel con franjas. Media tableta no podría significar mucho. Era cierto que tres días atrás había consultado la cantidad de calorías que contenía el chocolate en vektklubb.no, y entonces había decidido no tocar otra vez ese invento del demonio. Pero ahora tenía tanta hambre que no pensaba con claridad.

Sonó el teléfono.

—Yngvar Stubø —dijo más amable que de costumbre, profundamente agradecido por la interrupción.

—Soy Sigmund.

Sigmund Berli era amigo de Yngvar, además de su colega más cercano en los últimos casi diez años. Estaba lejos de ser el cuchillo más afilado en el cajón de herramientas de Kripos, pero era muy trabajador y enormemente leal. Sigmund votaba a la derecha, era hincha del Vålerenga y cenaba Fjordland siete días a la semana desde que se había divorciado, hacía apenas un año. El poco tiempo libre que tenía lo dedicaba a sus dos hijos, a los que adoraba. Sigmund Berli era el ancla que Yngvar tenía en las masas. Y él le estaba agradecido justamente por eso. Cada vez más, los amigos y colegas universitarios de Inger Johanne lo obligaban a pasarse toda la comida sin pronunciar ni una palabra. Por lo común era inútil referirles cómo era de veras la vida en este país. Gracias a Sigmund Berli y a sus burdas generalizaciones, en todo caso había fundamentos de una existencia vivida entre gente común.

—Hallamos una pila enorme de las llamadas «cartas de odio» —dijo Sigmund.

—¿Todavía estás en Bergen?

—Sí, en una caja de seguridad en la oficina de la obispo.

—¿Estás dentro de la caja de seguridad?

—Ja, ja. Las cartas. Había una caja de seguridad ahí, de la que tuvimos conocimiento hace unos días. La secretaria tenía un código, pero por lo visto no era el correcto. Un tipo de la empresa arregló el asunto. Y había un montón de mierda, por decirlo así.

—¿De qué se trata?

—Adivina, pues.

—No tengo ganas de jugar ahora, Sigmund.

—¡Homosexi, homosexa! —Hasta podía oír la sonrisa de Sigmund al otro lado—. Qué si no —agregó.

—¿Hablamos de mensajes electrónicos? —preguntó Yngvar—. ¿O de correo normal? ¿Anónimos?

—Un poco de todo. La mayoría son mensajes electrónicos impresos. De ésos la mayor parte son anónimos, pero también hay alguno que otro firmado con nombre completo. En su mayor parte es basura, Yngvar. Una cloaca, propiamente. ¿Y sabes qué es lo que nunca he entendido?

«Bastante», pensó Yngvar.

—Cómo es posible que algunos pueden sentirse tan provocados por lo que la gente hace en la cama. Mira: el que entrena a mis chicos en hockey sobre hielo es maricón. Masculino y recio con los muchachos, pero increíblemente simpático. Va a todos los entrenamientos, lo que no hacía el otro idiota que tenían antes, pese a que tenía mujer y cuatro hijos. Algunos de los padres empezaron a hacer ruido cuando el tipo salió en los diarios, ¡pero ahí deberías haber visto al viejo Sigmund Berli! —La risa crepitaba en el teléfono—. ¡Puse las cosas en su lugar! No se puede comparar a un homo cualquiera con un jodido provocador, ¿sabes? Me gané un amigo para toda la vida, con el tipo. Hemos salido a tomar cervezas un par de veces y es un chaval estupendo. Buenísimo en el hielo, también. Estaba en el equipo juvenil hasta que pudo. Son una caterva de homofóbicos, ésos.

Yngvar escuchaba con asombro creciente. Todavía sus ojos volvían al papel con franjas de los chocolates.

—¿Qué pasa con las cartas?

Sigmund masticó algo.

—Disculpa —dijo con la boca llena de comida—. Debía tener algo en el estómago. ¡Tienen unos bollos de canela increíblemente buenos, aquí en Bergen!

El cajón con los chocolates se cerró ruidosamente antes de que Sigmund siguiera.

