—¡A partir de ahora siempre comeremos pescado en Nochebuena!
Yngvar Stubø cogió con los dedos la cabeza de bacalao que reposaba en su plato, sorbió el ojo y masticó con aire contemplativo. Su suegra, sentada a la mesa ovalada justo enfrente de él, arrugó la boca a la vez que volvía la cara alzando las cejas. Su marido ya tenía un par de copas de más y señaló con el cuchillo y el tenedor a su yerno.
—¡Ése es un hombre! ¡Los hombres de verdad se comen todo el pescado!
—Pero, a decir verdad —comenzó su esposa—, el costillar de cerdo en Nochebuena es una tradición familiar ininterrumpida desde…
—¡Perdón, mamá!
Inger Johanne Vik suspiró y soltó los cubiertos.
—Fue un error, ¿vale? ¡Un error torpe y bastante insignificante! ¿No puedes olvidar este asunto del costillar de cerdo? Medio Oriente está en llamas, la crisis financiera causa estragos, y ¿tienes que montar un jodido escándalo porque Strøm-Larsen se equivocó con mi encargo? A todos en esta mesa les gusta el bacalao, mamá, de veras que no puede ser tan…
—No es propio de ti usar palabrotas, querida. Por otro lado, sé bien y por experiencia propia que Strøm-Larsen se olvida de todo. He comprado en las mejores carnicerías de la ciudad desde antes de que nacieras, y tengo…
—¡Mamá! ¿Es que no puedes…?
Inger Johanne cerró la boca, forzó una sonrisa y miró a su hija menor, Ragnhild. Pronto iba a cumplir cinco años y observaba con curiosidad a su padre, que estaba a punto de devorar el ojo restante.
—¿Está bueno, papá?
—Tiene gusto a ojo de pescado —dijo Kristiane golpeando el tenedor rítmicamente contra el plato—. Eso es obvio. Ojos de pescado con chaleco atado.
—No des esos golpes —dijo la abuela afablemente—. ¿No puedes ser la niña dulce de tu abuela y dejar de hacer ese ruido?
—Hay gente que dice que el pescado es bueno —dijo Ragnhild—. Y algunos peces creen que las personas son buenas. Es justo. El tiburón, por ejemplo. ¿Celebran la Navidad los tiburones, papá? ¿Reciben, como regalo, niñitas, para comérselas?
Se rió con ganas.
—No sólo los tiburones comen personas —dijo Kristiane, a quien como de costumbre se le escapaba el humor de su hermana menor.
Como por milagro, parecía que lo ocurrido el sábado no la había afectado físicamente: todo había acabado en unos pequeños estornudos y una nariz tapada. Las posibles secuelas psíquicas eran más difíciles de determinar. Hasta ahora no había dicho palabra al respecto. El único pequeño cambio que Inger Johanne creía haber detectado era que en aquellos cuatro días desde la boda de su hermana la letanía de textos memorizados era más extensa de lo habitual. Como siempre, Yngvar miraba todo desde un punto de vista positivo: su hija había entrado también en un periodo en el que preguntaba más. Razonaba. Se mostraba curiosa y ya no solamente repetitiva.
—Muchísimos tipos de peces tienen una dieta complicada —dijo despacio la niña, fijando la vista en algún lugar lejano—. En ciertas condiciones, comerían carne humana otra vez si tuvieran oportunidad.
—Ahora hablemos de algo más agradable —propuso la abuela.
—¿Qué es lo que más os gustaría tener?
—Eso ya lo sabes, abuela. Ya hace mucho le dimos la lista de lo que deseamos. El hombre muerto que sacaron de la bahía el fin de semana, por ejemplo, la noche que mamá se enfadó tanto conmigo porque yo…
Inger Johanne lanzó una mirada implorante a Yngvar.
—La abuela tiene razón —dijo él—. Es Nochebuena y podemos hablar de algo…
—Había estado en el agua durante mucho tiempo —dijo Kristiane, y tragó antes de empujar más comida sobre el tenedor—. Salía en el periódico. Y entonces se hinchó todo. Como un globo. Eso pasa porque el cuerpo humano es sal, y atrae toda el agua del entorno. Lo llaman «ósmosis». Cuando dos líquidos de valor osmótico diferente, o de diferente balance salino, están separados por una membrana porosa, como por ejemplo las paredes de las células en las personas, el agua la traspasa para igualar…
La abuela se puso pálida. El abuelo tenía la boca abierta de asombro, hasta que la cerró con un chasquido audible.
