El funeral de Sander Mohr iba a tener lugar bajo una lluvia torrencial. Era viernes 5 de agosto y el verano había vuelto a su habitual frescor noruego. Desde los grandes abedules blancos que rodeaban la iglesia, el agua caía en gotas pesadas sobre los paraguas y las capas oscuras. La gente hablaba en voz baja, juntándose en grupos para el íntimo intercambio de lamentos sobre aquel verano que nadie olvidaría jamás. Las campanas sonaban persistentemente y sin compás, como si ya no pudieran aguantar más. Nadie se percató de la ardilla que bajó corriendo por un tronco y se adentró aterrorizada entre la muchedumbre vestida de negro que se hallaba a las puertas de la iglesia antes de desaparecer en un matorral que había al otro lado. Permanecieron allí, rígidos y expectantes, y poco a poco se fueron alejando del aguacero para reunirse en torno a aquel acto en recuerdo de Sander Mohr, un niño de ocho años que ya no se encontraba entre ellos.
La asistencia fue sorprendentemente numerosa teniendo en cuenta las circunstancias y que era periodo vacacional. Inger Johanne se mantenía al margen de los pequeños grupos de personas que se habían formado, pero divisó a Joachim en el momento en que venía corriendo por el césped de la calle Glad. Él la vio enseguida y, con expresión de alivio, se acercó a ella y rodeó su hombro con el brazo.
—¿Estás sola?
—Sí. Mi marido no pudo tomarse el día libre.
—¿Podemos sentarnos juntos?
—Tengo la intención de sentarme detrás del todo. ¿Tú no deberías ponerte ahí delante? Eras casi… como de la familia.
Joachim echó un rápido vistazo a su alrededor antes de soltarla y frotarse las manos como si tuviera frío.
—No me apetece —murmuró—. Prefiero no hacerlo. Joder, nunca he estado en un funeral antes, y yo…
Las últimas personas ya habían entrado y se habían quedado los dos solos. Inger Johanne comenzó a andar hacia las enormes puertas y Joachim la siguió. El organista tocó un preludio triste, como si la visión del pequeño y blanco féretro no fuera ya de por sí bastante deprimente. Un hombre bien trajeado los saludó inclinando la cabeza y entregó a cada uno un pequeño folleto con el programa del día. Inger Johanne cogió un himnario de entre el montón que había sobre una mesa y le hizo un gesto a Joachim para que se sentara en el penúltimo banco, antes de que ella lo siguiese y se sentase a su lado.
El enorme espacio del interior de la iglesia estaba medio lleno. Inger Johanne reconoció a unas cuantas personas, pero ni mucho menos a todas. Marianne había venido con su marido electricista, con quien se sentó delante. También vio a otros invitados en la cena de aquella aciaga noche del 22 de julio. Inger Johanne calculó que había como mínimo doscientas cincuenta personas en la iglesia, de las cuales un considerable número eran muy mayores. Probablemente fuesen amigos de Helga Mohr. Inger Johanne echó una mirada furtiva por encima del hombro cuando oyó como se abrió y volvió a cerrarse por última vez la puerta que había detrás de ella.
Agnes y Torbjørn Krogh entraron casi de puntillas y se sentaron en el último banco, al otro lado del pasillo. Inger Johanne intentó enviarles una sonrisa, pero ellos miraron hacia el suelo encogiéndose. Torbjørn puso un brazo alrededor del hombro de su mujer, quien ya lloraba en silencio, desterrada de los primeros bancos que le correspondían por derecho propio. Habían acudido clandestinamente al funeral de su nieto: no eran bienvenidos y permanecieron escondidos. Probablemente abandonarían la ceremonia antes de que acabara, por temor a una confrontación abierta.
«Gracias, Dios mío. Gracias porque he sido capaz de aguantar a mamá y a papá durante todos estos años. Gracias a ellos por haberme aguantado. No habría soportado estar así», pensó Inger Johanne.
Nunca había creído en Dios, pero si en algún momento había motivo alguno para dirigirse a él, tenía que ser en aquel lugar. Fijó la mirada en la gran vidriera que había detrás del altar, con sus siete secciones rectangulares, colocadas muy juntas y con unas tonalidades naranjas y azules cuya interpretación religiosa resultaba muy difícil.
La aurora boreal, quizá.
O el Cielo, donde Dios reside.
A su lado, Joachim estaba inquieto. Jugueteaba con el pequeño folleto en cuya portada había una fotografía de Sander. Inger Johanne advirtió que se trataba de la misma fotografía que colgaba en el pasillo de Helga Mohr y sintió una extraña ira por el hecho de que no hubieran escogido una más reciente. El chico hubiera empezado el tercer curso al cabo de un par de semanas. Se había hecho esa fotografía el primer día de colegio. De algún modo, aquello se le antojaba una falta de respeto: la foto suponía no reconocer que Sander era un niño que estaba creciendo, que tenía dientes nuevos y que se estaba convirtiendo en alguien distinto a aquel chaval tímido colocado delante de una pizarra donde se podía leer 1-A escrito en tiza de color celeste.
Cerró los ojos e intentó olvidar dónde se encontraba.
Ver aquel féretro blanco hasta la mareaba.
El domingo las niñas volvían a casa. Nunca habían estado lejos de ella durante tanto tiempo. De repente le sobrevino una nostalgia abrumadora, un nudo en el estómago que le hizo sollozar y llevarse la mano al pecho. Cuando el cura empezó a hablar casi le dio un ataque de pánico. Se concentró en la respiración y en reprimir su voz. No deseaba estar en aquel ambiente, con todos aquellos adultos que iban a despedirse de un niño que apenas pudo comenzar a vivir. No había ningún niño ni ningún adolescente en toda la iglesia. Parecía como si la muerte fuese algo de lo que había que proteger a los críos. Excepto cuando, de modo repentino e incomprensible, les afectaba a ellos mismos.
—¿Todo va bien? —susurró Joachim colocando la mano sobre su muslo.
—¿Sander no tiene amigos? —contestó ella de manera apenas audible—. ¿Dónde están los sobrinos de Jon? No hay niños aquí.
—Son adultos. Están aquí. Están sentados ahí delante.
El mareo le había provocado náuseas y puso una mano sobre su tenso vientre por debajo de la falda negra, la cual se le había quedado tan estrecha que fue necesario sujetarla por detrás con un imperdible.
Ella quería que volvieran las niñas. Quería dar marcha atrás en el tiempo…, o ir hacia delante, lo mismo daba. Simplemente no quería estar allí, y mucho menos oír los llantos de Ellen, que, de vez en cuando, interrumpían el discurso del cura y llenaban toda la iglesia con un dolor insoportable.
—Creo que debo irme —susurró ella.
—No. Por favor. Respira tranquilamente. Ten, toma unos caramelos.
Sus dedos temblaban con tanta fuerza que se le cayeron dos veces al suelo antes de que, por fin, consiguiera meterse uno en la boca. El sabor a regaliz era tan fuerte que se le saltaron las lágrimas. Cerró los ojos y respiró por la nariz profundamente mientras cogía la mano cálida y seca de Joachim.
Cuando acabó la ceremonia, no pudo decir cuánto tiempo había durado. Cada vez que Joachim le daba un empujón se levantaba apáticamente para luego sentarse otra vez cuando él tiraba de su chaqueta. Le asustaba la extraña sensación de encontrarse en un lugar tan diferente, pero al mismo tiempo había hecho posible que se quedara. Ahora se sentía como si despertara de un profundo desmayo. Se giró desconcertada hacia el pasillo por donde Jon y tres hombres más, que ella no conocía, conducían el féretro hasta la puerta.
—Ya te cojo —susurró Joachim cuando ella se tambaleó.
Ellen caminaba detrás del féretro flanqueada por las hermanas de Jon, quienes parecían llevarla prácticamente en brazos hasta la puerta. Ya no lloraba. Tenía los ojos hinchados y la boca entrecerrada con un inapropiado gesto de estupefacción, como si no se hubiera percatado de la realidad hasta aquel momento y aún le fuera imposible aceptarla. Inger Johanne echó un vistazo al último banco situado al otro lado del pasillo, antes de que el féretro se aproximase allí, pero Agnes y Torbjørn habían desaparecido.
—Esperaremos hasta el final —le dijo ella a Joachim en voz baja—. Nos quedaremos de pie.
Él apretó su brazo como respuesta.
Ni Ellen ni Jon estaban ya en la entrada de la iglesia recibiendo pésames cuando Inger Johanne y Joachim salieron, los últimos. El matrimonio Mohr se encontraba junto al coche fúnebre en el que estaban a punto de meter el féretro. Ellen parecía una estatua de sal. Jon la abrazaba con ambos brazos, firme como un soldado. Ambos vestían ropas negras que se oscurecieron más con la torrencial lluvia.
—¿Qué hacemos ahora? —le susurró Joachim tan cerca del oído que Inger Johanne pudo sentir cómo sus labios le rozaban la piel—. ¿No deberíamos decirles algo? Creía que iban a quedarse aquí y…
Se interrumpió al fijarse en lo mismo que contemplaba Inger Johanne.
Un coche oscuro se había detenido en la entrada de vehículos. Estaba bloqueando la salida del coche fúnebre, pero era evidente que los dos hombres que bajaron de él no tenían ninguna intención de moverlo. Los dos llevaban ropa oscura, al igual que el resto del amplio grupo de personas que permanecían en silencio esperando que cerraran las puertas del coche fúnebre. En vez de subir a la iglesia, aquellos hombres se quedaron esperando a mitad del camino.
—La policía —susurró Inger Johanne—. Esos son policías vestidos de paisano.
—¿Cómo?
Joachim se tapó la boca.
—¿Qué harán aquí? —preguntó él con una voz tan alta que una mujer situada a cinco metros de distancia se volvió hacia él colocándose de modo arisco un dedo sobre los labios.
—Enseguida lo sabremos —dijo Inger Johanne.
