—¡Feliz Navidad, entonces! ¡Que lo disfrutes!
La subinspectora Silje Sørensen subió las escaleras de dos en dos mientras saludaba agitando la mano hacia un colega que se había detenido a charlar cuando salía del espacioso y casi vacío edificio de la Central de Policía. Todos los servicios al público estaban suspendidos, excepto Homicidios, donde un agente somnoliento la había saludado inclinando la cabeza detrás de las paredes de vidrio cuando ella entró corriendo por las puertas en forma de esclusa del acceso de Grøndlandsleiret 44.
—Tengo a los niños en el coche —gritó, explicándose—. Vengo sólo a buscar mis esquíes, están en la oficina porque…
El colega ya estaba fuera del edificio. Silje Sørensen llegó al piso que buscaba. Agitada, dobló la esquina del pasillo y redujo la velocidad al acercarse a la puerta de su oficina. Se enredó con las llaves. Estaban heladas después de haber pasado un día entero en el coche. Además, tenía demasiadas llaves, y por lo menos la mitad pertenecían a cerraduras que ya ni siquiera recordaba a dónde pertenecían. Finalmente encontró la correcta y abrió la puerta.
En su época, el arquitecto había ganado un premio por el diseño de la Comisaría Central de Policía. Eso no era fácil de entender. Una vez dentro de la estrecha entrada, uno se engañaba al principio y creía que allí lo importante eran el aire y la luz. El gigantesco vestíbulo crecía en varios pisos de altura, circundado por galerías que lo bordeaban como los cantos de una herradura. Las oficinas, en cambio, eran pequeños cubículos conectados por extensos y opresivos pasillos. A Silje Sørensen siempre le habían parecido estancas y enclaustradas, independientemente de cuánto procurase ventilarlas.
Desde fuera, la Central de Policía parecía no haber soportado bien las sucesivas estaciones, sino haberse torcido y doblado con los golpes, ahí colgada de las alturas, entre la prisión de Oslo y la iglesia de Grønland. Durante sus quince años en la Policía, Silje Sørensen había visto cómo el municipio, el Estado y algunos optimistas entusiastas de la ciudad intentaban mejorar gradualmente la zona. Pero el bello parque Middelalder estaba demasiado lejos como para brindar gloria a la ruinosa Central de Policía. Tampoco la Ópera era más que un techo blanco e inclinado que apenas podía verse desde su oficina, por encima de los edificios sucios, bajo una cubierta de gases de escape.
Se disponía a abrir la ventana, pero tenía prisa.
La mirada planeó sobre el escritorio. Guardaba un orden pulcro en la oficina, al contrario de lo que hacía en todos los demás sitios. La atestada bandeja de ENTRADA ubicada en el borde de la mesa le pesaba como una losa en la conciencia desde que había salido de la oficina, el viernes anterior a la Navidad. La bandeja de SALIDA estaba vacía, y se percató del estrés que le sobrevendría cuando se le acabaran las vacaciones.
En el centro de la mesa vio una carpeta que no reconoció.
Se inclinó sobre ella y leyó el papelito amarillo adherido a la cubierta.
Subinsp. Sørensen:
Adjuntos encontrará unos documentos referentes a Hawre Ghani, presuntamente nacido el 16/12/1991. Tenga a bien ponerse en contacto en cuanto pueda con el abajo firmante.
Detective inspector Harald Bull, tel. 937*****/231*****
Los niños se iban a enfadar y se volverían intratables si se demoraba demasiado. Por otro lado, los había dejado en el asiento trasero de su coche, cada uno con su Nintendo DS, en un estacionamiento ilegal y con el motor en marcha. Considerando que habían recibido los juguetes ayer y que aún se sentían atraídos por la novedad, quizá no fuera tan peligroso.
Se sentó, todavía con el abrigo puesto, y abrió la carpeta.
Lo primero que vio era una fotografía. En blanco y negro y de grano grueso, con sombras bien marcadas. Podía ser la ampliación de una foto de un documento de identidad, pero tampoco satisfacía los requisitos de una foto de pasaporte. El muchacho (porque éste era más bien un muchacho, y no un hombre adulto) tenía los ojos a medio cerrar. La boca estaba abierta. Los detenidos solían poner caras cuando los fotografiaban, para volverse fácilmente irreconocibles. Por una u otra razón, ella no creyó que ése fuese el caso del joven en cuestión. Lo más probable era que hubieran sacado el retrato mal, simplemente, y que en ese momento el fotógrafo no hubiera tenido ganas de repetirlo.
Hawre Ghani no significaba mucho.
