El hijo de la dicha

Ahí de pie y con la mano en el picaporte, Trude Hansen no recordaba hacia dónde estaba yendo. Se bamboleó y se dio cuenta de que ya tenía suficiente como para llegar hasta mañana. El alivio fue tan grande que le flaquearon las rodillas y tuvo que apoyarse en la pared en cuanto se soltó.

Allí dentro olía cada vez peor.

Tenía que hacer algo con eso.

«Pronto», pensó, y se tambaleó hacia la pequeña sala. En la alcoba, un saco de dormir yacía sobre la cama sin hacer. A los pies, una imagen de Hello Kitty adornaba un bolsito rojo de tocador. Alguien le había pintado colmillos y un parche de pirata sobre un ojo. Con manos que no le obedecían del todo, finalmente pudo coger la carterita y abrir la cremallera. Todo estaba bien.

Abastecida. Tres dosis.

Como había hecho ya en incontables oportunidades, evaluó la posibilidad de usarlas todas de una vez. Con apatía, calculaba rutinariamente las posibilidades de que todo terminara si se inyectaba voluntariamente una sobredosis. Tan cierto como que siempre pensaba así en las ocasiones en que tenía suficiente heroína como para considerar suicidarse, era que siempre descartaba la idea. Probablemente no moriría. Y cuando volviese en sí, ya no le quedaría más.

La idea de quedarse sin droga era peor que la de seguir viviendo.

Tomó el bolsito de tocador y negoció los pocos pasos hasta el sofá verde situado contra la pared. Estaba lleno de botellas de cerveza vacías del día anterior. A alguien se le había caído un cigarrillo durante la noche sobre uno de los almohadones; ella se quedó quieta por un momento mirando fijamente el gran círculo de la quemadura con un agujero negro en el centro.

Sobre el sofá colgaba la foto de la confirmación de Runar.

Atrajo el retrato hacia sí y se dejó caer sobre las botellas.

Runar la miraba fijamente desde la foto grande, enmarcada en paspartú y bordes dorados. Llevaba el cabello cortado como un jugador de hockey, con una permanente de rizos. El traje era azul pastel. La pequeña corbata rosa. Había lucido tan guapo, pensó. Era su hermano mayor y el más elegante de la iglesia ese día. Después, una vez que la ceremonia por fin terminó y mamá quiso volver a casa antes de que algunos de los otros padres comenzaran a preguntar por la fiesta, él la había alzado con un solo brazo y así la había llevado hasta el autobús. Y eso que ella tenía nueve años y estaba muy gorda.

Comieron alitas de pollo.

Mamá, Runar y ella.

Runar no recibió ni un solo regalo, todo el dinero se fue en el traje nuevo, el peluquero y el fotógrafo. Pero habían comido alitas de pollo y patatas fritas, y Runar había bebido cerveza con la comida. Él había sonreído. Ella se había reído. Mamá había olido deliciosamente a limpio.

Extrajo con indolencia la cuchara y el mechero que Runar le había dado. Pronto se sentiría mejor. Muy pronto. Si sólo sus manos fuesen un poco más dóciles…

Su mente perezosa trató de calcular cuánto tiempo había pasado desde la muerte de Runar. ¿19 + 19? No. Error. Del 19 al 19 había treinta y un días. O treinta. No recordaba cuántos días hay en noviembre. Y tampoco cuántos habían pasado después. No podía siquiera precisar qué día era hoy.

Lo único que sabía con seguridad era que Runar había muerto el 19 de noviembre.

Ella estaba en casa. Él iba a venir. Le había prometido que vendría. Sólo tenía que ir a buscar dinero. Buscar heroína. Buscar todo lo que ella precisaba; Runar ayudaría a su hermanita, tal como siempre había hecho.

Se demoró. Se demoró un tiempo larguísimo. Entonces llegó la pasma.

Vinieron aquí. Llamaron al timbre, ridículamente temprano por la mañana. Cuando ella abrió, le dijeron que habían asaltado a Runar en el parque Sofienberg esa noche. Cuando lo encontraron tenía grandes heridas en la cabeza, y probablemente ya estaba muerto. Alguien había llamado a una ambulancia y, de todos modos, ya estaba muerto cuando llegó al hospital.

La mujer policía estaba seria y quizá trató de consolarla.

