Nada ayudaba.
Nada podría ayudar nunca. Evidentemente, se habían propuesto visitarlo. Como si ellos fueran lo que él precisaba. Como si por un instante la vida pudiese ser otra vez soportable sólo porque esos extraños se sentaban en su casa, en su sillón; ese sillón amarillo, gastado, colocado en diagonal frente al televisor y con una labor de punto dentro de un cesto trenzado, a su lado.
Le preguntaron si tenía a alguien.
Una vez tuvo a alguien. Hasta hacía unas horas tenía a Eva Karin. Durante toda una vida tuvo a Eva Karin, y ahora no tenía a nadie.
Le recordaron a su hijo. Preguntaron sobre su hijo. Sobre si quería avisar él mismo a Lukas, o si prefería que ellos se hicieran cargo del asunto. Así se lo había preguntado la mujer que estaba sentada en el sillón de Eva Karin: «se hicieran cargo del asunto». Como si aquello fuese un asunto. Como si hubiese algo más de lo que hacerse cargo.
No sentía dolor.
Dolor era algo que hacía sufrir. El dolor dolía. Todo lo que podía sentir ahora era una ausencia de existencia. Un espacio vacío que lo hacía mirarse las manos como si fuesen de otro. Cerró el puño derecho con tanta fuerza que las uñas se le hundieron en la palma. No sentía ni dolor ni vida, sólo sentía una nada grande e incolora en la que Eva Karin ya no estaba.
Ahora entendió que hasta Dios lo había abandonado.
El tiempo había dejado de transcurrir.
Su reloj de pulsera se había detenido. Sacudió irritada el brazo y comprendió que estaba mucho más retrasada de lo que quería estar. Tenía que hacer entrar a las niñas y vestirlas bien sin que Kristiane se lo pusiese difícil.
Se acercó a la ventana.
Sobre el césped del frente, dentro de la cerca que daba a la ralle Hauges, Ragnhild y Kristiane habían amontonado suficiente escarcha como para construir el muñeco de nieve más pequeño del mundo. Tenía apenas diez centímetros de alto, pero aun desde el segundo piso Inger Johanne podía ver que le habían colocado como sombrero una hoja de roble amarillenta y que le habían dibujado la boca con unas piedrecitas.
Cruzó los brazos y se apoyó contra el marco de la ventana. Como de costumbre, Ragnhild era la que construía y dirigía. Kristiane estaba de pie frente a ella, muy firme, completamente inmóvil. Pese a que Inger Johanne no alcanzaba a oír las palabras desde donde estaba, oía que la menor de sus hijas declamaba como si tuviese frente a sí al auditorio más interesado del mundo.
Y quizá lo tuviese.
Inger Johanne sonrió cuando Ragnhild se incorporó de pronto desde la minúscula obra de arte y comenzó a cantar a viva voz. Ahora podía oírla perfectamente. Vivir es amar resonaba por el vecindario, ahora que la niña había aprendido la canción. Cantarla para conmemorar que habían acabado de montar un muñeco de nieve debía de ser, por lo menos, una sugerencia de Kristiane.
Una figura llamó la atención de Inger Johanne.
Un hombre, de hecho, y no estaba segura de dónde había salido. Tampoco parecía que estuviera seguro de adónde quería ir. Por una u otra razón se sintió intranquila. Por supuesto que había niños en el vecindario que aparecían de la nada de vez en cuando, pero los adultos que pasaban por esas calles residenciales siempre tenían un destino. Después de tantos años de vivir en esa callecita, conocía a un buen número de ellos.
El hombre deambulaba hacia delante, con las manos en los bolsillos. La gorra le caía hasta taparle los ojos y la bufanda le rodeaba el cuello para ocultarle la parte inferior del rostro. Había, sin embargo, algo en la forma en que se movía que le decía que no era tan joven.
Sacudió de nuevo la mano izquierda. El reloj estaba muerto, debía de ser la pila. Tal vez tenía prisa. Estaba a punto alejarse de la ventana cuando el hombre se detuvo ante el cubo de basura.
«Su» cubo de basura.
Inger Johanne sintió que el miedo la traspasaba, como sucedía cada vez que la embargaba la impresión de no tener el control total sobre Kristiane. Por un instante se quedó quieta sin saber si debía correr hacia abajo o quedarse mirando. Sin realmente elegir, se quedó inmóvil.
Quizás él las estaba llamando.
En todo caso las niñas miraron al hombre, y a pesar de que Ragnhild estaba dándole la espalda, los movimientos que hacía con los brazos delataban que estaba hablándole. El hombre respondió algo y le hizo un gesto para que se acercara. En lugar de hacerlo, la niña retrocedió un paso.
