—No sé si hice bien en contarle esto. En realidad, no encontramos ninguna señal de que alguien haya entrado tras forzar la puerta, y el rector no quiso llamar a la Policía. Es sólo que yo…
—¿Puede empezar desde el principio? —dijo Inger Johanne, y se aclaró la garganta—. ¿Puede contártelo todo una vez más?
Trataba de encontrar una posición en la que pudiese sentarse quieta.
—Sí, pues…
La inspectora de enseñanza Live Smith se pasó los dedos por el grueso cabello gris. Ya parecía haber dudado cuando interceptó a Inger Johanne en el pasillo y le pidió que la acompañase a su oficina. Ahora era como si se arrepintiese y quisiera olvidar todo.
—Como somos, al fin y al cabo, una escuela especial… —dijo insegura—, tenemos material bastante completo sobre cada niño. Como usted sabe, nuestros alumnos tienen en parte muchos tipos distintos de limitaciones funcionales, y a fin de maximizar la oferta de educación para cada uno, entonces…
—Sé lo que esta escuela es y lo que puede ofrecer —dijo Inger Johanne—. Mi hija viene aquí.
Su voz sonaba extraña. Dura y sin matices. Tosió de nuevo y tuvo que tomar el vaso a pesar de que le temblaban las manos.
—¿Está todo bien?
Live Smith miró la línea de agua que corría hacia abajo sobre el jersey de Inger Johanne.
Inger Johanne alejó el vaso de sí.
—Sólo tengo un poco seca la garganta. Estoy a punto de pillar algo. La escucho.
Forzó una sonrisa e hizo un ademán circular con la mano, impaciente. Live Smith se arregló la chaqueta, se acomodó el cabello detrás de las orejas y dijo, algo picada:
—De hecho fue usted quien me pidió que se lo contase todo desde el principio.
—Sí. Lo siento. ¿Podría usted sólo…?
—Bien. La versión corta es que cuando llegué aquí el viernes pasado, antes de este último fin de semana, para preparar el inicio de las clases, tuve la sensación de que alguien había estado aquí antes.
Abarcó la habitación con un gesto de la mano. Era una oficina amplía con un archivador que ocupaba toda la pared más larga, en la que una puerta daba acceso a un cuarto más pequeño y cerrado con candado. El resto de las paredes estaban cubiertas por coloridos dibujos infantiles encuadrados en marcos de IKEA. Las cortinas eran de un rojo brillante con puntitos amarillos y flameaban con el aire caliente de los radiadores ubicados bajo las ventanas.
—Me dio una sensación rara. Había otro…, otro olor, quizá. No, más bien otra atmósfera, de algún modo.
Ahora parecía turbada y sonrió antes de agregar:
—Ya sabe.
Inger Johanne sabía.
—No es que yo crea en lo sobrenatural —dijo Live Smith, y sonrió otra vez con gesto de desaprobación—. Pero usted conoce seguramente la sensación de…
—No es sobrenatural —interrumpió Inger Johanne—. Muy al contrario. Es una de las habilidades más agudas que tenemos. El inconsciente se percata de cosas que no logramos hacer salir del todo a la superficie. Algo puede haber cambiado de lugar. Puede, como dice usted, haber un olor casi indetectable. Cuanto más tiempo hayamos vivido, tanto más nuestras experiencias acumuladas nos dirán mejor que lo que podemos definir con nuestra primera impresión. Algunas personas son más hábiles que otras para comprender eso que sienten. —Finalmente logró beber un poco de agua—. A veces se autodefinen como videntes —agregó.
El sarcasmo hizo que su pulso se calmara.
—Además estaba esta carpeta —dijo Live Smith.
Otra vez esa sonrisa fugaz detrás de cada frase, como si buscase restarse importancia a sí misma. Quitarse valor, no pretender ser tomada demasiado en serio. Normalmente, Inger Johanne se hubiese irritado violentamente por ese gesto femenino. Ahora tenía suficiente con mantener la voz firme.
—La carpeta de Kristiane —afirmó con la cabeza.
—Sí. También estaba… —Live Smith se interrumpía cuando aspiraba, como buscando la palabra menos peligrosa: ¿desaparecida, perdida, robada?—, quizá sólo extraviada —dijo finalmente.
Sus ojos decían algo completamente distinto.
—¿Cómo se dio cuenta?
—Buscaba otra carpeta en el mismo cajón cuando me percaté de que no tenía candado. El cajón, quiero decir. No estaba forzado o algo así, simplemente estaba sin candado. Me molesté conmigo misma, porque hasta donde recordaba fui la última que lo cerró todo antes del parón navideño. Tenemos reglas muy estrictas para archivar la información de los alumnos. En parte son datos médicos delicados, y yo…
Esta vez la sonrisa fue seguida de una ligera contracción de los hombros.
Inger Johanne no dijo nada.
—Como no había señales de allanamiento ni en la puerta ni en el archivador ni en los cajones, pensé que todo el asunto era sólo un olvido de mi parte. Pero, por seguridad, verifiqué que todo estuviera en su lugar. Y así era, a no ser por…
—A no ser por la carpeta de Kristiane.
—Exactamente.
Inger Johanne sintió una necesidad irrefrenable de borrar la sonrisa de la cara de la inspectora de enseñanza.
—¿Por qué no avisaron a la Policía? —dijo en cambio.
—El rector piensa que no puede haber habido un allanamiento. No hay nada destruido. No hay marcas en las puertas, en todo caso no las hemos podido encontrar. Nada fue robado. No es que tampoco haya mucho de valor en este cuarto. Salvo el ordenador, quizá.
Ahora se rió. Una pequeña risa fuerte y forzada.
«Y qué hay de mi hija», pensó Inger Johanne. La vida de Kristiane, todos los análisis, diagnosis y no diagnosis, medicaciones y errores, avances e intentos; toda la existencia de su hija estaba registrada en un archivo que había sido acumulado con confianza a través de los años y que ahora había desaparecido.
—Las carpetas de los niños son un poco más valiosas que su ordenador —dijo Inger Johanne.
Por fin dejó de sonreír.