—Esta cría —sonrió—. Es todo un personaje, ¿eh?
—Eso es muy impresionante —dijo Yngvar con tranquilidad, y se secó los labios con una enorme servilleta blanca—. Pero la abuela y mamá tienen razón. La muerte no es precisamente algo sobre lo que uno suela…
—Pero Yngvar —lo interrumpió su hijastra—, ¿eso quiere decir que un cadáver se hincha más si permanece más tiempo en el agua dulce que en el mar?
—¿Qué es un cadáver, mamá? —Ragnhild había agarrado la cabeza de pescado intacta del plato de su padre. Ahora se la colocaba sobre la nariz y miraba a través de las cuencas vacías de los ojos—. ¡Uuheeeaaa! —gruñó, y se rió—. ¿Qué es un cadáver?
—Un cadáver es una persona muerta —dijo Kristiane—. Y cuando las personas muertas permanecen en el mar durante mucho tiempo, se las comen. Los cangrejos y los peces.
—Y los tiburones —añadió la hermana menor—. Más que nada los tiburones.
—¿Se comieron el cadáver? —preguntó el abuelo con genuino interés—. El periódico no decía nada acerca de eso. ¿Es éste uno de tus casos? ¡Cuéntanos, Yngvar! Hasta donde entendí del Aftenposten de hoy, todavía no se sabe nada acerca de quién es.
—No, es un caso de Oslo, y yo no sé más que lo que dicen los periódicos. Como sabes, trabajo en Kripos. —Le ofreció a su suegro una sonrisa tensa—. Además de en algunos aspectos técnicos, pocas veces ayudamos al distrito policial de Oslo. Y lo mismo sucede con las investigaciones. Colaboración internacional. Cosas así. Tal como ya dije otras veces, de hecho. Y ahora cambiemos de tema, ¿vale?
Yngvar se puso de pie con decisión y comenzó a retirar los platos. Se hizo el silencio en torno a la mesa. Sólo el ruido que hacían los cubiertos y el servicio al colocarlos en el lavavajillas se mezclaba con las voces del coro de los Sølvguttene[1] que llegaba desde el apartamento de abajo. Inger Johanne sintió repulsión al arrojar al bote de basura los restos de pescado que quedaban en los platos.
Como de costumbre, había salido tarde a buscar el costillar de cerdo. Cuando llegó a la carnicería de Strøm-Larsen esa misma mañana, a eso de las diez, ya estaba todo vendido. Nadie tenía noticia del pedido telefónico que ella juraba haber hecho hacía más de dos semanas. La persona que la atendió lo lamentaba y expresó la mayor simpatía ante la incómoda situación (por no dramatizar) que se planteaba, pero costillares de cerdo no les quedaba ni uno. El propietario no pudo contenerse de realizar una observación: la comida de Nochebuena debía estar en casa con cierta antelación a la cena misma. La idea de servir a su madre un costillar barato comprado en Rimi o en Maxi le pareció a Inger Johanne peor que ofrecerle bacalao.
—Debí haber comprado el maldito cerdo en Rimi y haber jurado que era de Strøm-Larsen —le susurró a Yngvar colocando el último plato en la máquina—. ¡No ha comido casi nada!
—Torpe de su parte —respondió Yngvar también en un susurro—. ¡No te preocupes!
—¿Podemos ventilar un poco? —preguntó la madre de pronto y en voz alta—. Ninguna crítica al bacalao, por supuesto, es sano y rico ¡pero el olor de un costillar de cerdo recién asado da el verdadero ambiente navideño!
—Pronto va a oler a café —dijo Yngvar, divertido—. ¿Tomamos café con el postre, no?
Los Sølvguttene ya cantaban Deilig er Jorden en el piso de abajo. Ragnhild entonó y corrió hacia el televisor para encenderlo.
—¡Ahora no, Ragnhild!
Inger Johanne trató de sonreír mientras la miraba desde detrás de la columna que servía de muro bajo de separación con la cocina.
—No vemos televisión en Nochebuena, ¿sabes? Tampoco mientras comemos.