Inger Johanne salió corriendo.
Pasó como volando por el apartamento y a través de la sala, llegó a la entrada y al vestíbulo que se había convertido en el cuarto de juego de las niñas; corrió, por poco no resbaló en las escaleras y salió al frío sin zapatos ni pantuflas.
—¡Kristiane! —gritó, intentando que su voz sonara normal—. ¡Ragnhild! ¿Estáis ahí?
Las vio en cuanto rodeó la esquina de la casa.
Ragnhild estaba otra vez en cuclillas frente al pequeño muñeco de nieve. Kristiane miraba un pájaro o un avión. Miraba hacia arriba, al aire, y sin preocuparse por su madre sacaba la lengua tratando de atrapar algunos de los livianos copos de nieve que empezaban a caer.
No había rastros del hombre.
—Mamá —dijo Ragnhild estricta—. ¡No se puede salir así de casa!
Inger Johanne se miró los pies.
—¡Caramba! —dijo y sonrió—. ¡Habrase visto una mamá más tonta!
Ragnhild se rió entusiasmada, apuntándola con una palita de juguete roja.
Kristiane todavía atrapaba copos de nievo.
—¿Quién era ese hombre? —preguntó Inger Johanne como si nada.
—¿Qué hombre?
Ragnhild se sorbió los mocos que le caían en surcos desde la nariz.
—Ése que hablaba con vosotras. El que…
—No lo conozco —dijo Ragnhild—. Mira qué bonito el muñeco de nieve que hemos hecho. ¡Sin nada de nieve!
—Es precioso. Ahora tenéis que entrar, las dos. Vamos a una fiesta de Navidad. ¿Qué os ha preguntado?
—Dam-di-rum-ram —dijo Kristiane, y sonrió al cielo.
—Nada —dijo Ragnhild—. ¿Tenemos que ir a la fiesta? ¿Vendrá papá con nosotras?
—No, él está en Bergen. Pero ¿ese hombre qué os dijo? He visto que…
—Sólo preguntó si habíamos pasado una bonita Navidad —dijo Ragnhild—. ¿No tienes los pies congelados, mamá?
—Sí. Venid, las dos. ¡Vaaamos, venid!
Sorprendentemente, Kristiane empezó a caminar. Inger Johanne tomó la mano de Ragnhild y la siguió.
—¿Y qué contestaste? —preguntó.
—Le dije que era una magnífica Navidad con crema.
—¿Quería…, trató de hacer que te acercaras?
Llegaron al sendero de piedrecillas y siguieron la pared de la casa hasta las escaleras. Kristiane hablaba consigo misma, pero parecía contenta y satisfecha.
—Bueeeno…
Ragnhild se soltó.
—Pero eso ya lo sabemos, mamá, que nunca debemos acercarnos a extraños. O seguirlos, o cosas así.
—Perfecto. Bien, mi niña.
Inger Johanne estaba a punto de congelarse los dedos de los pies. Hizo una mueca cuando dejó el sendero y apoyó el pie sobre la piedra helada de la escalera.
—Me preguntó si me habían regalado cosas bonitas —dijo de pronto Kristiane, mientras abría la puerta—. Sólo a mí. A Ragnhild no.
—¿Sí? ¿Cómo sabes que te preguntaba sólo a ti?
—Porque lo dijo. Dijo…
Las tres se quedaron paradas. Kristiane tenía esa extraña mirada, como si se volviese hacia dentro, como si buscase en un archivo de dentro de su cabeza.
—«¿Estáis aquí, niñas? ¿Habéis pasado una buena Navidad? Y a ti, Kristiane ¿te han regalado algo bonito?».
La voz era neutra, y se hizo un completo silencio.
—Tal cual —dijo Inger Johanne finalmente, y forzó una sonrisa—. Qué amable, ¿no? Ahora tenemos que ponernos elegantes bien rápido. Vamos a casa de la abuela y del abuelo, Kristiane. Papá vendrá enseguida a buscarnos.
—Oh…
Ragnhild se sentó de nalgas en el suelo y comenzó a rezongar.
—¿Por qué Kristiane ha de tener a su papá con ella cuando yo no tengo al mío?
—Ya te dije que papá tiene que trabajar. ¡Y tú lo pasas siempre tan bien en casa de los abuelos de Kristiane…!
—¡No quiero! ¡No quiero!
La chiquilla se alejó y comenzó a deslizarse escaleras abajo con la cabeza hacia delante y los brazos extendidos al frente, como si fuese a nadar. Inger Johanne la atrapó de un brazo y la atrajo hacia sí, algo más rudamente de lo que hubiese querido. Ragnhild gritó.