—Por supuesto —dijo Live Smith—. Ésa es también la razón por la que pensé que sería bueno avisarla. Pero quizá el rector tenía razón. Fue un error por mi parte. Ya verá cómo la carpeta aparece hoy, más tarde. Sólo pensé que como tenía esa sensación, y como usted misma trabaja en la Policía, yo…
—Eso no es así. Yo trabajo para la universidad.
—Cierto. Es su marido el que es policía. El papá de Kristiane.
Inger Johanne no tenía ganas de corregirla otra vez. En lugar de hacerlo se puso de pie. Echó una mirada al cuarto de archivos al fondo.
—Hizo lo correcto al avisarme —dijo—. ¿Puedo ver el armario?
—¿El armario de los cajones?
—Si es así como lo llaman.
—En realidad sólo somos el rector y yo los que… Como le dije tenemos reglas muy estrictas para…
—¡Sólo voy a mirar! ¡No tocaré ninguna carpeta!
La inspectora de enseñanza se puso de pie. Sin una palabra fue hacia la puerta, eligió la llave correspondiente de un llavero enorme y abrió. La mano buscó el lado del marco izquierdo. Un tubo de luz estridente crepitó y parpadeó en el techo hasta asentarse finalmente en un murmullo de alta frecuencia.
—Es ése de ahí —dijo señalándolo.
Los estantes cubrían dos de las paredes desde el suelo hasta el techo. Eran estantes grises, esmaltados, con puertas. Inger Johanne miró con más atención el que la inspectora había señalado. El candado parecía lo suficientemente sólido. Se inclinó un poco más y achicó los ojos tras los vidrios de las gafas.
—Hay una pequeña raya aquí —dijo al cabo de unos segundos—. ¿Es nueva?
—¿Raya? Déjeme ver.
Juntas estudiaron el candado.
—Yo no veo nada —dijo Live Smith.
—Aquí —dijo Inger Johanne señalando con una pluma—. Un poco ladeada. ¿La ve?
Live Smith se inclinó hacia delante. Cuando entrecerró los ojos, el labio inferior se elevó hasta darle la apariencia de un ratón empeñoso.
—No…
—Sí.
—¡En todo caso, yo no veo nada!
Inger Johanne aspiró sonoramente y se enderezó.
—¿Puede abrirlo? —pidió.
Esta vez, Live Smith cedió sin discutir. El enorme llavero se agitó otra vez y al cabo de unos segundos pudo abrir la puerta. El interior del armario estaba dividido en seis cajones. Cada uno con su correspondiente candado y llave.
—Éste es el cajón donde estaba la carpeta de Kristiane —dijo señalando el superior.
Inger Johanne no logró ver huellas de que alguien hubiera forzado nada ni siquiera poniendo toda su voluntad. Inspeccionó por todos lados el pequeño agujero de la llave. El armario era ciertamente viejo, con alguna que otra raya en el esmalte. Sin embargo, no parecía que nadie hubiera tocado el candado.
—Gracias —murmuró.
Live Smith cerró y echó la llave cuando salieron.
—Entonces —dijo aliviada, una vez que todo estuvo cerrado—. Lamento sinceramente haberla alarmado sin razón.
—No hay problema —dijo Inger Johanne, y se obligó a sonreír en respuesta—. Como hemos dicho es mejor anticiparse. Gracias.
Ya estaba en la puerta. Entonces se dio cuenta de que tenía puesto el abrigo. Tenía calor, casi estaba sudando.
—Llámeme si aparece —pidió.
—«Cuando» aparezca —rió la inspectora de enseñanza—. Por supuesto que lo haré. De paso debo decirle que es una alegría observar los avances que hace Kristiane.
Fue como si la mujer de mediana edad hubiera experimentado un súbito cambio de personalidad. La estúpida sonrisa desapareció. Las manos, que todo el tiempo habían estado nerviosas tocándose los cabellos y llevándolos detrás de las orejas, reposaron tranquilas en su falda cuando se sentó. Inger Johanne permaneció de pie.
—Es una niña fascinante —continuó Live Smith—. ¡Pero además nos brinda tanto! Lo especial con Kristiane es lo impredecible de su enorme predictibilidad. He tenido muchos autistas en la escuela, pero…
—Kristiane no es autista —se apuró a decir Inger Johanne.
Live Smith se encogió de hombros.
Pero sin sonreír.
—Autista, asperger, o quizá sólo… especial. No importa mucho cómo quiera usted llamarla. La cosa es que es un placer tenerla aquí. Tiene una fantástica capacidad de aprendizaje, y no hablo solamente de estudiar. Puede formular las preguntas más extrañas que, si uno utiliza sus mismas premisas, pueden tener una lógica asombrosa.
Ahora la sonrisa era genuina. De vez en cuando reía, una risa alegre y cristalina que Inger Johanne no le había oído nunca. Para saber tan poco de la familia, conocía notablemente a Kristiane.
—Pero todo esto usted ya lo sabe. Yo sólo quería que entendiese que no son únicamente sus maestros más cercanos los que han aprendido a querer a Kristiane. Todos nos preocupamos por ella y aprendemos algo nuevo de ella todos los días.
Inger Johanne sacó un pañuelo. Sabía a sal cuando su lengua rozó el labio superior.
—Gracias —dijo despacio.
—Yo soy quien debo darle las gracias. Tengo el mejor trabajo del mundo, y hay niños como su hija que me hacen estar agradecida por cada día de escuela. Tantos de nuestros pequeños encuentran límites en todo lo que hacen. Pueden ser tres pasos adelante y dos hacia atrás. Pero no con Kristiane.
—Tengo que irme —dijo Inger Johanne.
—Desde luego. ¿Sabe cómo se sale?
Inger Johanne asintió y abrió la puerta. Cuando la dejó cerrarse detrás de ella, sintió en la nariz el olor de jabón verde. Se apuró a través del largo corredor. Las botas resonaban contra el linóleo recién encerado, y cuando llegó finalmente a las grandes puertas de vidrio de la entrada, no las pudo abrir lo suficientemente rápido.
El frío del invierno la golpeó haciendo que respirase más fácilmente.
Disminuyó la velocidad y metió las manos en los bolsillos del abrigo. Como de costumbre, Kristiane había insistido para que aparcasen a algunos cientos de metros de la escuela, así podrían dar exactamente el mismo rodeo de siempre hasta llegar al edificio.
