—¡Caray! —dijo Yngvar Stubø, y se detuvo en la puerta—. ¿Lo he despertado?
Lukas Lysgaard pestañeó y sacudió la cabeza.
—No, no —murmuró—. O sí. Casi no pude dormir anoche, entonces me senté aquí, y luego…
Levantó la cabeza y le sonrió, pálido. Yngvar casi no lo reconoció. Los amplios hombros estaban encorvados. El cabello empezaba a estar graso y la piel le colgaba en bolsas flácidas y oscuras alrededor de los ojos. Tenía los ojos enrojecidos, y una vena se le había roto en el izquierdo.
—Lo comprendo —dijo Yngvar, que cogió una silla del lado opuesto de la mesa.
Lukas Lysgaard se encogió de hombros. Yngvar no supo bien si el gesto significaba que no le importaba nada que él lo entendiese o si era una especie de disculpa por haberse quedado dormido.
—Los lobos ya han salido de su guarida —dijo Yngvar, que se sentó—. Era simplemente una cuestión de tiempo hasta que la prensa oliera el asunto.
El otro asintió con la cabeza.
—¿Han estado por aquí? —preguntó Yngvar mirando el reloj, que indicaba que faltaban unos minutos para las ocho y media.
Su interlocutor asintió con desgana.
—En todo caso yo estoy muy agradecido de que haya venido —dijo Yngvar, e hizo un gesto con la mano—. Veo que mi colega ya se ha encargado de las formalidades. ¿Le ofrecieron algo de beber? ¿Café? ¿Agua?
—No, gracias. ¿Por qué está usted aquí?
—¿Yo?
—Sí.
—No le entiendo.
Lukas se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre la mesa.
—Usted trabaja en Kripos.
Yngvar asintió con la cabeza.
—Kripos ya no es lo que era antes.
—No…
Yngvar no podía imaginar qué era lo que aquel hombre quería.
—Hasta donde yo sé, ahora Kripos es principalmente una entidad nacional para luchar contra el crimen organizado. ¿Creen ustedes que la mafia mató a mi madre?
—¡No, no, no!
Por un momento, Yngvar creyó que el hombre hablaba en serio. Una sonrisa triste, casi imperceptible, lo convenció de que no era así.
—Nuestros mejores medios se han volcado en este caso —dijo, y se sirvió café de un termo—. Y algunos me cuentan entre ellos. ¿Cómo va con su padre?
No hubo respuesta.
—En todo caso, pensé en darle un poco de información antes —dijo Yngvar, y empujó una delgada carpeta a través de la mesa.
Lukas Lysgaard no dio señales de querer abrirla.
—Su madre murió de una puñalada. En el corazón. Eso implica que murió muy rápido.
Yngvar observó el rostro que tenía enfrente en busca de un signo que le dijese qué debía esperar.
—No tiene ninguna otra herida, a no ser por un par de rasguños que casi con seguridad se deben a la caída. Tampoco parece que haya tratado de ofrecer ninguna resistencia.
—Tenía… —Lukas se llevó un puño a la boca y carraspeó—. Tenía sesenta y dos años. No puede esperarse que tuviera mucho que oponer a un asesino. —Tosió otra vez, antes de añadir rápidamente—: O asesina. Me imagino que también existen.
—Sí, claro.
Yngvar inclinó la cabeza y se pasó una mano por la cara mientras consideraba si debía recuperar la carpeta. Se hizo un largo silencio. Era embarazoso, e Yngvar percibió que la actitud poco amistosa de Lukas Lysgaard no había cambiado en veinticuatro horas. Con los brazos cruzados, miraba fijamente a la mesa.
—Mi esposa es criminóloga —dijo de pronto Yngvar—. Abogada, también. Y además estudió Psicología.
Ahora por lo menos Lukas levantó la vista. Una arruga de asombro apareció sobre las cejas.
—Es mucho más joven que yo —agregó Yngvar.
Ni el testigo más obstinado ni el detenido más hostil lograba permanecer impasible cuando Yngvar, sin preámbulos, comenzaba a hablar de su familia. Parecía tan poco profesional que la persona interrogada, o bien se enojaba, o se asombraba, o se interesaba.