Lo único que a Inger Johanne se le ocurría pensar era que Kristiane recordaba mal lo que había sucedido.
—¡Quiero a mi papá! —chillaba Ragnhild, y trataba de soltarse del abrazo de la madre—. ¡Papá! ¡Mi papá! ¡No el tonto papá de Kristiane!
—¡Oye, así no hablamos en esta familia! —gruñó Inger Johanne, que empujó a Kristiane a través de la puerta mientras arrastraba a su hija menor detrás de ella—. ¿Está claro?
Ragnhild cesó abruptamente de llorar, muy impresionada por la furia de su madre. En lugar de ello empezó a reírse.
Sin embargo, Inger Johanne pensaba sólo en una cosa: Kristiane nunca recordaba mal. Jamás.
—Todos podemos equivocarnos. No te enfades tanto por eso.
Marcus Koll junior sonrió a su hijo, que arrugaba las instrucciones.
—Ven aquí, a ver si juntos podemos arreglarlo.
El muchacho refunfuñó un momento antes de acercarse con desgana y arrojar el pequeño folleto sobre la mesa de la sala. El helicóptero descansaba, aún a medio montar, sobre la mesa del comedor.
—Rolf prometió que me ayudaría —dijo el muchacho adelantando el labio inferior.
—Tú sabes cómo pueden ser los clientes de Rolf.
—Ricos, tontos y con perros pequeños y feos.
El padre trató de ocultar una sonrisa.
—Bueno. Cuando una bulldog inglesa decide tener cachorros en Navidad, éstos tienen que nacer en Navidad. Sea o no sea fea.
—Rolf dice que la bulldog está agotada de tanto parir. Que no pueden tener crías.
—Que no «puede» tener crías.
—No tendrían que dejarlos. Es abuso de animales.
—De acuerdo. ¡Déjame ver!
Tomó el folleto de instrucciones y lo hojeó mientras se trasladaba hasta la lujosa mesa del comedor. Había hecho traducir el cuadernillo por un traductor técnico autorizado, para facilitarle las cosas a su hijo. El modelo que tenía frente a él era tan grande que por un instante se arrepintió. A pesar de que el chico mostraba un talento inusual para la mecánica, aquello era algo exagerado. El vendedor de la tienda de Boston le había precisado que el límite de edad aconsejado para el juguete era de dieciséis años, no menos, en razón de que pesaba casi un kilo y de que apenas estuviese en el aire ser convertiría en un riesgo para todo lo que se hallase en las inmediaciones.
—Hmm —dijo el padre rascándose la barba—. No lo entiendo del todo.
—El problema está en el rotor —dijo el muchacho—. ¡Mira aquí, papá!
Los dedos ansiosos trataban de armar las aspas, pero algo no estaba bien. El muchachito se rindió pronto y con un gemido apagado alejó de sí el rotor todavía desmontado. Su padre le alborotó con suavidad los cabellos.
—¡Un poco más de paciencia, pequeño Marcus! ¡Paciencia! Querías esto como regalo de Navidad, ¿no?
—No me llames así, te lo dije. Y además no soy yo quien está haciendo algo mal. Hay algún fallo en las instrucciones.
Markus Koll acercó una silla, se sentó y extrajo las gafas del bolsillo delantero. El muchacho se sentó a su lado, entusiasta. El cabello rubio y ensortijado cosquilleó la cara del padre cuando el hijo se inclinó sobre las instrucciones. El débil aroma a jabón y galletitas de jengibre hizo que se sonriera y hubo de contenerse para no abrazar al muchacho, apretarlo contra sí y sentir el calor de ese hijo que había logrado tener a pesar de todo y de todos.
—Tú eres lo mejor que tengo —dijo despacio.
—Sí, sí, ¡qué pesado! ¿Qué quiere decir esto? «Pase la varilla más larga a través del anillo recortado en el extremo inferior del aspa número cuatro». ¡Si hay una sola varilla! ¿Por qué pone «la más larga»? ¿Y dónde está ese condenado anillo?
El sol de diciembre arrojaba una luz blanca y silenciosa dentro de la sala. Fuera el día era claro y frío. Los árboles estaban cubiertos de cristales de escarcha, como si los hubiesen laqueado con aerosoles para la Navidad. Él podía ver el fiordo de Oslo entre las ramas blancas más allá de la ventana, gris azulado y quieto, sin un signo de vida. El chisporroteo del fuego que ardía en el hogar se mezclaba con los ronquidos de dos setter ingleses que estaban echados juntos dentro de un cesto enorme, al lado de la puerta. Empezaba a percibirse el olor a pavo que salía de la cocina; una costumbre sobre la que Rolf había insistido una vez que finalmente se dejó persuadir para mudarse a vivir en aquella casa, hacía ya cinco años.