Finalmente había llegado el cambio de clima.
Una larga helada había endurecido el suelo y lo había preparado para la nieve seca y ligera que cubría ahora todo Østlandet. Las pistas de esquí distribuidas en los pulmones verdes que la capital todavía consideraba sensible mantener habían estado repletas de niños y padres de criaturas en los últimos días de las vacaciones escolares. Las pistas de trineo se rellenaban cada día echándoles nieve ligera. En las canchas de fútbol congeladas, grandes y chicos daban vueltas con cajones y palas. No sólo la ciudad estaba más luminosa cubierta de blanco; era como si, colectivamente, sus habitantes suspirasen aliviados porque la naturaleza se había dado de alta. En todo caso por esta estación.
Inger Johanne se ajustó mejor la bufanda contra la nevada y trató de pensar racionalmente.
Seguramente la carpeta se había extraviado, sin más.
Pero no lograba creerlo.
—Joder —se dijo—. Joder, joder, joder.
No entendía por qué se había alterado tanto. Era cierto que se sentía siempre preocupada por Kristiane, pero aquello ya era excesivo.
Extraviada, había dicho Live Smith.
Caminó más rápido.
Una angustia nueva y aterradora se había asentado en ella. Había llegado con el hombre que había visto en el jardín. Ése que las niñas no supieron quién era, pero que llamó a Kristiane por su nombre. Lo único que reconocía en la constante inquietud que la perseguía desde entonces era que estaba completamente sola con ella. Isak manejaba a Kristiane como si la niña fuese sana y normal, y se reía siempre ante cualquier preocupación. Yngvar siempre la tranquilizaba, sobre todo en los peores momentos. Ahora tenía menos paciencia. Los gestos de desaliento cada vez que ella insinuaba que pasaba algo extraño con su hija, que algo no iba como debería, hicieron que se quedase cada vez más callada. Trataba de calmarse diciéndose que había leído demasiado. Toda la sabiduría de la que se había adueñado en el curso de los años con Kristiane se había vuelto una carga. Mientras que Ragnhild ya sabía que los extraños podían ser peligrosos, Kristiane era a menudo totalmente incapaz de discernir. Podía dejarse llevar por quien fuera.
Delincuentes sexuales.
Ladrones de órganos.
No debía darle tantas vueltas. Kristiane estaría protegida siempre, siempre.
Se acercó al coche. No podía haber pasado más de una hora desde que había aparcado. Aun así, el automóvil estaba cubierto de nieve. Además, un tractor limpiacalles había pasado por su lado y había dejado un muro de nieve de un metro de alto entre el viejo Golf y la estrecha calle de una sola dirección.
Inger Johanne se detuvo. No tenía una pala en el coche. Había olvidado los guantes en la oficina de la inspectora de enseñanza.
Por primera vez se animó a considerar la idea en su conjunto: había alguien que los vigilaba.
No a ellos.
A Kristiane.
La familia Vik Stubø nunca había tenido cortinas en las ventanas de la sala. Las miradas de la calle no les molestaban, y la habitación era más luminosa sin ellas. En los últimos días, sin embargo, Inger Johanne había comenzado a buscar algún género liviano. Algo que los protegiese de las miradas de los que se movían allí fuera. Ésos que ella no conocía, pero que estaban ahí. La parte racional de su cerebro sabía que un hombre detrás de una cerca de jardín, un tipo amigable en la tienda de los ositos y un fichero desaparecido difícilmente completaban una secuencia. Pero la sensación en su estómago le decía algo totalmente diferente.
Furiosa, con las manos desnudas, comenzó a remover la nieve que cubría el automóvil. Pronto se le entumecieron los dedos, pero no cejó hasta dejar libre todo el vehículo. Entonces empezó a deshacer a patadas el muro que había dejado el tractor. Le caían las lágrimas y le dolían los talones cuando por fin juzgó que le sería posible salir.
Se dejó caer en el asiento del conductor, introdujo la llave en la ranura y la giró.
Acelerando más de lo necesario, torció las ruedas hacia la calle pasando por encima de toda la nieve que no había podido quitar del paso. Puso la reductora y condujo al doble de la velocidad permitida. Al llegar al primer cruce se dio cuenta de lo que hacía y frenó abruptamente, justo a tiempo para evitar la colisión con un camión que avanzaba desde la derecha.
Se quedó sentada, inclinada hacia delante, con ambas manos en el volante. La adrenalina la hacía pensar con una claridad absoluta. Por un momento consideró lo absurdo que era creer que alguien podía interesarse en vigilar a una niña rara de catorce años que vivía en Tasen.
En cuanto puso de nuevo el coche en marcha, volvió a sentirse tan angustiada como antes.
—No debería preocuparse por no tener suficiente quehacer —dijo, risueña, la secretaria alcanzando una carpeta a Kristen Faber—. El que un cliente no aparezca facilita las cosas, así se pueden hacer muchas más cosas. Arreglar los papeles de su escritorio, por ejemplo. Allí reina un alegre caos.
El abogado cogió la carpeta y la abrió mientras caminaba hacia la puerta de la oficina. Detrás de él, junto al escritorio de la secretaria, quedó un olor de cuerpo sin lavar, de loción para después del afeitado y de alcohol barato. Ella abrió un cajón y extrajo un aerosol perfumado. Pronto el olor de borrachera rancia se mezcló con el intenso aroma de lirios, y la secretaria olisqueó el aire con una mueca antes de devolver el pulverizador a su lugar.
—¿Ni siquiera ha llamado? —gritó el abogado Faber, antes de que un ataque de tos hiciese innecesaria la respuesta.
En lugar de eso, la secretaria se paró, tomó una humeante taza de café bien caliente de encima de un archivador y lo siguió.
—No —dijo cuando finalmente el hombre terminó de escupir flemas en un cesto rebosante de papeles—. Probablemente algo se lo impidió. Tome. Beba esto.
Cuando Kristen Faber tomó la taza, logró hacerlo sin derramar nada.
—Este miedo a volar que tengo es una desgracia —murmuró—. Tuve que beber alcohol desde fucking Barbados.