Ella sólo recordaba que le pusieron un papel en la mano. El teléfono y la dirección de una funeraria. Cinco días después se despertó tan tarde que comprendió que no llegaría al entierro.

Desde entonces la pasma no había hecho una mierda.

No habían atrapado a nadie.

Ella no había escuchado nada.

En cuanto vació la jeringa en una vena detrás de la rodilla, la calidez se extendió con tanta velocidad que la hizo suspirar. Se dejó caer despacio hacia atrás sobre el sofá verde. Los brazos delgados como palos abrazaron el retrato de Runar. Lo último que alcanzó a pensar antes de que todo se volviese una cálida nube de nada fue que su hermano mayor le cedió las últimas tres alitas de pollo el día de su confirmación, cuando por primera vez su mamá le dio cerveza.

A la Policía no le importaban esas cosas de Runar.

Cosas como ella y Runar.

—¿Le importa algo, por lo menos?

Synnøve Hessel estaba al borde de perder la compostura por primera vez en los últimos cuarenta y cinco minutos. Se inclinó hacia el policía con las manos firmemente aferradas al borde de la mesa, como si temiese estar a punto de golpear.

—Por supuesto —dijo él sin mirarla—. Pero usted seguramente entiende que debemos hacer preguntas. Si supiera cuántas personas huyen de sus vidas sin…

—¡Marianne no huyó de nada! ¡¿Cuándo entenderá que no tenía ninguna razón para escaparse?!

El policía suspiró, vencido. Hojeó los papeles que tenía frente a sí, antes de echar un vistazo al reloj. La pequeña sala de interrogatorios estaba volviéndose insoportablemente caliente. El sistema de ventilación susurraba desde el techo, pero el termostato debía de haberse roto. Synnøve Hessel se quitó el jersey de Setesdal y se quedó en camiseta, para enfriarse. Entre los pechos se le dibujaba una marca oval húmeda y ella sintió que sudaba bajo los brazos. Decidió no darle importancia. El policía olía peor que ella.

En todo caso, en la comisaría de Policía de Gardermoen habían sido amables. Amistosos casi, aunque no pudieron hacer otra cosa que dirigirla a su comisaría local. Lo habían sentido mucho, por supuesto, y le ofrecieron café. Una mujer mayor con uniforme trató de calmarla con lo que todos parecían saber: la gente desaparecía constantemente. Antes o después, regresaban.

«Después» era demasiado tarde para Synnøve Hessel.

Ya era tarde y el viaje de regreso a Sandefjord esa misma noche había sido un suplicio.

—Recapitulemos —propuso el policía antes de vaciar el resto de un refresco de cola.

Synnøve Hessel no respondió. Ya habían recapitulado dos veces sin que ello hubiese acercado al hombre hacia un concepto realista de la situación.

—Usted es… —Se acomodó las gafas y leyó— creadora de films documentales.

—Productora —lo corrigió ella.

—Precisamente. Entonces sabe usted mejor que muchos cómo es la realidad.

—Íbamos a recapitular.

—Sí. Correcto. Marianne Kleive iba a Wologo…, Wolongo…

—Wolongong. Una ciudad no muy lejos de Sidney. Iba a visitar a una tía abuela. Pasaría la Navidad allí.

—Una estancia muy corta para un viaje tan largo.

—¿Cómo?

—Digo, solamente —intervino el hombre— que en el caso de que yo hiciese todo ese viaje hasta Australia, me quedaría más tiempo que una semana.

—No puede decirse que eso tenga mucho que ver con el caso.

—No digo eso. No digo eso. Pero ella salió de Sandefjord el sábado 19 de diciembre, en el tren que sale…

—12.38.

—Mm. En Oslo debía encontrarse primero con una amiga…

—Un encuentro que en todo caso se concretó. Yo lo verifiqué.

—Donde luego pasó la noche en un hotel, para poder así tomar su vuelo a Copenhague la mañana del domingo, a las 9.30.

—Y no estuvo allí.

—¿No llegó a Copenhague?

—A Gardermoen. Quiero decir, es posible que haya llegado allí, pero no subió en el avión que iba a Copenhague. Lo que nos dice que tampoco tomó el vuelo siguiente hacia Tokio y Sidney.

