«Lo peor hubiera sido no saber», pensó Niclas Winter. Había vivido tanto tiempo al borde de la quiebra económica que saber que el comprador ya no estaba interesado le había hecho volver a beber un poco más, un poco más a menudo. Por no hablar de todo lo que se tomaba para mantener los nervios bajo control. Por fin había terminado con esa mierda. Le aflojaba los sentidos y lo volvía indolente. Chato. Improductivo.
Exactamente como no quería ser.
Cuando la crisis financiera le golpeó desde todos lados en otoño de 2008, no tuvo el mismo efecto en Noruega que en muchos otros países. Con varios miles de millones en la caja y un explosivo cajón de herramientas políticas, el Gobierno rojiverde pudo tomar contramedidas tan costosas y sólidas que nadie hubiese podido imaginarlas tan sólo unos meses atrás. La nación había bombeado dinero del mar del Norte durante tanto tiempo que parecía como mínimo invulnerable después del terremoto económico en los Estados Unidos. El mercado inmobiliario noruego, que desde antes estaba tan inflado como sobrecalentado, chocó contra el muro a principio del otoño. Pero ya se había despertado. En todo caso ya mostraba signos de vida. La cantidad de quiebras se multiplicó en los últimos meses, pero muchos pensaban que había sido una limpieza saludable entre empresas que, de todos modos, no se podían sustentar. El desempleo creció en la industria de la construcción, algo que por supuesto se tomó muy en serio. Por el momento, éste era un sector del mundo de los negocios que se mantenía sobre todo a partir de la fuerza de trabajo importada. Polacos, bálticos y suecos, todos tenían la fantástica cualidad de que preferían volver a casa cuando no conseguían trabajo; por lo menos aquéllos que aún no habían entendido del todo que podían hacer buen dinero a través del sistema de beneficencia noruego. Además había bastantes economistas que, entre ellos y bien callados, pensaban que una desocupación de aproximadamente el cuatro por ciento era buena para mantener la flexibilidad del mercado laboral.
Al final Noruega Inc. siguió avanzando, y si bien no como antes, en todo caso sin las enormes y catastróficas consecuencias para el país o la población que afectaron a otros. La gente continuaba comprando comida, todavía necesitaban ropa para ellos y para sus hijos, se permitía como de costumbre el vino en los fines de semana e iba al cine tantas veces como antes.
Lo que disminuyó fue el consumo de bienes suntuarios.
Y por una u otra razón, el arte se consideraba un lujo.
Niclas Winter arrancó la cápsula de estaño del cuello de la botella de champán que había comprado el día que murió su madre. Trató de recordar si había abierto alguna vez antes una botella de esa manera. Mientras maniobraba con el seguro de alambre, pensó que aquélla era la primera vez. Estaba claro que había bebido cantidades sustanciales de la deliciosa bebida francesa, en especial en el curso de los últimos años, pero siempre a costa de otros.
Un chorro de espuma saltó, y Niclas rió para sí mientras escanciaba el espumoso en una copa de plástico que encontró en el borde del atestado banco de trabajo. Apoyó la botella en el suelo por seguridad y se llevó la copa a los labios.
El atelier de trescientos metros cuadrados, originariamente un depósito, estaba bañado de luz natural. Para el observador no avisado, el caos debía parecer completo en aquella habitación inmensa, con luces en el techo y grandes ventanas con arcos a lo largo de la pared suroeste. Niclas Winter tenía, por el contrario, un control absoluto del conjunto. Aquí estaban el equipo de soldadura, los ordenadores y los viejos lavabos, cables submarinos extraídos del mar del Norte y la mitad de un automóvil siniestrado; el atelier hubiera sido un paraíso para cualquier niño de once años mínimamente curioso. Pero, en realidad, no hubiese podido entrar jamás. Niclas Winter tenía tres fobias: las aves grandes, las lombrices y los niños. Ya le había sido suficientemente traumática su propia infancia y no soportaba recordarla cuando veía niños que jugaban y hacían bullicio y lo pasaban bien. El que el atelier quedase a sólo doscientos metros de una escuela primaria era un hecho lamentable que obviamente había aprendido a soportar. El local era perfecto en cualquier otro sentido, el alquiler era bajo y la mayoría de los niños lo evitaba desde que él había colocado carteles en la puerta que alertaban con un «PERRO SUELTO» junto a la imagen de un dóbermann.
El local era casi rectangular, dieciséis metros por casi dieciocho. Todo el desorden se concentraba cerca de las paredes, un marco de trastos y cosas necesarias que rodeaban un área grande en medio del cuarto. Ahí estaba siempre limpio y vacío, a no ser por la instalación en que Niclas Winter trabajaba entonces. A lo largo de una de las paredes más cortas había además cuatro instalaciones que estaban terminadas, pero que todavía no había mostrado a nadie.
Bebió un sorbo de champán, que era un poquito dulzón y además no estaba del todo frío.
Esto era lo mejor que había hecho.
El trabajo se llamaba I was thinking of something blue and maybe grey, darling, y lo había comprado StatoilHydro.
En el centro de la obra de arte se levantaba un monolito de maniquíes. Estaban entrelazados, como en el original en Vigelandsaparken, pero debido a la rigidez de los muñecos en todo lo que no fuera rodillas, codos, caderas y hombros, la figura de seis metros de altura resultaba manifiestamente espinosa. Cabezas montadas en cuellos casi quebrados, dedos erectos y pies con las uñas pintadas; todos apuntaban muertos hacia el espacio. El conjunto estaba envuelto en un delgado y brillante alambre de púas hecho de plata. Plata verdadera, por supuesto; sólo ese alambre había costado una pequeña fortuna. Si uno se acercaba, podía ver que los muñecos desnudos y sin vida tenían costosos relojes en las muñecas y que casi todos llevaban joyas en el cuello. En realidad, cuando los compró, los maniquíes carecían de sexo. Tan sólo los hombros anchos y la ausencia de pechos distinguían a los hombres de las mujeres, además de una protuberancia sin contornos entre las ingles. Niclas Winter acudió en su ayuda. Compró tantos penes en una tienda de artículos eróticos que obtuvo un importante descuento. Después los montó en los muñecos castrados. Esos dildos se presentaban como «naturales», algo que Niclas Winter sabía que era un disparate. Eran colosales. Los pintó con aerosoles de colores fluorescentes y los hizo más llamativos.
—Perfecto —dijo para sí, y vació la copa de un trago.
Se alejó unos pasos y ladeó la cabeza.
La última exposición de Niclas Winter había sido un éxito gigante. Se expusieron tres instalaciones al aire libre durante cuatro semanas en Rådhuskaia. El público estaba encantado. Los críticos también. Lo vendió todo. Por primera vez en su vida no tenía casi deudas. Lo mejor era que StatoilHydro, que ya había comprado Vanity Fair, reconstruction, había encargado I was thinking… basándose en un boceto. El precio era de dos millones. Recibió medio millón como adelanto, pero tanto ese dinero como bastante más ya había desaparecido con los materiales.
Y entonces los jodidos cambiaron de opinión.
Él no sabía de contratos, y cuando acudió indignado a un abogado con la carta que había recibido en octubre, entendió que era el momento de contratar a un agente. StatoilHydro estaba en su pleno derecho. El contrato incluía una cláusula de suspensión del encargo. Niclas Winter apenas lo había leído cuando lo firmó, mareado por el éxito.
«En el actual clima financiero», decían disculpándose en la carta. «Desafortunada señal para los empleados y los dueños», peroraban más abajo. «Moderación». «Cierta restricción en el consumo innecesario».
Bla, bla, bla. ¡Había que joderse!
La maldita carta llegó cuatro días antes de que su madre muriese.
Cuando se sentó a su lado en las últimas horas, más por un sentimiento de culpa que porque realmente se sintiese triste, todo cambió. Niclas Winter salió del cuarto de su madre moribunda en el hospicio Lovisenberg con una sonrisa en los labios, con una esperanza renovada y con un enigma que resolver.
Y lo había logrado.