Se sentía extrañamente perspicaz. Era como si el episodio sufrido en el interior de la iglesia le hubiese reservado unas fuerzas que en ese momento regresaban con una potencia diez veces mayor. Prestaba atención a todo. Incluso a una distancia de cincuenta metros pudo observar que uno de los policías tenía manchas verdes en el iris y que al cabo de menos de cinco horas le saldría un herpes. El fuerte olor a polvo del asfalto mojado la obligaba a respirar por la boca; cuando el coche fúnebre comenzó a avanzar lentamente, parecía como si ella se adelantara tres pasos a los acontecimientos. Los dos hombres se acercarían en cuanto el Mercedes que llevaba el féretro de Sander Mohr se desviase por el césped para adelantarlos a ellos y al coche. En cuanto los policías comenzaron a andar, supo que Ellen empezaría a gritar en breve. Cuando Ellen los vio y ellos mostraron sus placas de identificación según ordena el reglamento, gritó con tanta fuerza que Jon tuvo que soltarla. Inger Johanne sabía lo que iba a pasar. Se imaginó que las hermanas de Jon acudirían corriendo unos segundos antes de que Ellen cayera al suelo. Observó que Jon estaba estupefacto e incluso pudo oír cómo el amable y resoluto policía los invitaba a que los acompañara mucho antes de que este llegara, Ellen se desmayara y todo permaneciera en un insólito silencio.
—Henrik Holme se equivocó —dijo ella en voz baja—. Jon no se escabullirá.
Si su atención no hubiera estado dirigida solamente hacia delante, si en ese momento de profunda concentración también hubiese estado atenta a lo que sucedía detrás de ella, hubiera percibido una angustia de una magnitud similar a la que percibió en Jon cuando se lo llevaron.
Pero no la percibió y, tres minutos más tarde, cuando hubieron desaparecido tanto el coche fúnebre como el oscuro coche de policía y ella se volvió hacía Joachim, este había tenido tiempo para sobreponerse:
—Coño. ¡Qué hijos de puta, joder!
Eran las seis de la tarde. Ellen había recuperado al fin su hogar. La policía había estado dos horas registrando la casa. Mientras tanto, ella se había quedado en casa de Helga sin hacer otra cosa que, literalmente, mirar a la pared. Su suegra se había quedado casi igual de perpleja. Habían permanecido en silencio, allí sentadas, en aquellos sofás blancos, en aquel salón perfectamente amueblado donde el viejo Wilhelm Mohr las observaba con mudo escepticismo. Ni siquiera cuando recibieron el mensaje diciendo que la casa de la calle Glad estaba disponible de nuevo para la familia intercambiaron apenas palabra. Cuando Helga dejó el coche delante del aparcamiento, Ellen advirtió con apatía que la suegra la acompañaba en vez de regresar a Vinderen. Aquello no tenía importancia alguna. Lo único importante era que había destruido el MacBook antes de que la policía se lo llevara. También se habían incautado del gran iMac del despacho de Jon, pero no había nada peligroso en él.
Cuando llegaron, un policía las estaba esperando. Les devolvió las llaves de la casa con amabilidad, pero se negó a responder cuando Helga le preguntó por qué habían detenido a Jon, del mismo modo que tampoco la informaron al respecto los dos hombres que había en el exterior de la iglesia. Como si hiciera falta, pensó Ellen sumergiéndose más en la bañera. La policía creía que Jon había matado a Sander. Lo habían creído desde el primer momento. La policía era así, Helga siempre lo había dicho. Hincaban los dientes en una teoría, al igual que un perro salvaje en una suculenta presa, y no la soltaban.
Pero no tenían ninguna prueba.
Todo iba a acabar bien, se dijo Ellen.
—Todo irá bien —susurró al vapor que salía de aquella agua demasiado caliente antes de sumergirse en la bañera con la cabeza hacia atrás—. Todo irá bien —repitió susurrando, y su boca se llenó de agua al salir de nuevo a la superficie—. Eliminé todo lo malo.
Cogió la taza de plástico con ginebra y tónica a partes iguales del borde de la bañera y bebió de ella.
Ellen no había pensado en todo lo malo después de destruir el portátil de Jon y tampoco lo haría nunca más. Lo que había visto en las imágenes y en las páginas del chat no era del gusto de su marido Jon. Tenía que haber un error, una confusión de ordenadores u otra cosa que pudiera explicar lo completamente inexplicable. Jon no era así. Había vivido con él durante quince años. Ella le conocía mejor que nadie, mejor que Helga, quien pensaba que lo sabía todo sobre su hijo.
Helga nunca había visto cómo era Jon de verdad: el hombre que había conquistado a Ellen casi diez años después de que acabaran el instituto, tras haberse convertido en una persona completamente diferente. Él vino a ella, diferente y decidido, severo y oscuro por la noche. Siempre había sido fuerte y autoritario, y la arrebató de una manera que ningún otro de su eterna cola de pretendientes había conseguido: médicos y navegantes, adonis y abogados, rubios y amables en todo momento; sin embargo, jamás entendieron lo que Ellen realmente quería. Ella conocía a Jon; todo aquel asunto tan desagradable tenía que ser un error. Él no era así; además, ella había horneado las pruebas.
Se incorporó en la bañera y comenzó a frotarse la piel con un guante de cáñamo realizando movimientos largos y lastimosos. La herida de la mano se había curado. Todo lo que quedaba era una alargada línea rodeada de tejido blanco por el borde del pulgar. No había infección. Quizá le quedaría una cicatriz, como los rastros que iba a dejar todo lo que había pasado durante las últimas semanas en sus vidas. Pero, con el tiempo, aprenderían a vivir con ello. Tendría que ser posible continuar adelante y encontrar nuevos caminos. Ojalá Jon volviera a casa y la policía entendiera que jamás le había hecho daño a Sander.
El lado oscuro de Jon nunca fue malvado. Esa oscuridad suponía la seguridad de Ellen. Incluso cuando él descubrió su engaño, había sido capaz de perdonarla. Tardó bastante, varias semanas; con días repletos de reproches, con noches en las que se mantenía distante, pero volvió a aceptarla. Al principio no lo sabía, pero Sander era muy distinto, muy diferente a ellos dos. Todas las fotos de la infancia de Jon, con aquellos estrechos hombros ataviados en un traje de marinero, esquiando con un cuerpo tan flaco que tenía que atarse el pantalón de esquí con el cinturón de su padre, o los retratos en primer plano que mostraban unas pestañas tan largas como las de una jirafa. No había nada de Sander en todo aquello.
Jon se había hecho la prueba él mismo y también al chico, y ella quedó en evidencia.
Al principio no quiso ni escucharla; su ira le hacía inaccesible. Ellen se había arrastrado durante varios días como un perro apaleado, antes de que, al fin, él, cierta noche, se sentó en la cama y le pidió una explicación.
Ella tuvo que adornarla un poco.
Cuando acudieron a la clínica de fertilidad en Finlandia después del tercer aborto, lejos de las amistades y de las miradas de los vecinos, averiguaron enseguida que la calidad del semen de Jon era baja. Se lo dijeron a los dos. Sin embargo, Ellen fue la única que llegó a saber durante una conversación con el médico, tras regresar para comenzar el tratamiento de hormonas, que unos análisis más detallados habían mostrado que los tres embarazos iniciales habían sido un milagro. El mal semen no engendra ningún embrión o lo engendra de mala calidad. Por lo general, el cuerpo femenino se deshacía de una cosa así. Nunca engendrarían a un niño sano, ni se produciría un nuevo embarazo, a menos que estuvieran dispuestos a evaluar otras alternativas completamente diferentes.
El médico había sugerido una donación de esperma.
A Ellen enseguida le pareció una buena idea.
«Tienes que hablar con tu marido. Necesitamos el consentimiento de los dos», le advirtió el médico.
Nunca llegarían a tenerlo.
Era imposible hablar con Jon de esas cosas; jamás lo aceptaría. Él deseaba tener hijos, sus propios hijos. Quería descendientes con genes de la familia Mohr; ya había rechazado tajantemente la posibilidad de adoptar cuando ella se la mencionó dos años antes. Aquella noche, unos días después del primer cumpleaños de Sander, había tenido que mentir cuando la verdadera historia quedó desvelada a medias. La historia consistía en que el médico la había ayudado. Ellen fue fecundada con el semen de un donante finés. Fue seguro, limpio y discreto; nadie iba a enterarse. ¿No era mejor realmente que ella nunca hubiese dicho nada? Sander era de Jon en cualquier caso. Era su hijo. ¿Quién se fijaría en ciertos detalles genéticos hoy en día? Lo cierto era que el médico se había negado en redondo. Sin el consentimiento del cónyuge, la donación de semen estaba fuera de la cuestión. Ella tenía que hablar con su marido. Sería bienvenida de nuevo cuando los dos se hubiesen puesto de acuerdo. El médico y Jon se mostraban intransigentes respecto al deseo más ardiente de Ellen. Nunca se quedaría embarazada.
La solución fue un fugaz desplazamiento a Dinamarca con ocasión de un viaje de Jon a España para acudir a un seminario. En el sótano de un local de Copenhague, una imponente mujer con el pelo cortado al cero había dejado embarazada a Ellen en un instante a cambio de cuatro mil coronas y un abrazo de despedida. La clínica estaba dirigida por una comadrona de antiguos ideales feministas; el único requisito para la fecundación consistió en una conversación telefónica de tres cuartos de hora. El donante se mantendría en el anonimato para siempre; al contrario de lo que Ellen había pensado de antemano, no existían magníficos catálogos sobre las cualidades de los candidatos, su aspecto físico o sus estudios. En un impreso le permitieron pedir ojos azules y pelo rubio. Eso fue todo.
Tanto Jon como Ellen tenían los ojos de color azul oscuro. Los ojos de Sander eran azul claro. Ellen lograba el color rubio de su pelo yendo a la peluquería cada cinco semanas, y Jon se había vuelto más moreno con el paso de los años. Aunque él, al igual que muchos niños noruegos, fue rubio de pequeño, los finos mechones que lucía en las fotografías infantiles no tenían nada que ver con el frondoso pelo de color trigo de Sander. Nadie de la familia había visto cosa semejante. De hecho, ya cuando tenía solo un año había que pelar al niño con frecuencia.
