Noche hasta la oscura mañana

Rolf no podía cerrar la puerta de un coche de manera civilizada.

La cerró con tanta fuerza que Marcus Koll lo oyó desde la sala, pese a que el coche estaba detrás del edificio del garaje. Rolf le echaba la culpa a que durante toda su vida había conducido ruinas con ruedas. Todavía no se acostumbraba a los coches alemanes que superaban el millón. Por no hablar de los italianos que costaban el doble.

Marcus daba manotazos irritados persiguiendo una mosca que invernaba. Era enorme y perezosa, pero todavía vivía cuando entró Rolf.

—¿Qué diablos haces?

Marcus estaba de rodillas sobre la mesa del comedor y arrojaba golpes a su alrededor.

—Una mosca —murmuró—. ¿No puedes ser un poco más amable con nuestros automóviles?

—¿Una mosca? ¿En esta época del año? ¡Mira tú!

Tres pasos rápidos y una palmada sobre la mesa.

—La agarré —dijo, divertido—. ¿No debería estar puesta esta mesa, de paso?

Marcus bajó de la mesa. Se sentía rígido y torpe, y tuvo que usar una silla como apoyo para la rodilla. Como cada noche de Año Nuevo en los últimos nueve años, había comenzado el día jurándose que iba a comenzar a hacer ejercicio. Esa misma mañana. Era su intención más importante y esta vez debía mantenerla. Había un cuarto de ejercicios completo en el sótano. Él apenas sabía cómo era.

—Enseguida viene mamá.

—¿Tu madre? ¿Le pediste a Elsa que venga a poner la mesa para una fiesta a la que ni siquiera está invitada?

Marcus dio un bufido, vencido.

—Es mamá quien quiere a Marcus con ella en casa, esta noche. Para esperar juntos el Año Nuevo, los dos solos. Será más divertido para ambos.

—Me parece bien, ¡pero eso no es ninguna razón para que la mujer desperdicie la tarde viniendo hasta aquí a poner la mesa! Llámala enseguida. Dile que yo lo haré. ¿Qué es esto?

Rolf sostenía una pequeña caja metálica.

—Un disco duro —dijo Marcus sin darle importancia.

—¿Sí? ¿Qué hacía en el maletero del Maserati?

—Ése es mi coche. ¿Cuántas veces te dije que prefiero que utilices uno de los otros? Eres el peor chófer del mundo, y…

—¿Qué pasa contigo, eh?

Rolf sonrió y se inclinó para darle un beso. Marcus se escabulló. No pudo evitar echar una mirada al disco duro.

—Está destruido —dijo—. Lo cambié. Hay que tirarlo.

—Entonces eso haré —dijo Rolf encogiéndose de hombros—. Y tú deberías ponerte de mejor humor antes de que lleguen las visitas.

Todavía llevaba el disco duro en la mano cuando salió de la sala. Marcus tuvo que contenerse para no perseguirlo. Quería destruir y tirar personalmente el maldito aparatito.

No era tan grave, pensó tratando de mantener el pulso calmo. Todo había sido nada más que una medida de seguridad, que era probablemente innecesaria. Totalmente innecesaria. Su respiración se aceleró y trató de concentrarse en cualquier otra cosa.

En el menú, por ejemplo.

No importaba nada que Rolf hubiese encontrado el disco duro.

No recordaba nada del menú.

«Olvídate del disco duro. Olvídalo. No significa nada».

—¿Llamaste a Elsa?

Rolf había regresado con los brazos llenos de manteles, servilletas y velas de estearina.

—Pero Marcus, estás… ¡Marcus!

Rolf dejó caer al suelo todo lo que llevaba.

—¿Estás enfermo? ¿Marcus?

—Todo en orden —dijo Marcus—. Sólo me siento un poco mareado. Ya pasó. Tranquilízate.

Rolf le pasó la mano por la espalda. Como era casi una cabeza más alto que Marcus, tuvo que inclinarse para encontrar la mirada abatida.

—¿Es…, tienes…, es otro ataque de pánico?

—No, no.

Marcus sonrió.

—Hace muchos años de eso. Tú me curaste, ya te lo dije.

Le costaba mover la lengua seca, entumecida. Puso las manos en los bolsillos, húmedas de sudor frío.

—¿Quieres agua? ¿Te traigo agua, Marcus?