Le llevó su tiempo, por supuesto. Su madre había sido tan poco clara que él tuvo que emplear varias semanas hasta dar con la oficina correcta. Se estresó, y en el camino se había hecho dos ampollas, pero ahora estaba todo resuelto. La entrevista estaba programada para el primer día hábil después del Año Nuevo. El tipo con el que se tenía que encontrar iba a convertir a Niclas Winter en un hombre riquísimo.
Se sirvió más champán y lo bebió.
La ligera embriaguez le sentó bien. Además, su trabajo estaba terminado. Si StatoilHydro dejaba pasar la oportunidad, habría otros compradores. Con el dinero que tendría ahora, podía aceptar el ofrecimiento de organizar una muestra en Nueva York para otoño. Podría terminar con todo el trabajo extra sin sentido, que le robaba energía y vitalidad. También dejaría las drogas. Y la bebida. Trabajaría las veinticuatro horas, sin preocupaciones.
Niclas Winter estaba casi feliz.
Le pareció oír un ruido. Un «clic» casi inaudible.
Se volvió a medias. La puerta tenía la llave puesta, y allí no había nadie. Bebió un poco más. Un gato en el tejado, quizá. Levantó la vista.
Alguien lo cogió por detrás. No entendió nada cuando una mano y después otra envolvieron su cara y le forzaron a abrir la boca. Cuando la aguja penetró en la mejilla izquierda le provocó más sorpresa que miedo. La punta le rozó la lengua y el dolor que sintió cuando la jeringa se vació sobre la delicada mucosa fue tan intenso que le hizo gritar. El hombre estaba todavía detrás de él y le apresaba las manos. Un calor intenso se esparció rápidamente desde su boca. Le costaba respirar. El extraño lo sostuvo mientras caía. Niclas Winter sonrió y trató de parpadear fuera del velo que se extendía como grasa sobre su mirada. No podía respirar. Sus pulmones no podían más.
Apenas se dio cuenta de que le arremangaban la parte izquierda del jersey. La nueva inyección se cebó en la vena azul, en el lado interno del codo.
Era el 27 de diciembre de 2008, tres minutos después de las once y media de la mañana. Cuando Niclas Winter murió, a los treinta y dos años y justo antes de su debut internacional como artista de éxito, todavía sonreía por la sorpresa.
Ragnhild Vik Stubø se rió con entusiasmo. Inger Johanne le sonrió como respuesta, recogió todos los dados y los arrojó nuevamente.
—No eres muy buena jugando al Yatzy, mamá.
—Desafortunada en el juego, afortunada en el amor, ya sabes. Eso me consuela.
Los dados cayeron mostrando dos unos, un tres, un cuatro y un cinco. Inger Johanne dudó un instante antes de dejar los unos y lanzar por última vez.
Sonó el teléfono.
—No hagas trampa mientras estoy lejos —ordenó, y se puso de pie juntando fuerzas.
El móvil estaba en la cocina. Pulsó la tecla verde.
—Inger Johanne —dijo.
—Hola, soy yo.
Sintió un asomo de irritación porque Isak nunca se presentara mencionando su nombre. Debía ser privilegio de Yngvar el dar por entendido que ella reconocería su voz de inmediato. Al fin y al cabo ya hacía más de diez años que se habían divorciado. Claro que él era el padre de su hija mayor, y era una suerte para todos que pudieran entenderse. Pero por el momento él ya no era un miembro cercano de la familia, pese a que se comportaba como si lo fuera.
—Hola —dijo con indiferencia—. Gracias por traer a Ragnhild a casa ayer. ¿Cómo va con Kristiane?
—Sí, bueno, por eso llamo. Pero me tienes que…, me tienes que prometer que no vas a…
Inger Johanne sintió que se le contraía la piel entre los omóplatos.
—¿Qué sucede? —le cortó.
—Bueno, el caso es que… estoy en las Galerías Sandvika. Tenía que cambiar algunos regalos, entonces…, Kristiane y yo. Ahora el problema es que…, que si te enfadas no vas a ayudar en lo más mínimo.
Inger Johanne trató de tragar saliva.
—¿Qué pasa con Kristiane? —preguntó, tratando de mantener bajo el volumen de la voz.
Escuchó cómo Ragnhild arrojaba los dados en la sala una y otra vez.
—Desapareció. Bueno, no así, no desapareció. Pero no…, no la encuentro. Yo sólo iba a…
—¿Has perdido a… Kristiane? ¿En las Galerías Sandvika?
Se imaginó el enorme centro de compras, el más grande de Escandinavia, con tres pisos, más de cien tiendas y tantos accesos que le dio vértigo. Buscó apoyo en el mostrador de la cocina.
—Ahora debes calmarte, Inger Johanne. Ya he avisado a la administración y la están buscando. ¿Sabes cuántos niños se pierden aquí cada día? ¡Un montón! Seguramente está revolviendo sola en alguna de las tiendas. Sólo te llamo para saber si hay alguna tienda aquí por la que ella sienta una atracción especial…
—¡Coño, perdiste a mi hija!
Inger Johanne gritó sin pensar en Ragnhild. La niña empezó a llorar e Inger Johanne trató de calmarla desde lejos mientras seguía hablando.
—Es «nuestra» hija —dijo Isak en el otro extremo—. Y además no está…
—Ragnhild, no sucede nada. Mamá sólo…, no pasa nada. Espérame, enseguida estaré contigo.
La niña no se calmaba. Berreó y arrojó los dados al suelo.
—¡No quiero que me pierdan, mamá!
—Prueba en la tienda de ositos —dijo silbante Inger Johanne—. Ésa en la que puedes armar tu propio oso. Está en el fondo del corredor, entre la sección vieja y la sección nueva del centro.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¿Quién me ha perdido?
—¡Chist, mi amor! Mamá va enseguida. Nadie te ha perdido. ¡Ya voy!
Le gruñó lo último al teléfono.
—Mantén el móvil encendido. Puedo estar allí dentro de veinte minutos. Llámame enseguida si sucede algo.
Inger Johanne cortó la comunicación, se guardó el teléfono en el bolsillo trasero, corrió a la sala, alzó a su hija menor y la consoló lo mejor que pudo mientras cruzaba el apartamento en dirección a las escaleras de la entrada.
—Nadie te ha perdido, no hay nada de qué preocuparse. ¡Mamá está aquí!
—¿Por qué dijiste que alguien me había perdido?
Ragnhild sollozaba, pero por lo menos se había calmado un poco.
—Lo has entendido mal, mi amor. A veces sucede.
Aminoró la velocidad cuando llegó a las escaleras y descendió con calma.
—Ahora iremos las dos a dar un pequeño paseo. A las Galerías Sandvika.
—Sanderías Gándika —dijo Ragnhild sonriendo a través de las lágrimas.
—Exacto.
—¿Qué me vas a comprar?
—No te voy a comprar nada, mi amor. Sólo vamos a…, vamos a buscar a Kristiane.
—Kristiane viene mañana —protestó la niña—. Esta noche íbamos a ver cine tú y yo en el sofá, con palomitas de maíz.
—Ponte las botas. Rápido, por favor.
El corazón se le salía por la boca. Suspiró tratando de tomar aire y se echó el abrigo encima mientras forzaba una sonrisa.
—Coge sólo la chaqueta. Vamos.
—¡Quiero llevar mi gorro! ¡Y mis guantes! ¡Hace frío fuera, mamá!
—¡Así! —dijo Inger Johanne, y agarró lo que había sobre el estante—. Puedes ponértelos en el coche.
Sin siquiera cerrar con llave, tomó de la mano a su hija y corrió escaleras abajo, hacia el pavimento y el coche, que por suerte estaba aparcado frente al portón.
—Me haces daño —protestó Ragnhild—. ¡Mamá, me coges demasiado fuerte!
Inger Johanne se mareaba. Reconocía el miedo desde la primera vez que tuvo a Kristiane entre sus brazos. «Todo ha salido bien», le dijo la comadrona. «Preciosa y sana», dijo Isak. Pero Inger Johanne sabía que había algo más. Miró a su hija de media hora de edad, que estaba tan quieta y que tenía algo en sí que había hecho que ella casi estallara en pedazos.