—Hemos puesto un informático a trabajar con su ordenador. Para que encuentre el domicilio IP y esas cosas. Por supuesto también vamos a analizar las cartas. Me pregunto por qué lo habría escondido todo junto. Tampoco presentó ninguna denuncia. La mayoría de las personas públicas reciben este tipo de cosas constantemente. En todo caso lo hacen si defienden algo que es controvertido. Muy pocas montan un escándalo por ello. Sería sólo como echar leña al fuego. Inger Johanne trabajaba en un proyecto que…

—¿Qué tal va con mi mujer favorita? —interrumpió Sigmund.

El colega de Yngvar sufría desde hacía varios años un enamoramiento aparentemente invariable de Inger Johanne. Por lo normal, éste se evidenciaba exclusivamente a través de un entusiasmo descomunal cada vez que la veía o hablaba con ella. Cuando bebía un poco, podía salir con comentarios irreflexivos y tocamientos que no eran bienvenidos. En una ocasión Inger Johanne le había dado un sólido tirón de orejas cuando él, algo idiotizado por el coñac del festejo, le había puesto una mano en un pecho. Por una u otra razón absurda, todavía le gustaba, de alguna manera.

—Bien —dijo Yngvar—. Tienes que darte una vuelta uno de estos días.

—¡Sí! ¿Qué tal este fin de semana? Me viene bien el…

—Llámame cuando tengan alguna novedad —interrumpió Yngvar—. Ahora he de irme. Hasta luego.

En el momento en que estaba a punto de cortar la comunicación, oyó la voz mecánicamente distorsionada de Sigmund que gritaba:

—¡Espera! ¡No cuelgues!

Yngvar se llevó otra vez el teléfono a la oreja.

—Sí, ¿qué sucede?

—Sólo quería decirte que no todas las cartas tratan de este asunto de los hornos.

—¿Entonces?

—Algunas tratan sobre el aborto.

—¿Sobre el aborto?

—Sí, mira. La obispo era bastante fanática con eso.

—Pero ¿sobre qué escriben? Y sobre todo: ¿quién es el que escribe?

Finalmente Sigmund había terminado de comer.

—Un poco de todo. Esas cartas no son tan agresivas. Son de una mujer que no quisiera haber nacido nunca. Nació porque violaron a su madre, y como era joven, no se animó a contárselo a nadie hasta que fue demasiado tarde. Su vida fue un desastre desde el principio.

—Hmm. ¿Una persona que se queja a la obispo por el hecho de que existe?

Sííí.

—Pero ¿qué quiere, exactamente?

—Trata de convencer a la obispo de que el aborto puede ser aceptable. Algo en ese sentido. No estoy seguro. Muchas de estas cartas están escritas por personas bastante chifladas, Yngvar. Yo estoy contigo en que no debemos darle gran importancia. Pero como estamos relativamente sin otra cosa, en todo caso tenemos que echarles una buena ojeada. ¿Vienes pronto por aquí?

Yngvar apretó el teléfono entre la cabeza y el hombro. Abrió el cajón, tomó uno de los Kvikklunsj y le quitó el papel.

—No antes de la semana que viene, creo. Pero hablaremos mucho antes que eso. Hasta luego.

Dejó el teléfono y partió el chocolate en cuatro pedazos. Empezó a comérselos despacio. Dejó reposar cada bocado en la lengua por un rato, más disolviendo la golosina que masticándola. Cuando terminaba con cada pedazo, comenzaba con el siguiente. Le llevó cinco minutos disfrutar de todo el chocolate y terminó lamiéndose los dedos.

Le mejoró el humor. El azúcar en la sangre subió y sintió la cabeza clara. Cuando al cabo de unos segundos pensó que acababa de dar vida a 216 calorías totalmente inútiles, se deprimió tanto que tomó el abrigo del perchero y apagó la luz. Era miércoles 7 de enero, y siete días de una dieta de hambre eran suficientes por esta vez.

En todo caso podía permitirse tomar una cena como la gente normal.