El policía no hizo caso del sarcasmo. Se rascó la entrepierna sin disimulo. Tomó la botella de refresco y la dejó en cuanto vio que estaba vacía.

—¿Cómo no descubrió usted esto antes de anoche? ¿No tiene un teléfono móvil, esta…, esta dama suya?

—No es mi dama. Es mi pareja. De hecho, es mi mujer. Mi esposa, si lo prefiere. —El gesto del hombre expresó claramente que no lo prefería—. Y como ya le he dicho unas cuantas veces —dijo Synnøve, y se inclinó hacia él con el teléfono móvil en la mano—: ¡Recibí tres mensajes en el curso de una semana! Todo indicaba que Marianne estaba en Australia.

—Pero ustedes no hablaron.

—No. Como le dije, traté de llamarla dos o tres veces desde el domingo, pero no logré localizarla. Anoche lo intenté, por lo menos, diez veces. Me salta directamente el contestador automático, por lo que me imagino que debe de haberse quedado sin batería.

—Déjeme ver los mensajes —dijo el hombre.

Synnøve tecleó rápido y le entregó el teléfono.

«Todo ok. Ecitante país. Marianne».

El hombre ni siquiera leyó de corrido, sino que reparó con asombro en que «excitante» estaba mal escrito.

—No muy… —Trató de encontrar la palabra justa antes de leer el mensaje siguiente—. No muy romántico, precisamente. «Que lo pases bien. Marianne».

La miró por encima del borde de las gafas. El tabaco de mascar se le había asentado en las comisuras como una costra negra y escupía pedacitos constantemente.

—¿Es normal para ustedes ser tan… breves?

Al principio Synnøve se quedó muda. No sabía qué contestar. La pregunta era pertinente, lo sabía, porque era justamente lo abrupto, impersonal y fuera de lo común del mensaje lo que la había inquietado. Sobre el primero, que llegó el lunes, ella no había pensado mucho más. Marianne podía estar ocupada. Su tía podía ser exigente. Qué sabía ella, podía haber miles de buenas razones para que un mensaje de texto fuese corto o escaso. En Nochebuena llegó solamente un corto «Feliz Navidad» que le sentó bastante mal. El último mensaje, según el que Marianne lo estaba pasando más o menos bien, la mantuvo despierta dos noches.

—No —dijo ella cuando la pausa empezó a ser embarazosa—. Por eso no creo que haya sido ella quien los escribió. Ella nunca hubiera escrito mal la palabra «excitante».

El policía abrió los ojos de forma tan dramática que le recordó a un payaso en una malograda fiesta infantil. Los mechones de pelo le sobresalían detrás de las orejas, la boca era de un rojo húmedo y la nariz parecía una patata redonda.

—Entonces ahora tenemos una teoríaaa —dijo, y alargó la «a» tanto como pudo—. ¡Alguien robó el teléfono móvil de Marianne y mandó los mensajes en su lugar!

—Eso no es lo que estoy diciendo —protestó ella, aunque era exactamente lo que había dicho—. Pero ¿no comprende que… si Marianne hubiera estado envuelta en un crimen y alguien…?

Crimen.

La palabra pasó a través de ella. Le produjo un dolor físico. No había pensado en esa idea hasta ahora. No seriamente. No utilizando la expresión correcta.

Crimen.

—… y alguien quisiese hacer difícil que se descubriera, entonces…

—¿Qué se descubriera?

—¡Sí! ¡Que desapareció, quiero decir! O que está…

Por segunda vez en menos de veinticuatro horas estuvo a punto de ponerse a llorar mientras otros la miraban.

Llamaron a la puerta.

—¡Kvam! ¡Te buscan en la guardia!

Un hombre de uniforme sonrió y entró en el cuarto. Apoyó una mano en el hombro de su maloliente colega y señaló la puerta.

—Parece que tienen prisa.

—Estoy en medio de…

—Puedo hacerme cargo.

El detective Kvam se puso de pie con una mueca amarga. Comenzó a juntar los papeles que tenía delante.

—Déjalo todo allí. Yo terminaré esto. Desaparición, ¿no es así?

Kvam se encogió de hombros, se despidió con una inclinación de cabeza y caminó hacia la puerta. La cerró con un golpe fuerte.

—Synnøve Hessel —dijo el nuevo policía—. Hace ya tanto tiempo.