La secretaria, una mujer amigable y de constitución frágil que rondaba los sesenta, podía imaginarse muy bien que había habido mucho fucking en Barbados. También sabía que él no había bebido tan sólo en el viaje.
Había trabajado durante casi nueve años para el abogado Faber. En el bufete eran sólo ellos dos, más un apoderado que trabajaba media jornada. Según los papeles compartían la oficina con otros tres abogados, pero los locales estaban distribuidos de tal forma que podían pasar días sin que ella viese a los otros. El abogado Faber tenía su propia entrada, su recepción y su toilette. Como su oficina era grande, no era común que ella tuviese que preparar café y agua mineral en el gran cuarto de reuniones, que era compartido.
Dos veces al año, en julio y para las Navidades, Kristen Faber se desconectaba de todo. Junto a un grupo de viejos amigos de estudios, todos hombres, divorciados y forrados de dinero, viajaba a lujosos destinos para comportarse como si todavía tuviesen veinticinco años. Salvo en lo que respectaba al dinero. Cada vez que lo hacía regresaba igual de cansado. Le llevaba una semana recuperarse, pero entonces no tocaba una gota de alcohol antes de que llegase la oportunidad de un nuevo viaje con sus amigos. La secretaria suponía que él sufría de una especie de alcoholismo. Sin embargo, se podía vivir con eso, pensaba.
—¿El avión llegó a la hora? —preguntó, más que nada por decir algo.
—No. Aterrizamos en Gardermoen hace dos horas, y si no hubiera sido por esta entrevista, hubiera podido pasar por casa para darme una ducha y ponerme ropa limpia. ¡Joder!
Chasqueó los labios con el café fuerte.
—Un poco más, por favor. Y creo que debe cancelar la entrevista de las dos. Tengo que…
Levantó el brazo y se olisqueó la axila. Los restos salados de sudor marcaban un anillo claro en su traje oscuro. Se enderezó con violencia.
—¡Pufff! ¡Tengo que irme a casa!
—Como usted quiera —sonrió la secretaria—. También tiene un cliente a las tres. ¿Estará de vuelta entonces?
—Sí.
Miró su reloj de pulsera y dudó un momento.
—Por cierto, retrase la entrevista de las dos hasta las dos y media, y entonces haremos que la entrevista de las tres se demore un poco.
Ella buscó la jarra con café y trajo un platito con chocolates. Él ya estaba ocupado con sus papeles y no se lo agradeció.
—Tipo del demonio —murmuró, y dejó que la mirada corriese sobre el documento—. ¡Las veces que insistió en que lo recibiera en cuanto llegase de vuelta!
La secretaria no contestó y regresó a su lugar.
El dolor de cabeza lo estaba matando. Metió el pulgar en una órbita y el índice en la otra. La presión no ayudaba en lo más mínimo. Tampoco el café, le daban palpitaciones por la cafeína combinada con el alcohol.
La bandeja con los casos que estaban en proceso estaba llena hasta rebosar. Cuando dejó la última carpeta sobre la pila, ésta se deslizó y cayó al suelo. Irritado, se puso de pie y la recogió. Pensó un segundo, abrió un cajón e introdujo allí el documento. Cerró el cajón de un golpe y salió del cuarto.
—¿He de llamar a este… —la secretaria miró la agenda por encima de las gafas, que tenían la forma de medialuna— Niclas Winter? —continuó—. ¿Para una nueva entrevista, digo? Ha insistido, como usted dice, muchísimas veces, y…
—No. Espere a que él llame. Ya tengo suficiente trabajo esta semana. Es todavía su responsabilidad, ya que ni siquiera se molesta en dejar un mensaje.
Agarró la maleta grande de la que se había desembarazado al llegar y desapareció sin cerrar la puerta detrás de sí. Ni siquiera una vez preguntó cómo había pasado la Navidad su secretaria, en Tailandia, junto a sus hijos y nietos. Ella permaneció sentada escuchando los pasos de él en las escaleras. La maleta golpeó en casi todos los escalones. Sonaba como si fuese cojo y tuviese una pata de palo.
Al final todo quedó en silencio.
La fuerza con la que caía la nieve amortiguaba todos los ruidos. Era como si la paz de los días sacros descansase todavía sobre el vecindario. Rolf Slettan había elegido ir caminando del trabajo a casa, pese a que había una hora y media de marcha entre la clínica veterinaria en Skøyen y la vivienda en Holmenkollåsen. Las veredas estaban cubiertas por casi un metro de nieve suelta, y hubo de caminar el último par de kilómetros dentro de la estrecha franja dejada en medio de la calle por el tractor.
Los pocos vehículos que, de vez en cuando, pasaban resbalando, lo forzaban a trepar a menudo por los bordes todavía blancos como la tiza. Respiraba con dificultad y estaba empapado de sudor. De todos modos, comenzó a correr en cuanto dobló la última esquina.
Desde lejos, la casa se veía como la escena de un film nazi. Capuchones de nieve blanca colgaban sobre el portón y ocultaban a medias la inscripción de gruesas letras: «Se está bien fuera, pero es mejor en casa». Grandes montones de nieve enmarcaban el patio, que dentro de algunas horas tendría que volver a limpiar.
Se detuvo en la entrada, frente al portón.
Marcus no podía haber llegado todavía. Una capa de diez centímetros de nieve virgen revelaba que nadie había entrado o salido durante un buen rato. El pequeño Marcus debería de estar en casa con un compañero de clase y no llegaría hasta eso de las ocho. La casa estaba oscura y en silencio, pero la gran cantidad de lámparas exteriores de hierro forjado iluminaban con calidez y producían destellos en la nieve. El tejado de turba había desaparecido bajo la nevada. Era como si los dragones que alargaban sus lenguas desde cada extremo del caballete pudiesen emprender el vuelo en cualquier momento ayudados por sus nuevas alas blancas.
Se sacudía la nieve de las piernas cuando la huella dejada por un automóvil llamó su atención. El vehículo había avanzado hasta el portón y allí había trazado una curva profunda en la nieve. No podía haber sido hace mucho. Cuando se puso en cuclillas pudo apreciar el dibujo de las cubiertas. Pensó que probablemente alguien había maniobrado en el lugar para dejar pasar el tráfico que venía en sentido contrario. Mientras se incorporaba, siguió con la vista el trazo de los neumáticos hasta la calle.