—De vez en cuando, ella dice… —Yngvar se enderezó y bebió un trago largo y bien audible—. Ella piensa que es mejor que los que uno quiere se mueran después de una larga y penosa enfermedad que víctimas de un asesinato, aunque en ese último caso sea, por lo general, un final muy rápido.
No había terminado de decir esto cuando sintió el típico aguijón de la conciencia, por abusar de Inger Johanne al endilgarle puntos de vista que no sostenía. La molestia desapareció en cuanto vio la reacción de Lukas.
—¿Qué quiere decir? ¿Y qué quiere decir usted con eso? Es terrible desear algo así para alguien que uno quiere, y…
—Sí, ¿verdad? Estoy tan de acuerdo con usted. Con todo, su argumento es que la familia de la víctima de un crimen deberá exponerse necesariamente a una investigación meticulosa de ahí en adelante, y eso puede ser una carga terrible. Si uno muere por otras causas, entonces… —Yngvar extendió las palmas frente a sí— ya pasó todo. La familia se ahoga en condolencias y nadie pregunta nada. Al contrario, mi esposa sostiene que los decesos por causas naturales tienen el efecto de un lacre para todo tipo de secretos de familia, e insiste en ello. En cambio, cuando alguien muere víctima de un crimen… —Bonachón, meneó la cabeza e introdujo una llave imaginaria en una cerradura invisible—. Todo tiene que salir a la luz y ser expuesto. Eso es lo que ella quiere decir. No es que yo esté de acuerdo, como dije, pero el argumento tiene su lógica, ¿no le parece?
Lukas entrecerró los ojos sin dar señales de estar o no de acuerdo. Yngvar le sostuvo la mirada.
—Se me ocurre —dijo de pronto Lukas, y se inclinó sobre la mesa que los separaba— que lo que usted trata de decirme es que existen secretos en mi familia que pueden aclarar por qué mi madre fue apuñalada y asesinada en la calle. —El tono de voz se hizo agudo al final de la frase—. ¡Como si fuera ella quien tuviese la culpa! Como si mi madre, la más amable, la más atenta…
La voz se le cortó y comenzó a llorar. Yngvar se quedó sentado en completo silencio, la taza de café en la mano derecha y una pluma balanceándose entre el índice y el dedo medio de la izquierda.
—Mamá no tenía secretos —dijo Lukas, desconsolado, y se pasó el dorso de la mano sobre los ojos—. Mi madre no. Ella no.
Yngvar siguió sin decir nada.
—Mis padres se querían incondicionalmente —continuó Lukas—. Seguro que tenían sus enemigos, como todos, pero estaban casados desde que tenían diecinueve años. Son… —sollozó mientras hacía un cálculo mental—, ¡son más de cuarenta años! Estuvieron casados más de cuarenta años, y usted viene ahora y me dice ¡que debe de haber un montón de secretos entre ellos! Es…, es…
Yngvar tomó unas notas rápidas en el bloc que tenía frente a sí y lo empujó para que se cayera al suelo. Cuando lo recogió, lo devolvió a su lugar con el texto hacia abajo.
—Es una falta de respeto —dijo Lukas tajante—. Insinuar que mi madre tenía…
—Lamento sinceramente si lo interpreta como una falta de respeto —dijo Yngvar—. No es mi intención. Pero es interesante que usted se ponga a hablar directamente del matrimonio de sus padres cuando yo menciono de manera totalmente fortuita que todo el mundo posee experiencias particulares que no desea compartir con otros. Cosas que hicieron. Cosas que dejaron de hacer. Quizás algo que les creó enemigos. Alguien que lastimó a otro. Por supuesto, eso no significa necesariamente que…
Dejó la frase colgando en el aire, con la esperanza de que fuera lo suficientemente trivial.
—Ni mi padre ni mi madre tienen enemigos —dijo Lukas, que trató de recomponerse—. Mamá era considerada, muy por el contrario, una mujer conciliadora, una pacificadora. Tanto en su vocación como en su vida privada. Nunca me mencionó nada acerca de que alguien quisiera quitarle la vida. Es simplemente… —Tragó saliva y se alisó el cabello repetidamente con los dedos—. En cuanto a papá, entonces… —Tomó aliento, como en un bostezo—, papá estuvo siempre a la sombra de mamá. —La voz cambió en el momento en que exhaló despacio. De inmediato pareció resignado. Era como si hablase consigo mismo—. Es bastante evidente. Mi madre con su carrera, y papá que nunca llegó más allá de una licenciatura. Él no hubiera querido…
Se quedó callado otra vez.