—Personalmente, me parece muy buena idea —añadió la abuela—. De todas maneras hemos cenado demasiado temprano. Es agradable escuchar a los Sølvguttene antes de cenar. Hay mucha Navidad en esas voces tan preciosas. Los niños sopranos son simplemente de las cosas más bellas que conozco. Ven, Ragnhild, ahora vamos a buscar el canal adecuado con la abuela.
Una copa de vino tinto cayó con estrépito al suelo de la cocina.
—¡No pasa nada, no pasa nada! —gritó Yngvar, y se rió.
Inger Johanne se apresuró hacia el baño.
—El alma pesa veintiún gramos —dijo Kristiane.
—¡Oh! ¿Es cierto?
El abuelo empinó por quinta vez un vaso de acquavit, lleno hasta el borde.
—Sí —dijo Kristiane con seriedad—. Cuando uno se muere, se hace veintiún gramos más ligero. Pero uno no la puede ver. No puede ver, no puede reír, no puede nada.
—¿Ver qué?
—El alma. Uno no puede ver que se va.
—Kristiane —dijo Yngvar desde la cocina—. Ahora lo digo en serio: ya basta. No hablemos más de la muerte ni de esas cosas, ¿vale? Además eso del alma es una tontería. No existe algo que se llame alma. Es sólo una expresión religiosa. ¿Quieres un poco de té con miel junto con el postre?
—Dam-di-rum-ram —dijo Kristiane sin variar el tono.
—¡Oh, no…!
Inger Johanne regresaba del baño. Se agachó junto a su hija, en cuclillas.
—Mírame, mi vida. Mírame.
La cogió con cuidado por la barbilla.
—Yngvar preguntó si querías té. Té con miel. ¿Quieres?
—Dam-di-rum-ram.
—No puede ser apropiado darle té a la criatura cuando está en ese… estado, ¿no? ¡Ven con la abuela, así escuchamos a estos muchachos tan buenos! ¡Ven aquí, niña mía!
Yngvar estaba en la cocina; la abuela no podía verlo. Llamó con un gesto a Inger Johanne mientras con los labios formaba palabras mudas:
—Nooo leee haagas caaasoo. Haz como si no la oyeras.
—Dam-di-rum-ram —dijo Kristiane.
—Te doy todo lo que quieras —susurró Inger Johanne—. Lo que más, más quieras.
Inger Johanne sabía que era inútil. Kristiane decidía por sí misma dónde estaba. En el transcurso de catorce años de convivencia con una niña tan apegada que a veces tenía problemas para distinguir lo que era ella y lo que era la niña, todavía no encontraba respuesta a qué era lo que hacía que su hija pasase de un estado al otro. Aprendieron algunas señales, ella, Yngvar e Isak, el padre de Kristiane. Rutinas y costumbres, comestibles que debían evitar y alimentos que le provocaban reacciones, medicinas que probaron y que dedujeron juntos que no funcionaban; ya habían recorrido algunos caminos que hacían que la vida con Kristiane fuera algo más fácil. Pero la mayor parte del tiempo su hija transitaba por su propio paisaje, con su propio mapa y tras su antojo incomprensible.
—Mamá te quiere más alto que el cielo —susurró Inger Johanne despacito; sus labios hacían cosquillas en las orejas de su hija, y ésta sonrió.
—Viene papá —dijo.
—Sí. Papá viene pronto. En cuanto termine de cenar en casa de los abuelos, viene a ver a su nena.
Su mirada carecía de expresión. Parecía como si los ojos se moviesen independientemente el uno del otro, e Inger Johanne se asustó. Solían estar fijos en algo que nadie podía ver.
—La señora estaba…
—Se llama Albertine —la interrumpió Inger Johanne—. Albertine dormía.
—Hacía tanto frío. No te encontraba, mamá.
—Pero yo te encontré. Al final.
Inger Johanne estaba tan concentrada en la chiquilla que no se percató de la presencia de su madre. Lo primero que sintió fue su perfume, uno que le había regalado su hermana, y que costaba más de lo que Inger Johanne gastaba durante todo un año en cosméticos e higiene personal.
«Vete», trató de decirle con todo su ser. Se encogió de hornillos y se corrió un poquito hacia un lado, todavía en cuclillas.
—Kristiane —dijo ella, serena y decidida—. Ahora tienes que venir con la abuela. Lo primero que haremos será abrir el regalo rojo con lazo rosa. Es para ti. Dentro hay una caja con una cerradura. Si abres la caja y destrabas otra cerradura, encontrarás un microscopio. Tal como el que querías. Ahora me das la mano, así…
Inger Johanne estaba todavía agachada, con las manos apoyadas en los delgados muslos de Kristiane.