Raro.
Dio un par de pasos con cuidado, como para no destruir la huella. Se hacía rápidamente menos clara. Medio metro más allá ya casi había desaparecido. Sólo un vestigio del rastro llegaba hasta la calle.
Rolf Slettan giró y siguió la huella en dirección opuesta. Era tan clara como en el medio del trazo. Con una inquietud que no podía explicar bien, caminó hasta el comienzo de la marca, la siguió con cuidado hasta el pequeño claro de la entrada y luego más allá, hasta que se mezclaba con otra huella en la calle. No había ningún canto de nieve barrida entre la calle y la propiedad. Ellos mismos, Rolf y Marcus, contrataban el barrido de nieve a una empresa que se encargaba de pasar con el tractor, dos veces cada veinticuatro horas. Tendrían que haber estado ahí poco después del paso del tractor.
No entendía del todo qué era lo que buscaba. De pronto se dio cuenta de que el automóvil debía de haberse detenido. Era cierto que había nevado un buen rato, pero, de todos modos, debió de haberse quedado un tiempo allí. La diferencia entre las profundidades de las huellas era evidente. El ancho de las marcas le dijo que se trataba de un automóvil particular. En todo caso no era un camión ni un vehículo grande. Debió de venir desde abajo, de maniobrar dentro de la placita de la entrada y de esperar un rato allí. Mientras estaba ahí quieto, la nieve había caído detrás de las ruedas traseras, pero al abrigo del coche las huellas no estaban tan cubiertas como más atrás.
Un motor se puso súbitamente en marcha. Miró hacia arriba y comenzó a subir la cuesta justo a tiempo para ver salir un automóvil desde el lado del camino, más adelante, desde el carril extra para los buses, justo antes de la curva que doblaba hacia el este. La nevada y la poca luz le impidieron ver el número de la placa. En un arrebato, empezó a correr. Antes de que cubriese los cincuenta metros, el coche se había ido. Todo quedó otra vez en silencio. Cuando volvió a ponerse en cuclillas para mirar bien las huellas de los neumáticos, sólo pudo escuchar su respiración. Los copos livianos bailaban en el aire y caían sobre el dibujo que trataba de reconocer. Sacó con rapidez el teléfono móvil, navegó con las teclas hasta la función de cámara fotográfica y tomó una foto. Estaba tan oscuro que el flash se activó por sí sólo.
—Hijos de puta —murmuró, y corrió de regreso con el teléfono en la mano.
La tranquila calle lateral que serpenteaba en dirección al límite con el bosque no era ninguna arteria habitual. Los terrenos eran grandes, y las costosas casas se encontraban bastante separadas y bien resguardadas. En los últimos tiempos una ola de asaltos había barrido la zona. Tres de los vecinos habían sufrido robos durante la Navidad mientras estaban de vacaciones, a pesar de las alarmas y de las empresas de seguridad. La Policía creía que los perpetradores eran profesionales. Hacía ya tres semanas que la familia de más abajo, la del comienzo de la cuesta, había sido objeto de un robo en la vivienda. Tres hombres habían forzado la entrada en medio de la noche y habían tomado al dueño de la casa como rehén. Obligaron al hijo, de diecinueve años, a acompañarlos hasta Majorstua para sacar dinero del cajero automático utilizando las cuatro tarjetas de pago y las tres de crédito que les habían forzado a entregar tras disparar con una pistola sobre una costosa pintura.
Las marcas de neumáticos al lado del portón eran todavía bien visibles. Rolf Slettan intentó sostener el teléfono móvil a la misma distancia del suelo y tomó una foto más. Conectaría el ordenador y las agrandaría para compararlas. Cuando guardó el teléfono en el bolsillo, su vista tropezó con una colilla de cigarrillo. Debía de haber estado cubierta por la nieve, pero una de sus propias huellas la había descubierto. Se inclinó y raspó con cuidado la impresión de su propia bota. Otra colilla. Y otra más. Cuando examinó la primera a la luz azulada de una farola, no le dijo nada. Ni siquiera la marca era legible.
Tres cigarrillos. Rolf Slettan había dejado de fumar hacía ya muchos años, pero todavía recordaba que una pausa para fumar podía llevar cerca de siete minutos. Siete por tres, veintiuno. Si el chófer era un fumador «en cadena», habría estado ahí durante casi media hora.
La Policía creía que se trataba de europeos del este. Los periódicos habían dicho que la gente tenía que estar alerta, que por lo visto la banda o las bandas recogían información detallada antes de dar un golpe. Las colillas podían servir como prueba.
Las puso con cuidado en una de las bolsitas negras que llevaba en todos los bolsillos de la chaqueta para levantar los desechos de los perros. Metió la bolsita en el bolsillo y comenzó a caminar hacia la casa.
Llamaría de inmediato a la Policía.
El teléfono se había desconectado sin que ella supiera por qué. Quizás era una de las niñas. En todo caso no recibió el mensaje de Yngvar. Cuando oyó las pisadas en la escalera se puso rígida. Luego escuchó esa voz tan conocida.
—Soy yo. Estoy en casa.
—Me doy cuenta —dijo ella con una sonrisa, y le acarició la mejilla cuando él la besó con levedad—. ¿No tenías que regresar a Bergen?
—Sí. Ya fui. Pero como hay algunas cosas con las que puedo trabajar igualmente aun estando en Oslo, tomé el vuelo de la tarde de regreso. Creo que me quedaré esta semana.
—¡Qué bien! ¿Tienes hambre?
—Ya he cenado. ¿No recibiste mi mensaje?
—No. Algo pasa con el teléfono.
Yngvar se quitó la corbata después de luchar tanto con el nudo que Inger Johanne tuvo que ayudarle.
—Deberían haber fusilado al que inventó esta prenda tan idiota —refunfuñó él—. ¿Qué demonios es esto?
Arrugó el entrecejo frente a la pila de papeles y libros, revistas y hojas sueltas que había alrededor de ella en el sofá y que cubrían además casi toda la mesa de la sala. Inger Johanne estaba sentada en el medio en posición del loto, con las gafas de leer en la nariz, y en la mano un vaso de medio litro lleno de té humeante.