No era lo suficientemente importante.
La fotografía la conmovió.
Los labios del muchacho brillaban, como si se hubiese pasado la lengua por ellos. Había algo infantil e indefenso en el abultado labio superior, con el profundo arco de Cupido. En torno a los ojos, la piel era brillante y los pómulos no mostraban rastros de barba. Lo único que decía que aquél era un muchacho en plena pubertad era la insinuación de un bigote que asomaba bajo una nariz tan grande que casi ocluía el resto de la cara. En todo caso había algo de juvenil desproporción en su rostro. Algo de cachorro. Un rápido cálculo mental le dijo que Hawre Ghani acababa de cumplir diecisiete años.
Cuando siguió hojeando el informe, averiguó que, de todos modos, el joven no había llegado a vivir para cumplirlos.
A pesar de que Silje Sørensen había trabajado durante años para el Departamento de Delitos Violentos y Atentados contra la Moralidad y que había visto más de lo que se había imaginado que era posible ver cuando era una joven estudiante de Policía, la siguiente fotografía la hizo reaccionar. Dentro de una capucha oscura había algo que debía de ser una cara. Todos los rasgos estaban desdibujados, la piel estaba descolorida y terriblemente hinchada. La única órbita ocular era grande y estaba vacía; la otra era apenas visible. El labio superior había desaparecido parcialmente en una grieta irregular que exponía cuatro dientes blancos y uno plateado. En todo caso ella presumió que era plateado, en la loto era más un contraste negro y singular en la hilera de incisivos blancos como la tiza.
Siguió pasando las hojas con rapidez.
La penúltima hoja de la delgada carpeta era un informe escrito por un agente de la Unidad de Personas Extranjeras. Nunca había oído aquel nombre. El informe estaba fechado el 23 de diciembre de 2008.
Hacía ya dos días.
El abajo firmante acudió esta mañana a la Central de Policía para trasladar a dos detenidos, extranjeros con residencia ilegal en el reino, hasta el internado para extranjeros de Trandum. En la celda escuché la conversación de dos colegas acerca del cadáver de un desconocido, encontrado en la bahía de Oslo el 20 de diciembre pasado. Uno de ellos comentó que el cuerpo casi deshecho tenía un diente de plata en el maxilar superior. Reaccioné de inmediato, ya que durante seis semanas había tratado en vano de ubicar al refugiado kurdo (menor de edad) Hawre Ghani, en relación con su solicitud de residencia en Noruega. En una pelea de pandillas en Oslo City, en septiembre (por lo demás registrada como caso individual número 98*****37***/08), Hawre Ghani perdió el incisivo central derecho. Fue detenido después del episodio, y yo lo acompañé personalmente en una visita al dentista ese mismo día. Prefirió que le colocasen un diente plateado en vez de una corona blanca, y por lo visto eso se arregló luego conjuntamente entre Protección Infantil, Recepción de Refugiados y el dentista en cuestión.
Dado que hasta el momento no se encuentra registrada ninguna denuncia de desaparición que pueda corresponderse con el hallazgo en la bahía de Oslo, solicito al responsable del caso que contacte con el dentista Dag Brå, Tåsensenteret, teléfono 2229****, para una comparación del patrón dental del fallecido con sus fotografías y el material de archivo.
Silje Sørensen siguió hasta la última hoja de la carpeta. Era una copia de una página manuscrita dirigida a Harald Bull:
¡Hola, Harald!
A raíz de la Navidad, hoy 24 hice una rápida y muy poco científica verificación de la recomendación de PU. El dentista Brå accedió a verme en su oficina durante la mañana. Le mostré unas fotos de la dentadura de la víctima que yo mismo tomé (hice unas en Aker Brygge el domingo por la mañana, de mala calidad, pero el intento valía la pena). Las comparó con sus notas y sus radiografías, y por el momento concluyó que el muerto es muy probablemente el ya nombrado refugiado kurdo, menor de edad. Se mandó copia de toda la documentación del caso al Instituto de Medicina Forense. Imagino que una confirmación/negativa formal tendrá lugar enseguida, después de fin de año. Quizás hasta en el lapso que hay entre Navidad y Año Nuevo, si todos los buenos poderes están con nosotros. Escribiré un informe acerca de esto en cuanto regrese a la oficina. Ahora tendré ¡VACACIONES!
¡Feliz Navidad!
Bengt
P.S. Ayer hablé con Medicina Forense. Las cosas apuntan a que fue asesinado con un objeto parecido a un garrote. «Una maravilla que la cabeza esté todavía entera», dijo la médica con quien hablé. Quizá deberíamos considerar mandar el caso al Departamento de Delitos Violentos.