Hasta cierto punto, Ellen le había dicho la verdad a Jon sobre la concepción de Sander, aunque luego la había edulcorado con una mentira sobre la que no reflexionó lo suficiente.
En el momento en que se le escapó, desesperada y llena de angustia, qué sintió en aquel oscuro dormitorio, junto a un Jon tan indignado que hasta temblaba, le sobrevino un ataque de pánico al pensar que él podría comprobar la historia. Ella no comprendía muy bien su propia mentira; había tomado forma por sí misma cuando se dio cuenta de que sonaba más creíble lo de la clínica finlandesa (que era casi un hospital) donde habían estado juntos, llenos de esperanza, atendidos por un cortés médico de bata blanca y mediana edad.
Jon jamás podría aceptar una visita fugaz a una lesbiana tetona en los callejones de Copenhague. La mentira se había presentado por sí sola.
Y ella tenía razón.
Jon quería olvidarse de toda la historia sobre el origen de Sander. No se le ocurrió ponerse en contacto con la clínica finlandesa y, según pasaban los días y Sander estaba a punto de cumplir quince meses, empezó a tocar al chico de nuevo, a subirle a la cama los domingos por la mañana para pasar uno de esos ratos entrañables en los que, de hecho, el crío podía sentirse contento y tranquilo. Con el tiempo se produciría una reconciliación entre padre e hijo gracias a un tácito acuerdo entre Ellen y Jon según el cual la verdad no existía. Jon era un Mohr. Y un Mohr guardaba las apariencias en la medida de lo posible. Además él quería a Sander. Ellen nunca había dudado de eso.
El agua ya no estaba caliente. Las sales de lavanda se habían mezclado con la grasa y la tensión hasta formar una superficie aceitosa. Estaba a punto de levantarse para aclarar su cuerpo bajo la ducha cuando alguien llamó a la puerta.
—Ellen —oyó que la llamaba Helga.
—¿Sí?
Vació rápidamente el vaso de plástico y lo arrojó al agua.
—Han llamado de la policía. Jon vuelve a casa. ¡Le traen a casa, Ellen! ¡Lo han soltado!
—¡Jon! —gritó Ellen, que casi resbaló cuando, mojada y llena de jabón, salió de la bañera.
Fue Inger Johanne quien sugirió que dieran un paseo por el bosque. Jack había estado solo toda la mañana y durante los últimos días había tenido que conformarse con unos breves paseos por la vecindad. Henrik la había llamado tras el funeral para saber cómo había ido. No había querido provocar a los padres con su presencia, aunque añadió que hubiera acudido gustosamente por Sander. Cuando ella le contó la escena de la detención, Henrik permaneció mudo al otro lado del teléfono. No tenía ni idea, balbuceó al fin. Tenía tantas preguntas que formular que Inger Johanne le invitó a que fuera a Øyungen. Él se mostró profundamente reticente a causa del tiempo, pero ella le persuadió para que se pusiera ropa de lluvia y acudiera a la calle Hauge, desde donde marcharían juntos en coche.
El cielo rozaba su vientre contra la copa de los árboles cuando empezaron a subir desde el amplio aparcamiento de Skar. La lluvia había hecho que el camino forestal se volviera fangoso y gris, y quedara dividido en irregulares arroyos de lodo. No soplaba el viento, había diecisiete grados de temperatura y la lluvia caía sorda y vertical a través de una ligera bruma. El paisaje parecía dibujado a lápiz. Las gafas se empañaron; incluso Jack, aquel leonado perro mestizo, se tornó gris por la humedad antes de que caminaran cien metros.
—Conque al final se dieron cuenta —repitió Henrik seguramente por quinta vez desde que se encontraron—. Y yo que pensaba que el caso acabaría en silencio, cuando tuve que abandonarlo.
—No subestimes a la policía —dijo ella soltando a Jack de la correa—. Eso lo aprendí hace mucho tiempo. En cualquier caso, ahora podemos confiar tranquilamente en que el asunto será investigado como es debido. Culpable o inocente, lo mejor para todos es que tú y yo no tengamos que lidiar con este caso en solitario. Por cierto, ¿hoy también tienes el día libre?
—Ayer me dijeron que me han asignado un puesto en lesund. Empiezo el lunes. Hoy me han dado el día libre. No tiene sentido citar a los infractores de velocidad para que los interroguen otros.
—Felicidades. ¿Trabajo fijo?
Él rio.
—¿En este cuerpo? No. Un año. Pero es un comienzo.
—Tu comienzo ha sido este verano —le corrigió ella—. Imagino que has aprendido bastante.
—¿Crees que habrá algo que hacer allí?
—¿Dónde?
—En lesund. Quiero decir, aquello debe de ser un rincón bastante pacífico del mundo, y si he de encargarme de asuntos de tráfico, pues…
—Bobo.
Ella le dio un codazo. Era tan alto que le dio justo por encima de la cadera. Él mostró una amplia sonrisa y rodeó el hombro de ella con su brazo durante medio segundo antes de retirarlo y tocarse la nariz con el dedo índice de la mano izquierda.
—Han debido de avanzar en el caso —dijo él deprisa—. Puesto que creían tener motivos para practicar una detención. Algo nuevo. Algo que yo no descubrí.
—En cualquier caso, podrían haber escogido un momento mejor —señaló Inger Johanne—. En pleno funeral de su hijo… —Sacudió ligeramente la cabeza.
—No siento pena por él —dijo Henrik—. Si le ha quitado la vida a su propio chaval, me importa una mierda dónde y cómo lo detengan.
La nuez le brincaba por encima del chubasquero.
—Me pregunto qué habrán encontrado.
Inger Johanne no contestó. Henrik tenía las piernas tan largas que ella debía ir dando zancadas para seguirle. El sudor y el agua condensada tornaron pegajosa su espalda bajo la mochila y el atuendo de lluvia. Casi le faltaba el aliento. Henrik no se dio por enterado, y caminaba con tanta rapidez que ella tuvo que acelerar el ritmo para ir a su lado.
—¿Podríamos caminar un poquito más despacio? —preguntó cuando una escarpada y pedregosa subida se convirtió en llanura y el camino forestal se alejaba hacia el este.
El chico miró hacia atrás, desorientado, antes de proseguir con unos pasos tan cortos que Inger Johanne lanzó una carcajada. Cuando alcanzaron el pantano donde Øyungen desembocaba en el río Skarselva, ella señaló un rústico banco que había junto al agua.
—Te invito a un café —dijo Inger Johanne—. Aunque el tiempo podría haber sido mejor.
—Se me olvidó traerme algo —dijo él, desconcertado—. No salgo muy a menudo… de paseo, ya sabes.
—Hay para los dos —dijo ella sacando el café y unas galletas.
Cuando subían se encontraron con dos ciclistas de montaña, uno de los cuales casi atropelló a Jack antes de desaparecer echando bilis por la boca. Un pescador permanecía inmóvil en un cabo situado a cien metros de distancia. Por lo demás no había ni un alma. Jack correteaba por la orilla del agua haciendo que los patos graznaran y echasen a nadar. Las nubes bajas apenas habían comenzado a desplazarse hacia el sur arrastrando consigo una grisácea niebla que ya no era tan densa.
—La verdad es que Oslo es más bonita allí donde deja de ser una ciudad —dijo Inger Johanne en voz baja—. Tenemos el parque urbano más grande del mundo.
Permanecieron en silencio durante un instante. Henrik se sentía más a gusto en silencio. Sus rasgos se suavizaron y sus dedos cesaron su eterno baile entre la taza de café y la nariz.
—Me recuerdas un poco a mi hija.
—¿De veras?
—Sí. Y ya no te asusta tanto Jack.
—No. Veo que es afable. Pero jamás me atrevería a acariciarlo.
—¿Tienes algún diagnóstico?
Él ni siquiera se sorprendió por la pregunta. Tampoco se ofendió. Se limitó a sonreír con la boca torcida antes de fijar su mirada en un pájaro posado a tan solo veinte metros de distancia, impasible a los gruñidos y breves ladridos que el perro lanzaba a unos patos que no podía atrapar.
—No. Cuando era niño me analizaron esto y lo otro. El síndrome de Tourette, el de Asperger y no sé qué coño más. No encajaba bien en ninguno, por así decirlo. Después de todo funciono demasiado bien, según dijeron los médicos. Me sometieron a pruebas y llené todos los formularios posibles, pero no pudieron encajarme en ninguno de ellos. Mi madre estaba terriblemente preocupada.
Inger Johanne escondió una sonrisa tras la taza de café.
—Mi padre, en cambio, pensaba que podía ser tal como era mientras me comportase decentemente. Desde siempre solo le interesó una cosa: que fuera un chico bueno. Se alegró de algo que ponía en uno de los informes médicos…
En ese momento su sonrisa parecía casi tímida, pero no se sonrojó.
—«El paciente posee una habilidad muy desarrollada para empatizar» —citó solemnemente antes de quitarle importancia con una sonrisa—. Tengo estos… tics, como ya habrás notado. Y una interminable lista de fobias. Me dan miedo un montón de cosas. Pero me las apaño.
—Sí, la verdad.
—Nunca tendré novia, pero me las apaño.
—Claro que tendrás novia.
—No. Las chicas me dan pánico.
—Pues estamos aquí sentados, Henrik.
Esbozó una sonrisa más amplia, pero sin mirarla. Vaciaron las tazas de café y volvieron a meter las galletas y el termo en la mochila que él, tímidamente, se ofreció a llevar. Inger Johanne accedió.
Bajaron por el camino forestal situado al este, que era más oscuro. La mayor parte del tiempo caminaron en silencio. Algunas veces se reían de Jack, pues al parecer se había propuesto atrapar ratones, y saltaba y brincaba como un cachorro por el brezo con el hocico a ras del suelo. Henrik hacía preguntas de vez en cuando sobre Kristiane. Inger Johanne advirtió que le gustaba hablar con él sobre su hija. La búsqueda que aquel chico había emprendido en pos de una vida lo más normal posible le había proporcionado una erudición fascinante.