—Microscopio —dijo Kristiane—. Del griego micron, «pequeño» y skopein, «mirar».
—Exacto —dijo la abuela—. Ven ahora.
Los Sølvguttene ya no cantaban. Ragnhild apagó el televisor. Lo mismo hicieron los vecinos del piso de abajo. De la cocina salía olor de café, y afuera estaba tan silencioso como solía estarlo únicamente esa noche del año, cuando las iglesias estaban vacías, las campanas silenciadas y no había nadie yendo o viniendo de algún sitio.
Las manos largas y estrechas de la abuela se deslizaron dentro de las de Kristiane.
—Abuela —dijo la niña, y sonrió—, quiero mi microscopio.
Sin embargo, Kristiane seguía mirando a su madre. Fijaba la mirada en ella y la mantuvo así hasta que finalmente siguió a su abuela obedientemente hasta el sofá, para abrir un regalo cuyo contenido ya conocía.
Inger Johanne se incorporó con orgullo y se quedó de pie.
Sintió una extraña caricia de felicidad, que desapareció antes de que pudiese reconocerla.
Para Eva Karin Lysgaard, la felicidad era una expresión tangible.
La felicidad se hallaba en su fe en Jesucristo. Desde la vez que encontró al Salvador durante un paseo en el bosque, a los dieciséis años, experimentaba cada día la jubilosa sensación de su cercanía. Hablaba con Él siempre, y a menudo recibía respuesta. Ahora era una mujer de sesenta y dos años y aun en la pena, que naturalmente a su edad ya experimentado, Jesús estaba con ella, con seguridad y apoyo y con infinito amor.
Eran casi las once de la noche del día del cumpleaños del Señor.
Eva Karin Lysgaard tenía un trato con Jesús. Un pacto con su marido, Erik, y con el Señor. Cuando a ella y a Erik la vida se les tornó oscura, encontraron una forma de evitar todo lo que era difícil. No fue el camino más simple, les llevó tiempo encontrarlo, y sería para siempre algo entre ella, Erik y el Salvador.
Ahora estaba allí. En camino.
El viento soplaba desde la bahía y sabía a sal. Tras muchas de las ventanas de las casitas pintorescas brillaba todavía un resplandor suave; para la mayoría la Nochebuena no terminaba aún.
Tropezó con el cordón al doblar la esquina de Forstandersmauet, pero se recuperó enseguida. Las gafas se le empañaban y estaban mojadas, le era difícil ver con claridad. No importaba. Aquél era su camino, lo había recorrido ya muchas veces.
Se detuvo por un instante, asombrada.
Oía pasos detrás.
Llevaba más de veinte minutos caminando y no había visto todavía otro ser viviente que un gato callejero y las gaviotas, que chillaban sobre la bahía.
—¿Obispo Lysgaard?
Se volvió hacia la voz.
—¿Sí? —preguntó sonriendo.
Había algo en la voz del hombre, algo desconocido. Duro, quizá. Diferente, de todos modos.
—¿Quién es? ¿Hay algo en lo que pueda ayudarle?
En el instante en que él la acuchilló, ella entendió que se había equivocado. En los dieciséis segundos que transcurrieron entre que fue consciente de que iba a morir y su muerte, no opuso ninguna resistencia. No dijo nada y se dejó caer sobre la calle con el desconocido sobre ella. El hombre con el cuchillo le pareció irrelevante. Era ella quien se había equivocado. Durante todos estos años en que creyó que tenía a Jesús a su lado, en su vana creencia de que Él la había perdonado y aceptado, vivió en una mentira mayor de lo que podría soportar en caso de seguir viviendo.
Y en el instante de la muerte, cuando ya no hubo más que ver y toda la sensación de existir cesó, se preguntó qué era lo que Él, el de la vida eterna, no había aceptado: si la mentira o el pecado.
Daba lo mismo, pensó.
—El niño Jesús no puede tener 2008 años —dijo Ragnhild, y bostezó—. ¡Nadie vive para siempre!
—No —contestó Yngvar—. De hecho murió bastante joven. Celebramos la Navidad porque es entonces cuando nació.