D. S
Silje Sørensen cerró la carpeta y se recostó en la silla. Estaba sudando. El buen humor que tenía camino de la oficina había desaparecido del todo y se arrepintió de no haber dejado la carpeta ahí, sin mirarla.
Ahora sintió un intenso deseo de abrirla nuevamente, sólo para ver a ese joven; a ese huérfano sin raíces, a ese muchacho kurdo sin techo, con un diente plateado y los carrillos brillantes. No importaba cuántas veces asistiese a esos niños, y los dioses sabían que era muy a menudo, que nunca lograba tomar distancia con ellos. De vez en cuando, por la noche, cuando aparecía ante sus propios dos hijos, que ya opinaban que eran demasiado mayores como para que les diera un beso de buenas noches, pero que de todas maneras no se dormían hasta que ella los había arropado, podía sentir un punto de culpabilidad.
Quizás hasta de vergüenza.
Un bocinazo atravesó el silencio e hizo que su corazón se sobresaltase. Abrió la ventana y miró hacia abajo, a la rotonda frente a la entrada y a la Guardia de Homicidios.
—¡Mamá! ¿Mamá, vienes proooonto?
Su hijo menor colgaba fuera de la ventanilla y gritaba. Silje Sørensen se enojó súbitamente. Con manos rápidas, colocó la carpeta de Hawre Ghani arriba de la bandeja de entrada, antes de arrancar la nota amarilla con el número de Harald Bull y ponérsela en el bolsillo.
Cuando echó el cerrojo a la puerta y se apresuró hacia el vestíbulo para ir hasta el coche a tiempo para evitar que su hijo gritase otra vez, olvidó por qué había pasado por la oficina temprano, aquella tarde de Navidad, camino de una cena en casa de sus suegros.
Los esquíes.
Todavía estaban detrás de la puerta de la oficina. Cuando finalmente recordó que los había olvidado, ya era demasiado tarde.
No era tan tarde, concluyó el jefe de guardia. La noticia saldría al aire al cabo de sólo dos minutos, pero como éste no era de ninguna manera un asunto muy importante, sería suficiente con un breve mensaje del estudio y un retrato de la obispo al final de la transmisión. Con la rapidez de un rayo, tecleó un mensaje al productor.
—Envíale de inmediato un mensaje de texto a Christian —ordenó dirigiéndose a la joven suplente—. Bien escueto. Y verifica con la agencia NTB que esté correcto. No necesitamos anuncios fúnebres falsos, especialmente en un día pobre en noticias.
—¿Qué está pasando? —preguntó Mark Holden, uno de los pesos pesados de la cadena NRK en política internacional—. ¿Quién se ha muerto?
Cogió el papel que la suplente tenía en la mano y lo leyó en un segundo y medio antes de devolvérselo a la chica, que no alcanzó a darse cuenta del todo de que él se lo había cogido.
—Lamentable —dijo Holden, sin ningún atisbo de empatía en la voz—. No puede haber sido muy mayor. ¿Sesenta? ¿Sesenta y dos? Algo así. ¿De qué ha muerto?
No dice nada —dijo distraído el jefe de guardia—. No escuché nada acerca de que estuviera enferma. Ahora tengo que concentrarme en la transmisión. Si pudieras…
Alejó con un gesto al reportero, que era mucho mayor que él. Tenía la mirada fija en uno de los muchos monitores del cuarto oscuro. Llegó la viñeta. Todos los títulos aparecieron como debían. La presentadora estaba más elegante de lo normal, en honor a las fiestas.
El jefe de guardia se recostó en la silla y acomodó las piernas sobre la mesa.
—¿Estás todavía ahí? —preguntó a la joven—. ¡La idea es que el anuncio de esta muerte salga hoy! No la semana que viene.
Entonces se percató de que los ojos de la joven estaban llenos de lágrimas. Le temblaban las manos. Tomó aliento con brusquedad y forzó una sonrisa.
—Por supuesto —dijo ella—. Lo hago enseguida.
—¿Acaso la conocías?
Todavía no había ninguna calidez en la voz de Mark Holden. Sólo una profunda curiosidad, una necesidad casi automática de formular preguntas a todos y acerca de todo.
—Sí. Ella y su marido eran amigos de mis padres. Pero también es cierto que…
Le falló la voz.
—Era realmente…, realmente muy popular —la cortó el jefe de guardia, que siguió con lo suyo.
Mordió un lápiz y puso los pies otra vez en el suelo.