—¿Cómo se conocieron? —preguntó Yngvar con cuidado.
—En el colegio.
—High school sweethearts —dijo Yngvar, que sonrió débilmente.
—Sí. Mamá se comprometió a los dieciséis. Venía de una familia de obreros, gente muy común. Su padre trabajaba para BMV.
—¿En Alemania?
Yngvar hojeaba asombrado la carpeta que tenía frente a sí.
—No. BMV, no BMW. Bergen Mekaniske Verksted. Era miembro de MKP y ateo declarado. Mamá fue la primera de su familia que cursó la secundaria. A mi abuelo le costó aceptar que su hija estudiara Teología, pero al mismo tiempo estaba tremendamente… orgulloso de ella. Por desgracia, no vivió tanto como para verla como obispo. Hubiera… —Se encogió de hombros—. Papá, por otro lado, venía de un ambiente totalmente académico. Mi abuelo…, mi abuelo materno, era profesor de Historia. Comenzó en la Universidad de Oslo. Se mudaron a Bergen cuando mi padre tenía ocho o diez años. Mi abuela era profesora de secundaria. No era muy común en esa época que una mujer… —Se interrumpió otro vez—. ¿Sabe? —dijo al final.
Yngvar esperó.
—A papá lo veían de algún modo como a un…, ¿cómo decirlo? ¿Debilucho? —Dejó escapar un sollozo cuando pronunció la palabra y de nuevo comenzaron a brotarle las lágrimas—. Lo que no es de ninguna manera así. Es un padre maravilloso. Inteligente y culto. Muy considerado. Pero nunca logró…, hacer todo…, se volvió así como…, ¿sabe?, sus padres habían depositado grandes esperanzas en él. Ilusiones. —Sollozó y se pasó la mano por los labios—. Papá es más reflexivo de lo que lo era mamá. Religioso, es… más estricto, de alguna manera. Le fascina el catolicismo. De no haber sido por el trabajo de mi madre y su punto de vista, probablemente se hubiese convertido hace tiempo. En el otoño mamá estuvo en un congreso ecuménico en Boston y papá la acompañó. Visitó todas y cada una de las iglesias católicas de la ciudad. —Lukas vaciló un momento—. También es más estricto consigo mismo de lo que era mamá. Nunca se sobrepuso del todo por haber decepcionado a sus padres. Es hijo único, ya sabe.
Dijo esto último con una expresión que pretendía aclararlo casi todo.
—También usted, por lo que veo.
Yngvar miró de nuevo sus papeles, le dio la vuelta al bloc y escribió con rapidez un par de frases.
—Sí.
—Y tiene… ¿veintinueve años?
Yngvar se sorprendió cuando vio la fecha de nacimiento en los papeles. El día anterior había creído que el hijo de la obispo andaba por la mitad de la treintena.
—Sí.
—Sus padres habían estado casados durante catorce años cuando usted nació.
—Estudiaron durante mucho tiempo. En todo caso mi madre.
—¿Y no tuvieron más hijos?
—No que yo sepa.
De nuevo la cautela ácida. Yngvar sonrió con encanto y preguntó deprisa:
—Cuando usted dice que se querían mucho, ¿en qué se basa?
El hombre parecía francamente sorprendido.
—¿En qué…? No lo entiendo.
Siguió sin esperar respuesta.
—¡Saltaba a la vista cientos de veces cada día! La manera en que hablaban, las experiencias que compartían, todo…, por Dios, ¿qué tipo de pregunta es ésa?
Su mirada era casi amedrentadora, con los ojos enrojecidos y bien abiertos. Súbitamente se puso rígido y dejó de respirar.
—¿Sucede algo? —preguntó Yngvar después de unos segundos—. ¡Lukas! ¿Le sucede algo?
El hombre exhaló despacio el aire que había atrapado en los pulmones.