—Deberíamos tener globos. No es un cumpleaños si no hay globos. ¿Crees que al niño Jesús le gustaban los globos?
—En aquellos tiempos no había cosas como ésa. Y ahora debes dormir, cariño. ¡Ya es casi la una! De hecho, ya es Navidad.
—Récord personal —festejó Ragnhild—. ¿Es más tarde que las once?
Yngvar asintió con la cabeza y arropó a la niña por cuarta vez en dos horas.
—Ahora hay que dormir.
—¿Por qué la una es más tarde que las once, si uno es un número pequeño y once uno tan grande? ¿Puedo estar despierta hasta tan tarde la noche de Año Nuevo?
—Ya veremos. ¡Ahora tienes que dormir!
La besó en la nariz y se dirigió hacia la puerta.
—Ah, papá…
—Debes dormir. Papá se va a enfadar si no te acuestas ahora. ¿Entiendes?
Pulsó el interruptor y la habitación quedó envuelta en el resplandor rojo de la guirnalda con corazoncitos luminosos que enmarcaba la única ventana.
—Pero, papá, una cosa, sólo…
—¿Qué?
—En realidad es un poco tonto que le regalaran a Kristiane un microscopio. Sólo lo va a romper.
—Puede ser. Pero es lo que ella quería.
—¿Por qué no me regalaron a mí un micro…?
—¡Ragnhild! ¡Ahora sí que me voy a enfadar! Si no te acuestas en este preciso…
El ruido de la colcha, que se arrugaba, lo interrumpió.
—Buenas noches, papá. Te quiero.
Yngvar sonrió y tiró de la puerta hacia sí.
—Yo también te quiero. Nos vemos mañana.
Salió. Kristiane se había dormido hacía rato, pero podía despertarse sólo con que una pluma cayese al suelo. Cuando pasó delante de su puerta, contuvo la respiración. Entonces se sobresaltó.
¿El teléfono? ¿A la una de la mañana, en Nochebuena?
En dos zancadas llegó a la puerta de la sala para acallar el barullo lo antes posible. Por suerte, Inger Johanne llegó antes que él. Hablaba despacio, al lado del árbol de Navidad, que estaba en un estado lamentable después de que Jack, el chucho marrón claro de Kristiane, enloqueciese y lo tumbara, para convertirlo en un caos de lucecitas eléctricas y palos de Jacob. Su suegra había colocado un hueso envuelto debajo de los regalos, por lo que no se podía culpar del todo al animal.
—Aquí viene —oyó que decía Inger Johanne antes de entregarle el teléfono.
Tenía la expresión resignada que siempre le hacía sentir un vacío en el diafragma. Hizo un gesto con la mano a modo de disculpa antes de coger el auricular.
—Aquí Stubø.
Inger Johanne caminaba por la sala. Recogió un juguete aquí, un libro allá, y los colocó en lugares en donde tampoco debían estar. Movió una maceta y ensució el mantel con tierra. Fue hasta la cocina, sin ganas de vaciar el lavavajillas para poner en él el resto de la pila de platos sucios. Estaba agotada y decidió servirse el último resto de la botella de vino, ya casi vacía, que había recibido como regalo de su hermana. Según su madre costaba más de tres mil coronas, lo que era tan parecido a dar margaritas a los cerdos que Inger Johanne terminó de llenar la copa con un vino italiano barato del cartón que había sobre la mesa.
—Vale —oyó que decía Yngvar—. Hablamos mañana. Pásame a buscar a las seis.
Cortó la comunicación.
—A las seis —resopló Inger Johanne—. ¿Cuándo podremos permitirnos dormir un poco?
Suspiró profundamente y se sentó en el sofá.
—Ha sido una noche divertida —dijo Yngvar dejándose caer al lado de ella—. Tu padre estuvo como de costumbre agradable y enervante. Tu madre…, tu madre…
—Estuvo fatal conmigo, buena con Ragnhild, hábil con Kristiane y despectiva contigo. Y sutilmente destructiva con Ysak, porque no apareció. Como siempre. ¿Quién ha muerto?
—¿Qué?
—Tu trabajo.
Inger Johanne indicó con la cabeza el teléfono sobre la mesa de la sala.
—¡Oh! Es algo sorprendente.
—Cuando te llaman del trabajo en Nochebuena, entiendo que ha de ser sorprendente. ¿De qué se trata?