—Nosotros hemos estado en la misma situación que tus padres —dijo ella cuando se aproximaban al Golf—. He malgastado muchos años intentando encontrar un diagnóstico, mientras Isak se encogía de hombros diciendo que me relajara. También hay que decir que ella tiene un nivel de autonomía muy diferente al tuyo. Por ejemplo, Kristiane nunca podrá vivir sola. Pero es… una buena chica.
Henrik se sentó en el asiento del acompañante. Eran las siete y veinticinco de la tarde y el crepúsculo de agosto se mostraba más oscuro que cuando habían subido. Inger Johanne introdujo la llave y arrancó el motor.
No pasó nada.
Luchó con la palanca de cambios, mantuvo el embrague al fondo y volvió a intentarlo. El motor emitió un débil carraspeo antes de volver a apagarse.
—Mierda —dijo ella aporreando el volante con el puño—. ¡Tenemos que deshacernos de este maldito coche!
—Déjame intentarlo a mí.
—No tiene nada que ver con el conductor.
Ella volvió a intentarlo con el mismo pésimo resultado.
—Podemos hacer autoestop —sugirió él.
—¿Autoestop?
Los dos emitían vapor. Un agrio olor a perro mojado les golpeó en la nariz: Jack ya estaba tumbado en el asiento trasero roncando. Las ventanillas se tornaron casi opacas a causa del vaho. Furiosa, frotó con la mano la luna delantera.
—Este es el final del camino —dijo ella—. Y allá en el bosque no es que hubiera mucha gente que digamos.
—Todavía hay algunos coches aparcados por aquí —insistió él—. O podemos coger el autobús. Todo saldrá bien. —Abrió la puerta y salió—. Voy a comprobar los horarios —dijo y salió corriendo a la parada de autobús situada entre dos aparcamientos.
Inger Johanne sacó el móvil del bolsillo. Intentó llamar a Yngvar sin muchas esperanzas de dar con él. No se equivocaba. Durante un momento pensó en llamar a su madre, pero de repente el teléfono comenzó a sonar. Por fin había logrado introducir a todos sus viejos contactos junto con algunos nuevos.
—Hola, Joachim —dijo ella en cuanto se pegó el teléfono a la oreja.
—Hola. Tienes que acompañarme.
La voz sonaba un poco alta.
—¿Adónde?
—Me acaba de llamar Ellen totalmente histérica. Le han comunicado que han soltado a Jon hace una hora y media, pero aún no ha aparecido por casa.
—Dios mío —dijo Inger Johanne, irritada—. Estará en el trabajo, como de costumbre. Fue allí después de que le interrogaran, la última vez y…
—¡Es la policía la que le ha llevado a casa!
—¿Qué quieres decir?
Joachim tragó saliva.
—Le detuvieron a la salida de la iglesia. Tras interrogarle en la comisaría de policía y haber registrado la casa, le llevaron de nuevo a la calle Glad. Eso fue hace más de una hora. ¡Pero no está allí!
—¿Ha comprobado Ellen si están los coches?
—Eso…, eso no lo sé. Estaba completamente fuera de sí y me niego…, ¡me niego a ir allí solo! No quiero ir allí para nada, pero ella gritaba y se lamentaba y… ¿No podrías acompañarme, por favor?
—Entonces tendrás que venir a por mí.
—¡Gracias! Muchas gracias. Estaré allí dentro de tres minutos.
—No, no lo estarás. Estoy en el valle de Maridalen con el coche averiado. En el aparcamiento junto a Skar.
—Bueno…, pues… un cuarto de hora entonces. ¡Estoy de camino! Veinte minutos. ¡No te vayas a ningún sitio!
Colgó sin despedirse. El teléfono de Inger Johanne se apagó solo. Constató irritada que ya no le quedaba batería mientras veía cómo Henrik venía corriendo hacia el coche. Se subió a él más mojado que nunca.
—El autobús salió hace cinco minutos —dijo, frustrado—. El próximo sale a las ocho y veinte. Dentro de casi una hora. Tendremos que esperar.
—Joachim viene a buscarnos.
—¿Joachim? ¿Qué Joachim?
Henrik le había contado a Inger Johanne todo lo que sabía de la investigación sobre Jon Mohr. Incluso había mencionado el periférico y un tanto difuso caso de tráfico de influencias que, quizá sí o quizá no, se había abierto contra Jon. Inger Johanne, en cambio, no había dicho ni una palabra sobre lo que ella había averiguado y con quién había hablado. Tampoco había hecho mención del lúgubre dibujo de Sander ni de quién era el dormitorio que representaba.
—Joachim Boyer —aclaró, reclinando el asiento un poco—. Cuando le veas, le reconocerás.
Lo primero que sintió Yngvar al abrir la puerta de la casa de Tåsen, quitarse los zapatos, subir ruidosa y pesadamente por las escaleras del piso y entrar en el dormitorio fue irritación. Al ver el desorden por todas partes, las huellas de las patas sucias de Jack por el parqué y el cesto de la ropa sucia a rebosar se sintió todavía más cansado de lo que ya estaba. A pesar de todo, Inger Johanne andaba por ahí sin nada que hacer en absoluto. Tenía los días desocupados y plena libertad.
Se dejó caer sobre la cama. Solo podía pensar en darse una ducha y dormir después, pero se sintió un poco avergonzado. No había levantado ni un dedo en casa durante más de dos semanas. En realidad habían tenido intención de irse a la montaña, algo de lo que ni siquiera habían hablado después de que se trastocaran todos los planes.
Suponía sin más que Inger Johanne se había hecho cargo de las cancelaciones y todo lo demás…, y él ni siquiera le había pedido disculpas.
No le había dado ni las gracias.
El cesto de la ropa sucia estaba desbordado. Podrían haber cambiado las sábanas, pensó. Cuando volvió a levantarse para dirigirse a regañadientes a la cocina, advirtió que aún seguía apilada en la encimera la vajilla sucia de la cena de la noche anterior y del desayuno de aquella misma mañana.
No había hecho absolutamente nada en casa. Desde hacía dos semanas.
Echó un vistazo al reloj del horno. Eran las 19.50. Si lograba mantenerse despierto hasta las diez, ya habría conseguido mucho. Con una determinación impensable hacía tan solo cinco minutos, decidió empezar por el dormitorio. No tenía ni idea de por dónde andaba Inger Johanne ni de cuándo volvería a casa. En el mejor de los casos, habría avanzado tanto con las tareas domésticas que ella no pondría los ojos en blanco cuando le dijera que tenía que volver al trabajo a las nueve de la mañana.
Otro sábado más fuera de casa.
Antes de quitar las sábanas y las fundas de la almohada quiso clasificar la ropa del cesto. La colada era, en realidad, cosa de Inger Johanne. Por una razón u otra, él siempre mezclaba inadvertidamente una prenda de color en la colada de la ropa blanca. Como castigo, su mujer le obligaba a ponerse los calzoncillos de un color rosa del que él mismo era responsable.
Esta vez sería meticuloso.
Llevó el cesto al pasillo, entre el dormitorio y el cuarto de baño, y lo vació en el suelo. Puesto que había allí algunas prendas húmedas, el abyecto montón de ropa que tenía delante apestaba a demonios. Sacó una pequeña y alargada caja azul y blanca que se había colado entre la ropa. Su diseño era femenino. Tenía unas letras rosas sobre los colores azul y blanco. ¿Tal vez se habían caído accidentalmente al cesto las cuchillas de depilar de Inger Johanne? Se disponía a ir al cuarto de baño para meter la caja en el cajón de su mujer cuando de repente se quedó paralizado.
Test de embarazo Clearblue.
Los segundos que siguieron avanzaron en círculos, como si se tratara de un bucle del tiempo. Un nuevo pensamiento comenzaba antes de que concluyera el anterior, mordiéndose la cola y volviéndose cada vez más absurdos. Respiró profundamente, recordó la caminata a Gaupekollen y se sentó poco a poco en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared.
Abrió la caja. En su interior había dos varitas de plástico que apenas cabían en ella. Advirtió que parte de la caja estaba arrancada y que uno de los test no había sido usado. Al otro le faltaba la capucha azul y en la pantalla apenas se podían leer seis letras pequeñas, un signo de más y el número tres.
Yngvar permaneció sentado en medio del montón de ropa, rodeado de un hedor a humedad y a ropa interior sucia. Allí se enteró de que iba a ser padre otra vez. Su vida iba a dar un giro una vez más, al igual que cuando, hacía más de treinta años, sostuvo en los brazos a su primera hija recién nacida y supo con la solemnidad propia de un jovencito que todo había cambiado. Había perdido a Trine, que había muerto junto con su madre en un accidente. Durante mucho tiempo, sintió que estaba a punto de morir de pena por aquellas pérdidas. Justo cuando pensaba que ya nunca volvería a sentirse bien, apareció Inger Johanne. Ragnhild supuso un nuevo comienzo, la prueba de que había soportado lo insoportable tal como la vida, implacablemente, le exigía. Yngvar había aprendido que todo tenía un fin y un comienzo.
Colocó los brazos en sus rodillas y apoyó allí la cabeza. Era demasiado grande para estar sentado de ese modo. Se hacía daño y no podía respirar. Tenía intención de adelgazar y enmendarse. De mimarse más y vivir el tiempo suficiente para cuidar de ese nuevo bebé, quizás un varón que podía llamarse Vegard, como su abuelo paterno.
Reconoció que preferiría una niña a la vez que logró volver a respirar.
Deseaba tener una niña; a lo mejor esta vez le dejaban que se llamara Trine. Era un comienzo completamente nuevo de algo que él creía acabado hace tiempo.
Habían buscado por todas partes.
Aunque Ellen y Helga les habían asegurado que Jon no entraría sin que se dieran cuenta, Joachim, Henrik e Inger Johanne registraron la enorme casa habitación por habitación. Subieron al desván, pasaron por los trasteros, patearon todo el jardín. Cuando llegaron, Joachim ya había comprobado el garaje, bastante indignado por el hecho de que Jack ensuciara su BMW al tumbarse en el asiento de atrás sobre una manta sucia traída del viejo Golf de Inger Johanne. No obstante, había constatado que ambos coches seguían en su sitio.