—Sube —dijo un poco demasiado bruscamente mientras abría la puerta del asiento trasero.
Sonó el teléfono. Al principio no supo dónde lo había metido y se palmeó los bolsillos de la cazadora.
—Llama en tu culo —dijo Ragnhild, y trepó dentro del coche.
—Sí —dijo Inger Johanne casi sin aliento una vez que extrajo el móvil de su bolsillo.
—¡La encontré! —rió Isak a distancia—. Estaba en la tienda de los ositos, como tú creías, y lo estaba pasando bomba. La estaba cuidando un hombre, y de hecho estaban charlando muy contentos cuando llegué.
Inger Johanne se apoyó en el coche y trató de respirar regularmente. La inmensa tranquilidad de saber que Kristiane estaba bien fue rápidamente enturbiada por lo que Isak le decía.
—¿Qué hombre?
—¿Qué…, eh? Te llamo para decirte que Kristiane está bien, tal como yo pensaba, y ahora me preguntas…
—¿Tienes claro que los centros de compras son El Dorado para los pedófilos?
Sus palabras se volvían nubes de vapor gris en el aire frío.
—Mamá, ¿no vas a ponerme el cinturón?
—Enseguida, mi vida. ¿Qué tipo de…?
—¡Inger Johanne! Esto no tiene ningún sentido.
Isak Aanonsen no se enfadaba casi nunca.
Ni quiera se enfadó cuando una noche, tarde, una eternidad atrás, ella se incorporó en el sofá y le dijo que no lograba ver cómo podrían salvar su matrimonio; le contó que ya se había hecho con los formularios necesarios para trazar una línea definitiva. Y entonces Isak trató de ver el lado positivo. Se había quedado ahí sentado durante un rato, solo en la sala, mientras una llorosa Inger Johanne se iba a acostar. Una hora más tarde había llamado a la puerta del dormitorio, consciente ya de que nunca más serían lo que habían sido. Lo más importante era Kristiane, dijo él. Sería para siempre lo más importante entre ambos, y él quería que se pusieran de acuerdo en cómo ordenarían las cuestiones prácticas con respecto a su hija, aun antes de tratar de dormir. Cuando amaneció ya habían acordado un arreglo, y desde entonces lo mantuvo con lealtad. Inger podía contar con los dedos de una mano las veces que pudo percibir un asomo de irritación en todos esos años.
Ahora estaba indignado.
—¡Esto es histeria! El hombre que hablaba con Kristiane era un tipo absolutamente normal que claramente se dio cuenta de qué clase…, qué clase de niña es. Era amable. Kristiane sonreía y se despidió con una mano cuando se separaron. Y ahora tú estás diciendo que…
Inger Johanne podía escuchar el dam-di-rum-ram de Kristiane por detrás. Empezó a llorar en silencio, para no alarmar a Ragnhild más de lo que ya lo había hecho.
—Lo siento —susurró en el teléfono—. Lo siento, Isak. De veras. Es que me he asustado.
—Yo también —dijo él, después de una pausa de duda. La voz era la de siempre. Amistosa, otra vez—. Pero todo ha salido bien. Pienso que lo mejor para ti es que la lleve a tu casa hoy. ¿Te parece bien?
—Gracias. Mil gracias, Isak. Me encantaría tenerla conmigo.
—Ya pasaremos otro día juntos.
—Quizá podrías quedarte tú también —dijo Inger Johanne.
—¿En tu casa? ¡Sí, cómo no!
En un destello, ella vio de nuevo los ojos azul oscuro que se convertían en rendijas estrechas sobre la cara siempre mal afeitada cuando él esbozaba esa sonrisa rara y sesgada de la que una vez estuvo tan enamorada.
—Estaremos allí dentro de, más o menos, media hora —dijo él—. ¿Quieres que compre algo, ya que estamos por aquí?
—No, gracias. Sólo venid. Venid.
La comunicación se cortó.
Le sobrevino un enorme cansancio. Apoyó ambos brazos en el techo del coche. El metal estaba tan frío que hizo que su piel se estremeciera. Quizá podría contarle a Isak algo acerca del hombre que había visto en el jardín hacía unos días. Si le contaba que su terror no era una invención salida de la nada, que tenía buenas razones para angustiarse, que el hombre sabía el nombre de Kristiane, a pesar de que las niñas no lo conocían, si ella…
No.
Se enderezó despacio y secó sus lágrimas con el dorso de la mano.
—Ven —dijo inclinándose con una sonrisa sobre Ragnhild—. No iremos a Sandvika al final. En su lugar, Isak y Kristiane vendrán aquí.
—Pero íbamos a ver una película y a jugar a que estábamos en el cine —protestó Ragnhild con energía—. ¡Sólo yo y tú!
—Podemos hacer eso también con ellos. Será muy divertido. Ven, vamos.
La niña descendió con desgana del asiento para niños y salió del coche.
Mientras caminaban por la acera, Ragnhild se detuvo de improviso, con las manos en la cintura.
—Mamá —dijo muy seria—, primero tenemos muchísima prisa por llegar a las Galerías Sandvika. Luego volvemos otra vez a casa. Primero íbamos a jugar a ir al cine, yo contigo, y de pronto Isak y Kristiane quieren venir también. Yngvar tiene razón.
—¿En cuánto a qué? —sonrió Inger Johanne acariciando el cabello de su hija menor.
—En cuanto a que te es muy difícil tomar decisiones. Pero por eso eres la mejor mamá del mundo. La mejor supermamá de todo el mundo, con nata encima.
La subinspectora Silje Sørensen del Departamento de Violentos en el distrito policial de Oslo había bebido dos tazas de cacao con nata y se sentía mareada.
Las fotografías que tenía frente a sí no mejoraban la situación.
La víspera de Navidad de este año había caído en un día hábil, lo que era óptimo para aquéllos que querían tener la mayor cantidad posible de vacaciones. Como el 23 era un martes, la mayoría se tomó libre el lunes anterior, que era de hecho una jornada laboral, y entonces uno podía por supuesto faltar también el martes. El 25 y el 26 eran festivos oficiales y hoy, 27, era sábado. Un día de trabajo para las empresas de servicios; sin embargo, para los más despreocupados, las Navidades de 2008 fueron una oportunidad para tomarse dos semanas libres seguidas, ya que no tenía sentido volver al trabajo cuando la Nochevieja y el 1 de enero ocuparían la mitad de la semana siguiente.
Noruega funcionaba a media velocidad, pero no así Silje Sørensen.
Ver aquella enorme pila de entradas la había puesto de muy mal humor. Al final fue bastante fácil convencer a la familia que lo mejor para todos era dejarla trabajar un día más.
O quizá fuera pensar en Hawre Ghani lo que acaparaba su atención, independientemente de lo que tratase de hacer.
Ojeó rápidamente las fotos que tenía del cadáver, separó una de cuando el muchacho aún estaba con vida y la puso junto a un nuevo documento antes de cerrar la carpeta.
El 25 por la tarde llamó al detective inspector Harald Bull tal como él había solicitado. El hombre no estaba muy interesado en discutir sobre el trabajo en plenas fiestas navideñas. Con «lo más pronto posible» había querido decir: 5 de enero. A pesar de que el presupuesto de horas extra ya estaba agotado a esa altura del año, acordaron poner a trabajar al oficial Knut Bork para que verificase la historia del kurdo solicitante de asilo. El oficial Bork era joven, soltero y ambicioso, y Silje Sørensen se quedó impresionada con el informe que el hombre había finalizado esa misma mañana y que la esperaba en la oficina.
Sus ojos corrían por encima de las hojas.
Hawre Ghani había llegado a Noruega hacía un año y medio, cuando, según lo que declaró entonces, tenía quince años. Era huérfano. Como no estaba en posesión de ningún documento de identidad, su edad fue rápidamente cuestionada por las autoridades noruegas.