Yngvar tomó la copa de ella y se la llevó a los labios con un impulso tal que cuando la bajó tenía el bigote rojo. Entonces se rehízo, echó una mirada al reloj y corrió hacia la cocina. Inger Johanne pudo oír que escupía en el fregadero.
—Es posible que mañana necesite estar en condiciones de conducir —dijo al regresar, secándose los labios con el brazo—. En todo caso, debería poder pensar con claridad.
—Tú siempre piensas con claridad.
Sonrió y se sentó con pesadez al lado de su mujer. La mesa estaba todavía cubierta de papel de regalo, vasos, tazas de café y botellas. Con un cuidado que nadie hubiese sospechado en un hombre de ese tamaño, recogió los pies y cruzó las piernas.
—Eva Karin Lysgaard —dijo, y bebió un sorbo de una botella de Farris que había cogido de la cocina—. Está muerta.
—¿Eva Karin Lysgaard? ¿La obispo? ¿La obispo Lysgaard?
Él asintió con la cabeza.
—¿Cómo? Quiero decir, si te llaman, ha de tratarse de un crimen. ¿La mataron? ¿Han matado a la obispo Lysgaard? ¿Cómo? ¿Y cuándo?
Yngvar bebió un poco más y se restregó la cara como si eso lo fuese a poner más sobrio.
—Sé muy poco. Todo debe de haber pasado hace solamente… —Echó una mirada rápida al reloj—. Hace poco más de dos horas. La mataron de una cuchillada, es todo lo que sé. Bueno, tampoco sé si la mataron con un cuchillo, pero por ahora parece que la causa de la muerte fue una cuchillada profunda cerca del corazón. Además, sucedió en la calle. Fuera. No sé mucho más. Normalmente la Policía de Hordaland no nos pediría apoyo táctico en un caso como éste, por lo menos no tan de inmediato. Pero esto va a… Bueno. De todas maneras, Sigmund Berli y yo iremos allí mañana por la mañana.
Inger Johanne se enderezó y dejó la copa. Un instante después la alejó con resolución, empujándola hacia el centro de la mesa.
—Joder. —Eso fue lo único que atinó a decir.
Se quedaron sentados en silencio. Inger Johanne sintió un golpe de frío y se le puso la piel de gallina. Eva Karin Lysgaard. La destacada y gentil obispo de Bjørgvin. Asesinada. En Nochebuena. Inger Johanne trató de completar una sucesión de pensamientos, pero el cerebro parecía vacío.
El sábado pasado, el mismo día en que celebraran esa condenada boda, el Magasinet publicó una semblanza a cuatro páginas sobre la obispo Lysgaard. Inger Johanne no tuvo tiempo de leer los periódicos ese día, pero cuando vio el titular de portada compró el Dagbladet para guardar el artículo y poder mirarlo después. Nunca llegó a leerlo.
De pronto se estiró sobre el brazo del sofá y buscó en la cesta de los periódicos.
—Aquí —dijo, y puso el Magasinet sobre las rodillas—. «Obispo sin látigo».
Yngvar la rodeó con el brazo. Al mismo tiempo se inclinó sobre la revista. La imagen era el retrato de una mujer madura. Los ojos tenían forma de almendras inclinadas. Hacían que pareciese triste, aun cuando sonreía. Los iris eran de un marrón oscuro, casi negros, y tenía grandes cejas oscuras y pestañas que parecían anormalmente largas, a pesar de las arrugas que rodeaban los ojos.
—Una mujer bastante buena moza —murmuró Yngvar con ganas de leer el artículo.
—No bien parecida, precisamente. Especial. Singular. Parece realmente tan amable como era en… vida.
Inger Johanne miraba y miraba. Yngvar lanzó un bostezo largo.
—Perdóname —se disculpó, y sacudió la cabeza—. He de dormir mientras pueda. Deberíamos ordenar esto antes de acostarnos, ¿no?, si no tendrás que hacerlo todo tú mañana por la mañana, y eso…
—En la calle —dijo Inger Johanne—. ¿Has dicho que la mataron en la calle? ¿En Nochebuena?
—Sí. Como por milagro, una patrulla de la Policía la encontró. Una de las pocas que circulaba esta noche. Estaba ahí, en plena calle. En realidad, tenemos una gran ventaja. Por una vez parece que la prensa no se ha enterado del asesinato antes de que transcurriesen dos minutos. Mañana tampoco saldrán los periódicos.