—Migraña —dijo en voz baja—. Acabo de empezar a tener alteraciones visuales. —La voz era monótona y parpadeó un momento—. Veo un resplandor en un lado de… —Levantó una mano y la colocó como una barrera entre el ojo izquierdo y el derecho—. Eso significa que dentro de veinticinco minutos me atacará un dolor de cabeza tan espantoso que no se lo puedo describir. He de irme. Tengo que regresar a casa.
Se puso de pie con tanta brusquedad que la silla cayó al suelo. Perdió el equilibrio un momento y apoyó una mano en la pared. Yngvar miró el reloj. Había reservado todo el día para esta conversación, que bien mirado acababa de comenzar. Si bien ya había obtenido suficiente como para reflexionar, le era casi imposible ocultar la irritación que sentía por tener que interrumpirla. No tenía ninguna importancia. Lukas Lysgaard parecía perdido para el mundo.
—Lo llevaré a casa —dijo despacio—. ¿Hay algo más que pueda hacer por usted?
—No. Casa. Ahora.
Yngvar cogió el abrigo de Lukas de una percha en la pared. El hombre no hizo siquiera el gesto de ponérselo. Simplemente lo agarró y se marchó con rapidez hacia la puerta. Yngvar dio un par de pasos rápidos y llegó antes que él.
—Entiendo que no se encuentra bien —dijo, la mano sobre el picaporte—. Vamos a interrumpir esta conversación hasta un momento más apropiado. Pero hay una pregunta que lamentablemente debo hacerle. Ya la escuchó usted ayer.
El hombre no hizo siquiera un gesto. Parecía que casi no sabía que Yngvar estaba en la habitación.
—¿Qué hacía su madre caminando por la calle tan tarde en Nochebuena?
Lukas Lysgaard levantó la cabeza. Miró a Yngvar directamente a los ojos, se mojó los labios con la lengua y tragó saliva de una forma ruidosa. Era evidente que le costaba un esfuerzo enorme sobreponerse al dolor que sabía inminente.
—No lo sé —dijo—. No tengo la menor idea de por qué mi madre estaba caminando por la calle.
—¿Solía pasear por las noches? ¿Antes de irse a dormir? Quiero decir, ¿era común que ella…?
Lukas no se había liberado aún de su mirada.
—Debo ir a casa —contestó agitado—. Ya. No tengo idea de hacia dónde iba mi madre ni de lo que estaba haciendo. Lléveme a casa. Por favor.
«Mientes —pensó Yngvar, y abrió la puerta—. Puedo ver que mientes».
—Es la verdad —dijo Lukas Lysgaard, que tropezó al salir al pasillo.
—No hubieras podido mentir aunque te hubiesen pagado por hacerlo —se rió Line Skytter recogiendo las piernas sobre el sofá.
—Eso no es justo —dijo Inger Johanne, y para su sorpresa sintió que la acusación la molestaba—. ¡De hecho, me especializo en mentiras!
—En las de los otros, sí. Pero no en las tuyas. Si hubieses comprado cerdo en Rimi y le hubieses dicho a tu madre que era de Strøm Larsen, tu nariz hubiese crecido hasta Sognsvann. Hiciste bien en elegir el bacalao.
—No lo suficientemente bien para mamá —murmuró Inger Johanne dentro de su copa.
—Olvídate de eso —dijo Line, entregada—. Tu madre es superdulce. Hábil con las niñas y más que amable. Sólo algo… incontinente en sus emociones. Lo que piensa tiene que salir de su boca de inmediato. Olvídate. ¡Salud!
Inger Johanne levantó la copa y recogió las piernas. Su mejor y más vieja amiga había aparecido en la puerta hacía una hora, con dos botellas de vino y tres DVD en una bolsa. Un asomo de irritación la atrapó durante unos minutos; en el fondo se había alegrado ante la posibilidad de pasar otra noche sola frente al ordenador. Ahora estaban ambas sentadas, cada una en un extremo del enorme sofá, e Inger Johanne no podía recordar cuándo había sido la última vez que había descansado de aquella manera.
—Por Dios, qué cansada estoy.
Sonrió con un largo bostezo.
—No me doy cuenta hasta que me relajo.
—¡Pero has de mantenerte despierta! Veamos…
Line rebuscó en la pila de DVD que reposaban sobre la mesa.
—Primero Algo pasa en las Vegas. El tío este, Ashton Kutcher, es increíblemente dulce. Y no vale criticar. ¡Ahora se trata solamente de divertirnos!