A pesar de las dudas acerca de la verdadera edad del muchacho, lo ubicaron en el asilo de inmigrantes de Ringebu. Allí había varios como él; peticionarios de asilo solteros y menores de dieciocho años. Se escapó al tercer día. Desde entonces lo hizo más o menos continuamente, a excepción de los días que tuvo que pasar en la celda de custodia cuando no lograba ser lo suficientemente hábil.
Hacía un año se había dado a la prostitución.
Según varios informes se vendía caro, a menudo y a quien fuese.
Por lo menos en un caso, Hawre Ghani robó a un cliente, algo que se descubrió por casualidad. Había sustraído un par de zapatillas Nike Shock color negro en Sporthuset, en Storo. Un guardia de seguridad lo atrapó, lo arrojó al suelo y lo retuvo al sentarse sobre él hasta que llegó la Policía, cuarenta y cinco minutos más tarde. Cuando lo revisaban para arrestarlo, lo encontraron en posesión de una billetera beis Mont Blanc con una tarjeta de crédito, papeles y recibos a nombre de un conocido periodista deportivo. Éste no estaba interesado de ninguna manera en poner la denuncia, contaba con aridez el informe del oficial Bork, pero varios colegas que conocían el ambiente de la prostitución podían confirmar que el muchacho y la víctima eran bien conocidos en él.
Durante un tiempo se trató de poner a Hawre en contacto con un kurdo iraquí con permiso de permanencia temporal y sin derecho a reagrupamiento familiar. Un MUF, como los llamaban. El hombre, que había vivido de prestado en Noruega durante más de diez años y hablaba noruego de corrido, trabajaba parcialmente como líder de juventudes en la ciudad vieja. Hasta entonces había sido muy afortunado con sus proyectos entre los desinhibidos hijos de refugiados. Con Hawre no le fue tan bien. Al cabo de tres semanas, el muchacho arrastró a cuatro compañeros del club a una ronda de atracos en los depósitos de los sótanos al oeste de la ciudad y trató de desvalijar un cajero automático con ayuda de una palanca de hierro, además de robar y chocar contra un viejo Audi TT matriculado hacía cuatro años.
Silje Sørensen observó la foto del joven inmaduro de enorme nariz. Los labios parecían los de un chico de diez años. La piel era brillante.
Quizás ella era naif.
Por supuesto que era naif, aun después de todos esos años en la Policía, en los que las ilusiones habían explotado como pompas de jabón a medida que ascendía en la jerarquía.
Pero aquel muchacho era joven. Si tenía quince o dieciséis años era, por supuesto, imposible saberlo, pero la foto había sido tomada después de su llegada a Noruega, y ella podría jurar que la mayoría de edad del chico estaba todavía bien lejos.
De todos modos ya no importaba.
Alejó despacio la foto, empujándola al borde del escritorio.
Ahí se quedaría hasta que resolviese este caso. Si alguien había matado a Hawre Ghani, tal como los indicios hacían suponer, averiguaría quién había sido.
Hawre Gahni estaba muerto.
Nadie se había preocupado por él mientras estaba vivo.
Por lo me nos alguien se iba a preocupar por su muerte.
—No se preocupe por mí. —Yngvar Stubø detuvo al hombre con un gesto—. Ya me he tomado tres tazas de café hoy, y no necesito otra.
Lukas Lysgaard se encogió de hombros débilmente y se sentó en uno de los sillones amarillos con orejas. El de su padre. Yngvar evitó todavía sentarse en el lugar de Eva Karin y acercó la misma silla de comedor que había usado antes.
—¿Han averiguado algo más? —preguntó Lukas, sin que su voz mostrara un interés sincero.
—¿Cómo va con la cabeza? —preguntó Yngvar.
El hombre joven se encogió de hombros otra vez antes de peinarse el cabello con los dedos y cerrar los ojos nuevamente.
—Ahora está mejor. Va y viene.
—Así es con la migraña, por lo que he oído.
Un reloj de pie sonó despacio con dos toques. Yngvar resistió la tentación de verificar su propio reloj, estaba seguro de que debían de ser más de las dos. Sintió una leve corriente de aire sobre el cuello, como si hubiese una ventana abierta. Olía a panceta y a algo más que no pudo definir bien.
—Pocas noticias, me temo. —Yngvar se inclinó hacia delante en la silla y apoyó los codos en las rodillas—. Se envió una gran cantidad de material para analizarlo más en detalle. Hay muchos indicios de que podríamos encontrar huellas en el lugar del hecho. Como de hecho fue la Policía quien la halló primero, y como es posible que fuera muy poco tiempo después de que el asesinato tuviera lugar, tenemos la esperanza de haber asegurado las pruebas de la mejor manera posible.
—Pero ¿no saben quién lo hizo?
Yngvar alzó las cejas.
—No, obviamente no. Todavía falta…
—Los periódicos especulan con la violencia indiscriminada. Dicen que poseen fuentes en la Policía que aseguran que están buscando a un lunático. Una de esas «bombas durmientes»… —los dedos apuñalaron el aire— que los psiquiatras dejan ir demasiado temprano. Gente que ha solicitado asilo, sobre todo. Somalíes. Ese tipo de gente.
—Por supuesto que es posible que estemos detrás de una persona enferma. Todo es posible. Sin embargo, a estas alturas de la investigación es importante no aferrarse a ninguna teoría cerrada.
—La patrulla llegó rápidamente al lugar del crimen, así que quien lo hiciera no puede haber estado tan lejos. He leído en el periódico que no hubo más de diez o quince minutos entre el momento de la muerte y el hallazgo del cuerpo. En Nochebuena seguro que no se encontró a muchos donde elegir. Que anduvieran de noche por las calles, quiero decir.
Evidentemente se arrepintió enseguida de lo dicho, y tomó un vaso con un líquido amarillo que Yngvar supuso que era zumo de naranja.
—No —dijo Yngvar—. Su madre, por ejemplo.
—Escúcheme —dijo Lukas, y vació el vaso antes de continuar—. Por supuesto que entiendo lo que sucede. Daría todo por saber qué buscaba mi madre en la calle a esas horas, tan tarde, en Nochebuena. Pero no lo sé, ¿de acuerdo? ¡No lo sé! Nosotros…, mi mujer y nuestros tres hijos, pasamos una Navidad con los padres de ella y otra con los míos. Esta vez mis suegros estaban en casa, de visita. Mi madre y mi padre estaban solos. Le he preguntado a mi padre, por Dios… —hizo un gesto—, le he preguntado, y él se niega a contestarme.
—Entiendo —dijo Yngvar con amabilidad—. Entiendo. Y me gustaría preguntarle justamente sobre esto.
Rendido, Lukas dio un golpe con la mano.
—Usted dirá.
—¿Le gustaba salir a pasear?
—¿Cómo?
—A su madre, ¿le gustaba pasear?
—A todos nos gusta…, sí. Sí, le gustaba.
—¿De noche? A mucha gente le gusta…, salir a tomar un poco de aire antes de irse a dormir. ¿También a su madre?
Por primera vez desde que Yngvar había conocido a Lukas Lysgaard, hacía ya tres días, le pareció que el hombre pensaba detenidamente la respuesta antes de darla.
—Ya han pasado muchos años desde que yo vivía en casa —dijo finalmente—. Tuve…, tuvimos hijos cuando éramos adolescentes, mi mujer y yo. Nos casamos el mismo verano en que terminamos el bachillerato, y…
Se interrumpió, y una sonrisa le cruzó el rostro lloroso.
—Eso es muy temprano —dijo Yngvar—. Creí que esas cosas ya no sucedían.
—Mamá y papá, en especial papá, tenían firmes opiniones en contra de que nos fuésemos a vivir juntos antes de casarnos. Como estábamos convencidos de que… Pero usted me ha preguntado si mi madre tenía por costumbre salir durante las noches.
Yngvar asintió y extrajo una libretita del bolsillo del pecho, tan discretamente como pudo.