Marcus Koll junior vivía su vida en un cliché, y la adoraba.
Cuando nueve años atrás murió su padre, poco antes de que él mismo cumpliese los treinta y cinco, al principio se negó a aceptar la herencia. Georg Koll nunca había procurado a su hijo otra cosa que un buen nombre. El nombre era el de su abuelo, y eso hizo posible que Marcus Koll junior decidiera que no tenía padre; de muchacho no podía entender que éste no quisiera verlo más que los fines de semana. Ya a los doce años comenzó a entender que su madre no recibía ni siquiera la manutención que le correspondía por él y sus hermanos menores. Cuando cumplió quince años, decidió no hablar jamás con quien era su padre. El tipo había tenido su oportunidad. Fue el año que Marcus recibió por correo y como regalo de cumpleaños cien coronas dentro de una tarjeta plegada, con cinco palabras escritas con una caligrafía que sabía que no era la de su padre. Marcus metió ese dinero en un sobre y lo envió de vuelta con la tarjeta.
Cortar toda comunicación fue sorprendentemente fácil. Se veían tan poco que le fue posible evitar las dos o tres visitas anuales. Sentimentalmente, ya se había decidido por otro padre: Marcus Koll senior. Cuando logró comprender que su padre real simplemente no quería serlo y que no cambiaría nunca de parecer, se sintió aliviado. Liberado. Mejorado.
Y no aceptaría la herencia.
Era significativa.
Georg Koll había ganado mucho dinero con propiedades durante los años sesenta y setenta. Mucho antes del gran derrumbe del mercado inmobiliario, durante la última crisis financiera del siglo XX, movió la mayor parte de su fortuna a otras áreas más seguras. Utilizó con creces y para hacer dinero el talento del que tanto carecía como padre y sostén de familia. Contrariamente a otros, aprovechó el periodo de los yuppies pava asegurar sus inversiones en lugar de arriesgarlas tratando de obtener posibles beneficios a corto plazo.
Cuando murió, dejó tras de sí una empresa naviera de mediano porte y seis edificios céntricos de oficinas con una situación financiera óptima, además de unas acciones reunidas con celo que representaban la mayor parte de sus beneficios en los últimos cinco años. Sin duda, la muerte lo sorprendió; tenía solamente cincuenta y ocho años, era delgado y estaba bien entrenado cuando sufrió un infarto cerebral masivo camino de su casa viniendo desde la oficina, un tardío día de agosto. Como no se había vuelto a casar y tampoco dejó testamento, la fortuna fue a parar entera a manos de Marcus Koll, de su hermana, Anine, y de su hermano menor, Mathias.
Marcus no quería saber nada de la herencia.
A los quince años había devuelto el dinero a su padre, y a los veinte obtuvo su respuesta. Una carta. Había llegado a oídos del padre que su hijo mayor era homosexual. Marcus había dejado que su mirada corriese sobre la misiva y comprendió demasiado rápido lo que su padre deseaba. Por un lado tomaba distancia de su modo de vida explícitamente; un proceder no poco común en el ambiente de 1984. Peor fue que su padre, que nunca tuvo nada que ver con ningún dios, dibujase, no obstante, un cuadro de su futuro parecido a los relatos más siniestros de Sodoma y Gomorra. Además, le recordaba una nueva y terrible peste que venía de América y que atacaba sólo a los homosexuales. Llevaba a una muerte dolorosa, con abscesos y sufrimientos iguales a los de la peste negra. Por supuesto que Georg Koll no creía que esto fuera un castigo divino. No, era la propia naturaleza la que reaccionaba. Esta enfermedad fatal era una manifestación de la selección natural; dentro de un par de generaciones, aquéllos que eran como su hijo habrían desaparecido. A menos que plegaran velas. Una vida como homosexual era una vida sin familia, sin seguridades, sin vínculos ni deberes y sin la alegría que surge de ser un buen ciudadano y una persona de provecho. Hasta que no comprendiese esto y pudiese garantizar que había cambiado de parecer, su hijo quedaría desheredado.
Como la legítima de sus hijos era insignificante en relación con la fortuna total de Georg Koll, había algo de trasfondo en la amenaza. A Marcus no le importó. Quemó la carta e intentó olvidar todo el asunto. Y cuando la herencia se hizo finalmente efectiva quince años más tarde, en 1999, salió a la luz que su padre, convencido de su propia inmortalidad, se había olvidado de redactar un testamento.