—Déjame —dijo alargando la mano para tomar la notita—. Deja que yo escriba el mensaje, así tú empiezas a trabajar para la foto de archivo de las noticias de las nueve. Un minuto. Más o menos, ¿vale?
La joven asintió con la cabeza.
—La obispo de Bjørgvin, Eva Karin Lysgaard, nos dejó de repente ayer, el día antes de Navidad, a los sesenta y dos años.
El jefe de guardia redactaba en voz alta mientras los dedos corrían sobre el teclado.
—La obispo Lysgaard era de Bergen, y fue seminarista en la ciudad antes de ser capellán de la cárcel. Durante un largo periodo fue párroco en la parroquia de Tjensvoll en Stavanger. En 2001 Fue nombrada obispo. Se distinguía como… —dudó, chasqueó los labios y de pronto siguió escribiendo—: Una personalidad conciliadora en la Iglesia, especialmente entre las líneas opuestas en la activa discusión sobre la homosexualidad. Eva Karin Lysgaard era una figura popular en su ciudad natal, algo que sin ir más lejos se hizo muy evidente cuando celebró un servicio religioso en el estadio del Brann, después de que este equipo ganase su primer campeonato desde hacía 44 años, en 2007. La sobreviven su marido, un hijo y tres nietos.
—¿Es necesario mencionar eso del campeonato de fútbol? —preguntó Mark Holden—. Es algo poco serio dadas las circunstancias, ¿no?
—De ninguna manera —se rió el jefe de guardia, restándole importancia y enviando el mensaje al productor con un golpe de tecla—. Va bien. Pero Mark…
Mark Holden deambulaba con una fuente enorme repleta de golosinas Twist.
—Mmm.
—¿De qué se muere uno a esa edad?
—No jodas. De cualquier cosa, por supuesto. No tengo ni idea. Es raro que no diga nada al respecto. Ningún «tras una larga enfermedad», o algo por el estilo. De un ataque cerebral, se me ocurre. O de un infarto. O de otra cosa.
—Tenía sólo sesenta y dos años…
—Sí. ¿Y? Hay gente que se muere mucho antes. ¡Yo bendigo cada día que sigo aquí, en el mundo! En todo caso cada vez que me invitan a algún chocolate o a algo así.
Mark Holden no encontraba ningún bombón que le gustara. Al lado del plato había tres bombones de regaliz rechazados, y dos de coco.
—Ya has cogido los mejores —murmuró de mal humor.
El jefe de guardia no contestó. Se había quedado pensando en algo y mordió el lápiz con tanta fuerza que lo quebró. Sus ojos descansaban en los monitores que tenía frente a sí, aunque parecía que no les prestaba atención.
—¡Oye, tú! —llamó de pronto a la joven suplente—. ¡Beate! ¡Ven aquí!
Ella dudó un instante antes de incorporarse y se acercó.
—Cuando termines con el pequeño aviso para la transmisión de las nueve —dijo el jefe de guardia apuntándola con el lápiz roto—, haces unas llamadas, ¿vale? Averigua de qué murió la dama. Huelo algo… —Frunció la nariz como un conejo—. Una historia. Quizá.
—¿Llamar después? ¿A esta hora, en Navidad?
El jefe de guardia aspiró ruidosamente.
—¿Quieres o no quieres ser periodista? Vamos. Ponte manos a la obra.
Beate Krohn no hizo un solo gesto.
—Dijiste que tus padres la conocían —insistió el jefe de guardia—. ¡Pues llámalos! Llama a quien quieras, pero averigua de qué murió la obispo, ¿de acuerdo?
—Vale —murmuró la joven, ya temerosa por lo que se le venía encima.
A Inger Johanne nunca le fallaba el ánimo. Pero a veces era muy difícil ponerse en marcha. Desde que acabó su doctorado en Criminología en la primavera de 2000, había completado dos proyectos. Después de lidiar con su tesis Violencia y sexualidad: un estudio comparativo de las condiciones vitales y experiencia temprana en los autores de delitos sexuales y delitos contra la propiedad, obtuvo una beca posdoctoral que le permitió escribir un estudio casi tan extenso como el primero sobre la condena de inocentes. Ragnhild llegó al final de ese proyecto. Acordó con Yngvar que ella se quedaría en casa con la niña durante dos años, pero empezó su último proyecto antes que el permiso por maternidad finalizara. Era un estudio sobre prostitutas menores de edad, su origen, sus circunstancias y las posibilidades que había de que se rehabilitaran.
En verano, la Dirección de Policía le encomendó una tarea.