—Me acerco al odio —sonrió ella—. Leo acerca del odio.
—¡Por Dios! —dijo él con un gemido—. Como si no tuviese suficiente de eso en mi trabajo. ¿Qué bebes?
—Té. Dos partes Earl Grey, una parte Pu-Ehr chino. Hay más en el termo de la cocina por si lo deseas.
Él se quitó los zapatos y fue a buscar una taza.
Inger Johanne cerró los ojos. La inquietante e inexplicable angustia estaba todavía allí, pero el pasar un día bullicioso con las niñas la había ayudado. Ragnhild, que cumpliría cinco años el 21 de enero y que casi no hablaba de otra cosa, había preparado una fiesta de ensayo con todos sus ositos y muñecas. Inger Johanne y Kristiane recibieron sombreros para ponerse durante la cena, fabricados con braguitas de Ragnhild cubiertas con motivos de Hanna Montana. Kristiane pronunció un largo discurso sobre el movimiento de los planetas en torno del sol y concluyó que, cuando fuera mayor, sería astronauta. Como la idea del tiempo que Kristiane tenía podía ser difícil de entender, y como sólo muy de vez en cuando mostraba interés en algo que sucedería más allá de un par de días más adelante, Inger Johanne había buscado encantada todos los libros que tenía de la época en que ella era pequeña y atesoraba exactamente ese mismo sueño.
Una vez que las niñas estuvieron acostadas, regresó la inquietud.
Para ponerle coto decidió ponerse a trabajar.
—Cuéntame —dijo Yngvar, que se dejó caer sobre un sillón.
Sostuvo la taza de té frente a su cara y dejó que el vapor se depositara sobre su piel como una máscara húmeda.
—¿Sobre qué?
—Sobre el odio.
—De eso sabes más que yo.
—No tontees. Me interesa. ¿Qué es lo que haces?
Ella bebió un trago del vaso. La mezcla de tés era fresca y liviana, y olía ácida.
—Pensaba —dijo ella despacio, antes de hacer una pausa— que quiero acercarme a la expresión «odio» desde fuera. También desde dentro, por supuesto, pero para decir algo con significado sobre los crímenes de odio pienso que tenemos que adentrarnos más en la expresión propia. Con todo ese dinero que nos arrojan de pronto… —Levantó la vista, como si pensase profundamente—. Puedo, por ejemplo, involucrar a esa chica de la que te hablé.
—¿Chica?
—Charlotte Holm. Historia de las ideas. La que te conté que había escrito… —Miró rápidamente en torno suyo hasta que encontró una carpeta y la cogió—. «Amor y odio: un análisis histórico de las expresiones» —leyó Yngvar despacio.
—Excitante —dijo ella, y arrojó el documento—. Hablé con ella, y probablemente va a empezar conmigo ya en febrero.
—¿Cuántos van a ser, entonces? —preguntó Yngvar, que arrugó la frente, como si la idea de que un grupo de investigadores que emplearan dinero de los contribuyentes para adentrarse más en el odio lo tornase profundamente escéptico.
—Cuatro. Posiblemente. Será divertido. Antes siempre trabajé más o menos sola. Y esto aquí…
Levantó una hoja en una mano y dejó que la otra trazase un arco que cubría el resto de los papeles que flotaban en torno a ella.
—Es todo el odio legal. El odio verbal que está protegido por la libertad de expresión. Como los motivos de las expresiones de odio contra las minorías coinciden en gran medida con los que respaldan lo que claramente son crímenes de odio, pienso que es interesante ver cómo se corresponden. Dónde están los límites.
—¿De qué?
—De lo que se entiende como libertad de expresión.
—¿No entra ahí casi la mayor parte?
—Sí, por desgracia.
—¿Por desgracia? ¡Podemos dar gracias a Dios por eso, por poder decir lo que queramos en este país!
—Por supuesto. Pero escucha…
Ella recogió mejor las piernas. Él la miró. Cuando llegó a casa, tenía más bien ganas de zambullirse en la cama, aunque todavía no eran ni las diez. Aun así estaba cansado después de un día largo y productivo, pero no tenía ganas de dormir. Con los años, Inger Johanne y él habían caído en un ritmo de convivencia en donde la mayor parte de las cosas giraba en torno a su trabajo, las preocupaciones de ella y las niñas. Mirándola como ahora, sentada en un mar de documentos sin acordarse de las niñas cada poco, recordó en una ráfaga como era estar intensamente enamorado de ella.
—La libertad de expresión tiene un gran alcance —dijo ella mientras buscaba un artículo en aquel caos—. Así debe ser. Pero como sabemos, tiene una serie de limitaciones. La más interesante es la que se encuentra en el Código Penal, en el párrafo 135 a. Sin aburrirte con demasiado derecho, solamente…
—No me aburres. Nunca.
—Sí que lo hago.
—No ahora, en todo caso.
Una sonrisa rápida, y ella siguió:
—Algunos pocos han sido condenados por transgredir esa disposición. Los menos. El punto por discutir, o quizá puedo decir mejor «por considerar», se relaciona con la libertad de expresión. Y si he de juzgar por todo lo que flota en torno a mí, aquí estoy sentada… —vencida, golpeó con las manos hasta dar por fin con el libro que buscaba—, entonces es la libertad de expresión la que manda. Punto.
—Eso es así —dijo Yngvar—. Por suerte. Somos una sociedad moderna.
—Moderna y moderna, señorita Blom. He visto lo que hay detrás de todo lo que estos idiotas homofóbicos han dicho últimamente…
—No son muy intelectuales estas expresiones tuyas.
Ella dejó que él la interrumpiese. Respiró profundo y se llevó las manos al cuello.
—En este momento no me siento especialmente intelectual. Estoy cansada. Agotada. Para que algo sea definido como crimen de odio, no basta con que el culpable odie a la víctima como individuo. El odio debe estar dirigido a la víctima como representante de un grupo. Y si hay algo que apenas puedo entender, es el odio contra grupos en una sociedad como la noruega. En Gaza, sí. En Kabul, también. Pero ¿aquí? ¿En la Noruega segura, social, democrática?
Se llenó la boca de té y lo retuvo allí un par de segundos antes de tragar.