Marcus siguió en sus trece: no quería saber nada del dinero de su padre.
Sólo suavizó su postura cuando su abuelo, que generalmente nunca hablaba de su primogénito Georg, lo convenció de que él era el único de los tres hermanos que podía hacerse cargo de la fortuna familiar de una manera profesional. Su hermano era maestro y su hermana trabajaba como empleada en una librería. Él mismo era economista, y cuando sus hermanos insistieron en que lo mejor era formar una nueva empresa que incluyese los valores de todos los bienes paternos y cuya propiedad se repartiese entre los tres, manteniendo a Marcus como jefe y administrador, se dejó convencer. «Al final esto parece un jodido chiste —había bromeado Mathias—. El miserable regateó nuestro dinero y el de mamá durante todo este tiempo, y seremos nosotros quienes disfrutaremos de la fortuna de la que tanto trató de alejarnos».
«Irónico», pensó Marcus. Una magnífica ironía.
—Papá —dijo el pequeño Marcus, impaciente—. ¿Qué pone aquí? ¿Qué significa esto?
Marcus Koll sonrió distraído y apartó la mirada del paisaje de la colina, del fiordo y del cielo blanco. Tenía hambre.
—Así —dijo colocando en su lugar un tornillo pequeño—. Ahora el rotor está terminado. Entonces podemos hacer simplemente así… ¿Quieres hacerlo tú?
El muchacho asintió con la cabeza y ensartó las cuatro aspas en sus lugares.
—¡Lo hicimos, papá! ¡Lo hicimos! ¿Podemos salir y hacer que vuele? ¿Podemos ahora mismo?
Cogió el control remoto en una mano y en la otra el helicóptero, con cuidado, como si no pudiese creer que se mantuviera de una pieza.
—Hace mucho frío. Demasiado frío. Como te dije ayer, es posible que tengamos que esperar unas semanas antes de sacar el aparato al aire libre.
—Pero, papá…
—Lo prometiste, Marcus. Prometiste no insistir. ¿No podrías, en cambio, llamar a Rolf y averiguar si vendrá al gran almuerzo?
El niño dudó un momento antes de dejar los objetos que portaba, sin decir nada. Una sonrisa súbita le iluminó la cara.
—Ahora vienen la abuela y todos los demás —gritó, y salió corriendo.
La puerta se cerró de un portazo detrás del muchacho. El ruido resonó en sus oídos, hasta que sólo el débil ronquido de los perros impasibles y el chisporroteo del fuego llenaron la enorme sala. Los ojos de Marcus reposaron en la hoguera antes de recorrer todo el contorno del cuarto.
Vivía realmente en un cliché.
La casa de Asen.
Grande, pero discretamente alejada del camino, con solamente el piso superior visible para los transeúntes. Cuando la compró decidió rehacer el absurdo revestimiento rústico exterior, junto con la turba de los techos y el portón frente al garaje que parecía anunciar —tallado en tablas rústicas con cabezas de dragón en ambos extremos— que viajar era bueno, pero que era mejor quedarse en casa. Poco antes de que se pusiera manos a la obra, Rolf llegó a su vida y a la del pequeño Marcus. No pudo creer la primera vez que vio aquella enorme casa y se negó a mudarse hasta que Marcus le prometió conservar lo original y rústico (por decirlo de alguna manera) de la propiedad.
—Somos una familia convencional pero con una pizca de sal —se reía Rolf al comentar cómo vivían.
«Algo más ricos que el resto», solía pensar Marcus, pero no decía nada.
Rolf no pensaba en el dinero. Pensaba en la vida familiar, con el pequeño Marcus en medio de un enorme círculo de tíos y tías, primos y primas, el abuelo materno, amigos que iban y venían y que estaban casi siempre ahí en la casa de Asen; pensaba en los perros y en la semana de caza anual en el otoño, con amigos, viejos amigos; los muchachos con quien Marcus había crecido y a quienes nunca abandonó; Rolf se reía siempre y con ganas apreciando la vida, feliz y normal que vivía.
Rolf estaba siempre contento.
Todo había funcionado tal como Marcus esperaba.
Hasta logró hacer algo bueno con el dinero de su padre, que lo condenó a la miseria y lo creía arruinado. Paradójicamente, al dar por perdido el futuro de su hijo, Georg Koll le otorgó uno. Los terribles años iniciales habían quedado atrás, y Marcus evitó la enfermedad que eliminó tan brutalmente a muchos de sus conocidos con dolor, vergüenza y, en muchos casos, en soledad. Estaba profundamente agradecido por ello, y cuando quemó la carta de su padre, decidió que Georg Koll se equivocaba. De manera básica, fundamental. Marcus sería lo que su padre nunca logró ser: un hombre.