Le dio una patadita a Inger Johanne, que levantó la cabeza, rendida.
—¿Cuánto tiempo pierdes en esto? —preguntó.
—No seas tan relamida. ¡A ti también te gusta!
—¿Te parece que podemos ver, por lo menos, Dagsrevyen antes? ¿Así tenemos algún tipo de base real antes de meternos en esa sopa de melaza?
Line se rió y levantó otra vez la copa en un gesto aprobatorio.
Inger Johanne encendió el televisor usando el mando a distancia y atrapó justo los últimos segundos del titular. El primer titular era el esperado: «La obispo Eva Karin Lysgaard asesinada en plena vía pública. La Policía todavía no tiene pistas sobre el caso».
—¿Qué? —preguntó Line, consternada antes de enderezarse en el sofá—. ¿La mataron? ¿Qué diantres…?
Apoyó los pies en el suelo, dejó la copa frente a sí y se inclinó hacia delante apoyando los codos en las rodillas.
—Ya ha salido en las noticias de Internet, y la radio lo ha estado diciendo durante todo el día —dijo Inger Johanne, y subió el volumen—. ¿Dónde has estado?
—Fui a esquiar —dijo Line Skytter—. Anoche oí que había muerto, pero nada acerca de que la habían…, ¡ufff!
Christian Borch vestía un traje oscuro y parecía muy serio.
La Policía ha confirmado hoy que la obispo de Bjørgvin, Eva Karin Lysgaard, fue asesinada en la noche del 24 de diciembre. Ayer se dio a conocer que la obispo Lysgaard había fallecido, pero las circunstancias de su deceso no se hicieron públicas hasta hoy por la mañana.
La imagen cambió del estudio a una lluviosa escena en Bergen, donde un reportero hizo un resumen del caso, en lo que en líneas generales fueron dos minutos de naderías.
—¿Por eso ha viajado Yngvar? —preguntó Line de pronto, dirigiendo la mirada hacia su amiga.
Ella asintió con la cabeza.
Hasta donde hemos podido averiguar, la Policía aún no tiene pistas.
—Lo que quiere decir que tienen un montón de pistas —dijo Inger Johanne—. Eso sí, sin tener idea de adónde conducen.
Line la acalló con un gesto. Sentadas en silencio, vieron toda la información que dieron sobre el caso, que duró casi doce minutos. La llamativa extensión no se debía solamente a la carencia de noticias en la víspera de Navidad. Esto era algo especial. Se podía ver en la cara de cada uno de los entrevistados: en los policías, en el personal de la iglesia, en los políticos y en los transeúntes casuales que eran interpelados en plena calle. Todos dejaban constancia de una emoción que los noruegos no acostumbran a mostrar en público. Muchos tenían problemas para hablar y algunos rompían a llorar en medio de la entrevista.
—Es casi como el día en que murió el rey Olav —dijo Line, y apagó el televisor.
—Bueno…, él murió de viejo, tranquilo, en su cama.
—Sí, claro, pero el… estado de ánimo general, tan parecido. ¿A quién se le ocurriría quitarle la vida a semejante mujer? Era tan… amable, ¡tan buena!
Inger Johanne recordó que ella había reaccionado exactamente igual hacía dos días. Eva Karin Lysgaard no sólo había parecido una buena persona, sino que había tenido evidentes dotes diplomáticas. Teológicamente se encontraba en el punto medio del complicado paisaje que configuraba la Iglesia noruega. No era ni radical ni conservadora. En lo referente a la cuestión de la homosexualidad, que había suscitado una gran polémica en el seno de la Iglesia a lo largo de muchos años y que empujaba continuamente a Noruega hacia una constitución laica, ella había sido la principal arquitecta que estaba detrás de la delicada alianza: debía hacerse un lugar para ambas posturas. Personalmente no tenía inconveniente en bendecir a los homosexuales, pero al mismo tiempo había luchado con empeño por el derecho de los opositores en su parroquia a rechazarlos enfáticamente. La obispo Lysgaard aparecía como abierta e integradora, una representante típica para los seguidores de una iglesia estatal amplia y popular. Nada que ver con ella. Muy por el contrario, Eva Karin tenía serias dudas con respecto a la falta de dirección en la Iglesia y no perdía ocasión para dejar bien a las claras cuál era su punto de vista.