Ella se incorporó a medias y encajó la mano extendida.

—¿Kjetil? ¿Kjetil… Berggren?

—¡The one and only! Te vi allí afuera, y me sentí… —extendió la mano frente a sí y la movió de un lado a otro— preocupado cuando vi que Ola Kvam iba a recibir tu denuncia. Él no es…, en realidad, está retirado, y ahora durante las fiestas buscamos algunos suplentes para cubrir… Bueno, ya sabes. Todos tenemos lo nuestro. Vine en cuanto terminé de hacer lo que tenía pendiente.

Kjetil Berggren había ido a su misma escuela, sólo que ella en un curso superior. Synnøve casi ni lo recordaba, a no ser porque había sido el campeón de atletismo del colegio. Estableció el récord de 3000 metros en Bugårdsparken ya en el primer año de secundaria y había pertenecido el equipo nacional junior antes de ingresar en la facultad, recién salido del bachillerato.

Todavía parecía poder correr más rápido que cualquiera.

—¡Te he seguido, ya lo sabes! —Sonrió ampliamente, entrecruzó los dedos detrás de la nuca y se recostó sobre el respaldo, inclinando la silla—. ¡Muy buenos documentales! Especialmente ése que hiciste desde…

—Tienes que ayudarme, Kjetil.

A ella le pareció que las pupilas de él se achicaban. Quizá fuese porque de pronto la luz le cayó en los ojos cuando dejó que las patas delanteras de la silla tocasen el suelo y se inclinó hacia ella.

—Por eso estoy aquí. Nosotros. La Policía. To protect and to serve, como dicen.

Otra vez ensayó una sonrisa, que tampoco entonces fue retribuida.

—Estoy absoluta, pero absolutamente segura de que algo terrible le ha sucedido a mi pareja.

Kjetil Berggren acomodó despacio los papeles frente a sí y los colocó en una carpeta que empujó hacia la izquierda de la gran mesa que los separaba.

—Lo mejor es que lo oiga todo junto —dijo—. Desde el principio.

Al comienzo había entendido a su padre.

Cuando la Policía llamó al timbre de la casa de Os en la noche de Navidad, justo antes de que todos se fuesen a dormir, Lukas Lysgaard pensó ante todo en su padre. Su madre había muerto, dijo el policía, y parecía sinceramente apenado por tener que darle aquella noticia tan triste. Es verdad que tenían consigo al arcipreste de Fana, el colega más íntimo de su madre, pero el pobre hombre estaba tan transido por la pena que se había quedado sentado en el coche mientras los dos policías se encargaban de la triste tarea de decirle a Lukas Lysgaard que su madre había sido asesinada hacía tres horas.

Lukas había pensado de inmediato en su padre.

También en su madre, por supuesto; amaba a su madre. Una pena sorda empezó a drenarlo de fuerza en cuanto entendió bien lo que le decían. Pero era su padre el que lo había preocupado.

Erik Lysgaard era un hombre apacible.

Algunos decían que era indeciso, pero otros sabían apreciar al tipo tranquilo, retraído. Nunca se daba mucha importancia a sí mismo fuera de la familia. Sólo lo justo. Hablaba poco, y escuchaba mucho. Erik Lysgaard era un hombre al que uno se acostumbraba al conocerlo más de cerca. Tenía sus amigos, por supuesto, algunos compañeros de infancia y un par de colegas del colegio en donde trabajaba hasta que la espalda se le puso tan difícil que lo retiraron por invalidez.

Pero fundamentalmente era el marido de su esposa.

«Solo no es nadie», fue el pensamiento que golpeó a Lukas cuando comprendió que su madre había muerto. «Papá no es nadie sin mamá».

Y al principio lo había entendido.

Esa noche, la bendita, terrible noche que Lukas no olvidaría jamás en su vida, la Policía lo condujo a Nubbebakken. El mayor de los policías había preguntado si querían tener compañía hasta que llegase el nuevo día.

Ni él ni su padre querían a nadie en la casa.

Su padre se había reducido hasta algo que era difícil de reconocer. Estaba tan delgado y débil que casi no proyectaba sombra cuando le abrió la puerta a su hijo y le dio la espalda, sin decir una palabra, y regresó a la sala.