—De hecho, sí. En todo caso, mientras yo viví aquí, en casa. Cuando era pastora, visitaba a menudo a miembros de su parroquia fuera de las horas de trabajo. Era… una pastora muy sociable, mamá. Podía muy bien suceder que saliese de casa en mitad de la noche y que regresara cuando yo ya estaba durmiendo. Sin embargo, nunca vi que visitase a alguien en… Nochebuena. —Se encogió de hombros—. A decir verdad, era muy gentil por su parte visitar en horas nocturnas a gente que la necesitaba. La oscuridad le daba mucho miedo.
—Miedo —repitió Yngvar—. Ya veo. Pero también le gustaba salir a pasear de noche. Aquí en Bergen, por lo menos, después de mudarse…
—No…, veamos… Cuando la nombraron obispo, yo era mayor. No estoy muy seguro de que visitara tanto entonces. Como obispo, quiero decir.
Respiró hondo y agarró el vaso. Cuando vio que estaba vacío se quedó sentado haciéndolo rodar en la mano. La rodilla izquierda le temblaba como si tuviese hormigas en la pierna.
—Cuando yo era joven, en verdad no seguía mucho lo que hacían por las noches. Más bien al contrario, le diría. —La sonrisa, esta vez, era genuina—. Yo era como casi todos los jóvenes. Estiraba los límites. Tenía novias, de vez en cuando. De hecho no pensé nunca en ello, pero quizá mi madre sí tenía esa costumbre de pasear un poco antes de irse a dormir. También en Stavanger. Pero cuando estamos aquí, con mi propia familia, por supuesto no lo hace.
—Ustedes viven en Os, ¿verdad?
—Sí. Está a sólo media hora de aquí, más o menos. Excepto en las horas punta. Entonces el viaje puede llevar una eternidad. Pero los visitamos mucho. Y ellos a nosotros. Como nunca da esos paseos nocturnos cuando nos visita, ni cuando estamos nosotros aquí, entonces…
—Disculpe que lo interrumpa, pero ¿ustedes se quedan a dormir, entonces? ¿Cuándo están aquí?
—Sólo de vez en cuando. Como regla, no. Los chicos pasan la noche aquí a menudo. Mis padres son muy diestros con ellos. En Nochebuena o en otras ocasiones especiales siempre pasamos todos juntos la noche. Entonces nos damos el gusto de beber un poco.
—¿No son abstemios, sus padres?
—No. De ninguna manera.
—¿Qué quiere usted decir con «de ninguna manera»?
—¿Qué? Quiero decir…, les gusta tomarse una copa de vino tinto con la comida. Mi padre bebe con gusto un par de vasos de whisky en una fiesta. Personas normales, en otras palabras.
—¿Solía beber su madre antes de salir a dar sus paseos?
Lukas Lysgaard aspiró con fuerza.
—Ahora escúcheme —dijo irritado—: ¡Todo esto me parece muy raro! Algo me dice que a mi madre le gustaba salir a pasear de noche. Pero al mismo tiempo sé que temía la oscuridad. Mucho. Todos se burlaban de ella por esa fobia, porque era ella, precisamente, quien debía sentirse segura por la cercanía de Dios. Y uno está siempre cerca de el…
Dijo lo último con una mueca breve, antes de recostarse hacia atrás en el sillón y dejar el vaso vacío.
—¿Puedo echar un vistazo? —preguntó Yngvar.
—Eh…, sí. Mejor dicho, no… Mi padre está con mi familia y, en realidad, sería algo impropio que usted ande curioseando en sus cosas sin que él mismo haya dado su permiso.
—No voy a curiosear —sonrió Yngvar mostrando ambas palmas—. En absoluto. Sólo echaré un vistazo. Como he dicho muchas veces antes, es importante para mí formarme la mejor impresión posible de las víctimas en los casos que investigo. Por eso estoy aquí. En Bergen, quiero decir. Para tratar de formarme una imagen amplia de su madre. Ver la casa ayuda un poco. Sería práctico. ¿Qué me dice?
De nuevo Lukas se encogió de hombros. Yngvar lo tomó como un consentimiento y se levantó. Se metió la libreta en el bolsillo y le pidió a Lukas que le indicase el camino.
—Así no me equivoco —sonrió—, como la última vez.
La vivienda, en Nubbebakken, era antigua, pero estaba bien conservada. La escalera que subía al segundo piso era asombrosamente estrecha y poco ostentosa, comparada con el resto de la casa. Lukas subió primero y le advirtió sobre un saliente en el techo.
—Éste era el dormitorio de ellos —dijo abriendo una puerta.
Se quedó parado con la mano en el picaporte, bloqueando parcialmente la entrada. Yngvar entendió el gesto y solamente se inclinó para echar una mirada.
Una cama doble.
La colcha estaba cosida con trozos de género de distinto color y hacía más acogedora la habitación, que era grande y estaba bastante vacía. En la mesita de noche había pilas de libros, y en el suelo, al lado de la cama y más hacia la puerta, yacía un periódico doblado. Bergens Tidende, pudo ver Yngvar. Una pintura grande colgaba de la pared directamente sobre la cama, formas abstractas en azul y lila. Detrás de la puerta, de forma que Yngvar sólo pudo verlo reflejado en el espejo entre las grandes ventanas, había un espacioso ropero.
—Gracias —dijo retrocediendo.
El segundo piso tenía además un baño reacondicionado, dos dormitorios bastante anónimos, uno de los cuales era el cuarto de Lukas de cuando era muchacho, y un despacho grande en el que sus padres tenían cada uno sus amplios escritorios. Yngvar ardía en deseos de analizar los papeles más de cerca. La buena voluntad de Lukas estaba, sin embargo, a punto de terminarse, por lo que en lugar de hacerlo inclinó la cabeza en dirección a las escaleras. En el camino pasaron al lado de una puerta estrecha con una llave de hierro forjado en la cerradura, y él presumió que debía tratarse de una escalera que conducía a la azotea.
—¿Por qué viven aquí? —preguntó Yngvar mientras bajaban.
—¿Cómo?
—¿Por qué no viven en la residencia episcopal? Hasta donde sé, el obispado de Bjørgvin tiene una residencia especialmente diseñada en Landåslien.
—Ésta es la casa natal de mi padre. Quisieron vivir aquí cuando regresamos a Bergen. Cuando mi madre fue nombrada obispo, él insistió en que se mudaran aquí. Fue una condición, creo, para que él aceptase. El que mi madre fuese obispo, quiero decir.
Estaban abajo, en el pasillo largo al lado de la sala.
—Pero ¿eso no está regulado por ley? —preguntó Yngvar—. Hasta donde yo sé, uno tiene el deber de…
—Escuche —interrumpió Lukas llevándose un pulgar a un ojo mientras apretaba el otro con el índice—. Hubo mucho barullo para que fuese como es, pero yo realmente no lo sé. Estoy tremendamente cansado. ¿Puede preguntarle a otra persona, por favor?
—Ningún problema —dijo Yngvar, rápidamente—. Le dejaré descansar. Sólo necesito echar un vistazo a ese cuarto ahí.
Señaló el pequeño dormitorio que había encontrado por error un par de días atrás.
—Feel free —murmuró Lukas, e indicó la puerta con la mano extendida.
En cuanto entró en la habitación, Yngvar se percató de que Lukas no se había interpuesto en el camino. Por el contrario, el hijo de la obispo había regresado a la sala y lo había dejado solo. Miró rápido a su alrededor.
Habían corrido las cortinas, y ya no se olía el empalagoso olor del sueño. El cuarto estaba más frío de lo que recordaba, y las ropas que antes reposaban sobre la silla ya no estaban allí.
El resto parecía estar tal como lo había visto.
Se inclinó para leer los títulos en los lomos de la pequeña pila de libros en la mesita de noche. Una gruesa biografía del héroe de la iglesia Christian Hauge, una novela policial de Unni Lindell y un ejemplar viejo y gastado, encuadernado en cuero, de Markens grøde.