—Deberíamos denunciar su desaparición —titubeó Henrik cuando ya no quedó ningún lugar más donde buscar.
Ellen apenas reconoció al policía cuando llegó empapado y con ropa de paisano. Helga, en cambio, quiso echarle de inmediato. Inger Johanne tomó el mando que no había sido capaz de tomar el 22 de julio, y le cortó proclamando que a todos les convendría contar con la presencia de un amigable policía. Por supuesto, ella era la única que le consideraba amigable, pero permitieron que se quedara.
—Prepara algo caliente —le dijo a Helga—. Té, chocolate caliente o lo que sea. Acomodaos en la cocina. Voy a comprobar el garaje y vuelvo enseguida. Probablemente tendremos que buscar por todo Grefsen. Puede haberse ido a dar un paseo.
—¿Con traje oscuro y corbata? —preguntó sorprendida la anciana—. ¿Sin paraguas o un abrigo? ¿Con el tiempo que hace?
—Dadas las circunstancias, creo que la ropa le importa un bledo —contestó Inger Johanne mientras se dirigía a la puerta principal—. Prepara algo caliente. Tanto Henrik como yo estamos helados. Ellen también tiene pinta de necesitar algo reconfortante.
No hizo ningún comentario acerca de que Ellen oliera a alcohol y, obviamente, llevara ya un buen rato reconfortándose. Cogió un chubasquero empapado de un perchero que había junto a la puerta, pero sintió su peso y cambió de idea. De todas formas ya estaba mojada; volvió a colgar la prenda antes de meter sus pies en las katiuskas. Fuera ya no llovía con tanta intensidad, pero se había levantado viento. La temperatura había descendido, pero todavía debía de estar entre los doce y los trece grados. Ella correteó sobre la plataforma enlosada y se estremeció al sentir el viento, cuando, con precaución, pisó las escaleras de pizarra, resbaladizas a causa de la humedad.
Junto a la doble puerta automática del garaje había otra puerta por la que Joachim ya había mirado cuando llegó. Ella la abrió y entró. Estaba en penumbra y caminó a tientas, primero por un lado de la jamba; luego por el otro. Finalmente centellearon en el techo dos tubos fluorescentes que, tras unos segundos, terminaron a regañadientes de encenderse y bañaron el garaje con una chillona luz metálica.
—¿Hola? —dijo Inger Johanne dirigiéndose al Mercedes más cercano y al elegante Porsche aparcado a su lado—. ¿Hay alguien aquí?
Nadie contestó. Inger Johanne avanzó lentamente por el lateral del enorme deportivo. Chocó contra una bicicleta de niño que estuvo a punto de tirar al suelo; estaba sujeta a la pared por unos ganchos. Tuvo que pasar por encima de cuatro enormes neumáticos de invierno apilados en una esquina de la pared del fondo.
—Jon —dijo con calma, y se detuvo.
Lo vio sentado en la esquina opuesta, sobre una banqueta para mecánico, rodeado de un montón de periódicos viejos y de dos sacos de leña casi vacíos. No lloraba. No llevaba ningún arma, ningún cuchillo, ninguna soga alrededor del cuello, tal y como Inger Johanne había temido en su fuero interno cuando decidió ir sola. Joachim parecía extrañamente fuera de sí, estresado y frustrado; Henrik, por su parte, no llevaba de uniforme el suficiente tiempo como para exponerle al resultado de un suicidio.
Jon respiraba superficial y rápidamente. No dijo nada. Ni siquiera la miró. Ella se acercó unos pasos antes de detenerse.
—No puedes quedarte aquí —apuntó Inger Johanne—. Están preocupadas por ti. Ellen y tu madre. Ven, vamos a entrar.
Él seguía sin contestar. No la miró, no hizo nada. Miró al tubo de escape del Porsche y permaneció inmóvil, jadeando. Inger Johanne pasó por encima de unos esquís que se habían caído de los soportes de la pared y se acercó a él.
—¿Me puedo sentar contigo? —preguntó con calma.
Pese a no recibir respuesta, colocó uno de los sacos de leña en el suelo y se sentó. No le tocó.
—¿Qué ha pasado?
Él carraspeó de forma casi inaudible, abrió la boca e inspiró. Espiró, cerró la boca y sacudió ligeramente la cabeza.
—Dentro de un instante vendrán los demás a buscarnos —dijo ella, que se quitó las gafas—. Entonces harán muchas preguntas. ¿No puedes contarme qué ha ocurrido antes de que entremos? Con tranquilidad.
Sacó el cuello medio seco de la camisa y se limpió las gafas.
—Piensan que estoy loco —respondió él con voz quebrada.
—Lo dudo —dijo ella, colocándose de nuevo las gafas.
—Pues sí. Deben de pensar que estoy como una puta cabra.
Se mordió el dedo pulgar. No la uña, sino el mismísimo pulgar de la mano que llevaba un esparadrapo grande y sucio. Olía a rancio y empezó a moverse de un lado a otro con unos movimientos breves y entrecortados.
—Me han acusado de posesión de pornografía infantil —dijo él de un modo inexpresivo—. Y de tener relaciones sexuales con niños menores de diez años.
Inger Johanne creyó haber oído mal.
—¿Cómo?
—Vinculan mi dirección IP con un montón de mierda. Porquerías nauseabundas y repugnantes. Chats donde supuestamente hablo de…
Se llevó las manos al rostro chillando de forma débil y contenida. Inger Johanne puso con cautela una mano en su espalda. Él se inclinó hacia delante y colocó la cabeza sobre las rodillas, como si fuera a ser víctima de un accidente de aviación.
Y, en cierto modo, era así.
—Y encima se supone que yo maté a Sander —dijo entre sollozos—. Bueno, eso lo llevan pensando un tiempo. Además sé que me están investigando por tráfico de influencias, como si yo quisiera arriesgar todo lo que tengo por un miserable…
—Tranquilo. Respira.
Inger Johanne se inclinó hacia su cabeza con el brazo todavía colocado sobre su estrecha espalda.
—Jon —dijo con la voz más resoluta que pudo—. Levántate, por favor. Cuéntamelo todo otra vez. Los demás ya vienen y tengo que ordenar todo esto antes de que…
—¡Creen que estoy loco! —gritó, e irguió la espalda tan velozmente que Inger Johanne se golpeó la mano contra la pared—. Nunca he visto pornografía infantil, ni he matado a mi hijo, ni tampoco arriesgaría toda mi compañía por tráfico de influencias. ¡Joder!
Inger Johanne se colocó de rodillas, de espaldas al coche deportivo, agarró a Jon por la solapa y lo zarandeó obligándolo a mirarla.
—¿Te detuvieron fuera de la iglesia por un asunto relacionado con la pornografía infantil?
Él asintió débilmente con la cabeza. Por la comisura de los labios le asomaba una espuma blanca y moqueaba.
—Dijiste que la dirección IP te había descubierto. ¿Eso es cierto?
Meneó ligeramente la cabeza; parecía que no la tenía sujeta del todo a su fino cuello.
—Quizás el portátil —dijo él sin fuerzas—. El que está en el pasillo.
—No es el ordenador lo que tiene una dirección IP —dijo Inger Johanne—. Es el router. Pero tú tienes un ordenador portátil, ¿verdad?
—Está estropeado. Todo está estropeado.
—¿En el pasillo? ¿En el buró del pasillo?
—El secreter —murmuró Jon—. Se dice secreter.
El corazón de Inger Johanne dio un vuelco. Le zumbaban los oídos y su ya familiar vértigo hizo que agarrara la chaqueta de Jon con más fuerza.
Ahora se acordaba. Recordó el motivo de su pequeña inquietud por algo que había notado en la calle Glad la fatídica noche que murió Sander. Justo ahora, exactamente dos semanas después, recordó un pequeño detalle que olvidó entonces y que luego disipó como irrelevante.
Pero no lo era.
Sabe Dios que no lo era.
Jon estaba a punto de desplomarse. Ella lo agarró de la solapa con más fuerza, empujó su lánguida figura contra la pared y lo zarandeó.
—¿Qué es toda esa cháchara sobre tráfico de influencias? —preguntó ella, cortante—. ¿También te acusaron de eso?
—No. Es algo que…, es algo que simplemente sé. De un amigo. De alguien que desea lo mejor para mí, alguien que…
Se puso a llorar abiertamente.
Inger Johanne le soltó poco a poco. Jadeaba con la boca abierta. Se quedó de espaldas a la pared del garaje mientras intentaba ordenar sus pensamientos. En algún sitio había una historia coherente, un relato que nadie conocía aún. Alguien se acercaba al garaje. Ella cerró los ojos con fuerza, como si sufriera un dolor repentino. Se esforzó por pensar con agilidad, con lógica, para poder colocar todas las piezas que ya tenía junto con las que Jon le acababa de proporcionar.
—¡Inger Johanne!
Era Henrik quien gritaba. Alguien comenzó a abrir la puerta del garaje.
—Jon —dijo Inger Johanne con tanta calma como pudo—. Tienes que entrar conmigo. Voy a resolver esto de la mejor forma posible, pero para ello tienes que entrar conmigo. Ven.
—Nadie lo puede resolver —farfulló él—. Deben de pensar que estoy loco.
—Ahora te vienes conmigo —insistió ella, enfurecida—. ¡Jon! ¡Cálmate!
Funcionó. Se levantó tambaleándose.
—¡Ya vamos! —gritó ella en dirección a la puerta—. Jon está aquí y todo está bien.
Agarró su lánguida mano y le llevó como si fuera un niño sorteando los neumáticos, los esquís, los trineos y aquella bicicleta verde que estaba a punto de caerse de la pared y que había pertenecido a Sander. Inger Johanne no soltó su mano. Él la seguía apáticamente mientras murmuraba una y otra vez:
—Deben de pensar que estoy loco. Deben de pensar que estoy loco. Deben de pensar que estoy loco.