—¡Papá!
El chiquillo entró corriendo en la sala y juntó las manos en un aplauso.
—¡Todos vienen! Rolf dijo que la perra ha tenido tres cachorros, y él está de camino a casa, ansioso por…
—Bueno, bueno.
Marcus se rió y se puso de pie para seguir al muchacho al vestíbulo.
Escuchó el ruido de varios automóviles frente a la casa, las visitas llegaban.
Se detuvo un momento en el comedor y pensó en su pasado.
Por fin se había librado de la duda que lo había obsesionado durante varias semanas. Tenía un agudo instinto y había creado una fortuna con sólo seguirlo. A principios del verano de 2007, resistió durante semanas el deseo de desprenderse de todo en el mercado de acciones. Sentado, despierto noche tras noche, frente a análisis e informes, el único indicio de que algo andaba mal fue el enfriamiento del mercado norteamericano de viviendas. Cuando más tarde, durante el verano, llegó la primera caída de paquetes de obligaciones relacionadas con los préstamos subprime, se decidió de un día para otro. En el curso de tres meses liquidó más de mil millones en acciones norteamericanas, lo que le reportó enormes beneficios. Unos meses después se despertaba en medio de la noche de puro alivio. La fortuna estuvo generando intereses hasta que éstos empezaron a declinar.
Entonces Marcus Koll compró propiedades, justo cuando todo era barato.
Al cabo de pocos años, el rédito de las ventas sería formidable.
Marcus debía protegerse él mismo y a los suyos.
Tenía ese derecho. Era su deber.
Georg Koll había intentado destruir la vida de Marcus de nuevo, en esta ocasión desde el más allá, pero no iba a lograrlo.
—¿Puedo?
Yngvar Stubø indicó con la cabeza el sillón amarillo frente al televisor. Erik Lysgaard no dio señales de reaccionar. Estaba sentado ahí sin más, en un sillón similar al otro, pero de color más oscuro, mirando fijamente hacia delante, las manos sobre el regazo.
Yngvar reparó entonces en el tejido y en los largos cabellos grises, casi invisibles, adheridos al reposacabezas sobre el respaldo del sillón. Cambiando de idea, tomó una silla de las que rodeaban la mesa de comedor y se sentó en ella.
Respiraba con pesadez. Un asomo de resaca lo molestaba desde que se había despertado a las cinco y media, y tenía sed. El vuelo de Gardermoen a Bergen había sido cualquier cosa menos agradable. Es cierto que el avión estaba casi vacío, pues no había tanta gente ansiosa por viajar de Oslo a Bergen a las 7.25 de la mañana del día de Navidad, pero durante el viaje se produjeron muchas turbulencias y apenas había dormido.
—Esto no es un interrogatorio —dijo cuando no se le ocurrió nada mejor—. Eso lo haremos más tarde, en la comisaria. Cuando se sienta…
«Cuando se sienta mejor», estuvo a punto de decir, pero se detuvo.
La sala era luminosa y agradable. No era ni moderna ni antigua. Algunos de los muebles estaban muy usados, como los dos sillones orejeros frente al televisor. El comedor también parecía heredado. El salón, por su parte, que estaba al lado, era de color crema y estaba lleno de almohadones coloridos; Yngvar había visto precisamente lo mismo en un folleto de Bohus que Kristiane quería leer en la cama como si fuese una cosa de vida o muerte. Había estantes para libros alrededor de las ventanas, a lo largo de toda la pared. Estaban llenos de títulos que indicaban que el matrimonio Lysgaard tenía variados intereses y manejaba varios idiomas. Un volumen grande con caracteres cirílicos en la tapa reposaba sobre la pequeña mesa de café entre los dos sillones. En las paredes, las pinturas colgaban tan cerca una de la otra que era difícil obtener una impresión aislada de cada una. La única que llamaba de inmediato la atención era una copia del Cristo ábside, de Henrik Sørensen, una figura rubia del Mesías en actitud de abrazar. Quizá ni siquiera era una copia. Parecía un original y podía ser uno de los varios bosquejos del autor para la obra final de la iglesia de Lillestrøm.
De cualquier modo, la gran atracción era el enorme pesebre navideño que vio sobre el aparador. Debía de tener más de un metro de ancho, y quizá medio metro de alto, y lo mismo de profundidad. Estaba dentro de una especie de caja con un vidrio encima, como en un cuadro. En medio de ángeles y pequeños pastores, de las ovejas y los tres reyes magos, el niño Jesús yacía en un lecho de paja. Dentro del humilde establo brillaba una luz, tan ingeniosamente simulada que parecía como si Jesús tuviese un halo.