—Gracias, eso estaría bien. Un poco de agua y enseguida me sentiré de nuevo perfectamente.

Rolf desapareció. Marcus se quedó solo.

Si no hubiese estado tan solo. Si hubiese hablado con Rolf desde el principio. Podrían haber hallado una solución. Juntos hubieran determinado qué era lo mejor que podían hacer. Juntos podían sobrellevarlo todo.

De pronto inspiró con violencia por la nariz. Enderezó bien la espalda, hizo un esfuerzo considerable para producir saliva y se abofeteó ambas mejillas con las manos abiertas. No había nada que temer. Decidió una vez más que no había nada de qué preocuparse.

Había leído un pequeño artículo sobre Niclas Winter en el Næringstivet en vísperas de Año Nuevo. Uno podía leer entre líneas que el hombre había muerto de una sobredosis. Ese tipo de cosas nunca se escribían con todas las palabras, en todo caso no al cabo de tan poco tiempo. La muerte del artista se vinculaba con su estilo de vida poco ortodoxo, como se formulaba con consideración. La lucha por los derechos sobre las obras aún no vendidas ya había comenzado. Les vino bien que el autor muriese; tres dueños de galerías y un conservador las valoraban en el doble del precio que tenían una semana atrás. El artículo era más interesante de lo que el espacio de la columna hacía suponer. Seguramente seguirían con otros más.

Niclas Winter había muerto de una sobredosis y Marcus Koll junior no tenía nada que temer. Se centró en eso y se concentró hasta que Rolf regresó a toda prisa con un gran vaso de agua. Los cubitos de hielo hicieron ruido cuando lo vació de un solo trago largo.

—Gracias —dijo—. Ya me encuentro mejor.

«No tengo nada que temer», pensó mientras ponía la mesa. Mantel rojo, servilletas rojas con orlas plateadas, velas rojas o de verde navideño en los candelabros de vidrio incrustados con plata. Niclas Winter tiene que darse las gracias a sí mismo, pensó con obstinación. No debía de haberse inoculado esa sobredosis.

Su muerte no tiene nada que ver conmigo.

Era casi como si se lo creyera.

Trude Hansen estaba bastante segura de que era la víspera de Año Nuevo.

El pequeño apartamento era todavía un caos de restos de comida, botellas vacías y ropa sucia. Había trozos de papel plateado desparramados por todas partes, y en un rincón un envase para pizzas estaba siendo usado como letrina por el aterrorizado gato que maullaba sentado en el marco de la ventana.

—¡Bueno, bueno, Pusi! ¡Bueno, bueno, mi pequeño Pusi! ¡Ven con mamá, así!

El animal se encrespó y arqueó el lomo.

—¡No debes enfadarte con mamá!

La voz era suave y ligera. No podía recordar si le había dado de comer a Pusi. No hoy, en todo caso. Quizá tampoco ayer. No, tampoco ayer, porque entonces había estado furiosa porque aquel maldito animal se había orinado sobre la pizza.

—¡Chis, chis!

Trude dio un paso hacia el gato, que salió disparado como un cohete hacia el sofá forrado de piel. Ahí comenzó a afilar las uñas contra los almohadones con movimientos rítmicos y acompasados.

Debía de ser la víspera de Año Nuevo, creía Trude.

Trató de abrir la ventana. Estaba atascada, y se rompió una uña en el intento. Al final se abrió; de pronto y con un ruido. El aire helado entró en el cuarto atiborrado y Trude estiró hacia fuera el torso por encima del marco.

Por encima de los edificios hacia el oeste, de viejas casas que bloqueaban la vista directa del parque Sofienberg, podía ver las bengalas. Globos de luz rojos y verdes caían lentos hacia el suelo y fuentes de luz estallaban en el cielo. El olor de la pólvora ya empezaba a inundar las calles. Amaba el olor de los fuegos de artificio. Por suerte siempre había alguien que no podía esperar hasta medianoche.

Tenía sólo para un viaje más. Lo había guardado para la noche, el día había sido soportable únicamente gracias a una botella de aguardiente que alguien había olvidado bajo la cama.

Era difícil saber lo tarde que era.

Cuando estaba a punto de cerrar la ventana, Pusi saltó hacia afuera. El animal caminó con rapidez sobre la estrecha cornisa, antes de sentarse dos metros más allá y maullar.