Al menos Helga había cumplido con lo de preparar algo caliente. En la amplia mesa de la cocina de Ellen y Jon humeaba una jarra de chocolate caliente. Al lado había un cuenco con nata montada y una tetera cubierta por un paño en forma de una vaca multicolor. Alrededor había distribuidas seis tazas de porcelana fina con sus correspondientes platillos, así como una bandeja con galletas y una pila de servilletas. No había nada que objetar a la disposición de la mesa. Sin embargo, no se podía decir lo mismo de los invitados.
Jon permanecía como un saco junto a la ventana. Aún seguía mojado. Tanto Helga como Ellen le habían sugerido que se cambiara de ropa, pero solo accedió a quitarse la chaqueta y ponerse un jersey que le había traído Ellen. La mesa era rectangular, e Inger Johanne se había preocupado de tomar asiento en uno de los extremos de la mesa. Henrik ocupó rápidamente la silla que había a su lado izquierdo y sirvió chocolate en una taza que tomó con ambas manos, como si sostuviera una pequeña hoguera.
Joachim se quedó en el vano de la puerta.
—Me piro —dijo.
—No —dijo Inger Johanne.
—¿Cómo?
—Siéntate.
—No. Prometí a Ellen que ayudaría a buscar a Jon. Y Jon está ahí. —Señaló con el dedo—. Encargo cumplido. Yo paso de esto. Me voy.
—¡Siéntate!
Inger Johanne se levantó a medias y señaló a la silla que había junto a la puerta.
—¿Tú quién coño eres para decidir lo que tengo que hacer? —contestó el chico, furioso y dando la espalda.
—¡Siéntate! —dijo Henrik con fuerza, empleando una voz que Inger Johanne no reconocía—. ¡Ya!
Se levantó para sacar la placa de policía del bolsillo trasero. Joachim dirigió su mirada hacia él para luego dirigirla hacia Inger Johanne y, por último, volver a depositarla en él.
—Aquí no tienes autoridad policial —dijo a modo de tanteo.
—Sí. Y ahora te lo digo por última vez: ¡siéntate!
Aquella orden resultó contagiosa. Ellen y Helga, quienes hasta entonces habían permanecido de pie al lado de Jon, cogieron rápidamente una silla cada una y se sentaron. Joachim todavía vaciló.
—Y si no ¿qué…?
Intentó sonreír mientras su mirada se dirigía una vez más de Inger Johanne a Henrik, para luego volver a depositarla en ella. Ninguno de ellos le devolvió la sonrisa.
—Cinco minutos —concedió, malhumorado. Cogió la silla que había más cerca de la puerta y se sentó en el borde.
El mareo no cesaba e Inger Johanne pidió con un susurro si alguien podía darle una taza de té. Henrik le sirvió un poco y le acercó la taza. Al levantarla se percató de que le temblaba la mano. El líquido caliente le quemó los labios. Era una grata distracción. Bebió y sintió el calor en la lengua, luego por la garganta y, por último, una quemazón que le recorrió el esófago.
—A Jon no lo detuvieron por el asesinato de Sander, como pensábamos —anunció.
Todos la observaron. Helga con inquietud. Joachim con curiosidad, aunque a regañadientes. Los ojos de Ellen brillaban como ausentes, pero al menos estaba escuchando.
—¿Lo quieres decir tú mismo?
Inger Johanne miró a Jon, quien negó con la cabeza casi imperceptiblemente.
—Está acusado de posesión de pornografía infantil —prosiguió ella sin apartar los ojos de Helga—. Y por mantener relaciones sexuales con menores.
La anciana continuó inmóvil, pero su rostro palideció. Durante un instante pareció que había dejado de respirar, antes de que frunciera la boca un poco, elevara el pecho y volviera a recuperar el autocontrol:
—Eso es mentira —dijo—. No puede ser cierto.
—Es una maldita mentira —farfulló Ellen dando un golpe en la mesa con las manos.
—Sí —dijo Inger Johanne inclinándose hacia Jon y colocando ligeramente una mano en su antebrazo—. Es mentira. Estate tranquila, Ellen.
—¡Decídete, pues!
Joachim permaneció sentado en el borde de la silla, pero en ese momento se inclinó sobre la mesa.
—¿Está acusado del asunto ese de pornografía infantil o no?
—Está acusado, pero la acusación es errónea —dijo Inger Johanne con la mano todavía suavemente colocada sobre la manga del jersey negro de Jon—. Me tienes que ayudar, Jon.
Él la miró con una expresión que Inger Johanne jamás había visto en otra persona que no fuera Kristiane. A veces, cuando el mundo se tornaba demasiado incomprensible, el rostro de su hija adquiría aquel toque de confusión total antes de retirarse mentalmente a un lugar donde nadie la podía alcanzar.
—Me tienes que ayudar —repitió en voz baja—. ¿Me oyes?
—Sí.
—Así que habían recibido un aviso sobre tu dirección IP, ¿no?
—Sí.
—¿Cómo?
—Uno de esos… programas internacionales. O algo así…
Las palabras se resistían a salir de su boca. Chasqueó la lengua y separó los labios.
El silencio fue absoluto.
—La policía noruega, la Interpol y la Europol cuentan con programas para detener la difusión de pornografía infantil —aclaró Henrik en voz baja—. Son programas que captan las direcciones IP. Luego tienen que solicitar a las compañías telefónicas el acceso a…
Inger Johanne levantó una mano para hacerle callar, sin apartar los ojos de Jon.
—¿Cuándo dijeron que había ocurrido eso?
—Aquel viernes. Aquel viernes en que todo… El viernes.
—¿El 22 de julio?
Él asintió y tragó saliva.
—¿En qué momento del día?
—Por la mañana. A primera hora…, a primera hora de la tarde.
—¿Dónde estabas tú en ese momento?
—Aquí. En casa. Íbamos a celebrar una cena. Tú ibas a…
Ya no parecía tan confuso. Logró enfocar la mirada. Casi se podía ver cómo se contraían sus músculos oculares. Jon la veía con más claridad ahora; sus pupilas se encogieron un poco.
Inger Johanne se enderezó en la silla y colocó las palmas de las manos sobre la mesa.
—Estoy de acuerdo contigo —dijo al aire—. La policía debió de pensar que estabas loco de remate si hubieras asesinado a Sander, estuvieras implicado en un asunto de tráfico de influencias y, además, te hubieras dedicado a ciertas actividades sexuales ilícitas en tu propia casa. Y eso tras haber sido durante más de cuarenta años un ciudadano respetuoso con la ley. Semejante cóctel de criminalidad resulta improbable. Ni por asomo creo que tú hayas hecho todo eso.
—Tráfico de influencias —repitió Helga—. ¿De qué estás hablando?
—Ese asunto no es, en rigor, todavía, un caso real…
Henrik se inclinó hacia Inger Johanne intentando susurrarle algo. La habitación estaba tan silenciosa que todos oyeron lo que dijo.
—No —dijo ella—. Y si Joachim hubiera tenido paciencia para esperar a que la policía averiguara lo que iban a hacer al respecto, nos habríamos ahorrado muchos sufrimientos.
Captó un instante la mirada de Joachim, que gesticuló con las manos y alzó la vista al techo.
—¡A mí no me metas en esto! Me voy.
—No. No lo harás. ¿Sabes cuántos casos son sobreseídos por el Departamento de Economía del distrito policial de Oslo?
Él se levantó. Henrik se dirigió a la puerta, la cerró y se quedó allí como un centinela empapado y en posición de firmes.
—¡Muchos! —respondió Inger Johanne, frustrada, al ver que Joachim no contestaba—. Demasiados, probablemente. Son casos complicados. Si yo estuviera en tu lugar, me habría arriesgado a aguardar y esperar lo mejor. Dejar que pasara la tempestad.
—No tengo ni idea de qué estás hablando.
—En el fondo eres un buen chico —dijo ella, desanimada—. Me gustas. Me gustabas. Significabas mucho para Sander. Creo que le querías. Él definitivamente te quería a ti. Pero también te gusta mucho el dinero, Joachim. Uno podía pensar que tenías suficiente, pero el dinero tiene una curiosa habilidad para… —Se le escapó un suspiro y comenzó a masajearse la frente—. Aunque uno gane mucho, nunca es suficiente. Además te gusta tener tus contactos. Te gusta bailarle el agua a la gente. Proporcionarle ventajas y atención. De eso vivís en el sector de las relaciones públicas, ¿no es así? ¿De las redes de contactos? ¿De amplias y buenas redes de contactos? Si no fuera por tu inconcebible estupidez…
—¿De qué estás hablando? —interrumpió Ellen.
—Cállate —gruñó Helga.
—De repente te entró un miedo totalmente desmesurado —dijo Inger Johanne mirando a Joachim, casi estupefacta—. De una forma u otra sabías que las autoridades habían empezado a husmear en algunas transacciones en Bolsa y…
—Yo se lo dije —apuntó Jon con voz ronca.
—¿Qué coño…? —soltó Joachim.
—¿Cuándo? —preguntó Inger Johanne.
—El martes. El martes anterior al 22 de julio. Estuvimos trabajando toda aquella semana para llegar al fondo del asunto. Toda la semana, todo el fin de semana y…
Miró asombrado a su alrededor, como si solo entonces se hubiera dado cuenta de dónde se encontraba.
—Lo recuerdo —dijo Inger Johanne—. No lograba entender por qué tenías que trabajar a toda costa cuando acababa de morir Sander. Estabais aterrados, los dos, pero por motivos distintos. Tú… —volvió a acariciar el brazo de Jon— porque sabías que eras inocente y tenías miedo de perder la compañía por algo que no habías hecho. —Levantó la taza a medias y asintió en dirección a Joachim—. Y tú porque temías ser descubierto. Eso era lo que más miedo te daba de todo: que te descubrieran.
—¿Por qué motivo? ¿Por qué me iban a descubrir? Ni siquiera sabemos si hay caso para la policía. ¡Tú misma has dicho que un montón de casos como esos son sobreseídos! ¿Qué coño pretendes haciendo constatar que yo he…?
—Tú —dijo Jon—. ¿Fuiste tú? Has abusado de mi confianza, de mi…
—Necesito beber algo —soltó Ellen, casi como un lamento—. No lo soporto.