Lloró de forma aterradora. Durante un buen rato lo hizo casi en silencio, para enseguida aullar bajo y largo, sin sollozos; un dolor animal que asustó a Lukas, que se sintió más desamparado de lo que esperaba, en especial porque su padre le negaba el contacto físico. Tampoco quería hablar. Cuando fue evidente que empezaba a hacerse de día, una mañana de Navidad negra como el carbón y lluviosa, Erik aceptó finalmente tratar de dormir. Pero no quiso que su hijo lo ayudase, pese a que Eva Karin, durante más de diez años, cada noche, le había quitado los zapatos y lo había ayudado acompañándolo hasta la cama para aplicarle en la espalda un bálsamo casero que asiduamente recibía de uno de los feligreses de sus años en Stavanger.

Igualmente, Lukas lo había entendido.

Ahora empezaba lo difícil.

Ya habían pasado cinco días desde el asesinato y nada había cambiado. Su padre no había comido nada durante esos días. Bebía agua, mucha agua, y un par de tazas de café con azúcar y leche por las tardes. Ni siquiera cuando Lukas lo llevó a casa junto a su propia familia, con la esperanza de que sus nietos le despertasen algún tipo de chispa de vida en el viejo, quiso comer algo. La visita fue un fiasco. Los niños estaban aterrados al ver a su abuelo llorar de forma tan rara, y el mayor, de ocho años, ya tenía suficiente con aceptar que la abuela no volvería nunca, nunca, nunca más.

—Así no va, papá.

Lukas empujó un puf hasta el sillón orejero de su padre y se sentó en él.

—Debemos pensar en el entierro. Tú debes comer. Eres una sombra de ti mismo, papá, y esto no puede seguir así.

—No puede haber entierro hasta que la Policía lo autorice —dijo el padre.

Hasta su voz se había hecho más delgada.

—No. Pero debemos planificarlo.

—Tú puedes hacerlo.

—No estaría bien, papá. Tenemos que hacerlo juntos.

Silencio.

El viejo reloj de pie se había detenido. Erik Lysgaard había dejado de izar las piñas de bronce, pesadas como el plomo, que colgaban bajo la esfera, antes de irse a dormir cada noche. Ya no precisaba escuchar cómo pasaba el tiempo.

El polvo bailaba en la luz que entraba por la ventana.

—Tienes que comer, papá.

Erik alzó la mirada y tomó con cuidado las manos de su hijo entre las suyas, por primera vez desde la muerte de Eva Karin.

—No. Eres tú quien debe comer. Eres tú quien debe seguir viviendo.

—Papá, tú…

—Tú eras el hijo de nuestra dicha, Lukas. Nunca un hijo fue más bienvenido que tú.

Lukas tragó saliva y sonrió.

—Eso dicen todos los padres. Yo mismo se lo digo a mis hijos.

—Pero hay tanto que tú no sabes.

Aunque afuera seguían los sonidos de la ciudad, era como si no lograsen colarse dentro de la casa muerta de Nubbebakken. Lukas no podía siquiera oír el latido de su propio corazón.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

—Hay muchas cosas que se van con una persona. Con Eva Karin se fue todo. Así debe ser.

—Tengo derecho a saber, papá. Si es algo que tiene que ver con la vida de mamá, con vuestra vida, como…

La risa seca de su padre lo asustó.

—Todo lo que tú tienes que saber es que fuiste un hijo amado. Siempre fuiste el gran amor de tu madre, y el mío.

—¿Fui?

—Mamá murió —dijo su padre con dureza—. Yo no voy a vivir mucho más.

Lukas recogió bruscamente las manos y enderezó la espalda.

—Recupérate —dijo—. Recupérate ya.

Se puso de pie y comenzó a andar rápido por el cuarto.

—Esto debe terminar. Ahora. ¡Ahora! ¿Me escuchas, papá?

Su padre apenas reaccionó ante aquel violento arrebato. Se quedó allí sentado, tal como había estado sentado en el mismo sillón, con la misma expresión vacía, desde hacía cinco días.

—¡No puedo entenderlo! —gritó Lukas—. ¡Mamá no puede entenderlo!