Fue la misma Ingelin Killengreen quien contactó con ella. La directora de Policía había recibido claras señales de los políticos sobre la necesidad de poner los llamados «delitos de odio» en la agenda.
El problema era que ese tipo de delitos casi no existía. Los había, pero no aparecían en las estadísticas. La Dirección de Policía ya había puesto en marcha, junto con el distrito policial de Oslo, el registro de todas las denuncias hechas en 2007 en las que la motivación para los delitos cometidos tuviese relación con diferencias de raza, pertenencia étnica o religiosa, u orientación sexual. El informe final estaba a punto de aparecer e Inger Johanne ya había visto la mayor parte del material.
La cantidad era ínfima.
En 2007 se habían registrado en toda Noruega trescientos noventa y nueve casos de delitos de odio. De ese número, más del treinta y cinco por ciento fueron simplemente mal codificados en el registro policial de casos penales, STRASAK. En otras palabras, podía hablarse de delitos de odio en poco más de doscientos cincuenta casos.
En todo un año. En una sociedad con casi cinco millones de habitantes.
En comparación con la totalidad de denuncias policiales, doscientos cincuenta y seis casos eran tan pocos que el asunto resultaba claramente irrelevante.
Sin embargo, no lo era, por lo menos no en el terreno político. Como cada uno de los ataques motivados por el odio era definitivamente uno más que lo aceptable, como las cifras en negro para este tipo de crímenes debían de ser claramente mayores y como el Gobierno de coalición rojiverde quería llegar a las elecciones de 2009 con un triunfo en la manga sobre cualquiera de las minorías que aullaban cada vez que un homosexual era golpeado en la ciudad o si alguien cometía algún acto vandálico contra la sinagoga en St. Hanshaugen, le encargaron a Inger Johanne que estudiara el fenómeno más de cerca.
La tarea estaba formulada tan vagamente que empleó todo el otoño en definir y limitar el trabajo que tenía por delante. Por otro lado, había comenzado a reunir una cantidad bastante extensa de datos provenientes de otros países. En primer lugar de Estados Unidos, pero también descubrió que varios países europeos ya habían sistematizado desde hacía tiempo esta forma especial de delito y habían trabajado parcialmente con ella. La cantidad de material creció antes de que hubiese podido comprender completamente lo que debía o lo que quería hacer.
Entonces llegó la crisis financiera.
Y todos los millones públicos.
En Noruega, gran parte de las áreas de investigación se vieron inundadas de recursos. La Policía también resultó muy favorecida, como una precaución más para mantener las ruedas en marcha y evitar el colapso económico, e Inger Johanne se encontró administrando una cantidad de dinero cuatro veces mayor que lo que tenía tan sólo semanas atrás. Eso abrió nuevas posibilidades, entre otras la de utilizar investigadores más jóvenes y la asistencia de científicos. A la vez, estos recursos generaron nuevos problemas. Estaba a punto de terminar la definición del marco del proyecto cuando tuvo que reorganizar de nuevo todo el rompecabezas.
Era un trabajo pesado, por lo que siempre le costaba empezar.
Pero se alegraba.
Había anochecido. Kristiane había estado inusualmente dócil en casa de los padres de Isak, y Ragnhild lloriqueó hasta que cada una de ellas recibió una bolsa grande con golosinas. Después, como Kristiane se quedaría con sus abuelos para pasar tres días de las vacaciones con su padre, Ragnhild insistió en quedarse también. Como de costumbre, Isak sonrió con holgura y dijo que no había ningún problema. Seguramente hacía tiempo que había entendido lo mismo que Yngvar e Inger Johanne: Kristiane estaba más tranquila, dormía mejor y se divertía más cuando Ragnhild estaba cerca.
La casa estaba en silencio. Los vecinos del piso de abajo debían de haberse ido de viaje. Cuando Inger Johanne regresó a casa a eso de las ocho, toda la planta baja estaba a oscuras. Fue encendiendo las luces cuarto por cuarto. Dejó la puerta abierta; el perro tenía por costumbre andar entre las habitaciones si no se quedaba encerrado por la noche en el cuarto de Kristiane. El arrastrar de patas y el golpeteo juguetón sobre el suelo cada vez que Jack se acomodaba la hacía sentirse siempre menos sola, durante las pocas veces en que, de hecho, lo estaba. Al final decidió llevar el ordenador portátil a la sala, se acomodó en el sofá con el aparato sobre la falda y bebió a pequeños sorbos de una copa de vino mientras navegaba por la Red sin concentrarse mucho. Acababa de decidirse a visitar ordspill.no para jugar una especie de Scrabble cuando sonó el teléfono.