—Primero empleé dos meses en analizar las expresiones públicas de musulmanes, negros y otras minorías étnico-culturales. Es pensamiento grupal en su peor versión. Es «ellos» y «nosotros», todo el tiempo. —Los dedos marcaban comillas en el aire—. Al final me dieron náuseas. ¡Náuseas, Yngvar! No puedo entender cómo lo hacen una madre o un padre noruego y musulmán para dormir de noche. Cómo es para ellos cada noche, cuando preparan a sus hijos para dormir y los ponen en la cama y les leen, sabiendo la cantidad de mierda que la gente dice y escribe sobre ellos, piensa de ellos, siente acerca de… —Los ojos se le hicieron más estrechos, y se quitó las gafas—. Es como si todo eso se hubiera vuelto legal. La mayor parte debe, por supuesto, serlo. La libertad de expresión política en Noruega se acerca a lo absoluto. La cultura de las expresiones, por otro lado… —Empañó el vaso con un soplido y lo limpió con el faldón de la camisa—. Disculpa —dijo, y sonrió levemente—. Es sólo que yo hubiese estado tan preocupada si perteneciese a una minoría mal vista y tuviera hijos…
Yngvar rió bajo.
—En ese punto tienes mucho que enseñarles. En la preocupación por los niños, quiero decir. Pero… —Se puso de pie y empujó la taza de té hacia el otro extremo de la mesa. Apartó con rapidez hacia la otra punta del sofá los papeles más cercanos a Inger Johanne y se sentó junto a ella. La rodeó con un brazo. Le dio un beso en el cabello, que olía a tortitas—. Pero ¿qué tiene que ver esto con los crímenes de odio? —preguntó en voz baja—. Estamos de acuerdo en que esto no es criminal, sino, por el contrario, que está protegido por la libertad de expresión.
—Tiene… —buscó las palabras— como la sustancia de lo que se dice —comenzó de nuevo antes de interrumpirse otra vez—. Como el contenido de lo que se dice y se escribe está en precisa concordancia con…, con lo que los otros sostienen, ésos que golpean…, ésos que matan…, pienso que… —Agarró la taza, sin beber—. Si queremos poder decir algo significativo acerca de los crímenes de odio, tenemos que saber qué los provoca. Con eso quiero decir conocer no solamente las explicaciones tradicionales, que se basan en condiciones de vida, experiencias desdichadas, historias de conflicto, distribución de recursos, enfrentamientos religiosos, etc. Hemos de saber qué es lo que desencadena esos crímenes. Yo quiero investigar si existe alguna relación entre las que se pueden considerar expresiones legales de odio, por un lado, y por el otro, la criminalidad ilegal motivada por el odio.
—¿Quieres decir, que la una estimula a la otra?
—Entre otras cosas.
—Pero ¿es que no es obvio? ¡Sin que por ello podamos prohibir esas expresiones!
—De hecho, no puede tomarse como evidente. La relación, digo. Hay que investigarla.
—¡Papá! ¡Papá!
Yngvar pegó un brinco. Inger Johanne cerró los ojos y rogó intensamente que Kristiane no se despertase. Todo lo que podía oír era la voz baja y calmada de Yngvar, que se mezclaba con el refunfuñar soñoliento de Ragnhild. De nuevo, todo quedó en silencio. Los vecinos de abajo ya debían de haberse acostado. Antes, durante la tarde, le había irritado el ruido de una película, evidentemente de acción; le había parecido que estaba sentada, ahí, en primera línea de combate.
—Todo bien —dijo Yngvar, y se dejó caer al lado de ella en el sofá—. Un sueño, probablemente. No estaba del todo despierta. ¿Dónde estábamos?
—No sé bien —contestó ella débilmente—. De veras, no lo sé.
—Creí que te entusiasmaba este proyecto. Que te gustaba, quiero decir.
Ella le apoyó la mano en la barriga y se acurrucó más bajo su brazo.
—Me gusta —murmuró—. Pero ahora tengo una sobredosis de odio. No te he preguntado siquiera cómo fue tu día.
—No lo hagas, por favor.
Ella sintió despacio cómo él se relajaba bajo su peso. Su respiración se hacía más profunda y ella cayó en el mismo ritmo. Mirando el pliegue que se formaba por encima de la cintura del pantalón, entendió que el cinturón de su marido estaba demasiado ajustado.
—¿Te parece que podríamos poner cortinas, Yngvar?
—¿Eh?
—Cortinas —repitió ella—. Aquí en la sala. Pienso que las ventanas se ven demasiado grandes y oscuras ahora en invierno.
—Si yo no tengo que elegirlas, cómpralas y colócalas.
—Vale.
Tenían que levantarse. Ella debía poner los papeles en orden. Si las niñas iban a levantarse mañana las primeras, como solían hacer, todo se volvería un caos más grande de lo que ya era.
—Qué bien hueles —musitó ella.
—Todo es bueno a mi lado —dijo adormilado, y había en su voz una seguridad que ella no sentía desde hacía mucho tiempo—. Además soy el mejor, mejor, mejor policía del mundo.
—¡Policía! ¡Oye, muchacho! ¡Alto! ¡Alto, he dicho!
Un chico joven acababa de saltar de un Volvo XC90 verde oscuro. Las chapas de registro del vehículo eran ilegibles de tan sucias, a pesar de que el resto del coche estaba bastante limpio. «El truco más antiguo del libro», pensó el oficial Knut Bork cuando salió del vehículo civil de la Policía y empezó a correr tras el muchacho.
—Detén ese coche —le gritó a su colega, que ya estaba en camino a bordo de una tremenda motocicleta.
Durante exactamente cinco días había estado prohibido comprar sexo en Noruega. La nueva disposición legal había pasado el trámite del Parlamento sin mucho ruido, pese a que no parecía que la decisión fuese a significar una reducción significativa de la venta de sexo. La flagrante prostitución callejera había crecido, temporalmente amparada, quizá para poder así apreciar mejor la situación real. De todos modos, todavía abundaban las ofertas en Oslo, de ambos sexos, y tampoco los clientes habían desaparecido. Todo el asunto se volvió más complicado para todas las partes, y quizás ésa era la intención.