Nadie intentó detenerla cuando se levantó, abrió la nevera y mezcló en un vaso mucha ginebra y poca tónica. Tampoco nadie dijo nada hasta que volvió a sentarse. A un lado tenía a Helga Mohr, que permanecía hosca y estirada; al otro, a su marido.
—No habría podido constatar nada de nada —dijo Inger Johanne—. Si no fuera por tu intento increíblemente estúpido de dirigir la atención de la policía hacia Jon.
—¿Cómo? —preguntó Jon.
—Sandeces —respondió Joachim.
—Relájate —dijo Inger Johanne con una sonrisa abatida—. No estoy esperando a que te derrumbes y confieses. Eso solo pasa en las películas. Solo quiero decirles a los que están aquí… —señaló con un gesto a los que había alrededor de la mesa— que tenías tanto miedo de que te detuvieran por tráfico de influencias que decidiste dejar que arrestaran a Jon por descarga de pornografía infantil.
—¿Cómo? —repitió Jon, confuso y pálido.
—¿Realmente crees que la policía…? —empezó Inger Johanne, aparentemente indignada, antes de beber un poco de té—. ¿Realmente crees que la policía noruega basa sus métodos en la idea de que «el que ha sido maleante una vez será maleante siempre»? ¿Realmente creías que si pillaban a Jon por lo de la pornografía infantil, la policía pensaría de forma automática que era él quien estaba detrás del tráfico de influencias? En muchos aspectos eres un tipo interesante, pero la verdad es que también eres un imbécil. Hay que ver lo que puede hacer el miedo con la gente…
Joachim no se inmutó.
—Pero ¿cómo sabes todo eso? —se aventuró Henrik, aún junto a la puerta.
—Henrik, siéntate. Joachim no va a huir. ¿Verdad que no, Joachim?
El chico siguió sin reaccionar.
Henrik se alejó de la puerta, vacilando.
—Cuando llegué a esta casa sobre las tres, el viernes 22 de julio —comenzó a decir Inger Johanne—, la puerta de entrada estaba abierta. Como recordaréis, el timbre estaba roto. Sigue estando roto. Como nadie contestaba, entré. Llamé, pero no obtuve más respuesta que tu llanto, Ellen, y algo que dijo Jon que no entendí. Subí la escalera. Sander había muerto y yacía en el regazo de Ellen. Sin embargo, lo interesante fue un pequeño detalle que observé antes de subir. Hay un buró en el recibidor…
—Un secreter —corrigió Helga severamente.
—Y una de las puertas inferiores se ha deformado un poco. Estaba abierta cuando llegué. Bueno, entreabierta. —Inger Johanne mostró unos cuatro o cinco centímetros con el pulgar y el dedo índice—. El armario estaba vacío. Al menos no se veía nada a través de la estrecha rendija. Lo observé cuando apoyé mi paraguas contra el buró. Cuando, más tarde, aquella misma noche, me disponía a marcharme, me detuve delante del buró para coger el paraguas. La puerta seguía abierta, pero ahora había algo en su interior. Un portátil. La luz de las ventanas que caía sobre la puerta se reflejaba en el metal. Lo recuerdo con mucha nitidez porque cerré la puerta. Me costó hacerlo; de hecho, tuve que dar un pequeño empujón. Incluso vi el logo de Apple antes de cerrarla. Debo atribuir a dos cosas haber olvidado por completo aquel episodio hasta hoy. En primer lugar, hablé con Kalle Hovet cuando me marché, y estaba concentrada en la conversación que mantuve con él. En segundo lugar, estaremos todos de acuerdo en que… —respiró profundamente y a continuación soltó el aire— fue un día horrible.
Nadie dijo nada. Jon tenía la boca abierta y los labios mojados. De vez en cuando temblaba fuertemente, como si tuviera fiebre. Ellen sujetaba el vaso con el mejunje de alcohol, pero no bebía de él. Joachim había cambiado de postura; ahora estaba recostado sobre la silla, despatarrado y con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Todo encajó cuando Jon me habló del portátil que guarda en el buró.
Henrik le sirvió más té.
—Cinco personas llegaron a esta casa después de mí —prosiguió Inger Johanne—. Cinco personas pudieron haber devuelto el ordenador a su sitio. Los dos hombres de la funeraria, el fiscal, Henrik y Joachim. —Miró al policía con una expresión ostentosamente interrogante—. ¿Henrik no fue?
Él negó con la cabeza enérgicamente.
—Tampoco Kalle Hovet —añadió Inger Johanne, que tiró del jersey de algodón, que se le había quedado pegado al cuerpo a causa de la humedad—. Y tampoco los dos de la funeraria.
—Eso no lo puedes saber —dijo Joachim.
—Sí. Puesto que no habían estado antes aquí ese mismo día. El ordenador estaba en esta casa. Había que llevárselo antes de volver a colocarlo en su sitio. Es lógico, ¿no?
—Joachim estuvo aquí —dijo Jon en voz alta—. Estuviste aquí por la mañana, dijiste que ibas a hacer ejercicio y recoger…
—Esto es un disparate —dijo Joachim, resoplando—. ¡Una puta mentira!
—Quizás estuvieras en el garaje descargándote toda esa mierda —dijo Inger Johanne sin inmutarse por el arrebato—. La cobertura llega al menos hasta allí. O en el jardín, tal vez. Por lo que sé, tienes la contraseña correcta en tu propio ordenador, así que ni siquiera habrías tenido que arriesgarte a «coger prestado» el MacBook de Jon.
Dibujó lentamente unas comillas en el aire antes de apoyarse en sus codos y bajar la mirada.
—Nunca podrás probarlo —dijo Joachim—. ¡Nunca!
—Tampoco es necesario —respondió Inger Johanne, abatida—. He puesto fin a este asunto. Diré a la policía lo que sé y lo que pienso. A partir de ahí, es asunto suyo. Si no hubieras… —De pronto alzó la mirada y miró fijamente a Joachim con una mezcla de asombro y desprecio—. Si no hubieras sido, en el fondo, un tipo tan decente —sacudió la cabeza—, quizá te habrías escabullido. Probablemente te arrepentiste de todo el asunto. Cuando murió Sander y comenzaste a sospechar que tal vez no todo era como debía ser en esta casa, tenías un asunto mejor y más auténtico con el que derrocar a Jon. Cualquier otra persona con semejante sospecha se habría acobardado, como la mayoría de nosotros, y habría mantenido la boca cerrada. O habría acudido a la policía. Sin embargo, a ellos les tienes pánico. En cambio, intentaste engancharme con aquel… —Cerró los ojos y se llevó las manos a las sienes; se quitó las gafas, se frotó los ojos y se levantó de la silla, dolorida—. Con aquel ridículo SMS.
Le dolía la espalda. Tenía los pies helados, a pesar de que el suelo estaba caliente por la calefacción.
—Y cuando nos encontramos en la panadería pent Bakeri… —Ella sonrió pálidamente, colocando ambas manos en la zona lumbar y estirando el cuerpo—. Ni siquiera pudiste ocultar que tenías algo que ocultar. Desprendías mala conciencia. Prácticamente admitiste que habías hecho algo mal. Como ya he dicho, en realidad eres un joven bastante decente, Joachim. Muy en el fondo, me gustabas. Sin embargo, no me gusta nada que hayas intentado hacer chanchullos para conseguir dinero de manera ilegal y que intentases trasladar la culpa a Jon.
La cocina era tan grande que las cinco personas que había alrededor de la mesa no tuvieron que moverse cuando ella colocó la silla en su sitio y se dirigió a la encimera situada en el otro extremo de la habitación. Abrió el grifo al máximo. Cuando el agua se hubo calentado lo suficiente, la dejó caer sobre las manos, sobre las muñecas, se subió las húmedas mangas con los dedos mojados y dejó correr el agua hasta que su piel se puso roja.
Por el rabillo del ojo observó que Jon intentaba llegar hasta el vaso de Ellen para mantenerlo fuera de su alcance.
—Tengo cuidado —murmuró él.
—Pero ¿quién…, quién mató a Sander? —preguntó Henrik con la voz entrecortada y un poco alta.
—Jon —dijo Inger Johanne sin darse la vuelta—. Jon mató a Sander. Creo que Jon golpeó a Sander causándole la muerte, de la misma forma que ha sido un bestia con su hijo durante muchos años. Pero eso será asunto de la policía. Yo quiero irme a casa. Esto ya no es asunto mío. En realidad nunca lo ha sido.
—¡No! —exclamó Helga—. Las cosas no son así.
—Madre —dijo Jon.
—No mataste a Sander —insistió la anciana. Su voz sonó desafinada, como si se hubiera dañado alguna cuerda vocal.
—No —dijo su hijo—. Yo no maté a Sander. Fue un accidente.
—No quiero quedarme aquí y… —afirmó Helga.
—¡Madre! —le interrumpió Jon de modo más incisivo, volviendo a su yo anterior.
—Yo me voy —dijo Joachim—. Paso de todo esto, joder.
Inger Johanne oyó que las patas de una silla arañaban el suelo. El agua caliente seguía corriendo por sus manos. Subió los antebrazos y apoyó la frente contra el armario superior.
—Deja que se marche, Henrik. No va a desaparecer de la faz de la Tierra. Ata a Jack en el garaje. Bajo techo, a poder ser. Voy enseguida. Tú vete.
Un ruido. Pasos furiosos que atravesaban la habitación a sus espaldas. Portazos: primero de la puerta de la cocina; luego, más tenue, de la maciza puerta de entrada. El sonido de Henrik, que volvía a sentarse titubeando. Inger Johanne cerró los ojos y sintió cómo se escurrían sus pensamientos. No recordaba haber estado tan agotada. El dolor de las lumbares no cesaba; una molesta presión en el diafragma la llevó a abrir el agua fría y buscar un vaso en el armario.
Le sobrevino un pensamiento que la dejó paralizada.
Durante demasiado tiempo se había negado a admitir que Jon podía haber maltratado a su hijo. A pesar de todo lo que sabía; pese a su educación, su experiencia y su competencia, había hecho lo mismo que todos los demás. Se había negado a ver. A creer. «Lo mismo que hacemos todos», pensó mientras sujetaba con su rígida mano un vaso del armario de la cocina. Reparó en que estaba a punto de volver a hacerlo y se sonrojó de vergüenza.