—Hola, soy yo.
Hacía tiempo que no se alegraba tanto de oír su voz.
—Hola, mi vida. ¿Cómo va todo por allí?
Yngvar rió un poco.
—Realmente le he complicado las cosas a la Policía de Bergen. La he liado al visitar al viudo en su propia casa, sólo horas después de que se enterase de que su esposa había muerto. Creo que he avanzado con el hijo de la víctima, y además he cenado tanto que me siento mal.
Ella le correspondió riéndose.
—No suenas muy bien. ¿Dónde te quedas?
—Hotel SAS en Bryggen. Una habitación muy bonita. Me llevaron a una suite cuando se enteraron de dónde venía. Esto no está precisamente lleno en Navidad.
—Entonces, ¿sabían por qué estabas allí?
—No. Es un milagro. Ya han pasado unas veinticuatro horas desde que mataron a la obispo Lysgaard, y hasta ahora ningún jodido periodista ha olfateado el asunto. Deben de estar empachados con tanta comida navideña.
—O puede que sea el aguardiente. O quizás es simplemente que los policías de Bergen son mejores cerrando la boca que sus colegas de Oslo. Acabo de ver las noticias. Mencionaron brevemente el asunto. Pero no dijeron nada, aparte de que había fallecido.
Podía oír ruidos en el auricular, que le indicaban que Yngvar se estaba quitando la corbata. Aquello casi la emocionó: lo conocía tan bien que podía escuchar algo así a través del teléfono.
—Espera un segundo —dijo él—. Sólo quiero sacarme los zapatos y quitarme del cuello esta maldita soga. Así. ¿Cómo va todo por allí? ¿Qué tal esta mañana, con las niñas dando vueltas y todo eso? Debes de estar agotada. Lamento…
—Está todo bien. Como sabes, no me afecta mucho una noche sin dormir. Las niñas salieron a jugar al jardín un par de horas y no fue peor que yo…
Durante toda la tarde y la noche, había logrado quitarse de la cabeza el pensamiento del hombre desconocido. Ahora la traspasó una punzada de angustia y se quedó callada.
—¿Hola? ¿Inger Johanne?
—Sí, sí. Aquí estoy.
—¿Sucede algo, cariño?
Yngvar no le daría importancia, soltaría un suspiro de desaliento y le aconsejaría no estar siempre tan preocupada por las niñas. Él no comprendería en absoluto que se aferrase a que un desconocido supiese el nombre de su hija mayor. Si le contaba algo del episodio, él insistiría en que el hombre estaba tan cubierto por su abrigo, su gorro y su bufanda que podía tratarse perfectamente del vecino; y eso haría que se diera otra vez ese breve y desagradable enfriamiento entre ellos, y luego sería más difícil dormir sola, sin otro ruido alrededor que los resoplidos y las constantes ventosidades de Jack.
—Nada —dijo tratando de poner una sonrisa en la voz—. Tal vez sea que no estás aquí. Jack y yo estamos solos. Ragnhild quiso quedarse en casa de los padres de Isak.
—Qué bien. Ahora resulta que Isak es también generoso. Ayuda…
—¡Como si tú no fueses igual con su hija! Como si…
—Bueno, no lo he dicho en ese sentido. Me alegra que haya sido un buen día para vosotras, y que tengas toda la noche para ti solita. No sucede a menudo.
Ella puso el ordenador sobre la mesita y se arropó mejor en la manta.
—Tienes razón —dijo, y sonrió—. De hecho la soledad es bastante agradable. Salvo por Jack, claro. A propósito, debe pasar algo con su comida. No hace más que tirarse pedos.
Yngvar se rió.
—¿Qué haces?
—Trabajo un poco. Navego por Internet. Bebo un poco de vino. Te echo de menos.
—Pues yo te veo bien. Aparte de eso del trabajo. ¡Es Navidad! Por mi parte he decidido tomarme la noche libre. Estoy cansadísimo. Mañana espero obtener una declaración del hijo de la obispo. Los dioses saben cómo saldrá, ya le desagrado intensamente.
—Seguro que no. Tú le caes bien a todo el mundo, Yngvar. Eres el mejor, el mejor policía del mundo. Todo saldrá bien.
Yngvar volvió a reírse.
—¡No vayas diciéndole eso a las niñas! Justo antes de Navidad estábamos haciendo cola frente a la cajera de Maxi cuando Ragnhild se paró de pronto en el carrito de compras y anunció a los cuatro vientos que su papá era el mejor, mejor, mejor, mejor…, creo que dijo «mejor» unas diez veces…, policía del mundo. Fue un poco incómodo. Todos se echaron a reír.