Se quedó muy quieto. Todos sus sentidos estaban alerta. Ella había vivido sus noches en esta habitación, de eso estaba seguro. Abrió con cuidado las puertas del ropero. Faldas y vestidos colgaban junto a blusas y camisas planchadas en una de las mitades; la otra estaba dividida con estantes. Un estante para bragas, otro para medias. Uno para pantalones, otro para cinturones y bolsos de fiesta. Un estante inferior para todo lo que no cabía en los otros.
«Uno no guarda sus ropas de uso diario en un cuarto para huéspedes», pensó, y cerró el armario sin hacer ruido. Le sobrevino una sensación de rechazo, tal como solía sucederle cuando se adentraba en las vidas de otras personas por efecto de una tragedia.
—¿Termina ya? —escuchó que gritaba Lukas.
—Sí, enseguida —dijo, y dejó que sus ojos recorrieran por última vez la habitación antes de abandonarla y salir al pasillo—. Gracias.
En la puerta de entrada se volvió y alargó la mano para saludar.
—Me pregunto cuándo cesará —dijo Lukas sin tomarla—. Este dolor.
—No se acabará nunca —dijo Yngvar, al tiempo que dejaba caer la mano—. Nunca del todo.
Lukas Lysgaard dejó escapar un sollozo.
—Yo perdí a mi primera esposa y a una hija ya mayor —dijo Yngvar despacio—, hace ya más de diez años. Un lamentable y ridículo accidente que sucedió en nuestra casa. Creía que era imposible sentir tanto dolor.
El rostro de Lukas cambió. La defensiva expresión de hostilidad desapareció y se llevó la mano a la nuca en un gesto confundido.
—Lo siento —susurró—. Excúseme. Perder a una hija… Disculpe. Y yo aquí…
—No tiene nada por qué disculparse —dijo Yngvar—. La pena no es relativa. La suya es lo suficientemente grande por sí misma. Y con el tiempo aprenderá a vivir con ella. Escampará, Lukas. La vida tiene la bendita tendencia de curarse a sí misma.
—Ella era sólo mi madre. Usted perdió…
—Aún, a veces, me despierto en medio de la noche creyendo que Elisabeth y Trine todavía están ahí. Pasa un segundo, quizá dos, antes de que comprenda dónde estoy. Y el dolor que siento entonces es igual al del día en que murieron. Dura mucho menos, claro. Media hora después puedo estar durmiendo mi mejor y más tranquilo sueño.
Sonrió débilmente.
—Ahora debo irme.
El frío lo golpeó cuando salió a los escalones de piedra. La lluvia caía de lado. Se levantó el cuello mientras caminaba hacia el portón del jardín sin mirar atrás.
Lo único que lograba pensar era que una de las fotografías sobre el estante del supuesto cuarto de huéspedes había desaparecido. El día de Navidad había allí cuatro retratos. Ahora había sólo tres: uno de Lukas de cuando era niño, sobre las rodillas de Erik; otro de toda la familia en un bote; el último era la foto de Erik Lysgaard muy joven y serio, con gorra de estudiante. La borla le caía sobre el hombro. La gorra estaba correctamente ladeada.
Cuando Yngvar abrió el portón reaccionando con una mueca ante el ruido chirriante de las bisagras, se preguntó si no habría sido un error de cálculo no preguntarle a Lukas qué había sucedido con el otro retrato.
Por otro lado, era bastante posible que no hubiese obtenido respuesta alguna.
En todo caso, no una creíble.
Que alguien pudiese creer en este tipo de historias era incomprensible.
Inger Johanne estaba sentada con el ordenador portátil en las rodillas y navegaba sin objeto por la Red. Había visitado el New York Times y el Washington Post, pero le costaba concentrarse. En todo caso, halló entretenimiento en la pagina del National Enquirer.
Ragnhild dormía profundamente, e Isak estaba en la tarea de acostar a Kristiane. Sin que le agradase del todo, empezó a desear que él se quedara. Para desprenderse de esa idea, revisó su correo. Tres mensajes nuevos aparecieron en la bandeja de entrada. Un par de absurdas ofertas, una de un producto para adelgazar desarrollado a partir de krill y uñas de oso. Además, el mensaje de un remitente que tuvo que buscar un momento en su memoria para reconocer.
Karen Ann Winslow.
Inger Johanne recordaba a Karen Ann Winslow. Habían estudiado juntas en Boston, dos matrimonios y una eternidad atrás. Era cuando Inger Johanne todavía creía que sería psicóloga, cuando no imaginaba que pronto iba a dejar de lado, al menos temporalmente, esa formación para seguir un curso con el FBI que casi le costaría la vida.
Abrió el mensaje, que provenía de una dirección privada y que no hacía alusión al lugar donde Karen trabajaba.
¡Querida Inger! ¿Me recuerdas? ¡Ha pasado tanto tiempo! Lo pasamos realmente bien en el colegio, y de vez en cuando he pensado en ti. ¿Cómo estás? ¿Casada? ¿Tienes hijos? Estoy impaciente por saberlo.
Busqué tu nombre en Google y encontré esta dirección, espero que sea la correcta.
Me han invitado a una boda en Noruega, el 10 de enero. Una buena amiga se casa con un cardiólogo de allí. La ceremonia tendrá lugar en un pueblecito llamado Lillesand, cerca de Oslo. ¿Vives allí todavía?
Inger Johanne pensó que la idea que Karen tenía de «cerca» se toparía brutalmente con la realidad en cuanto viese la sinuosa y peligrosa carretera E-18 que conducía a Sørlandet.
Tendré que viajar sin mi marido y sin ninguno de mis hijos (¡dos niñas y un niño, preciosos!), que estarán ocupados con otras actividades familiares. Llegaré a Oslo tres días antes de la boda, y me encantaría encontrarme contigo. ¿Será posible? Tenemos TANTO que recuperar. Por favor hazme saber algo cuanto antes. Voy a estar en el Gran Hotel, en el centro de Oslo. Mil besos,
Karen[2]
«En todo caso acertó con la ubicación del hotel», pensó Inger Johanne, que cerró el mensaje, entró en Google e insertó el nombre de Karen en la casilla de búsqueda.
Doscientos seis aciertos.
Obviamente debía de haber, por lo menos, dos norteamericanas con el mismo nombre, porque varios de los vínculos eran sobre una autora de libros infantiles, de setenta y tres años. Hasta donde podía recordar, Karen debía haber comenzado sus estudios jurídicos el mismo otoño en que ella viajó a Quantico. Si la recordaba bien, la joven debió de obtener su título brillantemente. Muchos de los vínculos apuntaban también a la abogada de un bufete con base en Alabama con el nombre de American Poverty Law Center, APLC. Esta Karen Ann Winslow (al cabo de una rápida ojeada a los artículos, dedujo que parecía tener su misma edad) había liderado entre otras cosas una campaña contra el estado de Misisipi para clausurar las grandes prisiones para delincuentes juveniles, después de haber demostrado que allí se cometían graves infracciones contra los derechos más elementales de los niños.
En cuanto Inger Johanne abrió el vínculo, recordó que ya había visitado esa página de Internet. El bufete de abogados estaba entre los primeros en lo concerniente a la persecución de delitos de odio. Además de proveer apoyo gratis a las víctimas pobres, en su mayoría afroamericanas, realizaba extensas campañas como portavoz de perseguidos e indigentes. Además, era la fuerza detrás de una impresionante red de inteligencia para la identificación de grupos de odio a través de todo el vasto continente americano.
Recorrió el interior del sitio de Internet, que estaba plagado de información. No encontró ninguna foto de los empleados. Debía de ser por razones de seguridad, concluyó. Después de leer durante diez minutos, estaba convencida de que la abogada Karen Ann Winslow en APLC era su antigua compañera de estudios.
—Perfecto —murmuró.
—De acuerdo —dijo Isak, y se dejó caer sobre la silla frente al sofá en donde estaba Inger Johanne—. Las dos niñas duermen. Si me lo permites, puedo echar un vistazo a tu nevera y ver qué encuentro.