—Es de Salzburgo —dijo Erik Lysgaard, tan de improviso que Yngvar se sobresaltó.
Volvió a quedarse callado.
—No era mi intención quedarme mirando —contestó Yngvar, que sonrió con prudencia—. Pero es verdaderamente cautivador.
El viudo levantó la vista por primera vez.
—Es lo que dice Eva Karin. «Cautivador», dice cuando habla del pesebre.
Dejó escapar un pequeño ronquido, como si tratase de evitar ponerse a llorar. Yngvar acercó un poco la silla.
—Muchas personas —soltó despacio, e hizo una pausa—. Muchas personas van a decirle en los próximos días que saben cómo se siente, pero pocas lo saben a ciencia cierta. Aunque la mayoría de los que tienen nuestra edad… —Yngvar debía de ser diez años menor que Erik Lysgaard—… han pasado por la experiencia de perder a alguien, las cosas son muy distintas cuando ha habido un crimen. No sólo perdemos a alguien de una manera brutal, sino que además nos quedamos con tantas preguntas. Un crimen de este tipo… —«No sé qué tipo de crimen es éste», pensó mientras hablaba. Estrictamente hablando, todavía no se había comprobado nada— es un ultraje para muchos otros, aparte de para la víctima. Puede quitarle el aire a cualquiera. Es…
—Disculpe.
El hijo de Erik, Lukas Lysgaard, abrió la boca por primera vez desde que había recibido a Yngvar y lo había conducido a la sala. Le había parecido lloroso y agotado, pero dueño de sí. Hasta ese momento había permanecido bastante quieto, al lado de la ventana más lejana, que se abría al jardín. Ahora arrugó el ceño y se acercó un par de pasos.
—No creo que mi padre necesite consuelo. No por parte suya, por lo menos, con el debido respeto. Tanto él como yo preferiríamos estar solos. Cuando accedimos a este interrogatorio… —se corrigió rápidamente—, a esta entrevista que no iba a ser un interrogatorio, fue porque, por supuesto, queremos ayudar a la Policía tanto como nos sea posible. Y más aún dadas las circunstancias. Como sabe, estoy dispuesto a declarar en la comisaría de Policía en cuanto lo dispongan, pero por lo que a mi padre respecta…
El padre se recuperó visiblemente en el sillón. Enderezó la espalda, parpadeó con énfasis y levantó la barbilla.
—¿Qué es lo que quiere saber? —preguntó mirando directo a los ojos de Yngvar.
«Idiota», pensó Yngvar de sí mismo.
—Lo siento —dijo—. Por supuesto, debí dejarlos tranquilos. Es solamente que…, por una vez, no tenemos a los medios sobre la nuca. Por una vez sería posible adelantarse a esa pandilla que está allí fuera.
Señaló con el pulgar por encima el hombro, como si ya hubiese un grupo de periodistas en las escaleras.
—Pero debí pensarlo mejor. No los molestaré hoy. Por supuesto.
Se puso de pie y tomó la chaqueta que colgaba sobre una de las otras sillas del comedor. Erik Lysgaard lo miró con asombro, la boca entreabierta y el puño en la frente, justo sobre las poderosas gafas de pesada montura negra.
—¿No tiene usted alguna pregunta? —preguntó con gentileza.
—Sí. Muchísimas. Pero como dije: eso puede esperar. ¿Podría utilizar el cuarto de baño antes de irme?
Esto último iba dirigido a Lukas.
—En la entrada, segunda puerta a la izquierda —murmuró éste.
Yngvar inclinó levemente la cabeza hacia Erik Lysgaard y caminó hacia la puerta. A mitad del camino se volvió.
Dudó.
—Una sola cosa —dijo rascándose una mejilla—. ¿Podría preguntarle qué hacía la obispo Lysgaard en la calle, caminando sola a las once de la noche en Nochebuena?
Siguió un extraño silencio.
El hijo miró al padre, pero no había realmente ninguna pregunta en la mirada. Sólo un aire expectante y sin expresión, como si ya supiese la respuesta, o como si ésta no le interesase. Por su parte, Erik Lysgaard apoyó las manos en los brazos del sillón, se recostó sobre el respaldo y respiró hondo antes de mirar a Yngvar directamente a los ojos.
—Eso no es asunto suyo.
—¿Cómo?
Inoportunamente, Yngvar comenzó a reír.
—¿Qué ha dicho?
—Dije que es algo que no le interesa.
—Bien. Yo creí que habíamos convenido…
Nuevamente se hizo el silencio.