—Tiene razón —dijo Inger Johanne, y sonrió—. Eres el mejor de los mejores del mundo.
—Tontita. Buenas noches.
—Buenas noches, mi vida.
La voz de Yngvar se cortó. Inger Johanne miró el teléfono por un momento, como esperando que él estuviera todavía ahí y la pudiese consolar diciéndole que el hombre de la cerca no era peligroso. Se incorporó despacio, dejó el teléfono y se acercó a la ventana. La luna colgaba torcida sobre la casa vecina. Todavía había escarcha. El frío se había aferrado a Oslo con fuerza, pero el cielo estaba claro día tras día y había ofrecido las puestas de sol más espectaculares durante toda la semana. Los pocos copos de nieve que habían caído durante la mañana cubrían el césped como un velo de tul. El cielo estaba otra vez despejado, oscuro. Finalmente sintió que estaba lista para irse a dormir.
Una mujer miró a través de una ventana sin saber si podría volver a dormirse. Quizá ya estaba dormida. Todo era irreal y extraño, como si lo estuviese viendo en un sueño. Había nacido en esta casa, en este cuarto; había vivido siempre aquí y había observado a través de esta ventana con travesaños en cruz que dividían el paisaje en los cuatro rincones del mundo, tal como su padre le decía gastándole bromas cuando ella era pequeña y creía todo lo que él le contaba. Ahora todo estaba cambiado y distorsionado. Estaba acostumbrada a la lluvia en los vidrios, llovía en Bergen, y ella lloraba y no sabía lo que veía. La vida estaba hecha pedazos. El paisaje que se descubría desde la casita ya no le pertenecía.
Había esperado un día entero, una larga noche y un día todavía más largo, en una incertidumbre con la que no se podía hacer nada. Como su vida seguía un trayecto definido por condiciones fuera de su control, aquellas eternas horas de espera eran algo que tenía que aceptar. No había habido forma de evitarlas; no antes de que la mujer en el televisor hubiese dicho lo que ella comprendió cuando se despertó sobresaltada en la mecedora frente al aparato, hacía exactamente veinticuatro horas, con una angustia que le atragantó la garganta y le hizo temblar las manos.
Porque ella había estado esperando.
Había esperado toda su vida y se había acostumbrado a esperar.
Esta vez, todo fue diferente. Comprendió algo que no podía ser cierto, que no debía ser cierto, pero que, sin embargo, sabía, porque había vivido tanto tiempo de aquella manera, sola, completamente sola.
Llamaron al timbre, tan tarde y tan inesperadamente que ella dejó escapar un pequeño grito.
Abrió la puerta y lo reconoció. Hacía una eternidad desde que se habían visto por última vez, pero sus ojos eran los mismos. Estaba llorando, como ella, y le pidió entrar. Ella no quería. No era él a quien quería ver. No quería ver a nadie.
Cuando lo dejó entrar y cerró la puerta detrás de él, rogó a Dios que la dejase despertar.
«Por favor, Dios mío, ten piedad de mí. Deja que me despierte ahora».
—Carece que no hay nadie despierto a esta hora…
Beate Krohn miró con desaliento al jefe de guardia. Se acercaba la medianoche. Estaban solos en la redacción, rodeados de pantallas mudas y centelleantes, del murmullo de los ordenadores y los sistemas de ventilación. Alguien había colgado adornos navideños aquí y allá. Una guirnalda con brillos rojos por aquí, una cadena de banderitas noruegas por allá. Sobre una banqueta había un arbolito ralo con la estrella torcida. La mayoría de los bombones y golosinas que se habían colocado para consuelo de los que tenían que trabajar esa Navidad eran historia. Había papeles y periódicos viejos por todas partes.
—¿Y tus padres?
El tipo no aflojaba. Encendió un cigarrillo, una transgresión tan flagrante de las reglas que ella se impresionó, muy a su pesar.
—También están durmiendo —dijo—. Por otro lado, les daría un buen susto si llamo a esta hora. En nuestra familia hay reglas: nunca antes de las siete y media de la mañana ni después de las diez de la noche. A menos que alguien se haya muerto.
—Pero alguien «se ha muerto».
—No así. Quiero decir…
La interrumpió con una enérgica inhalación y un movimiento impaciente de la mano.
—Ahora verás cómo se hace esto —sonrió él con el cigarrillo entre los dientes—. Mira y aprende.
Sus dedos juguetearon en el teclado del móvil antes de llevárselo al oído derecho.