Cogió una figura de porcelana de una pequeña mesa al lado del televisor. Dos cisnes en un corazón dividido, regalo de bodas de los padres de Eva Karin. Había sobrevivido a ocho mudanzas y era una de las cosas más queridas de su madre. Lukas agarró los cisnes por el cuello con ambas manos. Los golpeó contra su muslo hasta que le dolieron los músculos y las figuras se rompieron en pedazos. Los bordes cortantes se le hincaron en las palmas. Cuando arrojó los restos al suelo, la sangre salpicó la alfombra.

—No te permito morir. ¡No te permito morir, coño!

Tenía que llegar a eso.

Lukas Lysgaard no se había atrevido nunca a decir tacos en presencia de sus padres, ni siquiera en su plena juventud. Ahora su padre se puso de pie a una velocidad que nadie hubiese creído posible juzgando su condición. Tres pasos y se plantó frente a su hijo. Levantó el brazo. El puño se detuvo a pocos centímetros de la mandíbula del joven. Y ahí se detuvo, como congelado en una escena absurda; más alto ahora, y más ancho. Era de él de quien Lukas había heredado los hombros, y era como si de pronto éstos hubieran encontrado su lugar. Todo el hombre se agrandó. Lukas no respiraba. Se encogió bajo la mirada de su padre, como si hubiese vuelto a ser un adolescente. Terco y joven, y el muchachito de su padre.

—¿Por qué estaba mamá caminando por la calle?

Erik dejó caer la mano.

—Es un asunto entre Eva Karin y yo.

—Creo que sé por qué.

—Mírame.

Lukas observó sus propias palmas. En la raíz de cada pulgar había una profunda rasgadura. La sangre seguía goteando hacia la alfombra.

—Mírame —repitió Erik.

Cuando Lukas todavía no lograba levantar el rostro, sintió la mano de su padre sobre su mejilla sin afeitar. Finalmente levantó la vista.

—Tú no sabes nada —dijo Erik.

«Sí —pensó Lukas—. Quizá siempre lo supe. Por lo menos durante mucho tiempo».

—De veras que no sabes nada —repitió su padre.

Estaban tan cerca que el aliento de uno acariciaba la piel del rostro del otro con pequeños soplos. Y de la misma forma en que los malos pensamientos se convierten en secretos rígidos cuando no se comparten, ambos cargaban con la certeza de algo que estaban convencidos que el otro ignoraba. Se que daron ahí quietos, avergonzados cada uno a su modo, sin que hubiera nada que decirse.

—Me avergüenza decirlo, Synnøve, pero éste es el tipo de casos en los que tratamos de mantenernos bastante a la expectativa.

En todo caso, Kjetil Berggren había logrado bajar la temperatura dentro de la pequeña sala de interrogatorios. Ahora estaba sentado con las mangas de la camisa arremangadas de manera antirreglamentaria y tamborileaba distraído con un lápiz sobre la pierna del pantalón.

Ella lo contó todo tal como era, sin esconder nada. El que cada palabra suya hiciese que la desaparición de Marianne resultase cada vez menos sospechosa era algo que todavía no entendía bien.

—Comprendo —dijo, dócil.

—Una cosa es que ni siquiera has hablado todavía con sus padres.

—¡Marianne no tuvo contacto con ellos desde que nos mudamos a vivir juntas!

—Entiendo —dijo él, y se pasó la mano por el cabello bien corto—. En principio estoy de acuerdo contigo en que hay razón para preocuparse. Pero es que…

Estaba marcadamente menos entusiasta ahora que cuando la rescató de Ola Kvam hacía ya una hora y media. Se sentaba inquieto en la silla y no había tomado una sola nota en más de treinta minutos.

—Uno debe hablar con la familia cercana antes. Hasta donde entiendo, tú no contactaste con nadie todavía.

El enervante tamborileo contra la pierna se hizo más fuerte.

—Ni siquiera con sus padres —repitió él.

Como si los padres de una mujer de cuarenta y dos años tuviesen respuesta para todo.

—No vinieron cuando nos casamos —dijo Synnøve, agotada—. ¿Por qué se te ocurre que ahora podrían saber algo de Marianne?