—¿Qué has dicho, Jon?
—¿Cómo?
Ella no le miró. Su mano derecha aún tenía el vaso agarrado. El monótono rumor del agua corriendo resultaba enervante.
—¿Qué has dicho al apartar el vaso de Ellen?
—Que tiene cuidado —susurró—. Él no ha matado a Sander.
«Jon tiene cuidado».
Por fin logró sacar el vaso del armario. Lo llenó hasta el borde con agua helada y se dirigió con toda la calma que pudo hasta la puerta.
Se giró y los miró.
Allí estaban sentados los tres últimos miembros de la familia Mohr.
Helga tenía el pelo cano, era estirada y terriblemente vieja. Ellen mostraba unos ojos húmedos y unas manos alargadas e inquietas que ya no tenían nada que manosear ahora que le habían quitado el vaso. A su lado, Jon: una sombra de lo que alguna vez había sido, cuando, en la cima, con apenas treinta años cumplidos, era el dueño de una carrera y de una mujer trofeo que todos querrían tener.
Pero no tenía ningún hijo.
«Jon tiene cuidado. Él no tuvo cuidado».
Así se formularon las acusaciones sobre aquella muerte de la que, al cabo de poco tiempo, se cumplirían exactamente catorce horas. Ellen le reprochó a Jon que no hubiera tenido cuidado. Jon se odió a sí mismo por la misma razón. Inger Johanne escuchaba sus voces, como si todo se hubiera grabado en un magnetófono instalado en su cabeza y que pudiera reproducir una y otra vez.
«Él no tuvo cuidado», gimió Ellen. «No tuve cuidado», lloró Jon.
Inger Johanne se apoyó contra la pared y comenzó a beber.
No habían hablado de cuidar de Sander, tal como había pensado todo el tiempo. Jon no había cuidado de Ellen; era a Ellen a quien aseguraba constantemente que la responsabilidad recaía en él, como cuando hacía un instante le apartó el vaso y le dijo justo la misma frase: «Yo tengo cuidado».
Pero no había tenido cuidado cuando Ellen mató a su hijo.
Tampoco cuando le maltrataba.
Jon no acompañó a Sander al médico porque quisiera protegerse a sí mismo. Le acompañó para proteger a Ellen de las consecuencias de sus actos. Sander no acudió al colegio acompañado de su padre al día siguiente de sufrir una contusión cerebral porque el padre no se preocupara de ello. Intentaba proteger a Sander. Por eso quería quedarse en casa por las tardes y por las noches, incluso cuando tenía que trabajar; incluso cuando tenía que venir Joachim.
Durante todos aquellos años, Jon Mohr había intentado proteger a Sander de su madre y evitar que Ellen fuera descubierta. Se había aferrado a su pequeña familia; una familia construida sobre una mentira que no paraba de crecer…, hasta que los embustes fueron tantos y tan grandes que Ellen y Jon se perdieron en ellos.
—Fuiste tú quien mataste a Sander —dijo Inger Johanne con toda la calma que pudo cuando por fin interceptó la mirada de Ellen.
Jon se levantó, de repente.
—Fue un accidente —clamó, y comenzó a toser—. Fui yo quien…
—No fui yo —dijo Ellen llorando—. ¿Cómo puedes…? ¡Inger Johanne! ¡Fue Jon! ¡Él no tuvo cuidado! ¡Fue un accidente y él no tuvo cuidado!
—¡No! —rechinó la voz de Helga sobre el llanto de Jon y de Ellen.
Henrik se levantó y dio un puñetazo sobre la mesa.
—¡Silencio! —dijo con un rugido—. ¡Callaos todos!
Se hizo el silencio, como si alguien hubiera cortado el sonido con unas tijeras.
Inger Johanne agachó la cabeza. Sobre un elevado banco que había a su lado yacía el ejemplar de aquel día del Aftenposten. Su mirada se fijó en la foto de la portada. Un funeral. Otro más de una interminable serie. Otro joven. Otro padre que portaba un ataúd que ningún padre debería portar.
Ella le reconoció.
El padre que acompañaba a su hija a la tumba era Kalle Hovet, el fiscal que había acudido en su auxilio cuando Sander murió y ella no tenía idea de qué hacer.
Inger Johanne empezó a llorar. Dejó el vaso sobre el banco, tomó aire e hizo un esfuerzo para poder hablar:
—¿Por qué querías que demostrara la inocencia de Jon?
Casi no le salía la voz del cuerpo.
—Quería… —Ellen jadeó cuando Inger Johanne alzó la mano como si fuera a propinar algún golpe, aunque se encontraba a tres metros de distancia y difícilmente podría alcanzar a alguien.
—No te estoy preguntando a ti —bufó, enfurecida—. ¡Estoy preguntándole a Helga!
La anciana ya no estaba pálida. Estaba lívida.
—Si la policía llegaba a una conclusión errónea… —dijo con voz ronca—, quería que tú dispusieras de toda la información. Deseaba que el caso fuera sobreseído. Que desapareciera. Nada podía devolverle la vida a Sander. Para Jon, tener que vivir con el hecho de que su mujer…, de que su hijo… Vivir sabiendo que todos estos años la ha protegido, que ha tapado a alguien que… Era imposible vivir con eso. La familia sería… Esperaba que el caso fuera sobreseído. De no ser así, quería que alguien lo supiera. Que no fue Jon. Que fue Ellen.
Por primera vez bajó la mirada. Inger Johanne nunca había visto a Helga agachar la cabeza.
—¿Intentaste contratarme como una especie de… «medida de precaución»? ¿Por qué no me contaste lo que sabías? O lo que intuías. O lo que creías. O lo que fuera. ¿Porque la maldita… fachada es más importante que cualquier otra cosa? ¿Porque el maltrato infantil no ocurre entre la gente de bien y menos en la familia Mohr? ¿O qué? ¡Contéstame!
—¡Fui yo, madre! —sollozó Jon—. Fui yo quien no tuve cuidado cuando Sander…
—No. Yo os vi, Jon. Regresé para recoger mi libro, la novela que había olvidado. Bajé por el camino de la terraza y vi que Sander quería dibujar en el techo. Vi a Ellen. Vi cómo Sander cayó de la escalera desplegable. Vi la linterna, los golpes, aquellos golpes demoledores. Vi… —Se tapó los ojos con una mano, sollozando—. Vi cómo acudiste, corriendo.
Silencio.
—Yo solo quería protegerte. Proteger a la familia. No había ningún motivo para que la tragedia fuera aún mayor. Al fin y al cabo, tú eres responsabilidad mía. Tú.
Jon ya no estaba llorando. Permaneció resollando, incrédulo. Ellen se inclinó sobre la mesa para coger el vaso. Parecía medio inconsciente cuando se lo llevó a la boca y bebió.
—¿Por qué? —dijo Inger Johanne. Había olvidado todo lo que sabía. Quería irse a su casa, pero tenía que averiguar la verdad—: ¿Cómo pudiste maltratar a tu propio hijo?
Ellen alzó la mirada. Primero miró a Inger Johanne y luego al techo situado sobre la puerta, como si buscara ayuda divina. Sus hombros, tan estrechos de por sí, casi desaparecieron cuando se encogió, se encorvó sobre el vaso vacío de alcohol y susurró:
—Porque funcionó.
—¿Cómo? —dijo Henrik.
—Empezó porque era lo único que funcionaba.
De nuevo aquel silencio; un silencio insoportable.
—Era un niño muy difícil —susurró Ellen—. Fue lo único que logró que… parara. Había tanto ruido, tanto… Solo un pequeño cachete y luego paró. Pequeños cachetes. Solo pequeños cachetes. Funcionaron. Los cachetes. —Tenía la boca tan cerca del vaso vacío que la voz se le distorsionaba levemente—. Yo lo había decorado todo con tanto esmero. Esperaba la fiesta con ilusión. Él estaba sentado en la parte superior de la escalera desplegable e iba a estropearlo todo con sus lápices de colores. Lo destrozaba todo con demasiada frecuencia. Solo un pequeño cachete. Funcionó.
Inger Johanne se dio la vuelta repentinamente. Abrió la puerta de golpe. En el recibidor, aquel recibidor demasiado grande, tan poco noruego, cogió su chubasquero y metió los pies en las katiuskas antes de iniciar una discusión con la puerta de salida, que parecía que no quería abrirse. Cuando lo consiguió, se precipitó hacia el exterior y dejó que la lluvia le bañara el rostro. Estuvo a punto de caerse sobre las resbaladizas losas de pizarra, pero recobró el equilibrio y continuó corriendo. Subió la escalera y vio a Jack atado al canalón del garaje, junto a su pequeña y sucia manta. De repente quedó deslumbrada por los faros delanteros de un coche. «Es Joachim —pensó—. Joachim sigue en el coche». Quiso detenerse, pero su cuerpo avanzaba a toda velocidad cuando, en el último escalón, su pie chocó contra un coche de juguete, un coche de bomberos rojo que estaba medio escondido tras unas hojas de rododendro; un coche idéntico al Sulamit de Kristiane. Resbaló.
Fue algo relacionado con el ángulo de la caída.
Algo relacionado con la sensación de que la parte inferior del cuerpo proseguía hacia delante, con el coche de bomberos como patín bajo el pie derecho, mientras que el resto del cuerpo tomaba otra dirección. Una caída fatal, llegó a pensar mientras la cabeza miraba primero hacia arriba, luego hacia atrás y por último hacia abajo, donde había una empinada escalera de piedra.
Cuando oyó el sonido de su cráneo rompiéndose, no vio ante sí la prudente sonrisa de despedida de Kristiane. Tampoco sintió el húmedo beso de adiós de Ragnhild sobre su mejilla. Jamás vería a Tarjei, quien no iba a nacer. Durante el destello de tiempo y de sol que se produjo desde que su cogote impactó con el afilado borde de pizarra del penúltimo escalón hasta que quedó inconsciente, no pensó en sus propios hijos.
«Dejamos que lo de Sander sucediera», pensó Inger Johanne, y murió.