—¡Ven, Pusi! ¡Ven con mamá!

El gato se aseaba. Despacio y a conciencia, pasó la lengua sobre la piel. Con ritmo, cada cuatro lamidas, se rascaba con las patas detrás de las orejas.

—¡Pusi! —farfulló Trude lo más rígidamente que pudo y se estiró hacia el gato—. ¡Ven ahora mismo!

Sintió que ya no tenía contacto con el suelo. Si se agarraba del marco entre los dos paneles inferiores de la vieja ventana de cuatro vidrios partidos, quizá podría alargar la otra mano lo suficiente como para asir el cuello del gato. Cerró los dedos sobre la madera. El viento helado le acarició los antebrazos desnudos y ella castañeteó los dientes.

—¡Pusi! —alcanzó a decir por última vez, antes de perder el equilibrio y caer.

Como vivía en el tercer piso y se golpeó contra el asfalto, primero con la cabeza y luego con el hombro izquierdo, murió en el acto. Como un hombre estaba fumando asomado a la ventana al otro lado de la calle, la Policía fue alertada de inmediato. Y como el tipo pudo contar lo que había sucedido, a la vez que la puerta del apartamento vacío de Trude estaba cerrada por dentro con una cadena de seguridad, no hubo nunca razón alguna para investigar el caso más en detalle. Un accidente, nada más. Una desgracia fortuita.

El 31 de diciembre de 2008, una hora y media antes de que se festejase la llegada del nuevo año, no había nadie en todo el mundo que pudiese sacrificar un pensamiento por Runar Hansen.

Fue asesinado en un parque en el lado oeste de la ciudad el 19 de noviembre del mismo año, a los cuarenta y un años. Muerta su hermana, ya ni siquiera fue ese recuerdo vago y anestesiado que había sido.

Nadie se preocupó tampoco de Pusi, sobre la cornisa.

Synnøve Hessel acarició el lomo del obeso gato. Estaba bien instalado en su falda y el ronroneo tenue y ronco era un murmullo de baja frecuencia en cada aspiración y cada exhalación. Había algo sedante en el ruido y en la total devoción del animal cuando empujaba la cabeza contra su mano cada vez que ella dejaba de acariciarlo.

—Estoy muy contenta de haber podido venir —dijo.

—Faltaría más —dijo la mujer sentada al otro extremo del sofá con una botella de cerveza en la mano—. Yo tampoco tengo muchas ganas de fiesta.

El apartamento era más bonito de lo que Marianne lo había descrito la última vez que habló por teléfono con Synnøve. Marianne había estado en casa de Tuva en Grefsenkollveien el sábado 19 de diciembre por la tarde. Se habían hecho las ocho de la noche, y Marianne le había parecido llena de expectativas respecto del largo viaje. Synnøve había tratado de ocultar su decepción porque no podrían celebrar juntas la Navidad, sin lograrlo del todo. Había habido un tono frío, punzante, entre ambas antes de que terminasen la comunicación.

Se le ocurrió que la despedida telefónica hacía menos llamativo el que los SMS de Marianne fuesen tan breves y fríos. En todo caso el primero.

—¿O sea, que verificaste si llegó al hotel? —preguntó Tuva por tercera vez en menos de una hora.

—Sí. Llegó, se registró y pagaron la cuenta. Ahí se mueren todas las pistas.

Sintió un escalofrío y arrojó el gato al suelo.

—Ahí se mueren todas las pistas —repitió con un sollozo—. Parece una novela policiaca.

La sala no era grande, pero la vista a través de las enormes ventanas brindaba un tono especial al apartamento. Todos los muebles estaban colocados hacia el amplio balcón, y desde donde estaba sentada, Synnøve podía ver todo Oslo. Se puso de pie.

—¿Damos un paseo? —preguntó Tuva.

—¿Ahora? ¿Una hora antes de medianoche?

Synnøve estaba de pie al lado de la ventana. El edificio gris le había parecido horrible desde fuera. Un bloque gigante de LEGO apoyado sobre la base, pegado a la pared calada de la montaña a lo largo de toda la altura del edificio. En cuanto entró en la sala del undécimo piso, comprendió la admiración infantil de su amiga por el nuevo apartamento.

Synnøve nunca había visto Oslo tan bella.