Inger Johanne no apartó la vista enseguida de la pantalla. Con un golpe de tecla, regresó a Outlook.
—Ve —susurró—. Yo también me he quedado con hambre con las salchichas.
¡Querida Karen!
Muchas gracias por tu mensaje. ¡Deseo tanto verte! Vivo en Oslo y estás invitada a quedarte en casa durante un par de días. Debo advertirte, sin embargo, que gracias a Dios tengo dos hijas que son toda una experiencia.
Los dedos corrían sobre el teclado. Inger Johanne no pensaba, era como si hubiese una comunicación directa entre sus manos y todo lo que le había pasado en ésos más de diecisiete años. Como si nada precisase adaptación, reflexión; era como si no razonase, como si sólo contase. Escribió de las niñas, de Yngvar, de su trabajo. Karen Winslow estaba muy lejos, al otro lado del mar; su antigua compañera no conocía a nadie aquí y no tenía por qué ser cuidadosa. Escribió sobre su vida como investigadora, sobre sus proyectos, acerca de su miedo a no ser una madre suficientemente buena para una hija que sólo ella comprendía. Ni siquiera ella, si era sincera. Le escribió sin restricciones a la mujer con quien una vez fue joven y libre.
Se sentía casi como si se confesara.
—Voilà —dijo Isak, que colocó un enorme plato frente a ella—. Espaguetis a la carbonara con un pequeño detalle audaz. No tenías panceta, o sea, que es jamón. No había huevos, por lo que hice una pequeña salsa con un queso azul que encontré.
Tampoco tenías espagueti, por lo que éstos son tallarines. Y tiene además una gran cantidad de ajo asado bien picado encima. Puede que no sean espaguetis a la carbonara, bien mirado.
Inger Johanne aspiró el aroma.
—Huele que alimenta —dijo distraída—. Hay vino en la alacena del rincón, si has de abrir una botella. Yo beberé Farris. ¿Podrías alcanzármela?
Miró la pantalla y se mordió, distraída, el labio inferior.
Marcó resuelta todo el texto, excepto las tres primeras líneas, y apretó «eliminar» antes de terminar el corto mensaje que todavía quedaba:
Hazme saber los detalles de tu estancia en cuanto te sea posible. De veras que me encantaría verte, Karen, ¡de veras! Hasta pronto,
INGER
—¿A quién le escribes con tantas ganas? —preguntó Isak poniendo los pies sobre la mesa antes de apoyar su plato sobre el pecho y empezar a engullir.
Sus maneras siempre la habían irritado.
Una vez más.
Él agarró con toda la mano la copa de vino llena hasta el borde y bebió un trago, con la boca aún repleta de comida.
—Comes como un cerdo, Isak.
—¿A quién le escribes?
—A una amiga —dijo ella, breve.
Cerró el ordenador portátil, lo dejó al lado y se inclinó sobre el plato. La comida sabía tan bien como olía. Estuvieron así sentados, sin hablar, hasta que terminaron de comer.
El vaso de highball estaba vacío.
El highball era la debilidad de Marcus.
De su generación ya no quedaba casi nadie que conociese la expresión, y sus compañeros arrugaban la nariz con desagrado cuando él mezclaba soda con un whisky carísimo, en un vaso alto. Era el trago preferido de su abuelo paterno, uno cada sábado a las ocho de la noche, después del baño semanal y el lavado de cabeza. Marcus junior lo bebió por primera vez el día de su confirmación. Sabía amargo, pero se lo tragó. Los hombres bebían highball, pensaba el abuelo, y así fue como ese trago arcaico se convirtió en algo habitual en la vida de Marcus.
Consideró servirse otro, pero se contuvo.
Rolf estaba fuera. Un caballo de doma clásica tenía un dolor en la rodilla delantera derecha, y por un precio de medio millón de coronas el dueño no tenía muchas ganas de esperar hasta que la clínica abriese el 5 de enero. El horario de trabajo de Rolf era informativo en el mejor de los casos, y en el peor, era engañoso. Lo llamaban al menos dos veces por semana durante la noche, y entonces tenía que salir.
El pequeño Marcus dormía.
Los perros se habían calmado y el silencio reinaba en la casa.
Probó a encender el televisor. Una vaga inquietud le impedía decidir si debía irse a la cama o ver otra serie televisiva. Caso cerrado, por ejemplo. Algo así. La que fuera, sólo para dejar descansar la mente.
El aparato no reaccionó. Golpeó el mando a distancia contra el muslo y lo probó de nuevo. No pasó nada. Las pilas, posiblemente. Marcus Koll bostezó y decidió acostarse. Revisar el correo, cepillarse los dientes, irse a dormir.
Salió de la sala, cruzó el pasillo y llegó al cuarto de trabajo. El ordenador estaba encendido. La carpeta de entradas del correo no tenía nada interesante. Con pereza entró en el sitio de Dagbladet.no. Tampoco allí había nada de interés. Recorrió la página hacia abajo: «Hallan muerto a controvertido artista».
El titular pasó con rapidez.
El dedo índice se congeló en la rueda del ratón. Invirtió el movimiento recorriendo otra vez la página hacia arriba: «Hallan muerto a controvertido artista».
El corazón le latió más deprisa. Sentía liviana la cabeza.
No otra vez. No un ataque más.
No fue pánico lo que lo asaltó.
Se sentía fuerte. Empezó a leer despacio.
Cuando terminó, desconectó el ordenador de Internet y lo apagó. Sacó del cajón del escritorio un pequeño destornillador.
Se puso de cuclillas en el suelo, quitó cuatro tornillos de la cubierta de la máquina, la abrió y extrajo con cuidado el disco duro. Tomó otro disco de un cajón. Le fue fácil instalarlo. Colocó de nuevo la cubierta, la atornilló con cuidado y puso el destornillador en su lugar. Finalmente, empujó el ordenador otra vez debajo del escritorio.
Cuando salió, llevaba consigo el disco duro que había extraído.
Estaba totalmente despierto.
La mujer frente a las llegadas en Gardermoen se asombró de lo atenta que estaba. Había conducido un buen trecho, además de haber dormido mal un par de noches. En los últimos kilómetros antes de llegar al aeropuerto, temió dormirse al volante. Sin embargo, parecía que la misma inquietud que le había impedido dormir volvía de nuevo.
Verificó la hora por enésima vez.
El avión llegaba con retraso, según anunciaba el cartel en el vestíbulo de recepción. El vuelo SK1442 de Copenhague debía aterrizar a las 21.50, pero no tomó pista hasta cuarenta minutos más tarde. De eso ya hacía más de tres cuartos de hora.
La mujer iba de aquí para allá frente a la salida de la aduana. El aeropuerto estaba en silencio, casi vacío, tan entrada la noche de sábado en vísperas de Año Nuevo. Las sillas de la pequeña cafetería en la que al llegar había comprado un café y un trozo incomible de pizza tibia estaban vacías. La intranquilidad le impedía estar sentada.
Por lo general, los aeropuertos le gustaban. Cuando era más joven, el principal aeropuerto noruego estaba en realidad en Dinamarca y el pequeño Fornebu era el aeródromo más grande del país, y a veces iba hasta allí los domingos, solamente para observar. Los aviones. A la gente. A los grupos de pilotos confiados y a las mujeres sonrientes que entonces todavía se llamaban azafatas y eran bellísimas; podía sentarse durante horas con su propio termo lleno de té mientras fantaseaba historias sobre las personas que iban y venían. Los aeropuertos le causaban una sensación peculiar de curiosidad, expectativa y añoranza.
Ahora estaba inquieta, al borde de la irritación.
Ya hacía mucho que alguien había salido del pasillo de aduanas.
Cuando se volvió a mirar el cartel indicador, vio que ya no se leía «Bags on belt» al lado de SK1442. Sabía lo que significaba, pero se negaba a aceptarlo del todo. No todavía.
Marianne la habría avisado si algo se hubiese complicado.
Habría mandado un mensaje. Habría llamado. Se lo habría hecho saber.