—¡Hola, Jonas! ¡Soy Sølve!
Un silencio de tres segundos.
—¡Sølve Borre, joder!… ¡En NRK! ¿Dónde estás tú?
Beate había leído una vez que la frase inicial más corriente en todas las conversaciones a través del móvil se centraba en averiguar dónde se encontraba el receptor de la llamada. Desde entonces intentaba no preguntarlo.
—Escucha, Jonas. La obispo Lysgaard murió anoche, como ya sabrás. Es…
Evidentemente lo interrumpieron, y aprovechó la oportunidad para dar otra poderosa calada al cigarrillo.
—Sí, claro. Pero mira, sólo quiero saber de qué murió. Sólo por interés. Tengo esta sensación, ¿sabes?, algo…
Pausa.
—Pero ¿no puedes hablar con uno de ellos? Seguro que hay alguien allí que te debe un favor. ¿No podrías…?
Lo interrumpieron otra vez. Lo envolvía una nube de humo, y Beate Krohn temió que la alarma de incendio se activara. Retrocedió un poco para evitar que la ropa se le impregnase con el olor a cigarrillo.
—¡Bien hecho, Jonas, bien hecho! ¡Me llamas entonces! ¡Da igual la hora que sea!
Cortó.
—Bien —dijo, y dejó que sus dedos saltasen sobre el teclado—. Ven aquí, que te enseñaré algo. Mira este mensaje.
Beate se inclinó titubeante sobre el hombro y leyó el mensaje de NTB que informaba sobre el deceso de la obispo Lysgaard. No había cambiado desde la última vez.
—¿Algo que te llame la atención? —preguntó el jefe de guardia.
—No.
Tosió con discreción y se enderezó.
—No tengo idea de cuántos mensajes como éste he leído en mi vida —dijo él sin afectación—. Pero deben de ser muchos. Son todos idénticos. Algo solemnes en la forma, si bien, por otra parte, bastante anodinos. Pero casi siempre dicen poco más aparte de que el sujeto está muerto: «NN murió inesperadamente en su domicilio»; «ZZ falleció después de una corta enfermedad»; «XX murió en un accidente de coche en Drammen anoche». Algo así.
Los dedos dibujaron tantas comillas en el aire que la ceniza cayó en el teclado. Las teclas estaban tan gastadas que las letras ya casi ni se distinguían.
—Pero aquí —señaló él—, aquí sólo dice: «La obispo Eva Karin Lysgaard falleció anoche. Tenía 62 años…». Y después bla, bla, bla.
—No tiene que «significar» necesariamente algo —contestó ella.
—No, claro —dijo el jefe de guardia, todavía con una amplia sonrisa—. Probablemente no. Pero, aun así, hay que verificarlo, ¿no? ¿Cómo crees que un tipo como yo llegó a periodista de NRK antes de cumplir los veintidós y sin ningún tipo de educación?
Señaló su nariz con elocuencia.
—Lo tengo, ¿sabes?
El teléfono sonó. Beate Krohn miró al aparato con asombro, como si el jefe de guardia acabase de llevar a cabo un truco de magia.
—Aquí Sølve —ladró él, y arrojó la colilla en una botella de Farris—. Ya veo. Entiendo.
Durante unos segundos se quedó sentado y en silencio. La expresión burlona desapareció. Los ojos se le achicaron. Cogió una pluma y escribió unas notas ilegibles en el margen de un periódico.
—Gracias —dijo al fin—. Muchas gracias, Jonas. Owe you big time, ¿vale?
Permaneció sentado durante un momento mirando su teléfono. Cuando levantó la vista de pronto, parecía otra persona.
—La obispo Lysgaard fue asesinada —dijo despacio—. La mataron en la misma jodida Nochebuena.
—¿Cómo…? —empezó Beate Krohn mientras se dejaba caer sobre una silla—. ¿Cómo puedes saberlo? ¿Con quién hablabas?
El jefe de guardia se recostó en el respaldo de la silla y la miró a los ojos.
—Espero que hayas aprendido algo esta noche —dijo en voz baja—. Y lo más, lo más importante con lo que debes quedarte es lo siguiente: no eres nada como periodista si no tienes buenas fuentes. Trabaja mucho e intensamente para obtenerlas y nunca las delates. Nunca.
Beate Krohn luchó para no sonrojarse, en vano.
—Y ahora —dijo el jefe de guardia, que esbozó una sonrisa encantadora mientras encendía otro cigarrillo—, ahora vamos a empezar a llamar en serio. ¡Ahora «sí» que vamos a despertar a gente!