Las luces brillaban por todas partes. La ciudad yacía frente a ella como un decorado navideño armado por Dios, enmarcado entre las elevaciones oscuras y el mar negro. Los cohetes estallaban en el cielo con frecuencia creciente. Synnøve y Tuva tenían asientos de primera fila para el show que empezaría en tan sólo una hora.

—Por mí está bien —dijo encogiéndose de hombros.

Cinco minutos después subían el camino de Grefsenåsen. El frío mordía en la cara. Se habían abrigado bien, a diferencia de todas las otras personas que salían y regresaban a las fiestas con trajes elegantes y zapatos para usar dentro de la casa. Una pandilla de muchachos de entre doce y trece años se divertía arrojando petardos a un grupo de mujeres jóvenes que lanzaban grititos y corrían alrededor sobre sus tacones altos. Un hombre mayor bajaba por la vereda con un viejo y obeso perro labrador. Les echó un sermón a los muchachos, que corrieron ladera abajo vociferando insultos antes de desaparecer dentro de una obra en construcción cerrada trepando una reja de tres metros de altura.

—De veras que es increíblemente raro que todavía no haya sacado dinero —dijo Tuva casi sin aliento—. ¿Estás segura?

Synnøve disminuyó la velocidad. A menudo olvidaba que estaba en mejor forma que la mayoría.

—La única cuenta que tuve la posibilidad de verificar es la que tenemos en común. Marianne tiene además una tarjeta para una cuenta de ahorro de la que sólo dispone ella. Tengo que hacer que la maldita Policía le pregunte al banco.

Se detuvo.

«No sirve para nada», pensó.

Estaban en un cruce. Tuva señaló hacia arriba, donde un camino solitario serpenteaba hasta Grefsenkollen. Synnøve se quedó inmóvil.

—Estoy segura de que está muerta —susurró.

Las lágrimas le corrían heladas sobre el rostro.

—No puedes saberlo —protestó Tuva—. ¡Sólo se fue hace una semana! ¡Me acuerdo de lo confundida que estabas aquella vez que se fue a Francia y no dio señales de vida durante unos cuantos días! Marianne es tan…

—¡Muerta! —gritó Synnøve—. ¡No empieces también tú! Esa vez fue totalmente distinto. ¡Entonces ella no quería nada conmigo! ¡Ahora no es así! Es que no puedes sólo…

Tuva apoyó un brazo en ella.

—Disculpa. Sólo trataba de animarte. Quizá sería mejor que no habláramos de esto.

—¡Naturalmente que vamos a hablar de esto! —Synnøve comenzó a caminar. Rápido. Aceleraba a cada paso. Tuva trotaba detrás de ella—. ¿De qué otra cosa vamos a hablar? —gritó Synnøve—. ¿Del tiempo? Quiero hablar de la maldita idiota de la tía abuela que ni siquiera avisó de nada cuando Marianne no apareció. Quiero hablar de…

—¿La has llamado?

Ahora Tuva empezó a correr para mantener el paso.

—Sí. No quería por nada del mundo hablar con la madre de Marianne, y eso lo puedo entender. Pero la mujer debe de ser… —se detuvo con brusquedad; había un alce en medio del camino—… retrasada mental —gruñó ella—. Le pregunté por qué…

—¡Chitón!

El alce estaba a unos veinte o veinticinco metros. Cuando respiraba, el aire se volvía gris en torno a su hocico. Synnøve pudo ver que era una hembra, y echó una mirada cuidadosa hacia ambos costados del bosque para ver si había alguna cría en las cercanías. No podía ver ninguna, pero eso no significaba necesariamente que el animal estuviese solo.

—Todavía está alerta —susurró—. Quédate bien quieta.

El alce hembra las miró por lo menos durante medio minuto. Llevaba la cabeza erguida y las orejas apuntadas hacia delante. Tuva se atrevió apenas a respirar.

—Nunca antes vi un alce en vivo —susurró, casi inaudible.

«Eso dice mucho acerca de cuánto sales», pensó Synnøve antes de empezar a gritar de improviso mientras hacía molinetes con los brazos. El animal se sobresaltó, se volvió y desapareció en la maleza con pasos largos y gráciles.

—¡Guau! —exclamó Tuva.

—La tía debe de ser idiota —dijo Synnøve, y continuó camino arriba—. Le pregunté por qué no me había avisado y me dijo que no sabía cuál era mi apellido.