—Las páginas de noticias de Internet no son malas —murmuró Inger Johanne, con la mirada todavía clavada en el retrato de la obispo de Bjørgvin—. Son peores, de hecho. Además está la radio. En un caso como éste no importa que, en principio, todos estén de vacaciones. Pero ¿por qué debes ir? ¿No es la Policía de Bergen absolutamente competente para manejar un caso así?
Yngvar sonrió.
Kripos ya no era realmente lo que había sido una vez. De ser una especie de grupo de élite formado hacía ya casi cincuenta años por investigadores que se agruparon bajo el popular nombre de Comisión de Homicidios, el Departamento Policial de Homicidios había evolucionado hasta ser una gran organización con máximas competencias en las áreas de investigación táctica y, en especial, técnica. La organización recibía cada vez más tareas y también trabajos de mayor envergadura, tanto en el país como en el exterior. Para el público, y hasta el fin del milenio, era más visible como un órgano de apoyo para la Policía común en casos importantes. En especial en homicidios. Pero así como los tiempos cambian, también lo hace la criminalidad. En 2005, Kripos fue en realidad desmantelado, para renacer como la Unidad Nacional para la Lucha contra el Crimen Organizado y Otros Crímenes Importantes (Kripos). La abreviatura noruega correspondiente hubiese sido DNEFBAOOAAKK. Las protestas en contra del nuevo nombre fueron violentas e hicieron algo más que sugerir que sonaba como la desagradable onomatopeya de un vómito. Ganaron los empleados, y Kripos pudo alegrarse de llegar a su quincuagésimo aniversario en febrero de 2009 ostentando su antigua y eufónica denominación.
Sin embargo, las tareas fueron y eran distintas, de acuerdo con el nombre descartado.
Las unidades de Policía se hicieron más grandes, más poderosas y mucho más competentes. La gran paradoja en la lucha contra el crimen era que cuanto mayor y más profesional era el crimen, mayor y más efectiva era la Policía. Gradualmente, a medida que llegaban más y más casos de homicidio a las pequeñas comisarias, éstas se hicieron más competentes. Se las arreglaban solas. Por lo menos en lo relativo a la parte táctica de las investigaciones.
Yngvar acercó los labios al oído de Inger Johanne.
—Pero es que yo soy tan bueno, ¿sabes?
Ella sonrió, muy a su pesar.
—Y por otro lado, va a traer un revuelo mayúsculo —agregó él, y bostezó—. Apuesto a que están preocupados. Y si me quieren con ellos, pues me tendrán.
Se puso de pie y recorrió el cuarto con una mirada de desánimo.
—¿Arreglamos lo peor?
Inger Johanne sacudió la cabeza.
—¿Qué estaría haciendo en la calle? —preguntó despacio.
—¿Qué?
—¿Qué ha salido a hacer, tarde y en Nochebuena?
—Ni idea. Estaría de camino a casa de un amigo, quizá.
—Pero…
—Inger Johanne. Es tarde. No sé casi nada acerca de este caso, aparte de que debo prepararme para viajar a Bergen muy temprano…, mañana por la mañana. No tiene ningún sentido especular con la escasa información que tenemos. Eso lo sabes bien. Recojamos todo esto o vayámonos a dormir.
—A dormir —dijo Inger Johanne poniéndose de pie.
Pasó por la cocina, tomó una botella de Farris y decidió llevarse el Magasinet a la cama. Mañana tomaría las cosas como viniesen.
—¿Pasa algo? —preguntó de pronto Yngvar, al verla de pie en el centro del cuarto sin decidir adónde ir.
—No…, sólo que me siento tan… triste.
Levantó la vista, apesadumbrada.
—Por supuesto que uno se entristece —dijo Yngvar, y levantó la mano para acariciarle una mejilla.
—No. No está bien. Me altera… No debo dejarme alterar por estos casos tuyos. Pero la obispo, siempre me pareció tan… buena.
Yngvar sonrió y la besó con delicadeza.
—Si hay algo que tú y yo sabemos —dijo tomándola de la mano—, es que también matan a los buenos. Ven.
Se pasó la noche en vela. Cuando amaneció, Inger Johanne había leído ya tantas veces el artículo sobre la obispo Eva Karin Lysgaard que se lo sabía de memoria.
Pero eso no la ayudó en lo más mínimo.