El muchacho se tambaleaba, pero era rápido. De todos modos, el teniente Bork no necesitó correr más de quince metros hasta alcanzarlo.
El cliente del coche caro estaba aterrado. Tenía alrededor de treinta y cinco años y había tratado de ocultar con una manta vieja dos asientos para bebé que llevaba en el asiento trasero. La bragueta de los vaqueros de marca estaba todavía bajada cuando la puerta delantera se abrió violentamente. En cuanto salió a la calzada como se le pidió, empezó a llorar.
—¡Joder! —gritó el muchacho al otro lado de la calle—. ¡Me vas a matar!
—Para nada —dijo el oficial Bork—. Y si te portas bien, no voy a esposarte, ¿vale? No es muy agradable, o sea, que yo en tu lugar…
Podía sentir que, aunque a regañadientes, el muchacho comenzaba a resignarse. El cuerpo flaco se relajaba poco a poco. Cuando el muchacho se volvió, le pareció todavía más joven que desde la distancia. El rostro era infantil y blando en las facciones, a pesar de que apenas debía pesar más de sesenta kilos. Una cicatriz de herpes le subía desde el labio superior hasta la fosa nasal izquierda, que estaba agrandada por una úlcera con costra. El oficial Bork sintió un escalofrío y le dieron más ganas de dejarlo escapar que de cualquier otra cosa.
—¡Yo no hecho nada malo!
Rozó el borde de la cazadora bajo la nariz.
—No está prohibido venderse. ¡Es ese desgraciado el que tiene que ir a la cárcel!
—Te vamos a poner una multa, me parece. Pero como tú eres nuestro testigo, también hemos de mantener una charla contigo. Vamos a nuestro coche. Ven. ¿Cómo te llamas?
El muchacho no respondió. Testarudo, se quedó quieto cuando Knut Bork le hizo señas para que comenzara a caminar.
—Escucha —dijo el policía—. Hay dos formas de hacer esto. Está la forma buena y fácil, y está la que no es en absoluto divertida. Ni para ti ni para mí. Pero puedes elegir.
Ninguna respuesta.
—¿Cómo te llamas?
Todavía ninguna respuesta.
—Ok —dijo Knut Bork, y sacó las esposas—. Las manos a la espalda, por favor.
—Martin. Martin Setre.
—Martin —repitió el policía, que guardó las esposas—. ¿Llevas algún tipo de identificación encima?
Débil negativa con la cabeza y encogimiento de hombros.
—¿Qué edad tienes?
—Dieciocho.
Knut Bork se rió, despectivo.
—Diecisiete —dijo Martin Setre—. Pronto. Pronto diecisiete.
Los lloriqueos del cliente se hacían cada vez más elevados. Era casi la una de la madrugada y el tráfico era moderado. Escucharon el traqueteo del tranvía desde Prinsensgate y un taxista hizo sonar, indignado, su bocina ante los dos coches mal aparcados cuando pasó al lado con la luz del techo encendida, en busca de pasajeros. Los banquetes navideños y la crisis financiera habían puesto coto a la vida nocturna en enero y la ciudad estaba como vacía.
—Knut —gritó fuerte el colega—. ¡Me parece que debes venir un momento!
—Ven aquí —dijo Knut Bork, y agarró al muchacho por el antebrazo; era tan delgado que pudo darle la vuelta con la mano sin problemas.
El muchacho lo siguió con desgana.
—Me parece que tenemos que arrestar a este tipo —dijo el colega cuando se acercaron—. ¡Mira lo que tenemos aquí!
Bork miró dentro del coche.
La consola del medio entre los asientos delanteros estaba abierta. En el espacio que había bajo el apoyabrazos, pensado para colocar algún artículo pequeño y necesario, había una bolsa repleta que apenas cabía allí. Knut Bork se colocó un par de guantes de plástico y cogió un poco del contenido.
—¡Mira por dónde! —dijo, y probó la sustancia—. ¿Hachís, me imagino?
La pregunta era innecesaria y, por lo tanto, no obtuvo respuesta. El policía sopesó el paquete con la mano y pareció cavilar.
—Medio kilo, más o menos —dijo al final—. ¡Vaya, vaya!
—No es mío —lloriqueó el hombre—. ¡Es suyo!
Señaló a Martin.
—¡Eh! —gritó el muchacho—. ¡Muchas putas gracias! ¡Te dije cinco gramos por el trabajo y mira lo que me das!
Abrió la cremallera de la cazadora y buscó algo en el bolsillo interno. Finalmente encontró lo que buscaba, lo extrajo y lo sostuvo entre el índice y el dedo corazón.
—Como mucho, tres gramos —dijo balanceando ante sí el pedacito envuelto en filme plástico—. ¡Como mucho! ¡Como si yo hubiese dejado el coche si el paquete grande hubiera sido mío! ¡Como si no me lo hubiese llevado de ser el dueño! ¿Me crees imbécil o qué?
—Tiene su cosa, ¿no crees?
El cliente sollozó cuando el policía le apoyó una mano en el hombro en espera de una respuesta.
—¡Por favor! ¡Sólo les pido que no se lleven el coche! Haré lo que quieran, puedo…, pueden quedarse con…
—Apapapap…! —advirtió Knut Bork, levantando la mano—. No lo hagas peor para ti. Hagamos esto bien tranquilos, de forma que…
—¿Puedo irme? —preguntó Martin, bajito—. Yo no soy el que ustedes quieren. Me van a mandar al correccional de menores, que es sólo un montón de papeleo para ustedes, y después…
—Creía que habías dicho que eras mayor. Vamos.
Pasó un bus nocturno. Tuvo que zigzaguear entre los coches, que bloqueaban cada uno su carril. Sólo un pasajero miró con curiosidad a los cuatro hombres antes de que el bus siguiese su camino; entonces pudieron hablar otra vez.
—Mi coche —lloriqueaba el hombre mientras lo guiaban al coche de la policía—. ¡Mi mujer lo necesita mañana temprano! ¡Tiene que llevar a los niños al parvulario!
—Por decirlo de alguna manera —contestó Knut Bork, ayudando al hombre a sentarse en el asiento trasero—, mañana temprano tu mujer tendrá problemas mucho más grandes que conseguir que alguien la lleve al parvulario.