—En realidad es una razón bastante buena —gritó Tuva, que estaba a punto de renunciar a seguirle el ritmo—. ¡Espérame! ¡No camines tan rápido!

Synnøve se detuvo y se volvió.

—En primer lugar… —dijo sacándose un mitón y blandiendo un dedo en el aire—, Marianne le había escrito contándole que hago documentales. En segundo lugar, le contó que mi nombre es Synnøve. En tercer lugar… —Tres dedos se separaron en el aire—. ¡La mujer tiene el jodido acceso a Internet o alguna otra cosa! ¡Sólo se trata de buscar en Google Synnøve más documentary para encontrarme!

Tuva asintió con la cabeza, a pesar de que no se le había ocurrido esa idea.

Siguieron caminando en silencio. Los fuegos de artificio se hacían más intensos detrás de ellas. Cuando pasaron el acceso a Trollvann, Tuva empezó a preguntarse si quería seguir. Respiraba con esfuerzo y tenía más ganas de regresar que de cualquier otra cosa mientras avanzaba.

Habían llegado. Una luz tibia irradiaba a través de todas las ventanas del restaurante de Grefsenkollen. El aparcamiento estaba repleto de automóviles que probablemente permanecerían allí hasta bien entrado el día siguiente. Cuando Tuva y Synnøve se acercaron, un nutrido grupo de gente vestida de fiesta salía por la entrada principal. La mayoría de ellos se detuvieron en la gran escalera, brindando con champán y elogiando la vista. Tres hombres con los brazos llenos de bengalas tropezaban camino del aparcamiento, con la intención de encenderlas en una esquina.

—Aquí —resopló Tuva dirigiéndose a la cerca que rodeaba el aparcamiento frente a la escalera—. ¡Aquí se está hasta mejor que en mi casa!

Los barcos comenzaron a hacer sonar sus sirenas en el fiordo. Detrás de Synnøve y Tuva, los comensales gritaban encantados por los fuegos de artificio, por la fiesta, por el nuevo año virgen que nacía ante ellos. Todo el cielo estaba iluminado. Crepitaba y brillaba frente a ellos y sobre ellos, silbando y gritando, ululando y estallando.

—¡Feliz Año Nuevo! —dijo Tuva con cuidado, y apoyó su brazo en Synnøve.

Synnøve no contestó. Se apoyó en la cerca y miró Oslo con fijeza. El año 2009 llevaba sólo unos segundos y si sus sentimientos eran representativos del año que empezaba, serían doce meses terribles.

Lo que por supuesto no sabía era que Marianne Kleive se encontraba precisamente a 8110 metros de allí. Si lo hubiese sabido, apenas se habría alegrado.

Por primera vez en su vida, Synnøve Hessel entró llorando a un nuevo año.

Erik Lysgaard le había prometido a Lukas no llorar.

—Papá. ¡Papá!

Erik se sobresaltó. Al principio se había negado a acompañar a su hijo a casa; aceptó ir cuando Lukas lo amenazó con traer a toda su familia consigo hasta Nubbebakken y organizar una especie de vacaciones allí para los niños. Había prometido no llorar. No había prometido que hablaría.

Finalmente los niños se habían dormido. Astrid, la mujer de Lukas, estaba en bata, al lado de la puerta de la sala. Pálida, sonrió a su suegro y levantó la mano en un débil saludo de buenas noches. La noche había sido una tortura.

Lukas tenía puesto el pijama de rayas azules y llevaba pantuflas gastadas sobre los pies desnudos. Se sentó en cuclillas al lado del sillón de su padre, sin tocarlo.

—¿Duermes?

—Lo hacía. Dormité un poco mientras vosotros os preparabais para dormir.

—Ahora debes acostarte. Tú también. He preparado el cuarto de huéspedes.

—Prefiero estar aquí sentado, Lukas.

—No, papá. Tienes que acostarte en una cama.

—Creo que eso lo decido yo. Aquí estoy muy cómodo.

Lukas se quedó quieto.

—Te comportas como si fueras el único que sufre —dijo abatido—. No te reconozco, papá. Estás siendo muy egoísta. No ves que yo también sufro, que los chicos echan de menos a su abuela, no ves que…

—¡Sí! ¡Sí lo veo! Pero no tengo ánimos para hacer algo al respecto.