—Tendremos oportunidad para hablar de esto más tarde —dijo finalmente, saludó al viudo levantando una mano y salió de la habitación.
La sorpresiva y absurda respuesta había hecho que se olvidara por un momento de la necesidad que lo acuciaba. En cuanto cerró la puerta tras de sí, sintió que tenía que darse prisa.
—En la entrada, segunda puerta a la derecha —susurró para sí; tomó el picaporte y abrió la puerta.
Un dormitorio. No muy grande, quizá de unos diez metros cuadrados. Rectangular, con una ventana en la pared corta, la más alejada de la puerta. Bajo la ventana, un camastro simple con ropa de cama color lila. En la cabecera, sobre la almohada, descansaba una prenda plegada. Un camisón, supuso Yngvar, que aspiró con energía por la nariz.
Definitivamente no era un cuarto de huéspedes. El olor dulce del sueño se mezclaba con un perfume débil, casi indiscernible.
La puerta no se podía abrir totalmente, golpeaba contra un armario.
Debía cerrarla y encontrar el baño.
En lugar de escritorio, el pequeño dormitorio tenía una mesa de luz espaciosa, con una pila de libros y una lámpara bajo un estante con cuatro retratos de familia enmarcados. Reconoció enseguida a Erik y a Lukas, junto a un viejo retrato en blanco y negro que probablemente era de la familia, de muchos años atrás, de cuando Lukas era pequeño. Aparecían todos en un bote durante el verano.
En la pared entre el armario y la cama, colgaba una pintura de intensos tonos rojizos, y sobre el respaldo de una silla de madera al pie del lecho vio algunas ropas. Las cortinas eran espesas, oscuras y estaban cerradas.
Eso era todo.
—¡Oiga! ¡Por ahí no!
Yngvar regresó a la entrada con un sobresalto. Lukas Lysgaard se acercaba rápido agitando las manos.
—¿Qué está haciendo? ¿Espiando por la casa? ¿Quién le ha dado permiso para…?
—¡Usted me dijo en la entrada, segunda puerta a la derecha! Quería solamente…
—¡Segunda puerta «a la izquierda»! ¡Ahí! —Indicó indignado la puerta enfrente de Yngvar.
—¡Oh, disculpe! No era mi intención…
—¿Puede darse un poco de prisa? Quisiera estar a solas con mi padre.
Lukas Lysgaard tendría unos treinta y cinco años. Un hombre de apariencia común con una anchura de hombros nada común. Tenía el cabello oscuro, con profundas entradas, ojos probablemente azules. Era difícil decirlo, eran pequeños y se ocultaban tras unas gafas que reflejaban la luz de la lámpara del techo.
—A veces, mi madre tenía problemas para dormir —dijo cuando Yngvar abrió la puerta correcta—. Entonces le gustaba leer. Para no molestar a mi padre, entonces…
Inclinó la cabeza en dirección al pequeño dormitorio.
—Entiendo. —Yngvar sonrió y entró en el baño.
Se tomó su tiempo.
Hubiera dado mucho por ver el dormitorio una vez más. Se arrepentía de no haber estado más despierto. De no haber visto más. No podía, por ejemplo, describir qué clase de ropa había sobre la silla; si era ropa de fiesta, o de Nochebuena o para uso diario. Tampoco se acordaba de qué libros reposaban sobre la mesa. No había la más mínima razón para creer que alguien en la familia tuviese algo que ver con el asesinato de una madre y esposa aparentemente amada. De todos modos, Yngvar Stubø sabía mejor que cualquiera que la resolución de un asesinato misterioso se esconde por lo común en la casa de la propia víctima. Podían ser cosas que ni sus más íntimos supiesen. Tal vez algún pequeño detalle, algo en lo que ni ella ni otros hubiesen reparado.
Pero que de todos modos podía ser importante.
En todo caso, una cosa era segura, pensó mientras se desabrochaba la bragueta: Eva Karin Lysgaard debía de tener enormes problemas para dormir si tenía que buscar refugio en el pequeño cuarto de servicio cada vez que no podía conciliar el sueño. Una explicación más satisfactoria era que la pareja dormía separada.
Se lavó las manos, se las secó bien y salió.
Lukas Lysgaard estaba esperándolo. Abrió la puerta de la calle sin decir una palabra.
—Entonces sabremos de ustedes —dijo sin ofrecer la mano a Yngvar.
—Evidentemente.
Yngvar se ajustó la chaqueta y salió a la pequeña marquesina. Estaba a punto de desearle feliz Navidad, pero, por suerte, se contuvo; justo a tiempo.