El vuelo desde Sidney duraba más de treinta horas, con escalas en Tokio y Copenhague. Por supuesto, podía haber sucedido algo. En uno u otro lugar. En Tokio. En Sidney, quizá. Incluso en Copenhague.
Marianne la habría avisado.
Sintió una ligera angustia en la nuca. Súbitamente decidió dirigirse rápidamente hasta la entrada del pasillo de la aduana. Violar la prohibición de adentrarse más allá no era aconsejable. Las medidas de seguridad incorporadas en la rama de transportes después del 11 de septiembre podían, por todo lo que ella sabía, incluir que los agentes de aduana disparasen a matar.
—Perdón —dijo en voz un poco alta, y asomó la cabeza desde detrás de la pared—. ¿Hay alguien ahí?
Nadie.
—Perdón —repitió, más fuerte.
Un hombre con uniforme apareció en la pared opuesta, cinco metros más allá.
—Hola. ¡No puede pasar por ahí!
—¡No, está claro! Sólo me preguntaba si… Espero a una persona del vuelo de Copenhague. El que aterrizó hace una hora, SK1442. Pero ella no ha aparecido. ¿Podría usted…? ¿Cree usted que podría ser tan superamable de verificar si hay más pasajeros ahí dentro?
Por un momento le pareció que se iba a negar. No era su trabajo andar haciéndole favores a la gente. Pero entonces accedió, se encogió de hombros y sonrió.
—Creo que no hay nadie. Espere un momento.
Desapareció.
El teléfono móvil podía estar descargado.
«Por supuesto», pensó, y respiró un poco aliviada. Dios sabía que era difícil, hoy en día, hallar teléfonos públicos. Y cuando uno los encontraba, era porque no tenía monedas. La mayoría, es cierto, aceptaba tarjetas de pago. Pero ahora que lo pensaba, debía de ser el móvil de Marianne el que tenía problemas.
—Está desierto. Silencioso como una tumba.
El empleado de la aduana tenía las manos en los bolsillos.
—Esperamos dos o tres vuelos más esta noche, pero ahora no hay nadie. La cinta con los equipajes de Copenhague, también está vacía.
Sacó las manos de los bolsillos para unirlas en un gesto de disculpa.
—Gracias —dijo ella—. Gracias por la ayuda.
Agachó la cabeza y comenzó a caminar hacia las escaleras mecánicas que ascendían al vestíbulo de salidas. Comprobó su teléfono móvil. Ningún mensaje. Ninguna llamada perdida. Intentó llamar otra vez a Marianne, pero de inmediato le saltó el mensaje automático de respuesta. Las piernas empezaron a correr por sí mismas. Las escaleras se movían demasiado lentamente y también las subió corriendo. Cuando llegó arriba, se detuvo abruptamente.
Nunca había visto el vestíbulo de salidas tan vacío y silencioso.
Solamente detrás de algún que otro mostrador, el personal de pista se aburría sentado. Dos empleados leían el periódico. Hacia el extremo sur, ella podía oír el rumor de una máquina de limpieza que flotaba despacio sobre el suelo, manejada por un hombre de piel oscura. Sólo un control de seguridad permanecía abierto, sin que ella pudiese ver a nadie allí. Era como la escena de un film; una película sobre el Día del Juicio. Gardermoen tendría que haber estado repleto de vida, agobiante y hosco, atestado de viajeros impacientes y de empleados que nunca hacían ni una pizca más que lo que debían.
El corazón le latía en la garganta; se dirigió resuelta al mostrador de SAS, que estaba al otro lado del vestíbulo. Tampoco allí había gente. Tragó saliva varias veces y se enjugó el sudor frío de la cara con el brazo.
Una mujer de edad apareció desde el cuarto trasero.
—¿Puedo ayudarla?
—Sí, estoy aquí para buscar…
La mujer se sentó al otro lado del mostrador. Tecleó su clave en el ordenador sin levantar la vista.
—Mi pareja debía haber aterrizado en el vuelo de Copenhague.
—¿Y él no ha aparecido?
—Ella. Es ella. Marianne Kleive.
La mujer del mostrador levantó la mirada, confundida, antes de volver el rostro a la normalidad y concentrarse otra vez en el teclado.
—Precisamente —dijo—. Ahora.
—Pero no ha aparecido. Estaba en Australia y debía hacer escalas en Tokio y en Copenhague. Me preguntaba si usted…, si usted podía verificar si ella estaba o no en el avión.
—No, lo lamento. No puedo darle ese tipo de información.
Quizá fuese el vacío amenazante del vestíbulo enorme, o tal vez las noches sin sueño, o la incomprensible ansiedad que la había turbado toda la semana. Podía también ser que supiese, muy dentro de sí, que tenía toda la razón para dudar. En todo caso, la mujer del anorak rojo comenzó a llorar en público por primera vez en su vida adulta.
En silencio, sin ruido, las lágrimas le caían por las mejillas, pasando por los hoyuelos a cada lado de la boca, tan profundos que aún ahora se percibían, para llegar al delgado mentón. Despacio, en grandes gotas, cayeron sobre la madera clara del mostrador.
—¿Está usted llorando?
Un asomo de simpatía cubrió los ojos de la mujer de SAS.
La mujer al otro lado del mostrador no le respondió.
—Escúcheme —dijo bajando la voz—. Es tarde. Seguramente está cansada. No hay nadie aquí y…
Echó una rápida mirada a su alrededor, hacia la puerta del cuarto trasero.
—¿Qué vuelo, me dijo?
La mujer del anorak puso un papel doblado sobre el mostrador.
—Copia del plan de viaje —musitó, y se pasó las manos sobre el rostro.
No era posible ver la pantalla desde donde estaba. En su lugar, clavó la vista en los ojos de la mujer mayor. Se movían de arriba abajo, entre el teclado y la pantalla. De pronto la arruga sobre los ojos se volvió preocupada.
—Tenía el billete —dijo por último—. Pero no estaba en el avión. Ella…
Las letras sonaban bajo los dedos que danzaban.
—Marianne Kleive tenía el billete, pero no cogió el avión.
—¿En Copenhague?
—No. En Sidney.
Era increíble. No era posible. Marianne no hubiese dejado jamás, jamás, de avisarla si algo le hubiese impedido volver a casa. Ya hacía más de treinta horas desde que el avión había dejado suelo australiano, y en ese tiempo hubiera podido encontrar un teléfono. Un ordenador conectado a Internet. O algún otro medio. Era imposible de entender.
—Un momento —dijo la mujer, y cogió otra vez la copia del billete.
La mujer del anorak tenía cuarenta y tres años y se llamaba Synnøve. El nombre le iba bien. Llevaba el cabello rubio trenzado, el rostro limpio, y podían habérsele calculado diez años menos. Había escalado hasta estar a sólo ciento cuarenta metros de la cima del monte Everest antes de verse obligada a regresar y había circunnavegado el globo. Había encontrado piratas no lejos de las islas Canarias y había estado al borde de la muerte a raíz de un accidente de buceo en Stord. Synnøve Hessel era una mujer que sabía pensar rápido y de forma constructiva, y muchas veces su resolución había salvado su vida y las de otros.
Ahora todo estaba en silencio. Totalmente en silencio.
—Lo siento —musitó la mujer tras el mostrador—. Marianne Kleive tenía un billete para Sidney el domingo último. Pero aquí veo que ella…
Cuando encontró la mirada de la otra mujer, sintió el golpe.
—Lo siento —repitió igual—. No viajó nunca. Marianne Kleive no utilizó su billete. No el de ida y vuelta a Sidney, en todo caso. Puede ser que haya viajado a otro lugar. Con otro billete, quiero decir.
Sin agradecer la ayuda amable y notoriamente antirreglamentaria, sin decir nada en absoluto, sin siquiera coger la copia del plan de viaje que ella no había realizado nunca, Synnøve Hessel se dio la vuelta frente al mostrador de informaciones de SAS y comenzó a correr a través del vacío vestíbulo de partida.
No tenía idea de a donde ir.