—Al fin y al cabo iba a visitar a la tía de su madre, ¿verdad? Eso puede querer decir que su madre tiene…

—¡Esa tía apareció de la nada! Escucha, Kjetil: Marianne rompió con sus padres después de un terrible enfrentamiento hace ya más de trece años. Obviamente, tuvo que ver conmigo. Mantuvo una especie de contacto con su hermano, pero sólo eventualmente. No tiene abuelos y su padre es hijo único. La madre tiene a toda la parentela bajo su puño de hierro. En otras palabras, es como si Marianne no tuviese familia. Así las cosas, en otoño llegó una carta de la tía abuela, que emigró antes de que Marianne naciese y es… persona non grata para la familia. Una bohemia. Se casó con un afroamericano a comienzos de los sesenta, cuando hacer algo así no era precisamente popular en las familias finas de Sandefjord. Después se divorció y se fue a vivir a Australia. Ella… —Synnøve se interrumpió—. ¿Por qué estoy aquí sentada dándote un montón de información totalmente irrelevante sobre una mujer mayor extravagante y un tanto rara que de pronto descubrió que tenía una sobrina nieta a quien su familia apoyaba tan poco como a ella? ¡La cosa es que Marianne nunca llegó a casa de su tía!

Gesticuló con el brazo y volcó una taza llena de café. Soltó una palabrota cuando el líquido caliente cayó sobre sus muslos y saltó de la silla. Antes de que pudiese darse cuenta, Kjetil Berggren estaba a su lado con una botella de agua mineral vacía.

—¿Qué tal? ¿Quieres que eche más?

—No, gracias —murmuró ella—. Está bien, gracias.

Kjetil Berggren buscó toallas de papel en una alacena, al lado de la pequeña pileta que había en el rincón.

—Y además está eso de que ella ya se fugó antes —dijo él, todavía de espaldas.

Synnøve se sentó otra vez en la silla incómoda.

—No se fugó. Terminó la relación. Es distinto.

—Ten.

Él le alcanzó una gruesa pila de toallas.

—Dijiste que se fue para catorce días —dijo, sentándose de nuevo—. Sin dar noticias. Tampoco esa vez, quiero decir. Creo que comprendes que esto quiere decir algo, Synnøve. Que esta mujer…, que Marianne, hace tan sólo tres años, desapareció después de una tremenda pelea y viajó a Francia sin siquiera decirte que se había ido al extranjero. Éste es el tipo de cosas que los policías tenemos que tomar en consideración cuando decidimos si poner o no todo el peso en…

—Pero esta vez no nos peleamos. No nos peleamos en absoluto.

En lugar de regresar a su lugar al otro lado de la mesa, él se sentó sobre ésta y apoyó un pie en la silla al lado de Synnøve. Posiblemente era un gesto amistoso.

—Me encuentro horrible —murmuró ella poniendo distancia—. Y apesto como un caballo. Disculpa.

—Synnøve —dijo él con calma, sin darse cuenta de que ella tenía toda la razón.

Su mano estaba caliente cuando la apoyó en el hombro de ella.

—Desde luego que veré qué es lo que puedo hacer. Me hago cargo de tu denuncia de desaparición. Por lo menos es un comienzo. Pero desgraciadamente no puedo garantizarte que vayamos a hacer gran cosa. No por un tiempo, en todo caso. Sin embargo, hay mucho que puedes hacer sola mientras tanto.

Ella se puso de pie. Más para alejarse del contacto, que inesperadamente sintió como poco bienvenido. Cuando se estiró para coger el jersey, Kjetil Berggren bajó de la mesa al suelo.

—Haz unas llamadas —dijo él—. Tenéis muchos amigos. En caso de que haya algún asunto de… infidelidad en todo esto… —por suerte tenía la cabeza dentro del jersey. Se sonrojó enseguida. Luchó con torpeza dentro de la prenda hasta que retomó el control— suele haber uno o más en el grupo de amistades que lo saben.

—Entiendo —dijo ella.

—Y si tenéis una cuenta bancaria común, puedes verificar si ella retiró dinero. Y si ése fuera el caso, puedes averiguar dónde. Yo te llamaré dentro de un par de días a ver cómo va todo. O pasaré por tu casa. ¿Vives aún en la vieja casa de Hystadveien?

—Vivimos en Hystadveien. Marianne y yo.

En el momento en que lo dijo, supo que era mentira.

—Sin considerar que Marianne está muerta —dijo con dureza, tomó el anorak y caminó hacia la puerta—. Gracias, Kjetil. ¡Gracias por fucking nothing!

Cerró la puerta tras de sí con tanta fuerza que la hizo saltar de las bisagras.