Siempre amable. Siempre calma y con una subrepticia sonrisa que limaba los bordes de una u otra palabra afilada que pudiese escaparse en las contadas ocasiones en que Eva Karin Lysgaard se dejaba llevar por la emoción.
Lo que sucedía normalmente en relación con la cuestión del aborto.
Eva Karin Lysgaard era extremista en una sola cuestión: se oponía al aborto. Entera, totalmente y bajo cualquier circunstancia. Ni siquiera en caso de una violación o con riesgo inminente para la vida de la madre podía aceptar una intervención para eliminar la vida creada. Para la obispo Lysgaard, lo que Dios había creado era inviolable. Sus caminos eran inescrutables y un óvulo fecundado tenía derecho a la vida si Dios así lo había dispuesto.
Se respetaba su postura, en un país en donde, en realidad, las discusiones sobre el aborto habían desaparecido en 1978. Los pocos que se mantuvieron luchando contra la libertad de elegir sobre la cuestión fueron, por lo general, considerados cómicamente conservadores y (en todo caso, para el público en general) intensamente extremistas. Hasta las activistas feministas se moderaban frente a Eva Karin Lysgaard. Al ser tan profundamente ortodoxa, se distanciaba del argumento de que el aborto era una cuestión de liberación femenina.
Para ella el aborto era una cuestión de cuán sagrada era la vida, no de sexos.
—Me pregunto qué debió de sucederle ahí fuera, en el bosque —dijo de pronto Inger Johanne.
—¿En el bosque? Creí que la habían matado en la calle.
—Sí, claro. No me refiero al asesinato, sino a aquella vez… Su retrato apareció en el Magasinet el sábado, ¿lo viste?
Line sacudió la cabeza y se sirvió más vino.
—Estuvimos en la cabaña durante el fin de semana. Esquiamos un montón, pero no leímos ningún periódico.
«Eso lo haces tú independientemente de donde estés», pensó Inger Johanne, y sonrió mientras continuaba:
—Ahí decía que encontró a Dios cuando tenía dieciséis años. Dijo que fue algo muy especial, pero no aclaró qué era.
—¿No es a Jesús a quien ven?
—¿Qué?
—Yo creía —dijo Line— que cuando uno se salva se dice que «encontró a Jesús».
—Dios o Jesús… —murmuró Inger Johanne—, es lo mismo.
Se puso de pie con brusquedad y fue hasta el dormitorio. Cuando regresó, traía consigo el ejemplar del Magasinet. Mientras se sentaba lo hojeó hasta dar con la entrevista.
—Aquí —dijo, y tomó aliento—. «Estaba en una situación muy difícil. Nos pasa a menudo cuando somos adolescentes. Los problemas nos parecen enormes. Y a mí también. Entonces encontré a Jesús».
—¡Ah! —interrumpió Line—. ¡Yo tenía razón!
—¡Chist! «¿Qué sucedió realmente?», le pregunta el periodista. —Inger Johanne miró rápido a Line por encima del borde de sus gafas antes de continuar leyendo—: «Eso queda entre Dios y yo [la obispo se ríe y se le forman hoyuelos en los que uno podría esconderse]. Todos tenemos nuestro cuarto secreto. Así debe ser. Y así será siempre».
Dobló la revista despacio.
—Ahora quiero ver la película —dijo Line.
—Todos tenemos nuestro cuarto secreto —repitió Inger Johanne examinando el retrato de Eva Karin Lysgaard en la tapa del Magasinet.
—Yo no —dijo Line, frívola—. ¿Vemos primero Algo pasa en las Vegas o pasamos directamente a El diablo se viste de Prada? Yo no la he visto, y puedo ver a Meryl Streep en cualquier momento.
—También tú tienes un par de estancias con secretos, Line. —Inger Johanne se quitó las gafas y se frotó los ojos antes de añadir—: Sólo que has perdido las llaves.
—Puede ser —dijo Line, igualmente risueña—. ¡Pero aquello que uno ignora, sabido es que no duele!
—Ahí te equivocas de raíz —contestó Inger Johanne, que señaló con desgana el DVD de El diablo se viste de Prada—. Es justamente lo que ignoramos lo que nos hace sufrir.