Lukas deambulaba por la sala a media luz. Apagó una vela que descansaba sobre el marco de la ventana. Recogió un osito del suelo y lo puso sobre un estante. Se mordió las uñas. Afuera estaba todo en silencio. Pudo escuchar cuando Astrid tiró de la cadena del baño y el chirrido suave cuando cerró la puerta del dormitorio tras de sí.

—¿Por qué no mentiste? —preguntó de pronto.

Su padre levantó la vista.

—¿Mentir?

—¿Por qué no inventaste una historia sobre por qué mamá estaba caminando por la calle? Que quería tomar aire, por ejemplo. Que os habíais peleado, para el caso. O cualquier otra cosa. ¿Por qué le dijiste a la Policía que no era asunto de ellos?

—Porque es la verdad. Si hubiese inventado algo, hubiera sido una mentira. Yo no miento. Para mí es importante no mentir. Deberías saberlo mejor que nadie.

—Pero ¿comportarse como una almeja está bien? —Lukas agitó los brazos, derrotado—. Papá, ¿por qué…?

Se detuvo cuando de pronto el hombre lo miró directa y fijamente, con algo que parecía una sonrisa en los ojos.

—No me has llamado «papá» desde que tenías diez años —dijo.

—He de preguntarte algo.

—No tendrás respuesta. Debes entender eso ahora. No voy a decirte por qué mamá estaba en la calle y…

—No es eso —dijo rápido Lukas—. Se trata de otra cosa.

Su padre no dijo nada, pero al menos mantuvo el contacto con la mirada.

—Siempre tuve esta sensación… —comenzó Lukas ensayando—, de que yo compartía a mamá con alguien.

—La compartíamos con Jesús.

—No me refiero a eso.

Se quedó quieto un momento, como perdido, antes de sentarse en el sofá. Era tan hondo que le resultaba incómodo inclinarse hacia delante. Al mismo tiempo, estaba demasiado tenso como para recostarse sobre los almohadones. Al final se puso de pie nuevamente.

—¿Tengo un hermano o una hermana en algún otro lado?

La cara de su padre adquirió una expresión que lo asustó. Los ojos se oscurecieron. La boca se tensó y quedó enmarcada en gruesas arrugas profundas. Las cejas se juntaron. Las manos, que hasta entonces habían reposado flojas sobre sus muslos, se contrajeron en puños hasta que los nudillos se pusieron blancos.

—No esperaba esto de ti —dijo con una voz desconocida.

—Pero yo… No tuvisteis tú y mamá, o quizá sólo mamá… Quiero decir, estuvisteis siempre juntos, y esto del bosque y Jesús y…

—¡Cállate!

Su padre se puso de pie. Esta vez no levantó la mano para golpear. Se quedó inmóvil, con rayos en los ojos y un temblor casi indetectable en el labio inferior.

—Pregúntate a ti mismo —dijo frío como el hielo—. Pregúntate si Eva Karin, tu madre, mi esposa, tiene un hijo acerca del que no quiere saber nada.

—¡Te pregunto a ti, padre! Y no digo que ella necesariamente no quisiera saber de…

Su padre empezó a caminar.

—Me voy a acostar —dijo, pero se volvió bruscamente al llegar a la puerta—. Y no contestaré jamás, jamás, a ese tipo de preguntas. Pregúntate a ti mismo, Lukas. ¡Pregúntate a ti mismo!

Lukas se quedó solo en la sala.

—Te pregunto a ti —susurró—. Te pregunto a ti, papá.

Ojalá su padre hubiese dicho «sí», pensó. «¿No podrías decir que sí y hacer mi vida infinitamente más fácil?».

Era imposible acostarse. Sabía que no podría dormir. Había formulado una pregunta y esperaba una respuesta. Anhelaba una respuesta. Todo tendría sentido si su padre pudiese sólo confirmarle que había un hijo más allí fuera. Un hijo mayor que Lukas. Sería una explicación para todo.

Pero su padre se había negado.

«¿Es porque no quieres mentir, papá?».

Lukas se recostó en el sofá sin quitarse las zapatillas. Se tapó hasta el cuello con una manta de lana, tal como su madre lo arropaba cuando era pequeño. Quedó allí desvelado hasta que llegó la mañana, un comienzo negrísimo para el nuevo año.